Desde que la conocí —sólo la vi tres veces, y la segunda y tercera fueron breves—, he pensado muchas veces en Eva, la tía de Helen. Hay personas que permanecen grabadas en la memoria con mucha más definición tras un breve encuentro que otras a las que ves cada día durante un período largo. Tía Eva era una de esas personas, y mi memoria e imaginación han conspirado para conservarla en vívidos colores durante veinte años. Con frecuencia la he utilizado para recrear a personajes de libros o de figuras históricas. Por ejemplo, se materializó de manera automática cuando me topé con madame Merle, la agradable conspiradora de Retrato de una dama, de Henry James.
De hecho, tía Eva ha personificado a tantas mujeres formidables, agradables y sutiles en mis reflexiones que es un poco difícil para mí retrotraerme a la verdadera tal como la conocí una noche de verano de 1954 en Budapest. Sí recuerdo que Helen se precipitó en sus brazos con afecto desmesurado, mientras que tía Eva permaneció inmóvil, serena y digna, y abrazó y besó sonoramente a su sobrina en cada mejilla. Cuando Helen se volvió, ruborizada, para presentarnos, vi lágrimas brillar en los ojos de ambas mujeres.
—Eva, éste es mi colega norteamericano, de quien ya te he hablado. Paul, te presento a mi tía, Eva Orbán.
Le estreché la mano y procuré no mirarla fijamente. La señora Orbán era una mujer alta y de aspecto distinguido, de unos cincuenta y cinco años. Lo que me hipnotizó de ella fue su asombroso parecido con Helen. Podrían haber sido hermanas, una mayor y otra mucho más joven, o bien gemelas, una de las cuales había envejecido por obra de amargas experiencias, mientras que la otra se había mantenido joven y fresca como por arte de magia. Tía Eva sólo era un ápice más baja que Helen y poseía el porte elegante y enérgico de su sobrina. Cabía la posibilidad de que su rostro hubiera sido más adorable que el de su sobrina, y todavía era muy hermosa, con la misma nariz larga y recta, los pómulos pronunciados y los melancólicos ojos oscuros. El color de su pelo me intrigó hasta que comprendí que no era el natural. Era de un peculiar rojo púrpura, con un poco de blanco en las raíces. Durante nuestra estancia en Budapest vi ese color de pelo en muchas mujeres, pero aquella primera visión me sorprendió. Llevaba pequeños pendientes de oro en las orejas y un traje negro igual al de Helen, con una blusa roja debajo.
Cuando nos estrechamos la mano, tía Eva escudriñó mi cara con mucha seriedad, casi con severidad. Tal vez estaba buscando alguna debilidad de carácter de la que debiera advertir a su sobrina, pensé, y luego me reprendí. ¿Por qué iba a considerarme un pretendiente en potencia? Vi una red de finas arrugas alrededor de sus ojos y en las comisuras de sus labios, la herencia de una sonrisa sempiterna. Aquella sonrisa emergió un momento, como si no pudiera reprimirla durante mucho tiempo. No me extrañó que aquella mujer pudiera conseguir una conferencia de más en un congreso y sellos en visados en tan poco tiempo, pensé. La inteligencia que proyectaba sólo tenía parangón con su sonrisa. Al igual que los de Helen, sus dientes eran blancos y rectos, algo que no era muy común entre los húngaros, según había observado.
—Encantado de conocerla —dije—. Gracias por concederme el honor de asistir al congreso.
Tía Eva rió y apretó mi mano. Si había pensado que era tranquila y reservada un momento antes, me había engañado. Soltó una parrafada en húngaro, y yo me pregunté si se suponía que debía entender algo. Helen acudió en mi rescate al punto.
—Mi tía no habla inglés —explicó—, aunque lo entiende más de lo que quiere admitir. La gente mayor de aquí ha estudiado alemán y ruso, y a veces francés, pero el inglés lo estudia muy poca gente. Yo te traduciré lo que diga. Chsss. —Apoyó una mano cariñosa sobre el brazo de su tía, y añadió algo en húngaro—. Dice que te dé la bienvenida y espera que no te metas en líos, pues puso en pie de guerra a toda la Subsecretaría de Visados para conseguírtelo. Espera que la invites a tu conferencia, que no entenderá muy bien, pero es una cuestión de principios, y también has de satisfacer su curiosidad sobre tu universidad, cómo me conociste, si me porto como es debido en Estados Unidos y qué clase de platos cocina tu madre. Te hará otras preguntas más adelante.
Las miré a las dos estupefacto. Ambas me sonrieron, aquellas dos magníficas mujeres, y vi la ironía de Helen en la cara de su tía, aunque a Helen no le habría ido mal fijarse en la frecuencia con que su tía sonreía. No era posible engañar a alguien tan inteligente como Eva Orbán. Al fin y al cabo, me recordé, había ascendido desde una aldea de Rumanía a una posición de poder en el Gobierno húngaro.
—Procuraré satisfacer la curiosidad de tu tía —dije a Helen—. Haz el favor de explicarle que las especialidades de mi madre son la carne mechada y los macarrones a la italiana.
—Ah, carne mechada —dijo Helen. La explicación que dio a su tía suscitó una sonrisa de aprobación—. Pide que transmitas sus saludos y felicitaciones a tu madre por su estupendo hijo. —Sentí que me ruborizaba, irritado, pero prometí entregar el mensaje—. Ahora quiere llevarnos a un restaurante que te gustará mucho, sabores de la antigua Budapest.
Minutos después, los tres estábamos sentados en el asiento trasero de lo que supuse era el coche particular de tía Eva (no era un vehículo muy proletario, por cierto), y Helen me iba enseñando los monumentos interesantes, inducida por su tía. Debería decir que tía Eva jamás pronunció una palabra en inglés en el curso de nuestros tres encuentros, pero tuve la impresión de que era como una cuestión de principios (¿un protocolo antioccidental quizá?). Cuando Helen y yo hablábamos, ella parecía entenderme, al menos en parte, antes de que Helen tradujera. Era como si estuviera efectuando una declaración lingüística de que las cosas occidentales debían tratarse con cierto distanciamiento, incluso con un poco de asco, pero un individuo occidental podía ser una excelente persona, a la que se debía dispensar toda la hospitalidad húngara. Al final, me acostumbré a hablar con ella por mediación de Helen, hasta el punto de que a veces tenía la impresión de estar a punto de entender aquellas oleadas de palabras esdrújulas.
En cualquier caso, algunas comunicaciones no necesitaban intérprete. Después de otro glorioso paseo por la orilla del río, cruzamos el Széchenyi Lánchid, el Puente de las Cadenas, tal como descubrí después, un milagro de la ingeniería del siglo XIX obra de uno de los grandes embellecedores de Budapest, el conde István Széchenyi. Cuando entramos en el puente, toda la luz nocturna, reflejada en el Danubio, bañó la escena, de manera que la exquisita mole del castillo y las iglesias de Buda, adonde nos dirigíamos, adquirieron relieves dorados y marrones. El Széchenyi Lánchid es un elegante puente colgante, custodiado en cada extremo por leones couchants; dos grandes arcos de triunfo sostienen los gruesos cables de los que pende el tramo central. Mi exclamación espontánea de admiración provocó la sonrisa de tía Eva, y Helen, sentada entre nosotros, también sonrió con orgullo.
—Es una ciudad maravillosa —dije, y tía Eva me apretó el brazo como si fuera hijo suyo.
Helen me explicó que su tía quería informarme sobre la reconstrucción del puente.
—Budapest sufrió graves daños durante la guerra —dijo—. Uno de los puentes aún no ha sido reparado por completo y muchos edificios fueron destruidos. Pero este puente fue reconstruido en 1949 para celebrar ¿cómo se dice?, el centenario de su construcción, y estamos muy orgullosos de eso. Y yo en particular, porque mi tía colaboró en la organización de la reconstrucción.
Tía Eva sonrió y asintió, y después pareció recordar que no debía entender nada de lo que decíamos.
Un momento después nos internamos en un túnel que daba la impresión de correr bajo el castillo. Tía Eva nos dijo que había elegido uno de sus restaurantes favoritos, un lugar «auténticamente húngaro» en la calle József Attila. Aún me asombraban los nombres de las calles de Budapest, algunos de ellos sólo extraños o exóticos para mí, y otros, como éste, evocadores de un pasado que yo había vivido sólo en los libros. La calle József Attila era tan majestuosa como casi todo el resto de la ciudad. Ya no era el sendero embarrado flanqueado de campamentos bárbaros, donde los guerreros hunos comían sobre sus sillas de montar. El restaurante era silencioso y elegante, y el jefe de comedor salió a recibir a tía Eva y la llamó por su nombre. Parecía acostumbrada a este tipo de atenciones. A los pocos minutos estábamos instalados en la mejor mesa de la sala, donde disfrutábamos de la vista de viejos árboles y edificios antiguos, transeúntes con atuendo veraniego y pequeños coches ruidosos que atravesaban la ciudad a toda velocidad. Me recliné en el asiento con un suspiro de placer.
Tía Eva pidió por nosotros, como si lo hubiera decidido de antemano, y cuando llegaron los primeros platos, lo hicieron acompañados de un potente licor llamado pálinka, que según Helen era un destilado de albaricoques.
—Ahora tomaremos algo muy bueno con esto —me explicó tía Eva por mediación de Helen—. Lo llamamos hortobàgyi palacsinta. Son una especie de crepes rellenas de carne de ternera, un plato tradicional de los pastores de las tierras bajas de Hungría. Te gustarán.
Me gustaron, y también todos los demás platos que siguieron: el guiso de carne con verduras, el pastel de patatas, salami y huevos duros, las ensaladas, las judías verdes con cordero, el maravilloso pan de un color marrón dorado. No me había dado cuenta hasta entonces del hambre que había padecido durante nuestro largo día de viaje. También reparé en que Helen y su tía comían sin ocultar el placer que sentían, algo que ninguna mujer norteamericana habría osado hacer en público.
Sería un error dar la impresión de que sólo comimos. Mientras todos esos platos tradicionales eran engullidos, tía Eva hablaba y Helen traducía. Yo hice alguna pregunta, pero recuerdo que me pasé casi todo el rato absorbiendo tanto la comida como la información. Daba la impresión de que tía Eva tenía grabado a fuego en su mente que yo era un historiador. Tal vez hasta sospechaba mi ignorancia sobre el tema de la historia de Hungría, y quería asegurarse de que no la avergonzaría en el congreso, o quizá se sentía impelida por el patriotismo del inmigrante bien integrado. Fueran cuales fueran sus motivos, hablaba de manera brillante, y yo casi podía leer la siguiente frase en su rostro expresivo y vivaz, antes de que Helen tradujera.
Por ejemplo, cuando terminamos de brindar por la amistad entre nuestros países con el pálinka, tía Eva sazonó nuestras crepes de pastor con la descripción de los orígenes de Budapest (había sido una guarnición romana llamada Aquincum, y aún se encontraban ruinas de la época), y pintó un animado cuadro de Atila y los hunos, cuando la arrebataron a los romanos en el siglo V. De hecho, los otomanos fueron rezagados bondadosos, pensé. El guiso de carne y verduras (un plato al que Helen llamaba gulyás, aunque me aseguró con una severa mirada que no era goulash, al que los húngaros llamaban de otra manera) dio paso a una larga descripción de la invasión de la región por los magiares en el siglo IX. Mientras comíamos el pastel de patatas y salami, que sin duda era mucho mejor que la carne mechada o los macarrones a la italiana, tía Eva describió la coronación del rey Esteban I (san István, para ellos) por el Papa en el año 1000.
—Era un pagano vestido con pieles de animales —tradujo Helen—, pero fue el primer rey de Hungría y convirtió a los húngaros al cristianismo. En Budapest, verás su nombre por todas partes.
Justo cuando pensaba que no podía comer ni un bocado más, aparecieron dos camareros con bandejas de pasteles y tartaletas que no habrían estado fuera de lugar en un salón del trono austrohúngaro, todo aderezado con remolinos de chocolate o nata montada, además de tazas de café.
—Eszpresszó —explicó tía Eva. No sé cómo, encontramos sitio para todo eso—. El café tiene una historia trágica en Budapest —tradujo Helen—. Hace mucho tiempo, en 1541 para ser exactos, el invasor Solimán I invitó a uno de nuestros generales, llamado Bálint Török, a tomar una cena deliciosa con él en su tienda, y al final del ágape, mientras bebía café (fue el primer húngaro en probar café), Solimán le informó de que las mejores tropas turcas habían tomado el castillo de Buda mientras ellos cenaban. Ya podéis imaginar qué amargo debió parecerle el café.
Esta vez su sonrisa fue más triste que luminosa. Otra vez los otomanos, pensé. Qué listos eran, y crueles, una extraña mezcla de refinamiento estético y tácticas bárbaras. En 1541 ya hacía más de un siglo que dominaban Estambul. Recordar esto me dio una idea de su formidable fuerza, el poder desde el cual habían extendido sus tentáculos por toda Europa, y sólo se detuvieron a las puertas de Viena. La resistencia que les había opuesto Vlad Drácula, como muchos de sus compatriotas cristianos, había sido la lucha de un David contra un Goliat, con mucho menos éxito que David. Por otra parte, el esfuerzo de los nobles en la Europa del Este y los Balcanes, no sólo en Valaquia sino también en Hungría, Grecia y Bulgaria, por nombrar sólo unos cuantos países, había acabado a la larga con la ocupación otomana. Helen consiguió transmitir todo esto a mi cerebro, y me dejó, cuando lo reflexioné, cierta perversa admiración por Drácula. Debía saber que su desafío a las fuerzas turcas estaba condenado al fracaso a corto plazo, pero había luchado casi toda su vida por liberar su territorio de invasores.
—Era la segunda vez que los turcos ocupaban esta región. —Helen bebió su café y lo dejó sobre la mesa con un suspiro de satisfacción, como si le supiera mejor que cualquier cosa en el mundo—. János Hunyadi los venció en Belgrado en 1456. Es uno de nuestros grandes héroes, junto con el rey István y el rey Matías Corvino, quien construyó el nuevo castillo y la biblioteca de la que te he hablado. Cuando mañana a mediodía oigas repicar todas las campanas de las iglesias, recuerda que es por la victoria de Hunyadi hace siglos. Aún doblan por él cada día.
—Hunyadi —dije en tono pensativo—. Creo que lo mencionaste la otra noche. ¿Dices que la victoria fue en 1456?
Nos miramos. Cada fecha que abarcaba la vida de Drácula se había convertido en una especie de señal para nosotros.
—Se hallaba en Valaquia en aquel tiempo —dijo Helen en voz baja. Yo sabía que no se refería a Hunyadi, porque también habíamos acordado no pronunciar el nombre de Drácula en público.
Tía Eva era demasiado lista para que nuestro silencio, o una simple barrera idiomática, la engañara.
—¿Hunyadi? —preguntó, y añadió algo en húngaro.
—Mi tía quiere saber si te interesa en especial el período en que vivió Hunyadi —explicó Helen.
Yo no sabía muy bien qué decir, así que contesté que me interesaba todo lo concerniente a la historia de Europa. Este comentario mereció una mirada sutil, casi un fruncimiento de ceño, por parte de tía Eva, y me apresuré a distraerla.
—Haz el favor de preguntar a la señora Orbán si yo también puedo hacerle alguna pregunta.
—Por supuesto.
La sonrisa de Helen dio la impresión de tomar en consideración tanto mi petición como mi motivo. Cuando tradujo a su tía, la señora Orbán se volvió hacia mí con elegante cautela.
—Me estaba preguntando si lo que se dice en Occidente acerca de la actual corriente liberal en Hungría es cierto —dije.
Esta vez la cara de Helen también expresó cautela, y pensé que iba a recibir una de sus famosas patadas por debajo de la mesa, pero su tía ya estaba asintiendo e indicándole por gestos que tradujera. Después, se volvió hacia mí con una sonrisa indulgente, y su respuesta fue diplomática.
—Aquí en Hungría siempre hemos valorado nuestra forma de vida, nuestra independencia. Por eso los períodos de dominación otomana y austriaca fueron tan difíciles para nosotros. El verdadero gobierno de Hungría siempre ha servido a las necesidades de su pueblo. Cuando nuestra revolución sacó a los trabajadores de la opresión y la pobreza, estábamos afirmando nuestro modo de hacer las cosas. —Su sonrisa se ensanchó aún más, y lamenté no saber leerla mejor—. El Partido Comunista húngaro siempre está en armonía con los tiempos.
—Por tanto, ¿cree que Hungría está floreciendo bajo el Gobierno de Imre Nagy?
Desde que había llegado a la ciudad me había preguntado qué cambios había llevado al país la administración del nuevo, y sorprendentemente liberal, primer ministro, desde que había sustituido al primer ministro Rákosi, comunista de la línea dura, el año anterior, y si disfrutaba del apoyo popular que afirmaban los periódicos de nuestro país. Helen tradujo un poco nerviosa, me pareció, pero la sonrisa de tía Eva no se movió de su boca.
—Veo que está al corriente de los acontecimientos, joven.
—Siempre me ha interesado la política internacional. Creo que el estudio de la historia debería prepararnos para comprender el presente antes que para escapar de él.
—Muy sabio. Bien, pues, para satisfacer su curiosidad, le diré que Nagy goza de una gran popularidad entre nuestro pueblo, y está llevando a cabo reformas en la línea de nuestra gloriosa historia.
Tardé otro momento en comprender que tía Eva no estaba diciendo nada y otro en reflexionar sobre la estrategia diplomática que le había permitido mantener su cargo en el Gobierno durante el período controlado por los soviéticos y el de las reformas pro húngaras. Fuera cual fuera su opinión personal acerca de Nagy, él era ahora quien controlaba el Gobierno que le daba empleo. Tal vez gracias a la apertura del régimen había podido ella, una alta funcionaria del Gobierno, llevar a un estadounidense a cenar. El brillo de sus hermosos ojos oscuros podía ser de aprobación, aunque yo no estaba seguro, y mi suposición era correcta, tal como supe más adelante.
—Y ahora, amigo mío, hemos de permitirle que duerma un poco antes de su gran conferencia. Ardo en deseos de escucharle, y le daré después mi opinión —tradujo Helen.
Tía Eva me dedicó un ademán cariñoso y no pude reprimir una sonrisa. El camarero se materializó a su lado como si la hubiera oído. Hice un débil intento de pedir la cuenta, aunque ignoraba cuál era la etiqueta apropiada, e incluso si había cambiado moneda suficiente en el aeropuerto para pagar aquella estupenda cena. Si había cuenta, no obstante, desapareció antes de que la viera, y tampoco vi que nadie la pagara. Sostuve la chaqueta de tía Eva para que se la pusiera en el guardarropa, en dura refriega con el jefe de comedor, y volvimos al coche que nos aguardaba.
Al pie de aquel espléndido puente, Eva murmuró unas palabras y el chófer detuvo el coche. Bajamos y contemplamos el resplandor de Pest y las aguas oscuras y onduladas. El viento era un poco más frío que antes, acuchillaba mi cara después del aire tibio de Estambul, e intuí la inmensidad de las llanuras de Europa Central al otro lado del horizonte. Era una escena que toda mi vida había deseado ver. Apenas podía creer que estuviera mirando las luces de Budapest.
Tía Eva dijo algo en voz baja y Helen tradujo.
—Nuestra ciudad siempre será grande.
Más adelante recordé muy bien aquella frase, casi dos años después, cuando descubrí hasta qué punto estaba comprometida Eva Orbán con el nuevo Gobierno reformista: tanques soviéticos mataron a sus dos hijos adultos en una plaza pública durante el levantamiento de los estudiantes húngaros en 1956, y Eva huyó al norte de Yugoslavia, donde desapareció entre las aldeas con quince mil refugiados húngaros más, huidos del Estado títere ruso. Helen le escribió muchas veces, insistió en que nos dejara intentar traerla a Estados Unidos, pero Eva se negó incluso a solicitar la emigración. Traté otra vez, hace unos años, de encontrar su rastro, pero sin éxito. Cuando perdí a Helen, también perdí el contacto con tía Eva.