Cuando el expreso de Perpiñán hubo desaparecido por completo más allá de los árboles plateados y los tejados del pueblo, Barley se puso en acción.
—Bien, él va en el tren y nosotros no.
—Sí —dije—, y sabe exactamente dónde estamos.
—No por mucho tiempo. —Se acercó a la taquilla de los billetes, donde un anciano parecía estar durmiendo de pie, aunque pronto se recuperó, con aspecto mortificado—. El siguiente tren a Perpiñán no sale hasta mañana por la mañana —informó—. Además, no hay servicio de autobuses a una ciudad importante hasta mañana por la tarde. Sólo dan alojamiento en una granja que se halla a medio kilómetro del pueblo. Podemos dormir allí y volver andando para coger el tren de la mañana.
Podía enfadarme o ponerme a llorar.
—Barley, no puedo esperar hasta mañana por la mañana para tomar un tren a Perpiñán. Perderemos demasiado tiempo.
—Bien, pues no hay nada más —repuso él irritado—. He preguntado por taxis, coches, tractores, carritos tirados por burro, autostop… ¿Qué más quieres que haga?
Atravesamos el pueblo en silencio. La tarde ya estaba avanzada, un día caluroso y soñoliento, y todas las personas que veíamos en puertas o jardines parecían semiatontadas, como víctimas de un encantamiento. La granja, cuando llegamos, tenía fuera un letrero pintado a mano, y una mesa donde vendían huevos, queso y vino. La mujer que salió, secándose las manos en el proverbial delantal, no pareció sorprendida de vernos. Cuando Barley me presentó como su hermana, sonrió con afabilidad y no hizo preguntas, aunque no llevábamos equipaje. Barley preguntó si tenía sitio para dos personas, y ella contestó «Oui, oui», aspirando las vocales, como si estuviera hablando para sí. El corral era de tierra apelmazada, con pocas flores, algunas gallinas y una fila de cubos de plástico bajo el alero, con los establos y la casa de piedra acurrucados a su alrededor de una forma amigable y caprichosa. Podíamos cenar en el jardín que había detrás de la casa, explicó la mujer, y nuestra habitación daba a éste, pues estaba en la parte más antigua del edificio.
Seguimos a nuestra anfitriona en silencio a través de la cocina de vigas bajas, hasta entrar en una pequeña ala donde la ayudante de la cocinera tal vez habría dormido en otra época. El dormitorio contaba con dos camas individuales en paredes opuestas (lo cual me tranquilizó), así como un gran armario de madera. El cuarto de baño de al lado tenía un retrete pintado y un lavabo. Todo estaba inmaculado, las cortinas almidonadas, el antiguo bordado colgado en una pared bañado por el sol. Entré en el cuarto de baño y me mojé la cara con agua fría, mientras Barley pagaba a la mujer.
Cuando salí, me sugirió que diéramos un paseo. Antes de una hora no estaría la cena preparada. Al principio no quise abandonar los brazos protectores de la granja, pero el sendero estaba fresco bajo los árboles y paseamos junto a las ruinas de lo que debía haber sido una casa muy bonita. Barley saltó sobre la valla y yo le seguí. Las piedras se habían desmoronado, componiendo un plano de los muros originales, y la torre que aún quedaba en pie dotaba al lugar de un aspecto de grandeza pretérita. Había un poco de heno en un pajar semiabierto al aire libre, como si aún utilizaran el edificio como almacén. Una viga de buen tamaño había caído entre los pesebres de los establos.
Barley se sentó en las ruinas y me miró.
—Bien, ya veo que estás furiosa —dijo en tono provocador—. No te importa que te salve de un peligro inmediato, pero sí que estropee tus planes inmediatos.
Su grosería me dejó sin aliento por un instante.
—¿Cómo te atreves? —dije por fin, y me alejé entre las piedras. Oí que él se levantaba y me seguía.
—¿Te habría gustado quedarte en ese tren? —preguntó con voz algo más civilizada.
—Pues claro que no. —No volví la cara—. Pero tú sabes tan bien como yo que mi padre podría estar ya en Saint-Matthieu.
—Pero Drácula, o quien sea, aún no ha llegado.
—Nos lleva un día de ventaja —repliqué, y miré entre los campos. La iglesia del pueblo se elevaba por encima de una fila lejana de álamos. Todo estaba tan sereno como en un cuadro, y sólo faltaban cabras o vacas.
—En primer lugar —dijo Barley (y le odié por su tono didáctico)—, no sabemos quién iba en ese tren. Tal vez no era el malo en persona. Tiene sus acólitos, según las cartas de tu padre, ¿verdad?
—Peor aún —contesté—. Si era uno de sus esbirros, tal vez esté ya en Saint-Matthieu.
—O… —empezó Barley, pero calló. Sabía lo que había estado a punto de decir—. O quizás esté aquí, con nosotros.
—Indicamos con toda precisión dónde nos bajábamos —dije para sacarle del apuro.
—¿Quién se muestra desagradable ahora? —Barley se detuvo detrás de mí y me pasó un brazo sobre los hombros con bastante torpeza, y me di cuenta de que, al menos, había hablado como si creyera en la historia de mi padre. Las lágrimas que se habían esforzado por no brotar se liberaron y resbalaron sobre mis mejillas—. Venga, venga —dijo. Cuando apoyé la cabeza sobre su hombro, noté la camisa caliente debido al sudor y el sol. Al cabo de un momento, me separé y nos dirigimos a nuestra cena silenciosa en el jardín de la granja.
Helen no dijo nada más durante nuestro viaje de vuelta a la pensión, de modo que me contenté con mirar a los transeúntes por si distinguía alguna señal de hostilidad, y miraba a nuestro alrededor y hacia atrás de vez en cuando para ver si nos seguían. Cuando llegamos a nuestras habitaciones, mi mente se había concentrado de nuevo en la frustrante falta de información sobre cómo buscar a Rossi. ¿Cómo iba a ayudarnos una lista de libros, algunos de los cuales, por lo visto, ni siquiera existían ya?
—Ven a mi habitación —dijo Helen sin más ceremonias en cuanto llegamos a la pensión—. Hemos de hablar en privado.
Su falta de gazmoñería me habría divertido en otro momento, pero ahora su cara era tan decidida que sólo pude preguntarme qué tenía en mente. De todos modos, nadie habría podido ser menos seductor que su expresión. La cama de su habitación estaba hecha y sus pocas pertenencias ocultas a la vista. Se sentó en el antepecho de la ventana y me señaló una silla.
—Escucha —dijo, al tiempo que se quitaba los guantes y el sombrero—, he estado pensando en algo. Tengo la impresión de que hemos topado con una verdadera barrera que nos impide acceder a Rossi.
Asentí con semblante sombrío.
—Le he estado dando vueltas a eso desde hace media hora. Sin embargo, es posible que los amigos de Turgut le proporcionen alguna información.
Ella negó con la cabeza.
—Es una búsqueda inane.
—Inútil —corregí.
—Una búsqueda inútil —se corrigió ella—. Creo que hemos dejado de lado una fuente de información muy importante.
La miré fijamente.
—¿Cuál?
—Mi madre —anunció—. Tenías razón cuando me preguntaste por ella, cuando aún estábamos en Estados Unidos. He estado pensando en ella todo el día. Conoció al profesor Rossi mucho antes que tú, y yo nunca le pregunté por él, después de que me dijera que era mí padre. No sé por qué, salvo porque era un tema muy doloroso para ella. También… —Suspiró—. Mi madre es una persona muy simple. No creía que pudiera aumentar mis conocimientos sobre el trabajo de Rossi. Nunca la presioné demasiado, ni siquiera el año pasado, cuando me dijo que Rossi creía en la existencia de Drácula. Sé lo supersticiosa que es. Pero ahora me pregunto si sabe algo que pudiera ayudarnos a encontrarle.
Sus primeras palabras me habían despertado esperanzas.
—Pero ¿cómo podemos hablar con ella? ¿No dijiste que no tenía teléfono?
—No tiene.
—Entonces…
Helen apretó los guantes y dio una leve palmada sobre su rodilla.
—Tendremos que ir a verla en persona. Vive en una pequeña ciudad a las afueras de Budapest.
—¿Qué? —Ahora fui yo quien empezó a irritarse—. Ah, muy sencillo. Saltamos a un tren, tú con tu pasaporte húngaro y yo con mi pasaporte estadounidense, y nos dejamos caer a charlar sobre Drácula con tu madre.
Helen sonrió, una reacción inesperada.
—No hay motivos para que te enfades, Paul —dijo—. En Hungría tenemos un proverbio: «Si algo es imposible, significa que puede hacerse».
No tuve otro remedio que reír.
—De acuerdo —dije—. ¿Cuál es el plan? He observado que siempre tienes uno.
—Pues sí, lo tengo. —Alisó sus guantes—. De hecho, confío en que mi tía tenga un plan.
—¿Tu tía?
Helen miró por la ventana, hacia las viejas casas del otro lado de la calle. Casi había anochecido y la luz del Mediterráneo, que me gustaba cada vez más, estaba tiñendo de oro todas las superficies de la ciudad.
—Mi tía ha trabajado en el Ministerio del Interior húngaro desde 1948 y es una persona bastante importante. Conseguí la beca gracias a ella. En mi país no logras nada sin un tío o una tía. Es la hermana mayor de mi madre, y fue quien la ayudó a huir de Rumanía a Hungría, donde mi tía ya estaba viviendo, justo antes de que yo naciera. Ella y yo estamos muy unidas, y hará cualquier cosa que le pida. Al contrario que mi madre, tiene teléfono, y creo que voy a llamarla.
—¿Quieres decir que podría conseguir que tu madre se pusiera al teléfono para hablar con nosotros?
Helen gimió.
—Oh, Señor, ¿crees que podríamos hablar con ellas por teléfono de algo privado o controvertido?
—Lo siento —dije.
—No. Iremos en persona. Mi tía lo arreglará. Así podremos hablar con mi madre. Además —adoptó un tono más suave—, se alegrarán de verme. No está muy lejos de aquí, y hace dos años que no las veo.
—Bien —dije—, estoy dispuesto a hacer casi cualquier cosa por Rossi, aunque me cuesta imaginarme entrando como si tal cosa en la Hungría comunista.
—Ah —dijo Helen—. Entonces aún te costará más imaginarte entrando como si tal cosa, para utilizar tus palabras, en la Rumanía comunista.
Esta vez guardé silencio un momento.
—Lo sé —dije por fin—. Yo también lo he estado pensando. Si resulta que la tumba de Drácula no está en Estambul, ¿dónde podría estar?
Nos callamos un rato, cada uno absorto en sus pensamientos, muy lejos el uno del otro, hasta que Helen se removió.
—Preguntaré a la dueña de la pensión si nos deja llamar desde abajo —dijo—. Mi tía no tardará en llegar a casa del trabajo, y me gustaría hablar con ella cuanto antes.
—¿Puedo acompañarte? —pregunté—. Al fin y al cabo, esto también me concierne.
—Por supuesto.
Helen se puso los guantes y bajamos a acorralar a la casera en su salón. Nos costó diez minutos explicar nuestras intenciones, pero la exhibición de unas cuantas liras turcas, junto con la promesa de pagar hasta el último céntimo la llamada telefónica, facilitó las cosas. Helen se sentó en una silla y marcó un laberinto de números. Por fin vi que su cara resplandecía.
—Está sonando. —Me dirigió su hermosa y franca sonrisa—. A mi tía no le va a hacer ni un pelo de gracia —dijo. Entonces su cara cambió de nuevo, como si se pusiera en guardia—. ¿Eva? —dijo—. ¡Elena!
Escuché con atención y deduje que debía estar hablando en húngaro. Sabía al menos que el rumano era una lengua romance, y pensé que podría entender algunas palabras, pero lo que Helen decía sonaba como caballos al galope, una estampida que fui incapaz de detener con el oído ni un segundo. Me pregunté si alguna vez hablaba en rumano con su familia, o si tal vez esa faceta de sus vidas había muerto mucho tiempo antes, debido a la presión de tener que adaptarse. Su tono subía y bajaba, interrumpido a veces por una sonrisa y a veces por un leve fruncimiento del ceño. Por lo visto, su tía Eva, al otro lado de la línea, tenía muchas cosas que decir, y a veces Helen escuchaba con atención, para luego desencadenar otra vez aquel extraño retumbar de cascos de caballo silábico.
Daba la impresión de que Helen había olvidado mi presencia, pero de repente alzó la vista y me dedicó una leve sonrisa irónica y un movimiento de cabeza triunfal, como si el resultado de su conversación fuera favorable. Sonrió al auricular y colgó. Al instante, la dueña de la pensión se abalanzó sobre nosotros, al parecer preocupada por la factura del teléfono, de modo que conté a toda prisa la cantidad acordada, más una pequeña propina, y la deposité en sus manos extendidas. Helen ya estaba camino de su habitación y me hizo un gesto para que la siguiera. Consideré innecesario su secretismo, pero ¿qué sabía yo al fin y al cabo?
—Deprisa, Helen —mascullé, y me derrumbé de nuevo en la butaca—. La incertidumbre me está matando.
—Buenas noticias —dijo con calma—. Sabía que mi tía procuraría ayudarnos.
—¿Qué demonios le dijiste?
Helen sonrió.
—Bien, no he podido revelar gran cosa por teléfono, y he tenido que hacerlo con mucha formalidad, pero le he dicho que estoy en Estambul, trabajando en una investigación académica con un colega, y que necesitamos cinco días en Budapest para concluir nuestra tarea. Le he explicado que eres un profesor norteamericano y que estamos escribiendo un artículo conjunto.
—¿Sobre qué? —pregunté con cierta aprensión.
—Sobre las relaciones laborales en Europa bajo la ocupación otomana.
—No está mal. No tengo ni idea de eso.
—No pasa nada. —Helen sacudió un poco de pelusa de la rodilla de su pulcra falda negra—. Te explicaré algo sobre el tema.
—Eres digna de tu padre.
Su despreocupada erudición me recordó de repente a Rossi, y el comentario escapó de mi boca antes de pensarlo. La miré enseguida, temeroso de haberla ofendido. Me sorprendió que ésta fuera la primera vez que pensara en ella, con toda naturalidad, como la hija de Rossi, como si en algún momento que no podía concretar hubiera aceptado la idea.
Helen me sorprendió cuando mostró una expresión triste.
—Es un buen argumento para los que defienden la preponderancia de la genética sobre los factores ambientales —fue todo cuanto dijo—. En cualquier caso, Eva sonaba irritada, sobre todo cuando le dije que eras estadounidense. Sabía que se enfadaría, porque siempre cree que soy impulsiva y que corro demasiados riesgos. Es cierto, desde luego. Y también lo es que al principio tenía que parecer enfadada para que sonara convincente por teléfono.
—¿Para que sonara convincente?
—Ha de pensar en su trabajo y en su posición social. No obstante, dijo que nos arreglaría algo y que la llamara mañana por la noche. Así están las cosas. Mi tía es muy lista, de modo que no me cabe duda de que encontrará una manera. Iremos a buscar billetes de ida y vuelta de Budapest a Estambul, tal vez en avión, cuando sepamos algo más.
Suspiré. Pensé en los gastos probables y me pregunté cuánto durarían mis fondos.
—Creo que será un milagro si consigue que yo entre en Hungría y que no tengamos problemas durante la estancia —me limité a decir.
Helen rió.
—Ella hace milagros. Por eso no estoy en mi país, trabajando en el centro cultural del pueblo de mi madre.
Bajamos otra vez y, como por mutuo consenso, salimos a la calle.
—No hay gran cosa que hacer —musité—. Hemos de esperar hasta mañana para saber lo que habrán conseguido Turgut y tu tía. Debo decir que esta espera me resulta difícil. ¿Qué vamos a hacer entre tanto?
Helen pensó un momento, parada en la luz cada vez más dorada de la calle. Se había puesto de nuevo los guantes y el sombrero, pero los rayos del sol, ya en declive, arrancaban algún reflejo rojo de su cabello negro.
—Me gustaría seguir visitando la ciudad —contestó por fin—. Al fin y al cabo, es posible que no vuelva nunca. ¿Volvemos a Santa Sofía? Podríamos pasear por la zona antes de ir a cenar.
—Sí, a mí también me gustaría.
No volvimos a hablar durante nuestro paseo hasta el enorme edificio, pero a medida que nos acercábamos y veía sus cúpulas y minaretes llenar el paisaje, noté que nuestro silencio se intensificaba, como si nuestra intimidad hubiera aumentado durante la caminata. Me pregunté si Helen experimentaba la misma sensación y si ello se debía al embrujo de la gigantesca iglesia, ante cuyo tamaño nos sentíamos muy pequeños. Aún seguía meditando sobre lo que Turgut nos había dicho el día anterior: su convicción de que Drácula había dejado una estela de vampirismo en la gran ciudad.
—Helen —dije, aunque no tenía muchas ganas de romper el silencio—, ¿crees que podría estar enterrado aquí, en Estambul? Eso explicaría la angustia del sultán Mehmet después de su muerte, ¿verdad?
—¿Eh? Ah, sí. —Asintió, como si aprobara que no hubiera pronunciado el nombre en la calle—. Una idea interesante, pero ¿no se habría enterado Mehmet del hecho? ¿Y no habría descubierto Turgut algunas pruebas al respecto? Me resulta imposible creer que algo semejante pueda estar oculto en esta ciudad durante siglos.
—También cuesta creer que, de haberse enterado, Mehmet hubiera permitido que uno de sus enemigos fuera enterrado en Estambul.
Dio la impresión de que Helen le daba vueltas a la idea. Casi habíamos llegado a la gran entrada de Santa Sofía.
—Helen —dije poco a poco.
—¿Sí?
Nos detuvimos entre la gente, los turistas y peregrinos que entraban en manadas por la inmensa puerta. Me acerqué más a ella para poder hablar en voz baja, muy cerca de su oído.
—Si existe alguna posibilidad de que la tumba se encuentre aquí, eso podría significar que Rossi también está aquí.
Se volvió y escudriñó mi cara. Sus ojos brillaban y habían aparecido finas arrugas, debidas a la preocupación, en su frente.
—Eso es evidente, Paul.
—He leído en la guía que Estambul también tiene ruinas subterráneas (catacumbas, cisternas), como en Roma. Nos queda al menos un día más antes de irnos. Quizá podríamos hablar de eso con Turgut.
—No es mala idea —admitió Helen—. El palacio de los emperadores bizantinos debía tener una zona subterránea. —Casi sonrió, pero se llevó la mano al pañuelo del cuello, como si algo la preocupara en esa zona—. En cualquier caso, lo que quede del palacio debe estar invadido de espíritus malignos: emperadores que sacaron los ojos a sus primos y ese tipo de cosas. La compañía adecuada.
Como estábamos leyendo con tanta precisión los pensamientos escritos en el rostro de cada uno, e imaginábamos al unísono la extraña e inmensa búsqueda a la que nos podían conducir, al principio no miré con detenimiento la figura que, de repente, parecía estar mirándome fijamente. Además, no era un espectro alto y amenazador, sino un hombre menudo y enclenque, que no destacaba entre la multitud, apoyado en la pared de la iglesia a unos seis metros de distancia.
Entonces, estupefacto, reconocí al pequeño erudito de la barba gris, tocado con un gorro de punto, vestido con camisa y pantalones de tonos oscuros, que había aparecido en el archivo aquella mañana. Pero al instante siguiente la sorpresa fue aún mayor. El hombre había cometido el error de mirarme con tal descaro que de pronto pude ver su cara con claridad entre la muchedumbre. Desapareció en un abrir y cerrar de ojos, como un espíritu entre los alegres turistas. Eché a corre hacia él y casi tiré a Helen al suelo con la precipitación, pero fue inútil. El hombre se había desvanecido. Se había dado cuenta de que le había visto. Su rostro, la desaliñada barba y el gorro nuevo, era un rostro de mi universidad. Lo había mirado antes de que lo cubrieran con una sábana. Era el rostro del bibliotecario muerto.