Me emocioné mucho cuando sostuve las cartas de Rossi en las manos, pero antes de pensar en ellas tenía que cumplir con una obligación.
—Helen —dije, y me volví hacia ella—, sé que a veces has sospechado que yo no creía en la historia de tu nacimiento. La verdad es que hubo momentos en que lo dudé. Te ruego que me perdones.
—Estoy tan sorprendida como tú —contestó Helen en voz baja—. Mi madre nunca me habló de las cartas de Rossi. Pero no iban dirigidas a ella, ¿verdad? Al menos, esta primera no.
—No —dije—, pero reconozco el nombre. Fue un gran historiador de la literatura inglesa. Escribió libros sobre el siglo dieciocho. Leí uno en la universidad. Además, Rossi le describió en las cartas que me entregó.
Helen mostró una expresión perpleja.
—¿Qué tiene esto que ver con Rossi y mi madre?
—Todo quizá. ¿No lo entiendes? Debía ser Hedges, el amigo de Rossi. Así le llamaba él, ¿te acuerdas? Rossi debió escribirle desde Rumanía, aunque eso no explica por qué las cartas se hallan en poder de tu madre.
La madre de Helen estaba sentada con las manos enlazadas y nos miraba con una expresión de infinita paciencia, pero creí detectar un rubor de nerviosismo en su cara. Después habló y Helen me tradujo.
—Dice que te contará toda la historia.
Helen habló con voz estrangulada y yo contuve la respiración.
Fue un proceso lento y dificultoso. La madre hablaba con lentitud y Helen hacía las veces de intérprete, aunque en ocasiones se interrumpía para expresarme su sorpresa. Por lo visto, Helen sólo conocía las líneas generales de esa historia y se sentía estupefacta. Cuando volví al hotel por la noche, la escribí de memoria como mejor supe. Recuerdo que me ocupó casi toda la noche. Para entonces, muchas cosas extrañas más habían ocurrido, y tendría que haberme sentido cansado, pero recuerdo que tomé nota con una especie de meticulosidad eufórica.
—Cuando era pequeña, vivía en una diminuta aldea de P, en Transilvania, muy cerca del río Arges. Tenía muchos hermanos y hermanas, la mayoría de los cuales aún viven en esa región. Mi padre siempre decía que descendíamos de familias nobles y antiguas, pero mis antepasados tuvieron una mala racha y yo crecí sin zapatos ni mantas de abrigo. Era una región pobre, y la única gente que vivía bien allí eran unas cuantas familias húngaras, en sus grandes villas erigidas río abajo. Mi padre era muy estricto y todos temíamos su látigo. Mi madre estaba enferma con frecuencia. Yo trabajaba en un campo de las afueras del pueblo desde que era muy pequeña. A veces el cura nos traía comida u otros productos básicos, pero casi siempre nos las teníamos que arreglar sin ayuda.
»Cuando tenía dieciocho años, llegó una anciana a nuestra aldea desde un pueblo de las montañas, a la orilla del río. Era una vraca, una curandera, con poderes especiales para ver el futuro. Dijo a mi padre que tenía un regalo para él y sus hijos, que había oído hablar de nuestra familia y quería darle algo mágico que le pertenecía por derecho. Mi padre era un hombre impaciente, no tenía tiempo para viejas supersticiosas, aunque siempre había frotado todas las aberturas de nuestra casa con ajo (la chimenea y el marco de la puerta, la cerradura y las ventanas) para alejar a los vampiros. Expulsó con malos modales a la anciana, diciendo que no tenía dinero para darle a cambio de lo que ofrecía. Más tarde, cuando fui al pozo del pueblo a buscar agua, la vi al lado y le di un poco de agua y pan. Ella me bendijo y dijo que era más amable que mi padre y que recompensaría mi generosidad. Sacó una diminuta moneda de una bolsa que llevaba al cinto y la depositó en mi mano. Me dijo que la escondiera y guardara a buen recaudo, porque pertenecía a nuestra familia. También dijo que procedía de un castillo erigido sobre el Arges.
»Yo sabía que debía enseñar la moneda a mi padre, pero no lo hice, porque pensé que se enfadaría al saber que había hablado con la vieja bruja. La escondí debajo de una esquina de la cama que compartía con mis hermanas y no se lo dije a nadie. A veces la sacaba cuando nadie miraba, la sostenía en la mano y me preguntaba cuál había sido la intención de la mujer al dármela. En una cara de la moneda había un extraño ser de cola ensortijada y en la otra un pájaro y una cruz diminuta.
»Transcurrieron un par de años y yo continué trabajando en la tierra de mi padre y ayudando a mi madre en casa. El hecho de tener varias hijas desesperaba a mi padre. Decía que nunca nos casaríamos porque era demasiado pobre para aportar una dote, y que siempre le causaríamos problemas. Pero mi madre nos decía que todo el pueblo afirmaba que, como éramos tan guapas, alguien se casaría con nosotras a la larga. Yo procuraba mantener la ropa limpia y llevar el pelo bien peinado y las trenzas perfectas para poder elegir algún día. No me gustaba ninguno de los jóvenes que me pedían bailar en las fiestas, pero sabía que pronto tendría que casarme con alguno para quitar un peso de encima a mis padres. Hacía mucho tiempo que mi hermana Eva se había ido a Budapest con una familia húngara para la cual trabajaba y a veces nos enviaba un poco de dinero. En una ocasión hasta llegó a mandarme un par de buenos zapatos, zapatos de piel como los que se llevaban en las ciudades, de los que estaba muy orgullosa.
»Ésta era mi situación en la vida cuando conocí al profesor Rossi. Era poco habitual que vinieran a nuestro pueblo extranjeros, sobre todo uno llegado de tan lejos, pero un día todo el mundo fue propagando la noticia de que un hombre de Bucarest había ido a la taberna acompañado de un hombre de otro país. Estaban haciendo preguntas sobre los pueblos que bordeaban el río y sobre el castillo en ruinas de las montañas, a un día de viaje a pie desde nuestro pueblo. El vecino que se dejó caer por casa para contárnoslo también susurró algo a mi padre cuando estaban sentados en el banco de fuera. Mi padre se persignó y escupió en el polvo.
»—Paparruchas y disparates —dijo—. Nadie debería ir por ahí haciendo esas preguntas. Es una invitación al demonio.
»Pero yo sentía curiosidad. Salí a buscar agua para saber más cosas, y cuando entré en la plaza del pueblo, vi a los forasteros sentados a una de las dos mesas de la terraza de la taberna, hablando con un anciano que siempre rondaba por el lugar. Uno de los forasteros era grande y moreno, como un gitano, pero con ropa de ciudad. El otro llevaba una chaqueta marrón de un estilo que yo nunca había visto, pantalones anchos embutidos en botas de montaña y un ancho sombrero marrón en la cabeza. Me quedé al otro lado de la plaza, cerca del pozo, pero desde allí no podía ver la cara del extranjero. Dos amigas mías quisieron verlo de más cerca y me susurraron que las acompañara. Lo hice de mala gana, sabiendo que mi padre no lo aprobaría.
»Cuando pasamos ante la taberna, el extranjero alzó la vista y vi sorprendida que era joven y guapo, de barba dorada y brillantes ojos azules, como la gente de los pueblos alemanes de nuestro país. Fumaba en pipa y hablaba en voz baja con su acompañante. En el suelo, a su lado, había una bolsa de lona gastada con correas para colgar del hombro, y estaba escribiendo algo en un libro con tapas de cartón. Su expresión me gustó al instante: abstraída, dulce y muy despierta, todo al mismo tiempo. Se tocó el sombrero para saludarnos y apartó la vista. El hombre feo le imitó, pero nos miró fijamente, y luego siguieron hablando con el viejo Ivan y tomando notas. Tuve la impresión de que el hombre grande hablaba con Ivan en rumano y después se volvía hacia el más joven y decía algo en un idioma que no entendí. Me alejé a toda prisa con mis amigas, pues no quería que el guapo forastero pensara que era más atrevida que ellas.
»A la mañana siguiente corrió el rumor por el pueblo de que los forasteros habían dado dinero a un joven en la taberna para que les guiara hasta el castillo en ruinas llamado Poenari, que dominaba el Arges. Se habían ido de noche. Oí a mi padre contar a uno de sus amigos que estaban buscando el castillo del príncipe Vlad. Se acordaba de cuando el idiota con cara de gitano había ido en su busca en una ocasión anterior. “Un idiota nunca aprende”, había dicho mi padre furioso. Yo nunca había oído ese nombre: príncipe Vlad. La gente de nuestro pueblo llamaba al castillo Poenari o Arefu. Mi padre dijo que el hombre que había guiado a los forasteros estaba desesperado por conseguir algo de dinero. Juró que ninguna cantidad le convencería de pasar la noche allí, porque las ruinas estaban plagadas de malos espíritus. Dijo que el extranjero debía estar buscando un tesoro, lo cual era una estupidez, porque todos los tesoros del príncipe que había habitado el castillo estaban enterrados a una gran profundidad y protegidos con un hechizo maléfico. Mi padre dijo que si alguien lo encontraba, y después de un exorcismo, él debería quedarse con una parte, porque le pertenecía por derecho. Después se dio cuenta de que mi hermana y yo estábamos escuchando y cerró la boca al instante.
»Lo que mi padre había dicho me recordó la pequeña moneda que la anciana me había dado, y pensé con sentimiento de culpa que tendría que haberla entregado a mi padre, pero me rebelé y decidí intentar regalar mi moneda al guapo extranjero, puesto que estaba buscando un tesoro en el castillo. Cuando tuve la oportunidad, saqué la moneda de su escondite y la envolví en un pañuelo, que até a mi delantal.
»El extranjero no apareció en dos días, y después le vi sentado solo a la misma mesa, con aspecto de extremo cansancio, y las ropas sucias y rotas. Mis amigas me dijeron que el gitano se había ido el día anterior y que el extranjero estaba solo. Nadie sabía por qué había querido prolongar su estancia. Se había quitado el sombrero, de modo que pude ver su cabello castaño claro desgreñado. Había otros hombres con él, y estaban bebiendo. No me atreví a acercarme más o hablar con el extranjero, debido a los hombres que le acompañaban, de manera que me paré a charlar un rato con una amiga. Mientras hablábamos, el extranjero se levantó y desapareció en el interior de la taberna.
»Me sentí muy triste y pensé que sería imposible darle la moneda, pero la suerte me acompañó aquella tarde. Justo cuando me estaba marchando del campo de mi padre, donde me había quedado trabajando mientras mis hermanos y hermanas se dedicaban a otros menesteres, vi que el extranjero caminaba solo junto a la linde del bosque. Seguía el sendero paralelo a la orilla del río, con la cabeza agachada y las manos enlazadas a la espalda. Estaba completamente solo, y ahora que tenía la oportunidad de hablar con él, me sentí aterrada. Para armarme de valor, apreté el nudo del pañuelo donde llevaba la moneda. Caminé hacia él y me paré en mitad del sendero, a la espera de que se acercara.
»La espera se me antojó eterna. No se dio cuenta de mi presencia hasta que casi estuvimos cara a cara. Entonces levantó la vista de repente y se quedó sorprendido. Se quitó el sombrero y se apartó, como para dejarme pasar, pero yo seguí inmóvil, armándome de valor, y le dije hola. Inclinó la cabeza un poco, sonrió y nos estuvimos mirando un momento. Nada en su rostro o su comportamiento me asustaba, pero la timidez me abrumaba.
»Antes de que el valor me abandonara, desaté el pañuelo de mi cinturón y desenvolví la moneda. Se la di en silencio, la tomó de mi mano y le dio la vuelta. Luego la examinó con detenimiento. De pronto, su rostro se iluminó y me dirigió una mirada penetrante, como si pudiera leer en mi corazón. Tenía los ojos más azules y brillantes que puedas imaginar. Sentí que un temblor recorría mi cuerpo.
»—¿De unde? ¿De dónde? —Gesticuló para aclararme su pregunta. Me sorprendió comprobar que sabía algunas palabras de mi idioma. Dio una patada en el suelo, y comprendí. ¿Había salido de la tierra? Negué con la cabeza—. ¿De unde?
»Intenté describirle a una anciana, con un pañuelo en la cabeza, encorvada sobre un bastón, y expliqué con gestos que ella me había dado la moneda. Asintió y frunció el ceño. Repitió la descripción de la anciana, y después señaló hacia nuestro pueblo.
»—¿De allí?
»—No. —Negué con la cabeza otra vez y señalé río arriba y hacia el cielo, en la dirección donde yo pensaba que estaban el castillo y el pueblo de la anciana. Señalé con el dedo en su dirección e imité unos pies andando. ¡Allí arriba! Su rostro se iluminó de nuevo y cerró la mano sobre la moneda. Después me la devolvió, pero yo la rechacé apuntando con el dedo hacía él, y sentí que me ruborizaba. Sonrió por primera vez y me hizo una reverencia. Yo experimenté la sensación de que el cielo se había abierto ante mí por un momento.
»—Multumesc —dijo—. Gracias.
»Entonces quise marcharme a toda prisa, antes de que mi padre me echara de menos en la cena, pero el extranjero me detuvo con un veloz movimiento. Se señaló con el dedo.
»—Ma numesc Bartholomeo Rossi —dijo. Lo repitió, y después lo escribió en la tierra. Intentar pronunciarlo me hizo reír. Entonces me señaló con el dedo—. ¿Voi? ¿Cómo te llamas? —Se lo dije y lo repitió, sonriente—. ¿Familia?
»Daba la impresión de estar buscando las palabras a tientas.
»—El apellido de mi familia es Getzi —le dije.
»Dio la impresión de sorprenderse. Señaló en dirección al río, luego a mí, y repitió algo una y otra vez, seguido por la palabra Drakulya, que comprendí que significaba “del dragón”. Pero no lograba entender qué quería decir. Por fin, sacudió la cabeza y suspiró.
»—Mañana —dijo.
»Me señaló con el dedo, luego a sí mismo y después el lugar donde estábamos y el sol en el cielo. Comprendí que me estaba pidiendo que me encontrara con él la tarde siguiente a la misma hora. Sabía que mi padre se enfadaría mucho si se enteraba. Señalé el suelo que pisábamos y me llevé un dedo a los labios. No conocía otra forma de comunicarle que no hablara de esto a nadie del pueblo. Pareció sorprenderse, pero luego se llevó también el dedo a los labios y sonrió. Hasta aquel momento aún había sentido cierto miedo de él, pero su sonrisa era dulce y sus ojos azules centelleaban. Intentó una vez más devolverme la moneda, y cuando me negué a aceptarla de nuevo, inclinó la cabeza, se puso el sombrero y se internó en el bosque, volviendo sobre sus pasos. Comprendí que me estaba dejando volver sola al pueblo, y me alejé a toda prisa sin mirar atrás.
»Aquella tarde, a la mesa de mi padre, mientras lavaba y secaba los platos con mi madre, pensé en el extranjero. Pensé en sus ropas extranjeras, en sus corteses inclinaciones de cabeza, en su expresión, abstraída y despierta al mismo tiempo, en sus hermosos ojos brillantes. Pensé en él todo el día siguiente, mientras hilaba y tejía con mis hermanas, preparaba la comida, iba a buscar agua al pozo y trabajaba en los campos. Mi madre me riñó varias veces por no prestar atención a lo que estaba haciendo. Al atardecer me rezagué para terminar de escardar sola y me sentí aliviada cuando mis hermanos y mí padre desaparecieron en dirección al pueblo.
»En cuanto se fueron, corrí hacia la linde del bosque. El desconocido estaba sentado contra un árbol, y en cuanto me vio se puso en pie de un salto y me ofreció un asiento en un tronco cercano al sendero, pero yo tenía miedo de que alguien del pueblo pasara y le guié hacia el interior del bosque, con el corazón martilleando en mi pecho. Nos sentamos en sendas rocas. Los sonidos de los pájaros invadían el bosque. Era a principios de verano y todo estaba verde y tibio.
»El extranjero sacó del bolsillo la moneda que le había dado y la dejó con cuidado en el suelo. Después sacó un par de libros de la mochila y empezó a pasar las páginas. Comprendí más tarde que eran diccionarios en rumano y otro idioma que él sabía. Con mucha parsimonia, y consultando a menudo los libros, me preguntó si había visto más monedas como la que le había regalado. Dije que no. Me explicó que el ser de la moneda era un dragón, y me preguntó si había visto ese dragón en algún otro sitio, en un edificio o en un libro. Dije que tenía uno en el hombro.
»Al principio no entendió lo que quería decirle. Yo estaba orgullosa de saber escribir nuestro alfabeto y leer un poco. Durante un tiempo hubo escuela en el pueblo, cuando era pequeña, y un cura había ido a darnos clase. El diccionario del extranjero era muy confuso para mí, pero juntos encontramos la palabra «hombro». Pareció perplejo y preguntó otra vez: «¿Drakul?». Sostuvo en alto la moneda. Yo toqué el hombro de mi blusa y asentí. Él clavó la vista en el suelo, ruborizado, y de repente pensé que yo era la valiente. Me abrí el chaleco de lana y me lo quité, y después desanudé el cuello de mi blusa. Mi corazón se había acelerado, pero algo se había apoderado de mí y no podía detenerme. El extranjero apartó la vista, pero yo desnudé mi hombro y señalé.
»No recordaba una época de mi vida en que no hubiera tenido allí un pequeño dragón verde oscuro impreso en mi piel. Mi madre decía que lo tatuaban en un niño de cada generación de la familia de mi padre, y que él me había elegido porque pensaba que de mayor sería la más fea. Contó que su abuelo le había dicho que era necesario para mantener alejados a los malos espíritus de nuestra familia. Sólo lo oí una o dos veces, porque a mi padre no le gustaba hablar de eso, y yo ni siquiera sabía qué miembro de su generación había sido el portador de la marca, si era él o alguno de sus hermanos o hermanas. Mi dragón parecía muy diferente del pequeño dragón de la moneda, de modo que hasta que el extranjero me preguntó si tenía algo más adornado con un dragón no relacioné los dos.
»El extranjero examinó con detenimiento el dragón de mi piel, sosteniendo la moneda a su lado, pero sin tocarme ni acercarse. Su cara seguía roja como un tomate, y pareció aliviado cuando me anudé la blusa de nuevo y me puse el chaleco. Cuando expliqué que lo había hecho mi padre, con la ayuda de una vieja del pueblo, una curandera, preguntó si podía hablar con mi padre al respecto. Yo sacudí la cabeza con tal violencia que volvió a ruborizarse. Después me explicó, con grandes apuros, que mi familia descendía del linaje de un príncipe malvado que había construido el castillo sobre el río. Habían llamado a este príncipe “el hijo del dragón”, y había matado a mucha gente. Dijo que el príncipe se había convertido en un pricolic, un vampiro. Me persigné y pedí protección a la Virgen. Me preguntó si conocía esa historia y contesté que no. Me preguntó mi edad, y si tenía hermanos o hermanas y si vivía más gente en el pueblo que llevara nuestro apellido.
»Por fin señalé el sol, que casi se había puesto, para comunicarle que debía volver a casa, y él se levantó al instante con semblante serio. A continuación me dio la mano para ayudarme a levantarme. Cuando tomé su mano, el corazón me dio un brinco. Estaba confusa, y di medía vuelta enseguida, pero de repente pensé que estaba demasiado interesado en los malos espíritus y que podía correr peligro. Tal vez podría darle algo que le protegiera. Señalé el suelo y el sol.
»—Ven mañana —dije.
»Vaciló un instante, y por fin sonrió. Se puso el sombrero y tocó el ala. Después desapareció en el bosque.
»A la mañana siguiente, cuando fui al pozo, estaba sentado en la taberna con los ancianos, escribiendo algo otra vez. Sentí su mirada clavada en mí, pero no dio muestras de reconocerme. Me alegré mucho, porque comprendí que había guardado nuestro secreto. Por la tarde, cuando mis padres y hermanos estaban fuera de casa, hice algo muy malo. Abrí la cómoda de madera de mis padres y saqué de ella un pequeño cuchillo de plata que había visto dentro en ocasiones anteriores. Mi madre había dicho una vez que era para matar vampiros, si venían a molestar a la gente o los rebaños. También arranqué un puñado de cabezas de ajos del huerto de mi madre. Escondí todo esto en mi pañuelo cuando fui a los campos.
»Esta vez, mis hermanos trabajaron mucho tiempo a mi lado y no me los pude quitar de encima, pero al final dijeron que volvían al pueblo y me preguntaron si los acompañaba. Dije que debía recoger hierbas del bosque y que me reuniría con ellos pasados unos minutos. Me sentía muy nerviosa cuando me presenté ante el extranjero, que esperaba en el sitio convenido. Estaba fumando en su pipa, pero en cuanto me acerqué a él la apagó y se puso en pie de un salto. Me senté con él y le enseñé lo que llevaba. Pareció sobresaltarse cuando vio el cuchillo y manifestó un gran interés cuando le expliqué que era para matar pricolici. Quiso rechazarlo, pero yo le supliqué con tal vehemencia que lo tomara que dejó de sonreír y lo guardó con aire pensativo en la mochila, pero antes lo envolvió en mi pañuelo. Después le di las cabezas de ajos y le indiqué que debía guardarlas en algún bolsillo de la chaqueta.
»Le pregunté cuánto tiempo se quedaría en nuestro pueblo y me enseñó cinco dedos: cinco días más. Me dio a entender que se desplazaría a pie a varios pueblos cercanos al nuestro para hablar con la gente acerca del castillo. Le pregunté adónde iría cuando abandonara nuestro pueblo al final de los cinco días. Dijo que iba a un país llamado Grecia, del que yo había oído hablar, y después volvería a su pueblo, a su país. Hizo un dibujo en el suelo del bosque y me explicó que su país, llamado Inglaterra, era una isla muy alejada de nuestro país. Me enseñó dónde estaba su universidad (no supe a qué se refería) y escribió el nombre en la tierra. Aún recuerdo aquellas letras: OXFORD. Más adelante las escribí algunas veces para volver a mirarlas. Era la palabra más extraña que había visto en mi vida.
»De pronto comprendí que se iría muy pronto y nunca le volvería a ver, ni a nadie como él, y mis ojos se llenaron de lágrimas. No había sido mi intención llorar (nunca había llorado por culpa de los irritantes jóvenes del pueblo), pero las lágrimas no me obedecieron y resbalaron sobre mis mejillas. Pareció muy apurado, sacó un pañuelo blanco del bolsillo de la chaqueta y me lo dio. ¿Cuál era el problema? Sacudí la cabeza. Se levantó poco a poco y me dio la mano para ayudarme a levantarme, como la noche anterior. Mientras me estaba poniendo de pie, me tambaleé y caí contra él sin querer, y cuando me sujetó nos besamos. Después di media vuelta y hui a través del bosque. Al llegar al sendero, me volví. Seguía de pie, inmóvil como un árbol, mirándome. No paré de correr hasta llegar al pueblo, y estuve despierta toda la noche, con su pañuelo escondido en mi mano.
»La noche siguiente le encontré en el mismo lugar, como si no se hubiera movido desde que le había dejado. Corrí hacia él y me recibió en sus brazos. Cuando ya no pudimos besarnos más, extendió su chaqueta sobre el suelo y yacimos juntos. En aquella hora aprendí algunas cosas sobre el amor, momento a momento. De cerca, sus ojos eran tan azules como el cielo. Puso flores en mis trenzas y besó mis dedos. Me quedé sorprendida por las numerosas cosas que me hizo, y las cosas que yo hice, y sabía que estaba mal, que era un pecado, pero sentí que la dicha del paraíso se abría a nuestro alrededor.
»Después hubo tres noches más antes de su partida. Nos citamos cada noche. Daba a mis padres la primera excusa que se me ocurría, y siempre volvía a casa cargada de hierbas del bosque, como si hubiera ido allí con el exclusivo propósito de recogerlas. Cada noche Bartholomeo decía que me amaba y me suplicaba que le acompañara cuando se marchara del pueblo. Yo lo deseaba, pero tenía miedo del enorme mundo del que venía, y no podía imaginar una forma de escapar de mi padre. Cada noche le preguntaba por qué no podía quedarse conmigo en el pueblo, y él meneaba la cabeza y decía que debía volver a su casa y a su trabajo.
»La última noche antes de su partida empecé a llorar en cuanto nos tocamos. Me abrazó y besó mi pelo. Nunca había conocido a un hombre tan tierno y gentil. Cuando dejé de llorar, sacó de su dedo un pequeño anillo con sello. No lo sé con seguridad, pero ahora creo que era el sello de su universidad. Lo llevaba en el dedo meñique de su mano izquierda. Lo deslizó en mi dedo anular. Después me pidió que me casara con él. Debía de haber estado estudiando su diccionario, porque le entendí enseguida.
»Al principio me pareció una idea tan imposible que me puse a llorar otra vez (era muy joven), pero luego accedí. Me dio a entender que regresaría a buscarme pasadas cuatro semanas. Iba a Grecia a ocuparse de algo, pero no entendí de qué. Después volvería por mí y daría dinero a mi padre para contentarle. Intenté explicarle que yo no tenía dote, pero no quiso escucharme. Sonrió y me enseñó el cuchillo y la moneda que le había dado. Después trazó un círculo con sus manos alrededor de mi cara y me besó.
»Tendría que haberme sentido feliz, pero intuía que había malos espíritus presentes y temía que algo le impidiera regresar. Todos los momentos que compartimos aquel atardecer fueron muy dulces, porque pensaba que cada uno era el último. Él estaba tan seguro, tan convencido de que volveríamos a vernos pronto… Fui incapaz de despedirme hasta que casi no se veía nada en el bosque, pero empecé a temer la ira de mi padre y besé a Bartholomeo una vez más, comprobé que guardaba las cabezas de ajos en el bolsillo y me fui. Me volví en repetidas ocasiones. Cada vez que miraba le veía de pie en el bosque, con el sombrero en la mano. Parecía muy solo.
»Lloré mientras caminaba, me quité el anillo del dedo, lo besé y lo guardé en mi pañuelo. Cuando llegué a casa, mi padre estaba enfadado y quiso saber dónde había estado después de oscurecer sin permiso. Le dije que mi amiga Maria había perdido una cabra y le había ayudado a buscarla. Fui a la cama con el corazón apesadumbrado. A veces me sentía esperanzada y después triste de nuevo.
»A la mañana siguiente oí decir que Bartholomeo se había ido del pueblo en el carro de un granjero, en dirección a Târgoviste. El día fue muy largo y triste para mí, y al atardecer fui al lugar del bosque donde nos encontrábamos para estar sola. Verlo me hizo llorar de nuevo. Me senté en nuestras rocas y por fin me tendí donde nos habíamos tendido cada noche. Apoyé la cara contra la tierra y sollocé. Después sentí que mi mano rozaba algo entre los helechos, y ante mi sorpresa encontré un paquete de cartas ensobradas. No sabía leer lo que ponían, a qué dirección y a quién iban dirigidas, pero en la tapa de los sobres estaba impreso su hermoso nombre, como en un libro. Abrí algunos y besé su letra, aunque me di cuenta de que no estaban dirigidas a mí. Me pregunté por un momento si estarían escritas a otra mujer, pero aparté enseguida esta idea de mi mente. Comprendí que las cartas debían haberse caído de su mochila cuando la había abierto para enseñarme que conservaba el cuchillo y la moneda que yo le había regalado.
»Pensé en intentar enviarlas por correo a Oxford, a la isla de Inglaterra, pero no se me ocurrió una forma de hacerlo sin que nadie se enterara. Tampoco sabía cuánto había que pagar para enviar algo. Costaría dinero mandar un paquete a una isla tan lejana, y yo nunca había tenido dinero, aparte de la pequeña moneda que había regalado a Bartholomeo. Decidí guardar las cartas para dárselas cuando volviera a buscarme.
»Transcurrieron cuatro semanas con muchísima lentitud. Hice muescas en un árbol cercano a nuestro lugar secreto, con el fin de llevar la cuenta. Trabajaba en el campo, ayudaba a mi madre, hilaba y tejía las prendas del siguiente invierno, iba a la iglesia y siempre estaba atenta a escuchar noticias de Bartholomeo. Al principio los viejos hablaban un poco de él y meneaban la cabeza cuando comentaban su interés por los vampiros. “Nada bueno puede salir de eso”, dijo uno, y el resto asintió. Oírlo me produjo una terrible mezcla de felicidad y dolor. Me alegró oír a alguien hablar de él, puesto que yo no podía decir ni una palabra a nadie, pero también me estremeció pensar que podía atraer la atención de los pricolici.
»No paraba de preguntarme qué pasaría cuando volviera. ¿Se plantaría ante la puerta de mi padre, llamaría y le pediría mi mano en matrimonio? Imaginaba la sorpresa que se llevaría mi familia. Se congregarían todos en la puerta y mirarían estupefactos, mientras Bartholomeo repartía regalos y les daba un beso de despedida. Después me conduciría a una carreta que estaría esperando, tal vez incluso a un automóvil. Saldríamos del pueblo y cruzaríamos tierras que no podía ni imaginar, más allá de las montañas, más allá de la gran ciudad donde vivía mi hermana Eva. Confiaba en que nos detendríamos para visitarla, porque era la hermana a la que siempre había querido más. Bartholomeo también la querría, porque era fuerte y valiente, una viajera como él.
Pasé cuatro semanas así, y al final de la cuarta estaba cansada y era incapaz de comer o dormir mucho. Cuando casi había grabado cuatro semanas de muescas en mí árbol, empecé a espiar alguna señal de su regreso. Siempre que un carro entraba en el pueblo, el sonido de sus ruedas estremecía mi corazón. Iba a buscar agua tres veces al día, miraba y escuchaba por si había noticias. Me dije que, muy probablemente, no volvería al cabo de cuatro semanas exactas, y que debía esperar una semana más. Pasada la quinta semana, me sentí enferma, convencida de que el príncipe de los pricolici le había matado. En una ocasión, hasta pensé que mi amado regresaría convertido en vampiro. Corrí a la iglesia en pleno día y recé delante del icono de la bendita Virgen para alejar esta horrible idea.
»Durante la sexta y séptima semanas empecé a abandonar la esperanza. En la octava supe, debido a muchas señales que había oído entre las mujeres casadas, que iba a tener un hijo. Después lloré en silencio en la cama de mi hermana por la noche y sentí que el mundo entero, incluso Dios y la Santa Madre, se habían olvidado de mí. No sabía qué había sido de Bartholomeo, pero creía que le debía haber pasado algo terrible, porque sabía que me amaba de verdad. Recogí en secreto hierbas y raíces que, decían, impedían que un niño viniera al mundo, pero fue inútil. Mi hijo crecía con fuerza en mi vientre, más fuerte que yo, y empecé a amar esa energía a pesar de todo. Cuando apoyaba mi mano sobre el estómago sin que nadie me viera, sentía el amor de Bartholomeo y creía que no había podido olvidarme.
»Transcurridos tres meses de su partida, supe que debía abandonar el pueblo antes de que avergonzara a mi familia y desatara la ira de mi padre contra mí. Pensé en tratar de localizar a la vieja que me había dado la moneda. Tal vez me acogería y me dejaría cocinar y limpiar para ella. Había venido de uno de los pueblos que dominaban el Arges, cerca del castillo del pricolic, pero no sabía de cuál, ni si aún estaba viva. Acechaban osos y lobos en las montañas, y muchos malos espíritus, y no me atrevía a vagar por el bosque sola.
»Por fin, decidí escribir a mi hermana Eva, algo que sólo había hecho una o dos veces antes. Cogí unas hojas de papel y un sobre de la casa del cura, donde a veces trabajaba en la cocina. En la carta le contaba mi situación y rogaba que viniera a buscarme. La respuesta tardó cinco semanas en llegar. Gracias a Dios, el labriego que la trajo, junto con algunas provisiones, me la dio a mí en lugar de a mi padre, y yo la leí en secreto en el bosque. Mi cintura ya estaba adquiriendo una forma redondeada, de modo que me llamó la atención cuando me senté en un tronco, pese a que todavía podía esconderla con mi delantal.
»Con la carta venía algo de dinero, dinero rumano, más del que había visto en toda mi vida, y una nota de Eva, breve y práctica. Decía que debía irme a pie del pueblo hasta el siguiente, a unos cinco kilómetros de distancia, y después trasladarme en carreta o camión hasta Târgoviste. Desde allí debía ir a Bucarest, y desde Bucarest podía viajar en tren hasta la frontera húngara. Su marido me esperaría en la oficina fronteriza de T el 20 de septiembre. Aún recuerdo la fecha. Decía que debía planificar mi viaje para llegar ese día concreto. Junto con la carta encontré una invitación sellada del Gobierno de Hungría, la cual me ayudaría a entrar en el país. Me enviaba todo su amor, me decía que fuera cauta y me deseaba un feliz viaje. Cuando llegué al final de la carta, besé su firma y la bendije con todo mi corazón.
»Guardé mis escasas pertenencias en una bolsa, incluyendo mis zapatos buenos, que reservaba para el viaje en tren, las cartas que Bartholomeo había perdido y su anillo de plata. La mañana que me fui de casa, abracé y besé a mi madre, que cada vez estaba más vieja y enferma. Quería que, más tarde, supiera que me había despedido de ella de alguna manera. Creo que se quedó sorprendida, pero no me hizo ninguna pregunta. En lugar de ir a los campos, atravesé el bosque, evitando la carretera. Me detuve a decir adiós al lugar secreto donde me había acostado con Bartholomeo. Las cuatro semanas de muescas en el árbol ya se estaban desvaneciendo. En aquel lugar puse su anillo en mi dedo y me até un pañuelo a la cabeza como una mujer casada. Noté la llegada del invierno en las hojas amarillentas y el aire frío. Me quedé unos momentos más, y después tomé el sendero que conducía al siguiente pueblo.
»No recuerdo muy bien aquel viaje, sólo que estaba muy cansada y a veces hambrienta. Una noche dormí en la casa de una anciana, que me obsequió con una estupenda sopa y dijo que mí marido no debería dejarme viajar sola. Otra noche tuve que dormir en un establo. Por fin, una carreta me llevó a Târgoviste, y después otra me llevó a Bucarest. Cuando podía compraba pan, pero no sabía cuánto dinero necesitaría para el tren, de modo que era muy prudente. Bucarest era muy grande y bonita, pero me dio miedo porque había mucha gente, toda bien vestida, y los hombres me miraban con descaro por la calle. El tren también era aterrador, un enorme monstruo negro. En cuanto estuve sentada dentro, al lado de la ventanilla, me sentí mejor. Dejamos atrás muchos paisajes maravillosos, montañas, ríos y campos, muy diferentes de nuestros bosques transilvanos.
»En la estación de la frontera descubrí que era 19 de septiembre y dormí en un banco hasta que uno de los guardias me dejó entrar en su caseta y me dio un poco de café caliente. Preguntó dónde estaba mi marido, y yo dije que iba a Hungría para verle. A la mañana siguiente, un hombre vestido de negro con sombrero vino en mi busca. La expresión de su rostro era bondadosa, me besó en ambas mejillas y me llamó “hermana”. Quise a mi cuñado desde aquel momento hasta el día que murió, y aún le quiero. Era más mi hermano que cualquiera de los míos. Se ocupó de todo, me invitó a una comida caliente en el tren, que tomamos sentados a una mesa con mantel. Comimos y miramos por la ventana el paisaje.
»Eva nos estaba esperando en la estación de Budapest. Vestía un traje y un bonito sombrero, y pensé que parecía una reina. Me abrazó y besó muchas veces. Mi hija nació en el mejor hospital de Budapest. Quise llamarla Eva, pero mi hermana dijo que prefería elegir el nombre ella, y la llamó Elena. Era una niña encantadora, de grandes ojos oscuros, y sonrió muy pronto, cuando sólo tenía cinco días. Todo el mundo dijo que nunca había visto a un bebé sonreír tan pronto. Había tenido la esperanza de que tuviera los ojos azules de Bartholomeo, pero había salido a mi familia.
»No quise escribirle hasta que la niña naciera, porque deseaba hablarle de un bebé real, no de mi embarazo. Cuando Elena cumplió un mes, pedí a mi cuñado que me ayudara a encontrar la dirección de la universidad de Bartholomeo, Oxford, y escribí yo misma las extrañas palabras en el sobre. Mi cuñado escribió la carta en alemán, y yo la firmé de mi puño y letra. En la carta, decía a Bartholomeo que le había esperado tres meses y que después había abandonado el pueblo porque sabía que iba a tener un hijo de él. Le conté mis viajes y le hablé de la casa de mi hermana en Budapest. Le dije lo dulce, lo feliz que era Elena. Le dije que le quería y que tenía miedo de que algo horrible hubiera impedido su regreso. Le pregunté cuándo le vería, y si iría a buscarnos a Budapest. Le dije que, con independencia de lo que hubiera sucedido, le querría hasta el fin de mis días.
»Después volví a esperar, esta vez muchísimo tiempo, y cuando Elena empezaba a caminar, llegó una carta de Bartholomeo. Venía de Estados Unidos, no de Inglaterra, y estaba escrita en alemán. Mi cuñado me la tradujo con voz afectuosa, pero comprendí que era demasiado honrado para cambiar algo de lo que decía. En su carta, Bartholomeo decía que había recibido una carta mía que había ido a parar antes a su antigua casa de Oxford. Me decía con buenas palabras que nunca había oído hablar de mí ni me había visto, y que nunca había estado en Rumanía, de modo que mi hija no podía ser de él. Lamentaba mi triste historia y me deseaba lo mejor en el futuro. Era una carta breve y muy amable, pero no daba señales de reconocerme.
»Lloré durante mucho tiempo. Era joven y no entendía que la gente pudiera cambiar, que sus opiniones y sentimientos pudieran cambiar. Después de vivir unos años en Hungría, empecé a comprender que puedes ser una persona en tu país y otra muy distinta cuando te encuentras en otro. Comprendí que algo similar le había pasado a Bartholomeo. Al final, sólo lamenté que hubiera mentido, que hubiera dicho que no me conocía. Lo lamentaba porque, cuando habíamos estado juntos, había intuido que era una persona honorable, una persona sincera, y no quería pensar mal de él.
»Eduqué a Elena con la ayuda de mis parientes, y se convirtió en una chica hermosa e inteligente. Sé que la explicación reside en que lleva la sangre de Bartholomeo en sus venas. Le hablé de su padre, porque nunca le mentí. Tal vez no le conté gran cosa, pero era demasiado pequeña para comprender que el amor ciega y confunde a la gente. Fue a la universidad y yo me sentí muy orgullosa de ella. Luego me dijo que se había enterado de que su padre era un gran erudito en Estados Unidos. Yo esperaba que algún día le conocería, pero ignoraba que daba clases en la universidad a la que fuiste —añadió la madre de Helen, y se volvió hacia su hija casi como reprochándole su decisión, y de esta brusca manera terminó su historia.
Helen murmuró algo que habría podido ser una disculpa o un amago defensivo, y meneó la cabeza. Parecía tan estupefacta como yo. Había permanecido inmóvil durante toda la historia, traduciendo casi sin respirar, y sólo murmuró algo más cuando su madre describió el dragón de su hombro. Helen me dijo mucho después que su madre nunca se había desnudado delante de ella, y que nunca la había llevado a los baños públicos como hacía Eva.
Al principio nos quedamos todos callados, pero al cabo de un momento Helen se volvió hacia mí y señaló con gesto impotente el paquete de cartas que había sobre la mesa. Comprendí. Yo había estado pensando lo mismo.
—¿Por qué no envió tu madre algunas de estas cartas a Rossi —le pregunté— para demostrar que sí había estado en Rumanía?
Helen miró a su madre (con una profunda vacilación en sus ojos, pensé) y después le hizo la pregunta. La respuesta de la mujer, cuando me la tradujo, formó un nudo en mi garganta, un dolor que era en parte por ella y en parte por mi pérfido mentor.
—Pensé en hacerlo, pero por su carta comprendí que había cambiado por completo de opinión. Decidí que daría igual enviarle alguna de estas cartas, sólo serviría para provocar más dolor, y además habría perdido recuerdos de él que deseaba conservar. —Extendió la mano como para tocar su letra y luego la retiró—. Sólo lamenté no enviarle lo que de verdad era suyo. Pero se había quedado tanto de mí… Tal vez era justo que yo me quedara con eso.
Nos miró con los ojos un poco menos tranquilos. No leí en ellos desafío, sino la llama de una devoción muy antigua. Desvié la mirada.
Helen sí que se mostró desafiante.
—Entonces, ¿por qué no me diste estas cartas hace mucho tiempo? —Formuló la pregunta en tono vehemente, y la tradujo a su madre enseguida. La mujer meneó la cabeza—. Dice que sabía que yo odiaba a mi padre —informó Helen con una dura expresión en el rostro— y estaba esperando a que alguien le quisiera.
Como ella le quiere todavía, podría haber añadido yo, pues mi corazón estaba tan conmovido que parecía proporcionarme una percepción anormal del amor sepultado durante años en aquella pequeña y desnuda casa.
No sólo se trataba de mi afecto por Rossi. Tomé la mano de Helen y la mano encallecida de su madre y las apreté. En aquel momento, el mundo en que yo había crecido, con su reserva y silencios, sus modos y maneras, el mundo en el que había estudiado, alcanzado metas y, en ocasiones, intentado amar, se me antojó tan lejano como la Vía Láctea. No habría podido hablar aunque hubiera querido, pero si el nudo de mi garganta se hubiera disuelto, quizás habría encontrado alguna forma de explicar a esas dos mujeres, relacionadas de manera tan diferente, pero igualmente intensa, con Rossi, que yo sentía su presencia entre nosotros.
Al cabo de un momento, Helen se apresuró a liberar su mano, pero su madre me la apretó como antes y preguntó algo con su voz apacible.
—Quiere saber qué puede hacer para ayudarte a encontrar a Rossi.
—Dile que ya me ha ayudado, y que leeré estas cartas en cuanto nos vayamos, por si nos sirven de guía. Dile que nos pondremos en contacto con ella cuando le encontremos.
La madre de Helen inclinó la cabeza con humildad al oír esto, y se levantó para echar un vistazo al guisado. Un maravilloso olor surgió del horno y hasta Helen sonrió, como si ese regreso a un hogar que no era el suyo tuviera sus compensaciones. La paz del momento me envalentonó.
—Hazme el favor de preguntarle si sabe algo sobre vampiros que pudiera ayudarnos en nuestra búsqueda.
Cuando Helen acabó de traducir, vi que había destruido nuestra precaria calma. Su madre apartó la vista y se persignó, pero al cabo de un momento dio la impresión de que reunía fuerzas para hablar. Helen escuchó con atención y asintió.
—Dice que has de recordar que el vampiro puede cambiar de forma. Puede atacarte adoptando muchas apariencias.
Quise saber qué significaba eso exactamente, pero la madre de Helen ya había repartido el guiso en los platos con una mano temblorosa. El calor del horno y el olor de la carne y el pan impregnaban la pequeña casa, y todos comimos con apetito, aunque en silencio. De vez en cuando la madre de Helen me daba más pan, palmeaba mi brazo o me servía té recién hecho. La comida era sencilla pero deliciosa y abundante, y el sol entraba por las ventanas delanteras para adornar nuestros platos.
Cuando terminamos, Helen salió a fumar un cigarrillo y su madre me indicó con un gesto que la siguiera fuera. En la parte posterior de la casa había un cobertizo, alrededor del cual picoteaban algunas gallinas, y una conejera con dos conejos de largas orejas. La mujer cogió uno y nos dedicamos a rascarle la cabeza un rato, mientras el animalito parpadeaba y se removía un poco. Oí por la ventana que Helen estaba lavando los platos. Sentía el sol calentar mi cabeza, y más allá de la casa los campos verdes murmuraban y oscilaban con optimismo inagotable.
Después llegó la hora de irnos, de volver al autobús, y yo guardé las cartas de Rossi en mi maletín. Cuando salimos, la madre de Helen se detuvo en la puerta. No parecía albergar la intención de acompañarnos al autobús. Cogió mis manos entre las suyas y las apretó con firmeza mientras me miraba a los ojos.
—Dice que sólo te desea felices viajes y que encuentres lo que anhelas —explicó Helen. Escudriñé la oscuridad que albergaban los ojos de la mujer y le di las gracias de todo corazón. Abrazó a Helen, sujetó su cara entre las manos con tristeza y nos dejó marchar.
Me volví al llegar al borde de la carretera. Seguía de pie en el umbral, con una mano apoyada en el marco, como si nuestra visita la hubiera debilitado. Dejé mi maletín en el suelo y regresé hacia ella con tal rapidez que, por un momento, no me di cuenta de que me había movido. Después, al recordar a Rossi, la tomé en mis brazos y besé su mejilla suave y arrugada. La mujer se aferró a mí, una cabeza más baja que yo, y sepultó la cara en mi hombro. De pronto, se soltó y desapareció en el interior de la casa. Pensé que quería estar a solas con sus sentimientos y di media vuelta, pero regresó al cabo de un segundo. Ante mi estupefacción, aferró mí mano y la cerró sobre algo pequeño y duro.
Cuando abrí los dedos, vi un anillo de plata con un diminuto escudo de armas. Comprendí al instante que era el de Rossi, a quien se lo devolvía por mi mediación. Su rostro brillaba sobre el anillo y sus ojos oscuros se humedecieron. Me incliné para besarla otra vez, pero esta vez en la boca. Sus labios eran cálidos y dulces. Cuando la solté, para volver hacia mi maletín y Helen, vi que en el rostro de la mujer brillaba una sola lágrima. He leído que no existe la así llamada «una sola lágrima», esa vieja figura poética. Tal vez no, puesto que la de ella era una simple compañera de la mía.
En cuanto nos acomodamos en el autobús, saqué las cartas de Rossi y abrí con cuidado la primera. Al reproducirla aquí, respetaré el deseo de Rossi de proteger la intimidad de su amigo con un nom-de-plume, un seudónimo literario, aunque él lo llamaría un nom-de-guerre. Me resultó muy extraño volver a ver la letra de Rossi, aquella versión más joven, menos apretada, en las páginas amarillentas.
—¿Vas a leerlas aquí?
Helen, casi apoyada contra mi hombro, parecía sorprendida.
—¿Tú puedes esperar?
—No —dijo.