21

No vimos ni rastro del bibliotecario al salir de la iglesia. Nos encaminamos hacia la biblioteca (mi corazón martilleaba, aunque Helen aparentaba frialdad), con los dos crucifijos que cogimos en el vestíbulo de la iglesia en nuestros bolsillos («Llévese un crucifijo y deje una limosna»). Para mi decepción, Helen no habló de su madre. Yo tenía la sensación de que sólo estaba cooperando momentáneamente con mi locura, de que iba a desaparecer de nuevo en cuanto llegáramos a la biblioteca, pero volvió a sorprenderme.

—Está ahí detrás —dijo en voz baja, a unas dos manzanas de la iglesia—. Le vi cuando doblamos la esquina. No mires atrás. —Reprimí una exclamación y seguimos andando—. Voy a subir a las estanterías de los últimos pisos de la biblioteca —dijo—. ¿Qué te parece el séptimo? Es la primera zona tranquila de verdad. No subas conmigo. Es más probable que me siga a mí, si voy sola, que no a ti. Eres más fuerte.

—No vas a hacer nada por el estilo —murmuré—. Conseguir información sobre Rossi es mi problema.

—Conseguir información sobre Rossi es, precisamente, mi problema —masculló en respuesta—. Haz el favor de no pensar que te estoy haciendo un favor, señor Comerciantes Holandeses.

La miré de soslayo. Me estaba acostumbrando a su humor áspero me di cuenta, y algo en la curva de su mejilla, al lado de aquella larga nariz recta, parecía casi juguetón, humorístico.

—De acuerdo. Pero te seguiré muy de cerca, y si te metes en algún lío, apareceré en una fracción de segundo para ayudarte.

Nos separamos en las puertas de la biblioteca con muestras de cordialidad.

—Buena suerte en su investigación, señor Holandés —dijo Helen, y estrechó mi mano con la suya enguantada.

—Y usted con la suya, señorita…

—Chsss —dijo ella, y se alejó.

Deambulé entre las pilas de cajones del fichero y saqué uno al azar para fingir que estaba ocupado: «Ben Hur. Benedictine». Con la cabeza agachada, aún podía ver el mostrador de préstamos. Helen estaba solicitando una hoja de permiso para consultar las estanterías, su forma alta y delgada envuelta en la chaqueta negra, dando la espalda con decisión a la larga nave de la biblioteca. Entonces vi que el bibliotecario se deslizaba con sigilo al otro lado de la nave, pegado a la otra mitad del fichero. Había llegado a la «H» cuando Helen avanzó hacia la puerta de las estanterías. Yo conocía esa puerta muy bien, la atravesaba casi a diario, y nunca antes se me había antojado amenazadora. Quedaba abierta de día, pero un guardia verificaba los permisos de entrada. Al cabo de un momento, la figura oscura de Helen había desaparecido en la escalera de hierro. El bibliotecario se demoró un minuto en la «G», y después buscó algo en el bolsillo de la chaqueta (comprendí que debía tener una identificación especial), exhibió una tarjeta y desapareció.

Corrí a la mesa de préstamos.

—Me gustaría consultar esas estanterías, por favor —dije a la encargada. Nunca la había visto (era muy lenta), y me dio la impresión de que sus manos, redondas y pequeñas, manipulaban durante una eternidad las hojas de permiso antes de entregarme una. Por fin atravesé la puerta. Apoyé con cautela un pie en la escalera y alcé la vista. Desde cada piso sólo podías ver el nivel siguiente a través de los peldaños metálicos, pero nada más. No vi ni rastro del bibliotecario, ni capté el menor sonido.

Subí al segundo piso, Economía y Sociología. El tercero también estaba desierto, a excepción de un par de estudiantes en sus cubículos. En el cuarto piso empecé a sentirme preocupado. Había demasiado silencio. Nunca habría debido permitir que Helen se ofreciera como cebo en esa misión. Recordé de repente la historia de Rossi sobre su amigo Hedges, lo cual me animó a acelerar el paso. El quinto piso (Arqueología y Antropología) estaba lleno de estudiantes que participaban en una especie de grupo de estudios, y comparaban notas sotto voce. Su presencia me alivió un poco. Nada espantoso podía suceder dos pisos más arriba. En el sexto oí pasos encima de mí, y en el séptimo (Historia) me detuve, sin saber cómo entrar en las estanterías sin delatar mi presencia.

Al menos, conocía bien ese piso. Era mi reino, y habría podido recitar de memoria el emplazamiento de cada cubículo y cada silla, cada fila de libros grandes. Al principio, Historia parecía tan silencioso como los demás pisos, pero al cabo de un momento capté una conversación apagada procedente de un rincón de las estanterías. Avancé con sigilo hacia allí, dejé atrás Babilonia y Asiria, procurando no hacer el menor ruido. Entonces oí la voz de Helen. Estaba seguro de que era la de Helen, y después una desagradable voz rasposa, que debía de ser la del bibliotecario. El corazón me dio un vuelco. Estaban en la sección medieval (ya la conocía muy bien), y me acerqué lo bastante para oír sus palabras, aunque no podía correr el riesgo de asomarme al extremo de la siguiente estantería. Daban la impresión de encontrarse al otro lado de los estantes que habían a mi derecha.

—¿Es eso cierto? —estaba preguntando Helen en tono hostil.

Sonó de nuevo la voz rasposa.

—No tiene ningún derecho a husmear en esos libros, jovencita.

—¿Esos libros? ¿No son propiedad de la biblioteca? ¿Quién es usted para confiscar libros de la biblioteca universitaria?

La voz del bibliotecario sonó irritada y plañidera al mismo tiempo.

—No ha de tocar esos libros. No son apropiados para una señorita. Devuélvalos hoy y no se hable más.

—¿Quién los desea hasta tal punto? —La voz de Helen era firme y clara—. ¿Acaso están relacionados con el profesor Rossi?

Agazapado detrás del Feudalismo inglés, no estaba seguro de si encogerme o lanzar vítores. No sabía lo que pensaba Helen de todo aquello, pero al menos estaba intrigada. Al parecer, no me consideraba loco. Y quería ayudarme, aunque sólo fuera para recabar información sobre Rossi y utilizarla para sus propios fines.

—¿El profesor qué? No sé a qué se refiere —replicó con brusquedad el bibliotecario.

—¿Sabe dónde está? —contraatacó Helen.

—Jovencita, no tengo ni idea de qué está hablando, pero necesito que devuelva esos libros, para los cuales la biblioteca tiene otros planes, o se producirán graves consecuencias para su carrera académica.

—¿Mi carrera? —se burló Helen—. No puedo devolver esos libros en este momento. Tengo que hacer un trabajo importante con ellos.

—En ese caso, tendré que obligarla a devolverlos. ¿Dónde están?

Oí un paso, como si Helen se hubiera apartado. Yo estaba a punto de doblar el extremo de la estantería y golpear a la desagradable comadreja con un infolio de las abadías cistercienses, cuando Helen jugó una nueva carta.

—Le propongo algo —dijo—. Si me dice alguna cosa sobre el profesor Rossi, tal vez le enseñe… —hizo una pausa— un pequeño mapa que vi hace poco.

El estómago me dio un vuelco. ¿El mapa? ¿En qué estaba pensando Helen? ¿Por qué proporcionaba una información tan vital? El mapa podía ser nuestra posesión más peligrosa, si el análisis efectuado por Rossi sobre su significado era cierto, y la más importante. Mi posesión más peligrosa, me corregí. ¿Me estaba traicionando Helen? Lo comprendí en un segundo: quería usar el mapa para adelantar a Rossi, completar su investigación, utilizarme para averiguar todo lo que él había averiguado y entregado a mi consideración, publicarlo, desenmascararle… Sólo tuve tiempo para esa fugaz revelación, porque enseguida el bibliotecario lanzó un rugido.

—¡El mapa! ¡Usted tiene el mapa de Rossi! ¡La mataré con tal de obtener ese mapa! —Una exclamación ahogada de Helen, después un grito y un golpe sordo—. ¡Deje eso! —chilló el bibliotecario.

Me abalancé sobre él. Su pequeña cabeza golpeó el suelo con un impacto que también hizo vibrar mis sesos. Helen se acuclilló a mi lado. Estaba muy pálida, pero serena. Estaba sosteniendo en alto el crucifijo que había cogido en la iglesia, extendido hacia el hombre, que se revolvía y escupía bajo mi peso. El bibliotecario era débil, y pude inmovilizarle más o menos durante unos minutos, por suerte para mí, porque había pasado los tres últimos años examinando frágiles documentos holandeses, no levantando pesas. Se debatió y apoyé la rodilla sobre sus piernas.

—¡Rossi! —chilló—. ¡No es justo! Yo tendría que haber ido en su lugar. ¡Me tocaba a mí! ¡Déme el mapa! Esperé tanto tiempo… ¡Veinte años de investigaciones para esto!

Empezó a sollozar, un sonido feo, lastimero. Cuando su cabeza se agitó de un lado a otro, vi la doble herida cerca del borde del cuello de su camisa, dos agujeros cubiertos de costras. Mantuve las manos alejadas de ellos lo máximo posible.

—¿Dónde está Rossi? —rugí—. Dinos ahora mismo dónde está. ¿Le atacaste?

Helen acercó más la cruz y el hombre volvió la cara hacia el otro lado, mientras se retorcía bajo mis rodillas. Era asombroso para mí, incluso en ese momento, ver el efecto del símbolo en aquel ser. ¿Era Hollywood, superstición o historia? Me pregunté cómo había podido entrar en la iglesia, pero recordé que se había mantenido alejado del altar y las capillas, y hasta de la anciana que cuidaba del altar.

—¡Yo no le toqué! ¡No sé nada de eso!

—Oh, sí, ya lo creo que sabes.

Helen se acercó un poco más a nosotros. Su expresión era feroz, pero estaba muy pálida, y observé que con la mano libre se cubría el cuello.

—¡Helen!

Debí de lanzar una exclamación en voz alta, pero ella me acalló con un ademán y fulminó con la mirada al bibliotecario.

—¿Dónde está Rossi? ¿Qué habías esperado durante años? —El hombre se encogió—. Voy a apoyarte esto en la cara —dijo, y bajó el crucifijo.

—¡No! —chilló el bibliotecario—. Se lo diré. Rossi no quería ir. Yo sí. No fue justo. ¡Se llevó a Rossi en lugar de a mí! Se lo llevó por la fuerza. Yo habría ido por mi propia voluntad para servirle, para ayudarle, para catalogar…

De pronto, cerró la boca.

—¿Qué? —Le di un leve golpe contra el suelo para advertirle—. ¿Quién se llevó a Rossi? ¿Le oculta en algún sitio?

Helen sostuvo el crucifijo delante de su nariz, y el hombre se puso a sollozar de nuevo.

—Mi amo —lloriqueó. Helen, a mi lado, respiró hondo y se meció hacia atrás, como si las palabras la hubieran obligado a retroceder.

—¿Quién es tu amo? —Hundí la rodilla en su pierna—. ¿Adónde llevó a Rossi?

Los ojos de la comadreja echaban chispas. Era una visión terrible: la contorsión, las facciones humanas normales convertidas en un horrible jeroglífico.

—¡Donde tendría que haberme llevado a mí! ¡A la tumba!

Tal vez había aflojado mi presa, o quizá su confesión le dotó de nuevas fuerzas, como aterrorizado de ella, comprendí más tarde. En cualquier caso, consiguió liberar de pronto una mano, giró en redondo como un escorpión y dobló hacia atrás la muñeca de la mano con la que lo sujetaba por los hombros. El dolor fue insoportable y retiré la mano, enfurecido. Desapareció antes de que yo pudiera comprender lo sucedido, y le perseguí escaleras abajo, dejando atrás el seminario de estudiantes y los reinos silenciosos de conocimiento. Pero me estorbaba el maletín, que aún asía en la mano. Incluso en el primer momento de la persecución, comprendí, no había querido soltarlo. O arrojarlo a Helen. Ella le había hablado del mapa. Era una traidora. Y él la había mordido, aunque sólo por un instante. ¿Estaría contaminada?

Por primera y última vez atravesé corriendo la nave silenciosa de la biblioteca en lugar de hacerlo andando, viendo tan sólo a medias los rostros atónitos que se volvían hacia mí. Ni rastro del bibliotecario. Podía haberse escondido en cualquier zona apartada, comprendí desesperado, en cualquier mazmorra de catalogación o en el armario de los artículos de limpieza. Abrí la pesada puerta principal, una abertura practicada en las grandes puertas dobles de estilo gótico, que nunca estaban abiertas del todo. Entonces paré en seco. El sol de la tarde me cegó como si yo también hubiera estado viviendo en un mundo subterráneo, una cueva infestada de murciélagos y roedores. En la calle, delante de la biblioteca, se habían detenido varios coches. De hecho, el tráfico estaba parado, y una muchacha con uniforme de camarera estaba llorando en la acera y señalaba algo. Alguien estaba gritando, y había un par de hombres arrodillados junto a una de las ruedas delanteras de uno de los coches parados. Las piernas del bibliotecario sobresalían por debajo del coche, torcidas en un ángulo imposible. Tenía un brazo alzado por encima de su cabeza. Estaba tumbado cabeza abajo sobre el pavimento, en un pequeño charco de sangre, dormido para siempre.