Bajar, incluso de un tren moderno, en ese gran templo de viajeros, la Gare du Nord, con su elevada estructura de hierro y cristal, su belleza luminosa y aérea, equivale a entrar en París. Barley y yo bajamos del tren, bolsas en mano, y dedicamos dos minutos a asimilarlo todo. Al menos, eso fue lo que yo hice, aunque ya había estado muchas veces en la estación, que atravesaba en el curso de los viajes con mi padre. La gare devolvía el eco del sonido de los trenes al frenar, las conversaciones de la gente, pasos, silbidos, el aleteo de las palomas, el tintineo de monedas. Un anciano tocado con una boina negra pasó ante nosotros con una joven del brazo. Ella tenía el pelo rojo, muy bien peinado, llevaba lápiz de labios rosa, y por un momento imaginé que me cambiaba por ella. ¡Oh, poseer ese aspecto, ser parisina, adulta, calzar botas de tacón alto, tener pechos de verdad y llevar al lado a un artista elegante de edad avanzada! Entonces se me ocurrió que bien podía ser su padre, y me sentí muy sola.
Me volví hacia Barley, quien al parecer había estado asimilando los olores antes que los sonidos.
—Dios, qué hambre tengo —gruñó—. Ya que estamos aquí, comamos algo bueno al menos.
Se dirigió como una flecha hacia una esquina de la estación, como si se supiera el camino de memoria. Resultó que no sólo conocía el camino, sino también la mostaza y la selección de jamón cortado en finas laminillas, y no tardamos en ponernos a comer dos bocadillos de buen tamaño envueltos en papel blanco. Barley ni se tomó la molestia de sentarse en el banco que yo había encontrado.
Yo también estaba hambrienta, pero sobre todo preocupada por lo que haría a continuación. Ahora que habíamos bajado del tren, Barley podía utilizar cualquier teléfono público que se le ofreciera a la vista y encontrar una forma de llamar a Master James o a la señora Clay, o tal vez a un ejército de gendarmes que me devolverían a Amsterdam esposada. Le miré con cautela, pero el bocadillo ocultaba casi por completo su rostro. Cuando emergió de él para beber un poco de naranjada, le hablé.
—Barley, me gustaría que me hicieras un favor.
—¿Qué quieres ahora?
—No hagas ninguna llamada telefónica. No me traiciones, Barley. Iré al sur pese a quien pese. Comprenderás que no puedo volver a casa sin saber dónde está mi padre y qué le ha pasado, ¿verdad?
Él bebió con semblante serio.
—Lo comprendo.
—Por favor, Barley.
—¿Por quién me tomas?
—No lo sé —dije desconcertada—. Creía que estabas enfadado conmigo por haberme fugado y que aún pensabas que debías denunciarme.
—Piensa un poco —dijo Barley—. Si de veras estuviera enfadado, estaría camino de casa para no perderme las clases de mañana (y una buena reprimenda de James), contigo pisándome los talones. En cambio estoy aquí, obligado por la galantería y la curiosidad a acompañar a una dama al sur de Francia. ¿Crees que me iba a perder eso?
—No lo sé —repetí, pero más agradecida.
—Será mejor que preguntemos cuándo sale el próximo tren a Perpiñán —dijo Barley al tiempo que doblaba el papel del bocadillo con decisión.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté estupefacta.
—Oh, te crees tan enigmática. —Barley parecía exasperado otra vez—. ¿No te traduje todo aquel rollo de la colección de vampiros? ¿Adónde podrías ir, sino a ese monasterio de los Pirineos Orientales? ¿Te crees que no he visto un mapa de Francia? Venga, no empieces a fruncir el ceño. Tu cara se pone mucho menos traviesa.
Y nos fuimos al bureau de change cogiditos del brazo.
Cuando Turgut pronunció el nombre de Rossi con aquel inconfundible tono de familiaridad, experimenté la repentina sensación de que el mundo se tambaleaba, de que fragmentos de color y forma se desconfiguraban y formaban una visión de compleja absurdidad. Era como si estuviera viendo una película conocida y, de repente, un personaje que nunca había pertenecido a ella apareciera en la pantalla y se sumara a la acción como si tal cosa, pero sin la menor explicación.
—¿Conoce al profesor Rossi? —repitió Turgut en el mismo tono.
Yo seguía sin habla, pero Helen, por lo visto, había tomado una decisión.
—El profesor Rossi es el director de la tesis de Paul en el Departamento de Historia de nuestra universidad.
—Pero eso es increíble —dijo poco a poco Turgut.
—¿Usted le conocía? —pregunté.
—No, no llegué a conocerle en persona —dijo—. Oí hablar de él en circunstancias muy peculiares. Por favor, es una historia que debo contarles, me parece. Siéntense, amigos míos. —Hizo un gesto hospitalario, pese a su asombro. Helen y yo nos habíamos puesto en pie de un salto, pero nos acomodamos cerca de él—. Hay algo demasiado extraordinario… —Se interrumpió, y después dio la impresión de que se esforzaba por darnos una explicación—. Hace años, cuando me enamoré de este archivo, pedí al bibliotecario toda la información posible sobre él. Me dijo que no tenía memoria de que alguien más lo hubiera examinado, pero creía que su antecesor, o sea, el bibliotecario anterior, sabía algo al respecto. Fui a ver al antiguo bibliotecario.
—¿Está vivo? —pregunté con voz estrangulada.
—Oh, no, amigo mío. Lo siento. Era terriblemente viejo y murió un año después de que yo hablara con él. Pero su memoria era excelente y me dijo que había guardado bajo llave la colección porque tenía un mal presagio. Dijo que un profesor extranjero la había consultado una vez, y luego se puso muy, ¿cómo se dice?, muy preocupado y casi loco, y salió corriendo del edificio de repente. El viejo bibliotecario dijo que, unos días después de que esto sucediera, estaba sentado solo en la biblioteca trabajando un poco, levantó la vista y reparó de súbito en un hombre grande que estaba examinando los mismos documentos. Nadie había entrado y la puerta de la calle estaba cerrada con llave porque era de noche, después de las horas en que la biblioteca estaba abierta al público. No pudo entender cómo había entrado. Pensó que tal vez no había cerrado con llave la puerta, ni oído al hombre subir la escalera, aunque le parecía casi imposible. Después me dijo… —Turgut se inclinó hacia delante y bajó la voz todavía más—, me dijo que cuando se acercó a él para preguntarle qué estaba haciendo, el hombre alzó la vista y le caía un hilillo de sangre por la comisura de la boca.
Experimenté una oleada de náuseas y Helen alzó los hombros como si quisiera reprimir un escalofrío.
—Al principio el viejo bibliotecario no me quiso hablar de eso. Creo que tenía miedo de que yo creyera que estaba perdiendo la cabeza. Me dijo que aquella visión le provocó un vahído, y cuando volvió a mirar, el hombre había desaparecido, pero los documentos seguían esparcidos sobre la mesa, y al día siguiente compró esta caja sagrada en el mercado de antigüedades y guardó los documentos dentro. Cerró la caja con llave y dijo que nadie más los perturbó mientras él fue el bibliotecario. Tampoco volvió a ver al hombre extraño.
—¿Qué fue de Rossi? —pregunté.
—Bien, yo estaba decidido a seguir todas las pistas de esta historia, así que le pregunté el nombre del investigador extranjero, pero no recordaba nada, salvo que le pareció italiano. Me dijo que buscara 1930 en el registro, si quería, y mi amigo de aquí me dejó hacerlo. Encontré el nombre del profesor Rossi después de buscar un poco, y descubrí que era de Inglaterra, de Oxford. Después le escribí una carta a Oxford.
—¿Contestó?
Helen casi estaba fulminando con la mirada a Turgut.
—Sí, pero ya no estaba en Oxford. Había ido a una universidad estadounidense, la de ustedes, aunque no relacioné el nombre cuando hablamos por primera vez, y él recibió la carta pasado mucho tiempo, y luego me contestó. Me dijo que lo sentía mucho, pero no sabía nada sobre el archivo al que yo me refería y no podía ayudarme. Les enseñaré la carta en mi apartamento cuando vengan a cenar conmigo. Llegó justo antes de la guerra.
—Esto es muy raro —murmuré—. No puedo entenderlo.
—Bien, pues esto no es lo más raro —dijo Turgut en tono perentorio.
Concentró su atención en el pergamino que estaba encima de la mesa, la bibliografía, y siguió con el dedo el nombre de Rossi. Al mirarlo, reparé de nuevo en las palabras que seguían al nombre. Estaban en latín, sin duda, aunque mi latín, que se remontaba a mis dos primeros años de universidad, nunca había sido gran cosa, y ahora estaba oxidado por completo.
—¿Qué dice? ¿Sabe latín?
Para mi alivio, Turgut asintió.
—Pone: «Bartholomew Rossi, El Espíritu (el Fantasma) en el Ánfora».
La cabeza me daba vueltas.
—Pero yo conozco esta frase, me parece… Estoy seguro de que es el título de un artículo en el que ha estado trabajando esta primavera. —Callé—. Estaba. Me lo enseñó hará un mes. Versa sobre la tragedia griega y los objetos que utilizaban en ocasiones los teatros griegos como accesorios en el escenario. —Helen me estaba mirando fijamente—. Es… Estoy casi seguro de que es la obra que está escribiendo.
—Lo que es extraño, muy extraño —dijo Turgut, y ahora percibí cierto miedo en su voz—, es que he leído esta lista muchas veces y nunca había visto esta entrada. Alguien ha añadido el nombre de Rossi.
Le miré asombrado.
—Averigüe quién —dije con voz ahogada—. Hemos de saber quién ha estado manipulando estos documentos. ¿Cuándo estuvo aquí por última vez?
—Hará unas tres semanas —contestó Turgut con semblante sombrío—. Espere, por favor. Se lo preguntaré al señor Erozan. No se muevan.
En cuanto se levantó, el atento bibliotecario avanzó a su encuentro. Intercambiaron unas rápidas palabras.
—¿Qué dice? —pregunté.
—¿Por qué no se le ocurrió decírmelo antes? —gruñó Turgut—. Un hombre vino ayer y examinó el contenido de esta caja. —Siguió interrogando a su amigo, y el señor Erozan indicó la puerta—. Era ese hombre —dijo Turgut, y también señaló—. Dice que era el hombre que vino hace poco, con el que estuvo hablando.
Todos nos volvimos, horrorizados, pero ya era demasiado tarde. El hombrecillo del gorro blanco y la barba gris se había esfumado.
Barley estaba contando el dinero que llevaba en su billetero.
—Bien, tendremos que cambiar todo lo que llevo encima —dijo pesaroso—. Tengo el dinero de Master James y unas cuantas libras más de mi asignación semanal.
—Yo he traído algo —dije—. De Amsterdam, claro está. Compraré los billetes de tren, y creo que podré pagar las comidas y el alojamiento al menos durante unos días.
Me estaba preguntando si podría sufragar el apetito de Barley. Era extraño que alguien tan flaco pudiera comer tanto. Yo también era delgaducha todavía, pero no podía imaginarme devorando dos bocadillos a la velocidad de Barley. Pensaba que la preocupación por el dinero era la más acuciante hasta que llegamos al mostrador de cambio de dinero y una joven vestida con una chaqueta cruzada azul marino nos miró de arriba abajo. Barley habló con ella de tipos de cambio y al cabo de un minuto la chica descolgó el teléfono y dio media vuelta para hablar.
—¿Por qué hace eso? —susurré a Barley nerviosa.
Me miró sorprendido.
—Por algún motivo, está comprobando los tipos de cambio —me dijo—. No lo sé. ¿Qué opinas?
No podía explicarlo. Tal vez se debía a la influencia de las cartas de mi padre, pero todo se me antojaba sospechoso. Era como si ojos invisibles nos estuvieran siguiendo.
Turgut, que parecía disponer de más presencia de ánimo que yo, corrió hacía la puerta y desapareció en el pequeño vestíbulo. Regresó un segundo después sacudiendo la cabeza.
—Se ha ido —nos informó—. No vi ni rastro de él en la calle. Desapareció entre la multitud.
Dio la impresión de que el señor Erozan se disculpaba, y Turgut habló con él pasados unos segundos. Después se volvió hacia nosotros.
—¿Tienen algún motivo para pensar que los han seguido hasta aquí en el curso de su investigación?
—¿Seguido?
Tenía todos los motivos para pensarlo, pero no tenía ni idea de quién exactamente.
Turgut me miró fijamente y me acordé de la gitana que había aparecido la anoche anterior junto a nuestra mesa.
—Mi amigo el bibliotecario dice que ese hombre quería ver los documentos que hemos estado examinando y se enfadó cuando supo que estaban siendo consultados. Dice que hablaba turco, pero por su acento cree que es extranjero. Por eso pregunto si alguien les ha seguido hasta aquí. Amigos míos, vayámonos cuanto antes, pero vigilemos. Le he dicho a mi amigo que custodie los documentos y que se fije bien en ese hombre o en quienquiera que venga a mirarlos. Intentará averiguar quién es si vuelve. Quizá si nos vamos vuelva antes.
—¡Pero los mapas!
Me preocupaba dejar aquellos valiosos documentos en la caja. Además, ¿qué habíamos averiguado? Ni siquiera habíamos empezado a resolver el enigma de los tres mapas, pese a que habíamos contemplado su milagrosa realidad en la mesa de la biblioteca.
Turgut se volvió hacia el señor Erozan y dio la impresión de que una sonrisa, una señal de mutua comprensión, pasaba entre ellos.
—No se preocupe, profesor —me dijo Turgut—. He hecho copias de todas estas cosas con mi propia mano y esas copias están a salvo en mi apartamento. Además, mi amigo no permitirá que les pase nada a los originales. Pueden creerme.
Yo quería hacerlo. Helen estaba mirando con semblante inquisitivo a nuestros nuevos conocidos, y me pregunté qué deducía de todo esto.
—De acuerdo —dije.
—Vengan, amigos míos. —Turgut empezó a guardar los documentos con una ternura que yo no habría podido igualar—. Creo que hemos de hablar en privado de muchas cosas. Los llevaré a mi apartamento y allí hablaremos. También les enseñaré otros materiales que he recogido sobre este tema. No hablemos de estos asuntos en la calle. Saldremos de la manera más visible posible y —cabeceó en dirección al bibliotecario— dejaremos a nuestro mejor general en la brecha.
El señor Erozan nos estrechó la mano a todos, cerró la caja con sumo cuidado y desapareció con ella entre las estanterías situadas al fondo de la sala. Le seguí con la mirada hasta perderle de vista y después suspiré en voz alta bien a mi pesar. No podía sacudirme de encima la sensación de que el destino de Rossi seguía escondido en aquella caja, incluso, que Dios me perdone, que el propio Rossi estaba enterrado en ella y nosotros no habíamos sido capaces de rescatarle.
Después nos fuimos del edificio y nos quedamos en la escalinata a propósito unos minutos, mientras fingíamos conversar. Tenía los nervios a flor de piel y Helen estaba pálida, pero Turgut mantenía la calma.
—Si está al acecho —dijo en voz baja—, el muy cobarde sabrá que nos vamos.
Ofreció el brazo a Helen, que lo aceptó con menos renuencia de lo que yo habría imaginado, y nos alejamos por las calles abarrotadas. Era la hora de comer y estábamos rodeados por olores de carne asada y pan horneado que se mezclaban con un olor húmedo que habría podido ser de humo de carbón o de motor diésel, un olor que todavía recuerdo a veces sin previo aviso y que significa para mí el límite del mundo oriental. Ignoraba lo que sucedería a continuación, pero sabía que sería otro acertijo, al igual que este lugar. Miré a mi alrededor y contemplé los rostros de las multitudes turcas, las esbeltas agujas de los minaretes en el horizonte de cada calle, las antiguas cúpulas entre las higueras, las tiendas repletas de mercancías misteriosas. El mayor acertijo de todos tironeaba de mi corazón, que volvía a dolerme: ¿dónde estaba Rossi? ¿Estaba allí, en esa ciudad, o muy lejos? ¿Vivo, muerto, o en un estado intermedio?