Querido amigo:
Mi chófer pudo traernos a Târgoviste hoy, después de lo cual regresó a Bucarest con su familia, y vamos a pasar la noche en una vieja posada. Georgescu es un excelente compañero de viaje. Durante el trayecto me distrajo con la historia de la región que atravesábamos. Sus conocimientos son muy extensos, y sus intereses abarcan la arquitectura y la botánica locales, de modo que pude aprender un montón de cosas durante el camino.
Târgoviste es una bonita ciudad, de carácter todavía medieval, y cuenta al menos con esta buena posada, donde el viajero puede lavarse la cara con agua transparente. Nos hallamos ahora en el corazón de Valaquia, en un país escarpado entre montañas y llanuras. Vlad Drácula gobernó Valaquia varias veces durante las décadas de 1450 y 1460. Târgoviste era su capital, y esta tarde fuimos a pasear por las ruinas de su palacio. Georgescu me indicó las diferentes cámaras y describió su uso probable. Drácula no nació aquí, sino en Transilvania, en una ciudad llamada Sighisoara. No tendré tiempo de verla, pero Georgescu ha estado aquí varias veces y me dijo que la casa en la que vivió el padre de Drácula, el lugar donde nació Vlad, todavía sigue en pie.
El más notable de los muchos monumentos notables que hemos visto hoy, mientras explorábamos las viejas calles y ruinas, fue la atalaya de Drácula o, mejor dicho, una hermosa restauración llevada a cabo en el siglo XIX. Georgescu, como buen arqueólogo, arruga su nariz rumanoescocesa ante estas restauraciones y explica que en este caso las almenas que rodean la parte superior no son correctas. Pero ¿qué se puede esperar cuando los historiadores empiezan a utilizar su imaginación?, me preguntó con sarcasmo. Tanto si la restauración es fiel como si no, lo que Georgescu me contó sobre la torre me provocó escalofríos. Vlad Drácula no sólo la utilizaba como puesto de observación en aquella era de frecuentes invasiones otomanas, sino como punto privilegiado desde el que contemplar los empalamientos que se llevaban a cabo en el patio de abajo.
Cenamos en una pequeña taberna cerca del centro de la ciudad. Desde allí se veían las murallas exteriores del palacio en ruinas, y mientras comíamos pan y guisado, Georgescu me dijo que Târgoviste era el lugar más indicado desde el que iniciar el viaje a la fortaleza de Drácula erigida en la montaña.
—La segunda vez que ocupó el trono de Valaquia, en 1456 —explicó—, decidió construir un castillo sobre el Arges, al que poder escapar de las invasiones de las llanuras. Las montañas situadas entre Târgoviste y Transilvania, y las zonas más agrestes de Transilvania, siempre han sido para los habitantes de Valaquia un lugar donde poder escapar.
Partió un pedazo de pan y lo mojó en el guiso sonriente.
—Drácula sabía que ya existían en aquellas alturas un par de fortalezas en ruinas, que databan como mínimu del siglo once, dominando el río. Decidió reconstruir una de ellas, el antiguo castillo de Arges. Necesitaba mano de obra barata. ¿No se reducen estas cosas a contar con una buena ayuda? En consecuencia, con su acostumbrado buen corazón, invitó a todos sus boyardos, sus terratenientes, a una pequeña celebración de Pascua. Acudieron con sus mejores atavíos al gran patio de Târgoviste y él los recibió con grandes cantidades de comida y bebida. Después mató a los que consideraba más problemáticos y trasladó al resto, así como a sus esposas e hijos, a cincuenta kilómetros de distancia, a las montañas, para que reconstruyeran el castillo de Arges.
Georgescu buscó otro pedazo de pan por la mesa.
—Bien, es más complicado que todo eso, en realidad. La historia de Rumanía siempre lo es. Mircea, el hermanu mayor de Drácula, había sido asesinado años antes en Târgoviste por sus enemigos políticos. Cuando Drácula llegó al poder, ordenó exhumar el ataúd de su hermanu y descubrió que el pobre hombre había sido enterrado vivo. Fue cuando envió su invitación de Pascua, y de esta manera consiguió vengar a su hermanu, así como mano de obra barata para construir su castillo en la montaña. Tenía hornos para cocer ladrillos cerca de la fortaleza, y los que sobrevivieron al viaje fueron obligados a trabajar día y noche, cargando ladrillos y construyendo muros y torres. Las viejas canciones de esta región dicen que las hermosas prendas de los boyardos se convirtieron en harapos antes de que terminaran. —Georgescu dejó su plato limpio como una patena—. He observado que Drácula era un individuo tan práctico como desagradable.
De modo que mañana, amigo mío, seguiremos el camino de aquellos desgraciados nobles, pero en carro, mientras que ellos subieron la montaña a pie.
Es extraordinario ver a los campesinos pasear con sus trajes tradicionales entre la indumentaria más moderna de la gente de ciudad. Los hombres llevan camisas blancas con chalecos oscuros y enormes zapatillas de piel anudadas hasta la rodilla con tiras de cuero, como pastores romanos resucitados. Las mujeres, casi todas morenas como los hombres, y con frecuencia muy guapas, visten pesadas faldas y blusas, con un chaleco ceñido sobre todo lo demás, y sus ropas están bordadas con trabajados dibujos. Parece gente vital, que ríe y grita mientras regatea en el mercado, el cual visité ayer por la mañana en cuanto llegué.
Imposible encontrar una forma de enviar esto, de modo que por ahora lo guardaré en mi bolsa.
Sinceramente tuyo,
Bartholomew
Querido amigo:
Con gran placer por mi parte, hemos conseguido llegar a un pueblo situado a orillas del Arges, a un día de distancia entre montañas de pendientes míticas, en el carro del agricultor al que pagué con generosidad. Como resultado, me duelen todos los huesos, pero estoy eufórico. Este lugar me parece prodigioso, como salido de un cuento de Grimm, irreal, ojalá pudieras verlo sólo una hora, para sentir la inmensa distancia que lo separa de la Europa occidental. Las casitas, algunas pobres y destartaladas, aunque la mayoría con un aire alegre, tienen aleros bajos y grandes chimeneas, rematadas con los gigantescos nidos de las cigüeñas que veranean aquí.
Paseé con Georgescu esta tarde y descubrí que una plaza del centro del pueblo es su lugar de reunión, con un pozo para los habitantes y un gran abrevadero para el ganado, que atraviesa la población dos veces al día. Bajo un árbol maltrecho se encuentra la taberna, un lugar ruidoso donde tuve que pagar una ronda tras otra de pecaminoso aguardiente a los clientes. Piensa en esto mientras estás sentado en el Golden Wolf con tu pinta de cerveza. Hay incluso uno o dos hombres entre ellos con los cuales me puedo comunicar un poco.
Algunos se acuerdan de Georgescu de su última visita, hará seis años, y le han saludado con grandes palmadas en la espalda cuando entró esta tarde, aunque otros parecen evitarle. Georgescu dice que hará falta un día para subir y bajar de la fortaleza, y nadie quiere guiarnos. Hablan de lobos, osos y, por supuesto, de vampiros. Pricolici, los llaman en su idioma. He aprendido algunas palabras en rumano, y mi francés, italiano y latín me prestan grandes servicios mientras intento hacerme entender. Esta noche, mientras interrogábamos a varios bebedores canosos, casi todo el pueblo apareció para examinarnos sin la menor discreción: amas de casa, labriegos, multitudes de niños descalzos y jovencitas, bellezas de ojos oscuros. En un momento dado, me vi rodeado de aldeanos que fingían ir a sacar agua, barrer escalones o consultar con el tabernero, de modo que me puse a reír a carcajadas y todos me miraron fijamente.
Mañana más. Me encantaría estar hablando una hora contigo, ¡y en mi propio idioma!
Tuyo con devoción,
Rossi
Querido amigo:
Hemos ido y vuelto de la fortaleza de Vlad, ante mi solemne admiración. Ahora sé por qué la quería ver. Ha convertido en realidad, en vida, al menos hasta cierto punto, la aterradora figura que busco en su muerte (o pronto empezaré a buscar, como sea, donde sea, si mis mapas me sirven de algo). Intentaré explicarte nuestra excursión, pues deseo tanto que puedas imaginarla como documentarla.
Al amanecer nos pusimos en marcha en la carreta de un joven agricultor, el cual parece ser un sujeto próspero, hijo de un cliente habitual de la taberna. Por lo visto, su padre le ha dado órdenes de ser nuestro guía, y el encargo no le ha hecho mucha gracia. Cuando subimos a la carreta, con las primeras luces del alba en la plaza, señaló las montañas varias veces, meneó la cabeza y dijo: «¿Poenari? ¿Poenari?». Por fin pareció resignarse a la tarea encomendada y azuzó a sus caballos, dos grandes máquinas de color bayo dispensadas aquel día de trabajar en los campos.
El hombre era un personaje de aspecto formidable, alto y de anchas espaldas bajo su blusa y el chaleco de lana, y con el sombrero nos pasaba sus dos buenas cabezas. Esto convertía su timidez respecto a la excursión en algo cómico para nosotros, aunque no debería reírme de los temores de estos campesinos después de lo que vi en Estambul (que te contaré en persona, como ya te he dicho). Georgescu intentó entablar conversación con él durante nuestra travesía del bosque, pero siguió al mando de la riendas en un silencio desesperado (pensé yo), como un prisionero conducido al tajo. De vez en cuando introducía la mano dentro de la camisa, como si guardara alguna especie de amuleto protector. Lo deduje de la tira de cuero que colgaba alrededor de su cuello, y tuve que resistir a la tentación de pedirle que me lo enseñara. Sentí pena por el hombre y lamenté el mal trago que estaba pasando por nuestra culpa, contrario a todos los tabúes de su cultura, por lo que decidí darle una propina al final del viaje.
Teníamos la intención de pernoctar en el castillo aquella noche, con el fin de concedernos tiempo suficiente para examinar todo y tratar de hablar con los campesinos que vivieran cerca del lugar, y con este propósito el padre de nuestro guía nos había proporcionado esteras y mantas, y su madre nos había dado una provisión de pan, queso y manzanas, liados en un aúllo en la parte posterior del carro. Cuando entramos en el bosque, sentí un escalofrío muy poco académico. Recordé al héroe de Bram Stoker cuando se interna en los bosques de Transilvania (una versión ficticia de los auténticos, en cualquier caso) en diligencia, y casi deseé haber ido de noche, para poder distinguir yo también hogueras misteriosas en los bosques y oír el aullido de los lobos. Era una pena, pensé, que Georgescu no hubiera leído nunca el libro, y decidí que le enviaría un ejemplar desde Inglaterra, si algún día regresaba a tan tedioso lugar. Después recordé mi encuentro en Estambul, y eso templó mis ánimos.
Atravesamos con parsimonia el bosque, porque la carretera estaba sembrada de surcos y baches y porque empezó a trepar a la montaña casi enseguida. Estos bosques son muy profundos, oscuros incluso en el mediodía más radiante, con el frío tétrico del interior de una iglesia. Cuando los cruzas, te ves rodeado por completo de árboles, y por un silencio palpitante. Desde el carro no se ve nada en kilómetros a la redonda, excepto troncos de árboles y maleza, una espesa mezcla de abetos y diversas especies de madera dura. La altura de muchos árboles es tremenda, y sus copas ocultan el cielo. Es como avanzar entre las columnas de una catedral inmensa, pero oscura, una catedral encantada donde esperas captar vislumbres de la Virgen Negra o santos mártires en cada nicho. Observé al menos una docena de especies arbóreas diferentes, entre ellas altísimos castaños y robles de un tipo que nunca había visto.
En un punto en que el terreno se nivelaba, nos adentramos en una nave de troncos plateados, un hayedo como los que todavía se encuentran (pero muy raramente) en los más boscosos terrenos solariegos ingleses. Los habrás visto, no me cabe duda. Éste habría podido ser el salón donde Robin Hood contrajo matrimonio, con troncos inmensos que sostenían un techo de millones de diminutas hojas verdes, mientras el follaje del año anterior formaba una alfombra color beige bajo nuestras ruedas. Daba la impresión de que nuestro conductor no admiraba esta belleza. Tal vez, cuando vives toda la vida entre tales escenarios, no quedan registrados como «belleza», sino como el mundo en sí. Seguía sumido en el mismo silencio desaprobador. Georgescu estaba ocupado con algunas notas de su trabajo en Snagov; de modo que yo no podía compartir con nadie el encanto de lo que nos rodeaba.
Después de haber viajado casi la mitad del día, salimos a campo abierto, verde y dorado bajo la luz del sol. Comprobé que habíamos subido mucho desde el pueblo, y se veía una espesa extensión arbolada, la que descendía en una pendiente tan pronunciada desde el borde del campo que desviarse hacia ella significaba precipitarse al vacío. Desde allí, el bosque se sumergía en una garganta, y vi por primera vez el río Arges, una vena plateada muy abajo. En su orilla opuesta se elevaban enormes pendientes boscosas que parecían imposibles de escalar. Era una región para águilas, no para personas, y pensé con admiración en las numerosas escaramuzas dirimidas en ese lugar entre otomanos y cristianos. Que cualquier imperio, por osado que fuera, se hubiera atrevido a penetrar en ese paisaje se me antojaba la locura máxima. Comprendí mejor por qué Vlad Drácula había elegido esa zona para su fortaleza; el propio emplazamiento la convertía en inexpugnable.
Nuestro guía saltó al suelo y desempaquetó nuestra comida, y comimos sobre la hierba bajo robles y alisos dispersos. Después se tumbó bajo un árbol y se tapó la cara con el sombrero. Georgescu se tumbó bajo otro, como si fuera lo más normal del mundo, y durmieron durante una hora mientras yo vagaba por el prado. Reinaba un silencio sobrenatural, aparte del gemido del viento en aquellos inmensos bosques. El cielo, de un azul brillante, se extendía sobre todas las cosas. Caminé hacia el otro lado del campo y vi un claro similar bastante más abajo, presidido por un pastor vestido de blanco y tocado con un sombrero marrón. Su rebaño (de ovejas, me pareció) deambulaba a su alrededor como nubes, y pensé que bien podría haber estado allí, apoyado en su bastón, desde los tiempos de Trajano. Sentí que una gran paz me inundaba. La naturaleza macabra de nuestra misión se desvaneció de mi mente, y pensé que podría quedarme en aquel prado fragante uno o dos eones, al igual que el pastor.
Por la tarde, nuestro camino ascendió por sendas cada vez más empinadas, y por fin entramos en un pueblo que, según Georgescu, era el más cercano a la fortaleza. Nos sentamos un rato en una taberna con vasos de aquel reconfortante brandy al que llaman palinca. Nuestro conductor dejó claro que su intención era quedarse con los caballos mientras nosotros íbamos a pie a la fortaleza. Bajo ninguna circunstancia subiría allí, y mucho menos pasaría la noche con nosotros en las ruinas. Cuando le insistimos, gruñó: «Pentru nimica în lime», y apoyó la mano en la tirilla de cuero colgada de su cuello. Georgescu me dijo que eso significaba «de ninguna manera». Tan obstinado se mostró el hombre que al final Georgescu rió y dijo que la caminata era razonable, y que de todos modos había que hacer a pie la última parte. Me pregunté por un momento por qué quería Georgescu dormir al raso, en lugar de regresar al pueblo, pues para ser sincero no me hacía mucha gracia la idea de pasar la noche en las ruinas, aunque no lo dije.
Por fin, dejamos al sujeto con su brandy y a los caballos con su agua, y emprendimos el camino con los bultos de comida y mantas a la espalda. Mientras recorríamos la calle principal, recordé de nuevo la historia de los boyardos de Târgoviste, que habían subido con grandes esfuerzos hasta la fortaleza en ruinas, y luego pensé en lo que había visto (o creído ver) en Estambul y sentí una punzada de intranquilidad.
La senda pronto se estrechó hasta convertirse en un angosto camino de carros, y después en una pista forestal que atravesaba el bosque, el cual ascendía ante nosotros. Sólo el último tramo era empinado, pero lo recorrimos sin dificultad. De pronto nos encontramos en lo alto de una cresta azotada por el viento, un espinazo de piedra que surgía del bosque. A la cumbre de dicho espinazo, en una vértebra más elevada que las demás, se aferraban dos torres en ruinas y restos de murallas, todo lo que quedaba del castillo de Drácula. La vista era impresionante, con el río Arges apenas centelleando en la garganta y pueblos diseminados a un tiro de piedra de las aguas. Hacia el sur vi colinas bajas que, según Georgescu, eran las llanuras de Valaquia, y al norte altas montañas, algunas coronadas de nieve. Habíamos alcanzado un nido de águilas.
Georgescu me precedió sobre rocas derrumbadas, y nos erguimos por fin en mitad de las ruinas. Observé al instante que la fortaleza era más bien pequeña y hacía mucho tiempo que estaba abandonada a los elementos. Flores silvestres de todo tipo, líquenes, musgo, hongos y árboles doblados por el viento habían fundado su hogar en ella. Las dos torres que aún se alzaban eran como huesos silueteados contra el cielo. Georgescu explicó que, al principio, había cinco torres, desde las cuales los servidores de Drácula podían vigilar las incursiones turcas. El patio en el que nos encontrábamos había contado en su tiempo con un pozo profundo, para defenderse de los asedios, y también, según la leyenda, con un pasadizo secreto que conducía a una cueva situada mucho más abajo, gracias a la cual Drácula había escapado de los turcos en 1462, después de utilizar la fortaleza de manera intermitente durante unos cinco años. Por lo visto, nunca había vuelto. Georgescu creía haber identificado la capilla del castillo en un extremo del patio, donde escrutamos el interior de una cripta derrumbada. Los pájaros entraban y salían de las paredes de la torre, serpientes y animales pequeños huían de nuestra presencia, y experimenté la sensación de que la naturaleza pronto se apoderaría del resto de la ciudadela.
Cuando nuestra lección de arqueología hubo terminado, el sol flotaba justo sobre las colinas del oeste y las sombras de rocas, árboles y torres se habían alargado a nuestro alrededor.
—Podríamos volver andando al último pueblo —dijo Georgescu en tono pensativo—, pero eso significaría volver a subir al castillo mañana por la mañana. Yo prefiero acampar aquí, ¿no te parece?
Para entonces yo prefería irme, pero Georgescu parecía tan práctico, tan científico, con su cuaderno de dibujo en la mano, que no quise admitirlo. Se puso a recoger leña, yo le ayudé, y pronto encendimos un fuego sobre las losas del antiguo patio, después de limpiarlo de musgo. Georgescu parecía disfrutar muchísimo con la hoguera, silbaba, acomodaba troncos sueltos, y luego dispuso un primitivo aparejo para la olla que sacó de la mochila. No tardó en preparar un guiso y cortar pan, sonriendo a las llamas, y recordé que, al fin y al cabo, era tan escocés como gitano.
El sol se puso antes de que la cena estuviera preparada, y cuando desapareció detrás de las montañas, las ruinas se sumieron en la oscuridad, con las torres recortadas contra un crepúsculo perfecto. Algo (¿búhos?, ¿murciélagos?) entró y salió por el hueco de una ventana, desde la cual habían volado flechas contra las tropas turcas tanto tiempo atrás. Cogí mi estera y la acerqué al fuego lo máximo posible. Georgescu había improvisado una espléndida cena, y mientras comíamos me habló de nuevo de la historia del lugar.
—Una de las historias más tristes de la leyenda de Drácula procede de este lugar. ¿Has oído hablar de su primera esposa?
Negué con la cabeza.
—Los campesinos que viven por aquí cuentan una historia acerca de ella que debe de ser cierta. Sabemos que en el otoño de 1462 Drácula fue expulsado de su fortaleza por los turcos y no regresó cuando ocupó de nuevo el trono de Valaquia en 1476, justo antes de que le mataran. Las canciones de estos pueblos cuentan que la noche en que el ejército turco llegó al risco de ahí enfrente —señaló hacia el terciopelo oscuro del bosque— acamparon ante la antigua fortaleza de Poenari, y trataron de tirar abajo el castillo de Drácula a cañonazos desde la orilla de enfrente del río. No tuvieron éxito, de modo que su comandante ordenó asaltar el castillo a la mañana siguiente.
Georgescu hizo una pausa para atizar el fuego, que ardió con más intensidad. La luz bailó en su rostro moreno y en sus dientes de oro, y sus rizos oscuros adoptaron el aspecto de cuernos.
—Durante la noche un esclavo del campamento turco, que era pariente de Drácula, lanzó en secreto una flecha hacia la abertura de la torre del castillo, pues sabía que allí se hallaban los aposentos privados de Drácula. Sujetó a la flecha la advertencia de que debía huir del castillo antes de que su familia y él fueran hechos prisioneros. El esclavo vio la figura de la esposa de Drácula leyendo el mensaje a la luz de las velas. Los campesinos refieren en sus viejas canciones que la mujer dijo a su marido que prefería ser devorada por los peces del Arges antes que ser esclava de los turcos, que, como ya sabe, no eran muy amables con sus prisioneros. —Georgescu me dedicó una sonrisa diabólica por encima del guiso—. Entonces subió corriendo las escaleras de la torre, probablemente aquélla, y se arrojó desde lo alto. Drácula, por supuesto, escapó por el pasadizo secreto. —Asintió como si tal cosa—. Esta parte del Arges se llama todavía Riul Doamnei, que significa el Río de la Princesa.
Me estremecí, como podrás imaginar. Aquella tarde me había asomado al precipicio. La distancia hasta el río, muy abajo, es casi inimaginable.
—¿Tuvo Drácula hijos de su esposa?
—Oh, sí. —Georgescu me sirvió un poco más de guiso—. Su hijo era Mihnea el Malo, quien gobernó Valaquia a principios del siglo dieciséis. Otro sujeto encantador. Su linaje produjo toda una serie de Mihneas y Mirceas, todos desagradables. Drácula volvió a casarse, esta segunda vez con una mujer húngara que era pariente del rey Matías Corvino. Engendraron un montón de Dráculas.
—¿Aún existen en Valaquia o Transilvania?
—No creo. Los habría localizado en tal caso. —Partió un pedazo de pan y me lo dio—. Ese segundo linaje tenía tierras en la región de Szekler y se mezcló con húngaros. El último se casó con un miembro de la nooble familia Getzi y también desapareció.
Anoté todo esto en mi libreta, entre bocado y bocado, aunque no creía que pudiera conducirme a ninguna tumba. Esto me llevó a pensar en una última pregunta, que no me hacía ninguna gracia formular en una oscuridad tan enorme y profunda.
—¿Es posible que Drácula fuera enterrado aquí, o que su cadáver fuera trasladado hasta este castillo desde Snagov, con el fin de protegerlo de profanaciones?
Georgescu rió.
—No pierde la esperanza, ¿eh? No, nuestro amigo está en Snagov, hágame caso. Esa capilla de ahí tenía una cripta, desde luego. Hay una zona hundida, con un par de peldaños que bajan. La excavé hace años, cuando vine por primera vez. —Me dedicó una amplia sonrisa—. Los aldeanos no me dirigieron la palabra durante semanas. Pero estaba vacía. Ni siquiera había huesos.
Poco después empezó a bostezar de una manera prodigiosa. Acercamos nuestras provisiones al fuego, nos envolvimos en nuestras mantas de viaje y guardamos silencio. La noche era helada y me alegré de haber llevado mis prendas de más abrigo. Contemplé las estrellas un rato (parecían muy cercanas al oscuro precipicio) y escuché los ronquidos de Georgescu.
Al final debí dormirme también, porque cuando desperté el fuego estaba casi apagado y jirones de nubes cubrían la cumbre de la montaña. Me estremecí, y estaba a punto de levantarme para arrojar más leña al fuego cuando un crujido próximo me heló la sangre en las venas. No estábamos solos en las ruinas, y quienquiera que compartiera el oscuro recinto con nosotros estaba muy cerca. Me puse poco a poco de pie, mientras pensaba en si debía despertar a Georgescu en caso necesario y me preguntaba si llevaría armas en su bolsa zíngara, además de las ollas. Se había hecho un silencio de muerte, pero al cabo de unos segundos la tensión fue excesiva para mí. Introduje una rama de nuestra pila en el fuego, y cuando se prendió tuve una antorcha, que alcé con cautela.
De repente, en las profundidades de la zona de la capilla invadida por la maleza, la luz de mi antorcha captó el brillo rojizo de unos ojos. Mentiría, amigo mío, si dijera que no se me pusieron los pelos de punta. Los ojos se acercaron un poco más, pero no vi si estaban muy alejados del suelo. Me miraron durante un largo momento y experimenté la sensación irracional de que poseían conciencia, de que sabían quién era yo y me estaban tomando la medida. Después, aplastando la maleza, una gran bestia apareció ante mi vista, volviendo la cabeza a un lado y a otro, y luego se alejó en la oscuridad. Era mi lobo de un tamaño asombroso. A la escasa luz vi apenas un momento su espeso pelaje y su enorme cabeza, justo antes de que saliera de las ruinas y se desvaneciera.
Me acosté de nuevo, y decidí no despertar a Georgescu ahora que el peligro parecía haber pasado, pero no pude dormir. Una y otra vez (al menos en mi mente), veía aquellos ojos inteligentes y penetrantes. Supongo que finalmente me hubiera llegado a dormir, pero mientras estaba despierto tomé conciencia de un sonido lejano que parecía ascender hacia nosotros desde la oscuridad del bosque. Al final, demasiado inquieto para seguir acostado, me levanté una vez más y atravesé de puntillas el patio para mirar por encima del muro. La pendiente más abrupta desde el borde del precipicio era la que daba al Arges, como ya he dicho, pero a mi izquierda había una zona en que la ladera boscosa era más suave, y oí llegar desde allí el murmullo de muchas voces y un resplandor que bien podía ser de hogueras de campamento. Me pregunté si habría gitanos acampados en aquellos bosques. Tendría que preguntárselo a Georgescu por la mañana. Como si ese pensamiento le hubiera conjurado, mi nuevo amigo apareció de repente a mi lado, medio dormido.
—¿Pasa algo?
Miró por encima del muro.
Señalé.
—¿Podría ser un campamento gitano?
El hombre rió.
—Nooo, no tan lejos de la civilización. —Bostezó, pero sus ojos se veían brillantes y despiertos a la luz de nuestro fuego agonizante—. De todos modos, es peculiar. Vamos a echar un vistazo.
No me gustó nada la idea, pero unos minutos después nos habíamos puesto las botas y estábamos bajando por el sendero en dirección al sonido. Fue aumentando de intensidad, subiendo y bajando, una siniestra cadencia. No eran lobos, pensé, sino voces de hombres. Intenté no pisar ninguna rama. En un momento dado, observé que Georgescu introducía una mano en la chaqueta. Iba armado, pensé con satisfacción. Pronto vimos la luz de un fuego que parpadeaba entre los árboles, y el arqueólogo me indicó por señas que me agachara, y después se acuclilló a mi lado entre la maleza.
Habíamos llegado a un claro del bosque, y estaba lleno de hombres. Formaban dos círculos alrededor de una hoguera y cantaban. Uno, al parecer el líder, estaba de pie cerca del fuego, y siempre que su cántico alcanzaba un crescendo, todos levantaban un brazo para saludarle y apoyaban la otra mano sobre el hombro del individuo de al lado. Sus rostros, de un naranja tétrico a la luz del fuego, estaban tirantes y serios, y sus ojos centelleaban. Llevaban una especie de uniforme, chaqueta oscura sobre camisa verde y corbata negra.
—¿Qué es esto? —murmuré a Georgescu—. ¿Qué están diciendo?
—«¡Todo por la patria!» —siseó en mi oído—. Guarde silencio o somos hombres muertos. Creo que es la Legión del Arcángel San Miguel.
—¿Qué es eso?
Intenté mover los labios el mínimo posible. Habría sido difícil imaginar algo menos angelical que aquellos rostros pétreos y los rígidos brazos extendidos. Georgescu me indicó por señas que nos alejáramos, y regresamos hacia el bosque, pero antes de volvernos observé un movimiento al otro lado del claro, y ante mi creciente estupor vi a un hombre alto de hombros anchos con capa, cuyo pelo oscuro y cara enjuta iluminó un momento el resplandor del fuego. Se hallaba fuera de los círculos de hombres uniformados, con expresión risueña. De hecho, daba la impresión de que estaba riendo. Al cabo de un segundo dejé de verle, y pensé que se había deslizado entre los árboles. Después Georgescu tiró de mí para que continuara subiendo el talud.
Cuando volvimos a estar a salvo en las ruinas (cosa rara, ahora me sentía a salvo allí), Georgescu se sentó al lado del fuego y encendió su pipa, como para relajarse.
—Dios santo, hombre —susurró—. Eso podría haber sido nuestro fin.
—¿Quiénes son?
Tiró la cerilla al fuego.
—Criminales —replicó—. También se les llama la Guardia de Hierro. Van de pueblo en pueblo por esta parte del país, reclutan jóvenes y los convierten al odio. Odian a los judíos en particular, y quieren limpiar el mundo de ellos. —Dio una feroz calada a su pina—. Los gitanos sabemos que, donde los judíos son asesinados, los gitanos también acaban siendo asesinados. Y mucha más gente, por lo general.
Describí la extraña figura que había visto fuera del círculo.
—Oh, sin duda —masculló Georgescu—. Atraen a todo tipo de admiradores extraños. No pasará mucho tiempo sin que todos los pastores de las montañas se unan a ellos.
Tardamos un rato en tranquilizarnos y volver a dormir, pero Georgescu me aseguró que no era probable que la Legión escalara la montaña una vez iniciados sus rituales. Conseguí conciliar un sueño intranquilo, y me alivió ver que el alba llegaba pronto al nido de águilas. Reinaba el silencio, la niebla era bastante espesa y no soplaba nada de viento. En cuanto hubo suficiente luz, me encaminé con cautela hacia la capilla derruida y examiné las huellas del lobo. Se veían con claridad en la tierra a un lado de la capilla, grandes y pesadas. Lo más extraño es que sólo había pisadas en una dirección, las que se alejaban de la zona de la capilla, surgiendo de las profundidades de la cripta, pero no existía el menor indicio de que el lobo hubiera entrado antes, o tal vez fui incapaz de ver sus huellas en la maleza que crecía detrás de la capilla. Reflexioné sobre esta circunstancia mucho después de haber desayunado, hice unos cuantos dibujos y nos dispusimos a bajar la montaña.
Una vez más, debo parar de momento, pero te envío fervorosos recuerdos desde una tierra muy lejana…
Rossi