—¿No puedes pedir ayuda a la policía? Me parece que esta ciudad está llena de policías. —Hugh James partió por la mitad un panecillo y le dio un buen mordisco—. Es terrible que te pase esto en un hotel extranjero.
—Hemos llamado a la policía —le tranquilicé—. Al menos, eso creo, porque el recepcionista del hotel lo hizo por nosotros. Dijo que no podría venir nadie hasta última hora de la noche o mañana por la mañana, y que no tocáramos nada. Nos ha dado nuevas habitaciones.
—¿Cómo? ¿Quieres decir que la habitación de la señorita Rossi también fue registrada? —Los grandes ojos de Hugh se hicieron todavía más redondos—. ¿Le ha pasado a algún huésped más?
—Lo dudo —dije en tono sombrío.
Estábamos sentados en un restaurante al aire libre de Buda, no lejos de la colina del castillo, desde donde podíamos contemplar el Danubio y el Parlamento, en el lado de Pest. Aún había mucha luz y el cielo nocturno proyectaba un resplandor azul y rosa sobre el agua. Hugh había elegido el sitio. Era uno de sus favoritos, dijo. Habitantes de Budapest de todas las edades paseaban por la calle delante de nosotros y muchos de ellos se detenían ante las balaustradas que daban al río para contemplar la hermosa panorámica, como si nunca tuvieran bastante. Hugh había pedido varios platos típicos para que yo los probara, y acabábamos de acomodarnos con el ubicuo pan de corteza dorada y una botella de Tokay, el famoso vino de la zona noreste de Hungría, me explicó. Ya habíamos acabado con los preliminares, es decir, nuestras universidades, mi olvidada tesis (se rió cuando le conté hasta qué punto andaba errado el profesor Sándor sobre mi obra), la investigación efectuada por Hugh sobre la historia de los Balcanes y su próximo libro sobre ciudades otomanas en Europa.
—¿Robaron algo?
Hugh llenó mi copa.
—Nada —dije de mal humor—. No había dejado dinero en la habitación, claro está, ni ninguna de mis posesiones valiosas, y los pasaportes están en recepción, o quizás en la comisaría de policía, no hay forma de saberlo.
—Entonces, ¿qué estaban buscando?
Hugh brindó conmigo y bebió.
—Es una larga, larga historia —suspiré—. Pero encaja a la perfección con algunas cosas de las que hemos de hablar.
Asintió.
—De acuerdo. Vamos a ello.
—Si tú correspondes.
—Desde luego.
Bebí media copa para cobrar fuerzas y empecé por el principio. No necesitaba vino para apaciguar mis dudas sobre contarle a Hugh James la historia de Rossi. Si no le decía nada, no averiguaría nada de lo que él conocía. Escuchó en silencio, fascinado, excepto cuando hablé de la decisión de Rossi de llevar a cabo investigaciones en Estambul. Pegó un bote.
—Santo cielo —exclamó—. Yo también pensaba ir allí. Volver, quiero decir. He ido dos veces, pero nunca para buscar a Drácula.
—Permíteme que te ahorre algunas molestias.
Esta vez fui yo quien le llenó la copa, y le hablé de las aventuras de Rossi en Estambul y de su desaparición, momento en que Hugh me miró con ojos desorbitados, aunque no dijo nada. Por fin describí mi encuentro con Helen, sin revelar su presunto parentesco con Rossi, todos nuestros viajes e investigaciones hasta la fecha, incluyendo nuestras entrevistas con Turgut.
—Como ves —concluí—, en este momento no me sorprende nada que hayan puesto patas arriba nuestra habitación del hotel.
—Claro. —Dio la impresión de que reflexionaba unos momentos. A esas alturas nos habíamos abierto paso entre una multitud de guisos y encurtidos, y dejó el tenedor sobre la mesa con aire triste, como si lamentara que se hubieran terminado—. Conocernos así ha sido extraordinario, pero lamento mucho la desaparición del profesor Rossi, muchísimo. Es muy extraño. Nunca hubiera dicho antes de escuchar tu historia que investigar el personaje de Drácula implicara algo excepcional, aunque desde el primer momento mi libro me produjo una extraña sensación. A nadie le gusta dejarse guiar por sensaciones extrañas, pero así son las cosas.
—Bien, temía que no me creyeras.
—Ya son cuatro libros —musitó—. El mío, el tuyo, el del profesor Rossi y el que pertenece a ese profesor de Estambul. Es muy extraño que existan cuatro iguales.
—¿Conoces a Turgut Bora? —pregunté—. Has dicho que habías estado en Estambul unas cuantas veces.
Negó con la cabeza.
—No, nunca había oído ese nombre, pero es normal que no me lo haya encontrado en el Departamento de Historia ni en ninguna conferencia si se dedica a la literatura. Te agradeceré que me ayudes a ponerme en contacto con él algún día. No he visitado el archivo que describes, pero leí acerca de él en Inglaterra y pensé en ir a verlo. No obstante, tal como has dicho, me has ahorrado molestias. Nunca se me habría ocurrido que esa cosa, el dragón del libro, podía ser un plano. Es una idea extraordinaria.
—Sí, y tal vez una cuestión de vida o muerte para Rossi —dije—, pero ahora te toca a ti. ¿Cómo encontraste tu libro?
Su rostro se puso serio.
—Tal como has explicado en tu caso, y en los otros dos, más que encontrar mi libro lo recibí, aunque ignoro desde dónde o de quién. Tal vez debería ponerte en antecedentes. —Guardó silencio un momento e intuí que le costaba abordar el tema—. Me licencié en Oxford hace nueve años y después fui a dar clases a la Universidad de Londres. Mi familia vive en Cumbria, en el Distrito de los Lagos, País de Gales, y no son ricos. Se esforzaron, y yo también, en que recibiera la mejor educación. Siempre me sentí un poco marginado, sobre todo en el colegio privado. Mi tío me ayudó a superarlo. Supongo que estudié con más ganas que la mayoría con la intención de destacar. La historia fue mi gran amor desde el principio.
Hugh se secó los labios con la servilleta y meneó la cabeza, como si rememorara locuras juveniles.
—Al final de mi segundo año en la universidad supe que me iba a ir bastante bien, y esto me animó aún más. Entonces estalló la guerra y tuve que dejarlo todo. Estaba a punto de terminar tercero en Oxford. Por cierto, allí fue donde oí hablar por primera vez de Rossi, aunque nunca llegué a conocerle. Ya debía haberse marchado a Estados Unidos cuando yo empecé la universidad.
Se acarició la barbilla con una mano grande y bastante agrietada.
—No habría podido amar más mis estudios, pero también amaba a mi país y me alisté enseguida en la Armada. Me enviaron a Italia, y un año después estaba en casa con heridas en los brazos y las piernas.
Se acarició con cautela su camisa de algodón, justo por encima del puño, como si le sorprendiera sentir la sangre en sus venas.
—Me recuperé con bastante rapidez y quise volver al frente, pero no me aceptaron. La explosión que voló el barco me había afectado un ojo. Regresé a Oxford y traté de hacer caso omiso de los cantos de sirenas, y me licencié justo después de que terminara la guerra. Las últimas semanas fueron las más felices de mi vida pese a todas las privaciones. Aquella terrible maldición había sido erradicada del mundo, casi había terminado mis estudios postergados y la chica a la que siempre había amado había accedido por fin a casarse conmigo. No tenía dinero y no había muchos alimentos, pero comía sardinas en mi habitación y escribía cartas de amor (supongo que no te importa que te cuente esto). Estudiaba como un poseso para aprobar los exámenes. Fui presa del más atroz agotamiento, por supuesto.
Levantó la botella de Tokay, que estaba vacía, y la volvió a dejar con un suspiro.
—Casi había terminado mi odisea, y fijamos la fecha de la boda para finales de junio. La noche antes de mi último examen me quedé levantado hasta la madrugada repasando mis notas. Sabía que ya había abarcado todo cuanto necesitaba, pero no podía parar. Estaba trabajando en un rincón de la biblioteca de mi colegio, agazapado detrás de algunas estanterías, para no ver a los demás chiflados que también estaban consultando sus notas.
»Hay algunos libros hermosísimos en esas pequeñas bibliotecas, y por un momento llamó mi atención un volumen de sonetos de Dryden[4], que estaba al alcance de mi mano. Enseguida pensé que sería mejor salir a fumar un cigarrillo y tratar de concentrarme después. Metí el libro en su estante y salí al patio. Era una espléndida noche de primavera, y me quedé pensando en Elspeth y la casa que estaba amueblando para nosotros, y en mi mejor amigo, que habría sido mi padrino de bodas y que había muerto en los yacimientos petrolíferos de Ploiesti con los norteamericanos. Después volví a entrar en la biblioteca. Ante mi sorpresa, Dryden estaba sobre mi mesa, como si nunca lo hubiera guardado, y pensé que tal vez me había despistado con tanto trabajo. Me volví para colocarlo en su estantería, y vi que no había sitio. Su lugar estaba al lado de Dante, de eso estaba seguro, pero ahora había un libro diferente, con un lomo de aspecto muy antiguo y un pequeño ser grabado en él. Lo saqué y cayó abierto en mis manos para… Bien, ya sabes lo que sigue.
Su rostro cordial estaba pálido ahora. Buscó primero en su camisa y después en los bolsillos de los pantalones hasta que encontró un paquete de cigarrillos.
—¿Tú no fumas? —Encendió un pitillo y dio una profunda calada—. Me sorprendió el aspecto del libro, su aparente antigüedad, el aspecto amenazador del dragón, todo lo que también te fascinó a ti del tuyo. No había bibliotecarios a las tres de la mañana, así que bajé al fichero y busqué un poco, pero sólo averigüé el nombre y el linaje de Vlad Tepes. Como no tenía sello de la biblioteca, me lo llevé a casa.
»Dormí mal y no pude concentrarme en mi examen de la mañana siguiente. Sólo podía pensar en ir a otras bibliotecas, y tal vez a Londres, para ver qué podía averiguar. Pero no tenía tiempo, y cuando me desplacé para la boda, cogí el libro y le echaba un vistazo de vez en cuando. Elspeth me sorprendió mirándolo, y cuando le expliqué lo sucedido, no le gustó, no le gustó nada. Faltaban cinco días para nuestra boda, pero no podía dejar de pensar en el libro, ni de hablar de él, hasta que Elspeth me prohibió hacerlo.
»Entonces, una mañana, faltaban dos días para la boda, tuve una repentina inspiración. Hay una mansión no lejos del pueblo de mis padres, una mole jacobina frecuentada por turistas en viajes organizados en autocar. Siempre me había parecido un aburrimiento en nuestros viajes escolares, pero recordé que el noble que la había construido había sido coleccionista de libros y tenía cosas de todo el mundo. Como no podía ir a Londres hasta después de la boda, pensé en dejarme caer por la biblioteca de esa casa, que era famosa, y husmear un poco, pues tal vez encontraría algo sobre Transilvania. Les dije a mis padres que iba a dar un paseo, y supuse que pensarían que iba a ver a Elspeth.
»Era una mañana lluviosa, neblinosa y también fría. El ama de llaves dijo que aquel día la mansión no estaba abierta a las visitas guiadas, pero me dejó echar un vistazo a la biblioteca. Había oído hablar de la boda en el pueblo, conocía a mi madre y me preparó una taza de té. Cuando me quité la gabardina y descubrí veinte estantes de libros de aquel antiguo viajero jacobino, que había llegado más al este que nadie, me olvidé de todo lo demás.
»Examiné todas aquellas maravillas, y otras que había recogido en Inglaterra, tal vez después de su viaje, hasta que me topé con una historia de Hungría y Transilvania, y en ella descubrí una mención a Vlad Tepes, y después otra, y por fin, para mi alegría y estupefacción, una descripción del entierro de Vlad en el lago Snagov, ante el altar de una iglesia que él había fundado. Esta narración era una leyenda anotada por un aventurero inglés que pasaba por la región. Se autodenominaba simplemente El Viajero en la página del título y era contemporáneo del coleccionista jacobino. Esto debió ocurrir unos ciento treinta años después de la muerte de Vlad.
»El Viajero había visitado el monasterio de Snagov en 1605. Había hablado con los monjes y le habían revelado que, según la leyenda, un gran libro, un tesoro de su monasterio, había sido colocado sobre el altar durante el funeral de Vlad y los monjes presentes en la ceremonia habían firmado en él, y los que no sabían escribir habían dibujado un dragón en honor de la Orden del Dragón. No se hablaba, por desgracia, de la suerte posterior del libro, pero me pareció muy notable. Después, El Viajero decía que pidió ver la tumba, y los monjes le enseñaron una lápida que había en el suelo, delante del altar. Tenía pintado un retrato de Vlad Drakulya, con palabras latinas, quizá pintadas también, porque El Viajero no hablaba de grabados y le sorprendió la ausencia de la cruz acostumbrada en la lápida. El epitafio, que copié con mucho cuidado (no sé si por instinto), estaba en latín.
Hugh bajó la voz, miró hacia atrás y apagó el cigarrillo en el cenicero de la mesa.
—Después de anotarla y corregirla un poco, leí mi traducción en voz alta: «Lector, desentiérrale con una…». Ya sabes cómo sigue. Fuera, la lluvia seguía cayendo con fuerza, una ventana de la biblioteca que no estaba bien sujeta se abrió y cerró con estrépito, de modo que sentí una corriente de aire frío cerca. Debía de estar nervioso, porque derribé la taza y una gota de té cayó sobre el libro. Mientras lo secaba, torturado por mi torpeza, me fijé en la hora. Ya era la una y debía volver a casa a comer. No parecía que hubiera nada más importante en la biblioteca, de modo que guardé los libros, di las gracias al ama de llaves y regresé por los senderos, entre todas las rosas de junio.
»Cuando volví a casa de mis padres, esperando verlos a la mesa, tal vez reunidos con Elspeth, encontré la casa alborotada. Varios amigos y vecinos habían acudido y mi madre estaba llorando. Mi padre parecía muy disgustado. —Hugh encendió otro cigarrillo y la cerilla tembló en la creciente oscuridad—. Apoyó la mano sobre mi hombro y dijo que se había producido un accidente de automóvil en la carretera principal, cuando Elspeth iba conduciendo un coche prestado, regresando de comprar en una ciudad cercana. Estaba lloviendo mucho, y creían que había visto algo y dado un volantazo. No estaba muerta, gracias a Dios, pero sí herida de gravedad. Sus padres habían ido de inmediato al hospital, y los míos me estaban esperando en casa para contármelo.
»Me dejaron un coche y conduje hasta el hospital a tal velocidad que a punto estuve yo mismo de sufrir un accidente. No querrás oírlo, estoy seguro, pero… Estaba acostada con la cabeza vendada y los ojos abiertos de par en par. Ése era su aspecto. Ahora vive en una especie de residencia, donde la tratan muy bien, pero no habla ni entiende gran cosa. Tampoco come. Lo más horrible de la historia es que… —Su voz sonó temblorosa—. Lo más horrible es que yo siempre he supuesto que fue un accidente, pero ahora que he escuchado las historias de Hedges, el amigo de Rossi, y de tu gato, ya no sé qué pensar.
Dio una profunda calada al cigarrillo.
Yo exhalé un suspiro.
—Lo siento muchísimo. Ojalá supiera qué decir. Debió de ser terrible para ti.
—Gracias. —Tuve la impresión de que intentaba recuperar su talante habitual—. Ya han pasado algunos años, y el tiempo ayuda. Es sólo que…
No supe entonces, aunque ahora sí, lo que no verbalizó: las palabras inútiles, la indecible letanía de la pérdida. Mientras seguíamos sentados, con el pasado suspendido sobre nuestras cabezas, un camarero apareció con una vela dentro de un farol de latón y la dejó sobre la mesa. El café se estaba llenando de clientes y oí grandes risotadas en el interior.
—Me sorprende lo que acabas de contar sobre Snagov —dije al cabo de un rato—. Nunca había oído nada de eso acerca de la tumba… Me refiero a la inscripción, la cara pintada y la ausencia de cruz. Creo que la relación de la inscripción con las palabras que Rossi encontró en los planos del archivo de Estambul es importantísima, es la prueba de que Snagov fue el emplazamiento original de la tumba de Drácula. —Me masajeé las sienes con los dedos—. Pero, entonces, ¿por qué el mapa del dragón de los libros y del archivo no se corresponde con la topografía de Snagov, el lago, la isla?
—Ojalá lo supiera.
—¿Deseaste continuar tu investigación sobre Drácula después de lo que le ocurrió a Elspeth?
—Durante varios años no. —Hugh apagó el cigarrillo—. No tenía ánimos para eso. No obstante, hará unos dos años, me descubrí pensando en él de nuevo, y cuando empecé a trabajar en mi libro actual, mi libro húngaro, me interesé de nuevo en él.
Ya había oscurecido mucho, y el Danubio brillaba por obra de las luces del puente y los edificios de Pest, que se reflejaban en el agua. Un camarero vino a ofrecernos un eszpreszó, y lo aceptamos agradecidos. Hugh tomó un sorbo y bajó su taza.
—¿Te gustaría ver el libro? —preguntó.
—¿El libro en el que estás trabajando?
Me quedé desconcertado un momento.
—No, mi libro del dragón.
Le miré fijamente.
—¿Lo tienes aquí?
—Siempre lo llevo encima —replicó—. Bien, casi siempre. De hecho, lo dejé en el hotel durante las conferencias de hoy, porque pensé que estaría más seguro allí. Cuando pienso que habrían podido robarlo… —Calló—. No dejaste el tuyo en la habitación, ¿verdad?
—No. —No tuve otro remedio que sonreír—. Yo también lo llevo siempre encima.
Empujó nuestras tazas a un lado con cuidado y abrió su maletín. Extrajo una caja de madera pulida, y de ella un paquete envuelto en tela, que dejó sobre la mesa. Dentro había un libro más pequeño que el mío, pero encuadernado en la misma vitela gastada. Las páginas se veían más amarillentas y frágiles que las de mi ejemplar, pero el dragón del centro era el mismo; llenaba las páginas hasta los bordes y nos miraba con ojos centelleantes. En silencio, abrí mi maletín y saqué el libro, dejando su imagen central al lado de la de Hugh. Eran idénticas, pensé cuando me incliné sobre ellas.
—Mira esta mancha. Es igual. Fueron impresas con la misma plancha —me dijo Hugh en voz baja.
Me di cuenta de que tenía razón.
—Esto me recuerda otra cosa que había olvidado decirte. La señorita Rossi y yo fuimos a la biblioteca de la universidad esta tarde antes de volver al hotel, porque ella quería mirar algo que vio allí hace un tiempo. —Describí el volumen de canciones populares rumanas y le hablé de la siniestra balada sobre los monjes que entraban en una gran ciudad—. Ella cree que puede estar relacionada con la historia del manuscrito de Estambul del que te he hablado. La letra de la canción era muy poco precisa, pero había una xilografía interesante en lo alto de la página, una especie de bosque con una diminuta iglesia y un dragón entre los árboles, y una palabra.
—¿Drakulya? —sugirió Hugh, como había hecho yo en la biblioteca.
—No. Ivireanu.
Consulté mis notas y le enseñé la palabra.
Abrió los ojos sorprendido.
—Eso sí que es notable —exclamó.
—¿El qué? Dime.
—Bien, ayer vi ese mismo nombre en la biblioteca.
—¿En la misma biblioteca? ¿Dónde? ¿En el mismo libro?
Estaba demasiado impaciente para esperar con educación la respuesta.
—Sí, en la biblioteca universitaria, pero no en el mismo libro. He estado buscando material para mi proyecto durante toda la semana, y como nuestro amigo está acechando siempre en el fondo de mi mente, sigo encontrando de vez en cuando referencias sobre su mundo. Drácula y Hunyadi eran feroces enemigos, y después lo fueron Drácula y Matías Corvino, de modo que te topas con nuestro personaje cada dos por tres. Te dije durante la comida que había encontrado un manuscrito encargado por Corvino, el documento que habla del fantasma en el ánfora.
—Oh, sí —dije con vehemencia—. ¿Fue en ese manuscrito donde viste también la palabra Ivireanu?
—Pues no. El manuscrito de Corvino es muy interesante, pero por motivos diferentes. El manuscrito dice… Bien, he copiado una parte. El original está en latín.
Sacó su libreta y me leyó unas cuantas líneas.
—«En el año de Nuestro Señor de 1463 este humilde servidor del rey le ofrece estas palabras de grandes escritos, todo para proporcionar información a Su Majestad sobre la maldición del vampiro, que en el infierno perezca. Esta información es para la colección real de Su Majestad. Ojalá le ayude a curar la maldad que asola nuestra ciudad, a terminar con la presencia de vampiros y alejar la epidemia de nuestras moradas». Etcétera, etcétera. Después el buen escriba, fuera quien fuera, incluye la lista de las referencias que ha encontrado en varias obras clásicas, incluyendo relatos del fantasma en el ánfora. Como ya adivinarás, la fecha del manuscrito es la del año posterior a la detención de Drácula y su primer confinamiento en Buda. Tu descripción de la misma preocupación por parte del sultán turco, que detectaste en aquellos documentos de Estambul, me inclina a pensar que Drácula causaba problemas allá adonde iba. Ambos mencionan la epidemia y ambos muestran preocupación por la presencia del vampirismo. Muy similar, ¿eh?
Hizo una pausa con aire pensativo.
—De hecho, esa relación con la epidemia no está tan traída por los pelos. Leí en un documento italiano de la Biblioteca Británica que Drácula utilizó armas biológicas contra los turcos. Debió de ser uno de los primeros europeos en hacer uso de ellas. Le gustaba enviar a súbditos que habían contraído enfermedades contagiosas a los campamentos turcos, disfrazados de otomanos.
A la luz del farol, los ojos de Hugh se entornaron, y su rostro brillaba con una intensa concentración. Se me ocurrió en aquel momento que en Hugh James había encontrado un aliado de agudísima inteligencia.
—Todo esto es fascinante —dije—, pero ¿qué me dices de la mención de la palabra Ivireanu?
—Oh, lo siento mucho —sonrió Hugh—. Me he ido un poco por las ramas. Sí, vi esa palabra en la biblioteca de aquí. Me topé con ella hace tres o cuatro días, diría yo, en un Nuevo Testamento en rumano del siglo diecisiete. Lo estaba examinando porque pensé que la portada mostraba una influencia del diseño otomano poco común. En la página del título estaba escrita la palabra Ivireanu. Estoy seguro de que era esa palabra. No le concedí ninguna importancia en aquel momento. Para ser sincero, siempre encuentro palabras rumanas que me desconciertan, porque conozco muy poco el idioma. Llamó mi atención debido al tipo de letra, que era bastante elegante. Imaginé que debía ser el nombre de algún lugar, o algo por el estilo.
—¿Y nada más? —rezongué—. ¿No volviste a verla?
—Me temo que no. —Hugh estaba prestando atención a su taza de café vacía—. Si me vuelvo a cruzar con ella, no dudes de que te avisaré.
—Bien, tal vez no tenga nada que ver con Drácula —dije para consolarme—. Ojalá tuviera más tiempo para examinar esa biblioteca. Por desgracia, hemos de volver a Estambul el lunes. Sólo tengo permiso para quedarme hasta que termine el congreso. Si encuentras algo interesante…
—Por supuesto —dijo Hugh—. Yo me quedaré seis días más. Sí encuentro algo, ¿te escribo a tu departamento?
El corazón me dio un vuelco. Hacía días que no pensaba en mi país, y no tenía ni idea de cuándo volvería a examinar el correo del buzón de mi departamento.
—No, no —dije a toda prisa—. De momento no. Si encuentras algo que consideras que puede ayudarnos, haz el favor de llamar al profesor Bora. Explícale que hemos hablado. Si le telefoneo, le avisaré de que tal vez te pondrás en contacto con él.
Saqué la tarjeta de Turgut y apunté el número para Hugh.
—Muy bien. —La guardó en el bolsillo de la camisa—. Toma mi tarjeta. Espero volver a vernos. —Permanecimos en silencio unos segundos, él con la vista clavada en la mesa, con sus tazas vacías, los platillos y la luz parpadeante de la vela—. Mira —dijo por fin—, si es cierto todo lo que me has dicho y lo que dijo Rossi, y existe un conde Drácula o un Vlad el Empalador vivo de alguna manera horrible, me gustaría ayudarte…
—¿A eliminarle? —terminé en voz baja—. Lo recordaré.
Dio la impresión de que ya nos lo habíamos dicho todo, aunque yo confiaba en que volveríamos a hablar algún día. Encontramos un taxi que nos condujo a Pest, y Hugh insistió en acompañarme hasta el vestíbulo del hotel. Nos estábamos despidiendo cordialmente cuando el recepcionista con el que había hablado antes salió como una exhalación de su cubículo y me agarró del brazo.
—¡Herr Paul! —dijo en tono perentorio.
—¿Qué ocurre?
Hugh y yo nos volvimos hacia el hombre. Era un individuo alto y encorvado, vestido con una chaqueta azul proletaria y provisto de un bigote digno de un guerrero huno. Tiró de mí para que me acercara y habló en voz baja. Conseguí indicar con un ademán a Hugh que no se marchara. No había nadie más a la vista y no quería afrontar solo una nueva crisis.
—Herr Paul, sé quién estuvo en su Zimmer esta tarde.
—¿Qué? ¿Quién?
El recepcionista empezó a canturrear y a mirar a su alrededor y se introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta de una manera que habría debido ser significativa si yo hubiera entendido el significado. Me pregunté si sería un poco retrasado.
—Quiere una propina —tradujo Hugh en voz baja.
—Oh, por el amor de Dios —dije exasperado, pero daba la impresión de que los ojos del hombre se habían vidriado, y sólo volvieron a brillar cuando saqué dos enormes billetes húngaros. Los aceptó con aire furtivo y los ocultó en el bolsillo, pero no dijo nada que reconociera mi capitulación.
—Herr norteamericano —susurró—, sé que no sólo hubo ein hombre esta tarde. Dos hombres. Uno llega primero, hombre muy importante. Después el otro. Le veo cuando subo con una maleta a otra Zimmer. Entonces los veo. Hablan. Salen juntos.
—¿Nadie los detuvo? —repliqué irritado—. ¿Quiénes eran? ¿Eran húngaros?
El hombre no paraba de mirar alrededor de él y tuve que reprimir las ansias de estrangularle. Esa atmósfera de censura me estaba crispando los nervios. Mi expresión debía de ser de furia, porque Hugh apoyó una mano en mi brazo para tranquilizarme.
—Importante hombre, húngaro. Otro hombre, no húngaro.
—¿Cómo lo sabe?
Bajó la voz.
—Un hombre húngaro, pero hablar anglisch juntos.
No volvió a hablar, pese a mis preguntas cada vez más amenazadoras. Puesto que, al parecer, había decidido que ya me había facilitado suficiente información por los forints que le había dado, quizá no habría pronunciado ni una palabra más, de no ser por algo que pareció llamar su atención de súbito. Estaba mirando algo a mi espalda, y al cabo de un segundo yo también me volví y seguí su mirada a través de la gran vidriera de la puerta del hotel. Durante una fracción de segundo vi un semblante ansioso de ojos hundidos que había llegado a conocer demasiado bien, un rostro que pertenecía a una tumba, no a una calle. El recepcionista estaba farfullando, apretando mi brazo.
—Ahí está, con su cara de demonio… ¡El anglascher!
Emitiendo una especie de aullido me solté del recepcionista y corrí hacia la puerta. Hugh, con gran presencia de ánimo —me di cuenta después—, se apoderó de un paraguas del paragüero que había al lado del mostrador y salió tras de mí. Pese a mi impetuosidad, seguí aferrando con firmeza el maletín, lo cual me impidió correr más deprisa. Fuimos de un lado a otro, recorrimos la calle de arriba abajo, pero fue inútil. Ni siquiera había oído los pasos del hombre, y no sabía en qué dirección había huido.
Por fin me detuve para apoyarme contra un edificio y recuperar el aliento. Hugh también jadeaba.
—¿Qué ha pasado? —preguntó agotado.
—El bibliotecario —dije cuando logré articular algunas palabras—. El que nos siguió hasta Estambul. Estoy seguro de que era él.
—Santo Dios. —Hugh se secó la frente con la manga—. ¿Qué está haciendo aquí?
—Intentar apoderarse del resto de mis notas —gemí—. Puede que no me creas, pero es un vampiro, y ahora le hemos atraído hasta esta hermosa ciudad.
En realidad, dije más que eso, y Hugh debió reconocer en nuestro idioma común todas las variantes norteamericanas de la furia. Pensar en la maldición que estaba arrastrando tras de mí casi anegó mis ojos en lágrimas.
—Venga, venga —dijo Hugh en tono tranquilizador—. Aquí ya ha habido vampiros antes.
Pero tenía el rostro blanco y miraba a su alrededor con el paraguas bien sujeto.
—¡Maldita sea!
Di un puñetazo al edificio.
—Has de estar alerta —dijo Hugh sin inmutarse—. ¿Ha vuelto la señorita Rossi?
—¡Helen! —No había pensando en ella todavía, y Hugh estuvo a punto de sonreír al oír mi exclamación—. Iré a preguntar. También llamaré al profesor Bora. Escucha, Hugh, tú también has de estar alerta. Ve con cuidado, ¿de acuerdo? Te ha visto conmigo, y da la impresión de que eso no trae suerte a nadie.
—No te preocupes por mí. —Hugh estaba contemplando el paraguas con aire pensativo—. ¿Cuánto le pagaste a ese empleado?
Reí pese a mi agotamiento.
—Dos billetes grandes. ¿Te parece mucho?
—Sí, pero no se lo digas a nadie.
Nos estrechamos la mano con cordialidad y Hugh desapareció en dirección a su hotel, que no se hallaba lejos del nuestro. No me hizo gracia que se fuera solo, pero había gente en la calle que paseaba y hablaba. En cualquier caso, sabía que siempre haría las cosas a su manera. Era ese tipo de hombre.
De vuelta al vestíbulo del hotel, no vi ni rastro del aterrorizado empleado. Tal vez se debía a que su turno había terminado, pues un joven recién afeitado ocupaba su lugar detrás del mostrador de recepción. Me mostró que la llave de la habitación de Helen colgaba todavía de su gancho, por lo que supuse que debía estar aún con su tía. El joven me dejó utilizar el teléfono tras pactar con meticulosidad el coste de la llamada. El teléfono de Turgut sonó cuando probé por segunda vez. Me molestaba llamar desde el teléfono del hotel, pues sabía que podía estar pinchado, pero era la única posibilidad a aquella hora. Debía confiar en que nuestra conversación fuera demasiado peculiar para ser comprendida. Por fin, oí un chasquido en la línea y después la voz de Turgut, lejana pero jovial, que contestaba en turco.
—¡Profesor Bora! —grité—. Turgut, soy Paul, y llamo desde Budapest.
—¡Paul, querido amigo! —Pensé que nunca había oído nada más dulce que aquella voz distante y estruendosa—. Hay problemas en la línea. Dame tu número, por si acaso se corta.
El recepcionista me lo dio y se lo grité a Turgut.
—¿Cómo estás? —gritó a su vez—. ¿Le has encontrado?
—¡No! —grité—. Estamos bien, y hemos descubierto más cosas, pero ha ocurrido algo espantoso.
—¿A qué te refieres? —Percibí su consternación al otro lado de la línea—. ¿Alguno de vosotros ha resultado herido?
—No, estamos bien, pero el bibliotecario nos ha seguido hasta aquí. —Oí una retahíla de palabras que habrían podido significar alguna maldición shakesperiana, pero era imposible diferenciarlas debido a las interferencias—. ¿Qué crees que deberíamos hacer?
—Aún no lo sé. —La voz de Turgut se oía con algo más de claridad—. ¿Llevas encima siempre el equipo que te regalé?
—Sí, pero no puedo acercarme lo bastante a ese demonio para utilizarlo. Creo que hoy ha registrado mi habitación mientras estábamos en el congreso, y al parecer alguien le ayudó.
Quizá la policía estaba escuchando en ese momento. ¿Quién sabía las conclusiones a las que llegaría?
—Ve con mucho cuidado, profesor. —Turgut parecía preocupado—. No tengo ningún consejo prudente para ti, pero pronto tendré noticias, tal vez incluso antes de que vuelvas a Estambul. Me alegro de que hayas llamado esta noche. El señor Aksoy y yo hemos encontrado un nuevo documento, uno que ninguno de los dos había visto nunca. Lo encontró en el archivo de Mehmet. Este documento fue escrito por un monje de la iglesia ortodoxa oriental en 1477 y ha de ser traducido.
Había interferencias en la línea otra vez y tuve que gritar.
—¿Has dicho 1477? ¿En qué idioma está?
—No te oigo, querido muchacho —vociferó Turgut muy lejos—. Ha descargado una tormenta sobre la ciudad. Te llamaré mañana por la noche.
Una babel de voces (ignoro si eran húngaras o turcas) nos interrumpió y ahogó sus siguientes palabras. Se oyeron más chasquidos y después la línea se cortó. Colgué lentamente y me pregunté si debía volver a llamar, pero el empleado ya me estaba quitando el teléfono con expresión preocupada y anotando lo que le debía en un trozo de papel. Pagué apesadumbrado y me quedé inmóvil un momento, pues no me apetecía subir a mi nueva habitación, a la que me habían permitido llevar los útiles de afeitar y una camisa limpia. Me estaba desanimando a marchas forzadas. Había sido un día muy largo, y el reloj del vestíbulo me informó de que eran casi las once.
Todavía me habría deprimido más si un taxi no hubiera parado en aquel momento. Helen bajó y pagó al conductor, y después entró por la gran puerta. Aún no me había visto junto al mostrador, pero su expresión era seria y reservada, con una intensa melancolía que ya había observado alguna vez. Iba envuelta en un chal de lana aterciopelada negra y roja que yo nunca había visto, tal vez regalo de su tía. Suavizaba las duras líneas de su vestido y hombros y dotaba de un resplandor blanco y luminoso a su piel, incluso bajo la áspera luz del vestíbulo. Parecía una princesa, y la miré con descaro un momento antes de que ella me viera. No era tan sólo su belleza, destacada por la suave lana y el ángulo majestuoso de su barbilla, lo que me tenía encandilado. Estaba recordando una vez más, con un estremecimiento de inquietud, el retrato que Turgut guardaba en su estudio: la orgullosa cabeza, la nariz larga y recta, los grandes ojos oscuros de espesas pestañas. Quizá se debía a que estaba muy cansado, me dije, y cuando Helen me vio y sonrió, la imagen desapareció de mi mente.