Aquella noche —dijo mi padre—, cuando Rossi me dio el paquete de papeles, le dejé sonriente en la puerta de su despacho, y cuando di media vuelta, me embargó la sensación de que tal vez habría debido volver para hablar con él un poco más. Sabía que sólo era el resultado de nuestra extraña conversación, la más extraña de mi vida, y desdeñé la ocurrencia al instante. Pasaron otros dos estudiantes de nuestro departamento, enfrascados en su conversación, saludaron a Rossi antes de que éste cerrara su puerta, y bajaron la escalera a buen paso detrás de mí. La animada conversación me dio la sensación de que la vida continuaba como de costumbre, pero aún me sentía inquieto. Mi libro, adornado con el dragón, era una presencia candente en mi maletín, y ahora Rossi había añadido el paquete de notas cerrado. Me pregunté si debería examinarlas aquella misma noche, sentado solo a la mesa de mi diminuto apartamento. Estaba agotado. Pensé que sería incapaz de enfrentarme a su contenido.
También sospechaba que la luz del día, a la mañana siguiente, me devolvería la confianza y la razón. Tal vez ni siquiera me creería la historia de Rossi cuando despertara, si bien estaba seguro de que me atormentaría tanto si la creía como si no. ¿Y cómo?, me pregunté al pasar bajo las ventanas de Rossi y alzar la vista de manera involuntaria hacia su lámpara, que todavía brillaba, ¿cómo no iba a creer al director de mi tesis en algo relacionado con su especialidad? ¿Acaso no significaría eso poner en duda todo el trabajo que habíamos hecho juntos? Pensé en los primeros capítulos de mi tesis, que descansaban formando columnas de hojas pulcramente mecanografiadas sobre mi escritorio, y me estremecí. Si no creía la historia de Rossi, ¿podríamos seguir trabajando juntos? ¿Debería suponer que estaba loco?
Tal vez debido a que no podía apartar a Rossi de mi mente, cuando pasé por debajo de sus ventanas fui muy consciente de que su lámpara seguía brillando. En cualquier caso, estaba pisando la isleta iluminada que proyectaba la luz de la lámpara contra el pavimento de la calle que conducía a mi barrio, cuando ésta se desvaneció literalmente bajo mis pies. Ocurrió en una fracción de segundo, pero un estremecimiento de horror me recorrió de pies a cabeza. En un momento dado estaba absorto en mis pensamientos, pisando la isleta iluminada que la lámpara arrojaba sobre el pavimento, y al siguiente estaba petrificado. Había reparado en dos cosas casi al mismo tiempo. Una era que nunca había visto esta luz sobre esa zona de pavimento, entre los edificios de aulas góticos, pese a que había pasado por la calle quizás un millar de veces. Nunca la había visto porque nunca había sido visible. Ahora lo era porque todas las farolas de la calle se habían apagado de repente. Estaba solo en la calle, y el único sonido que persistía era mi último paso. A excepción de aquellos fragmentos luminosos procedentes del estudio donde habíamos estado sentados diez minutos antes, la calle estaba a oscuras.
Mi segundo descubrimiento, si es que en realidad puede hablarse de un segundo descubrimiento, se abatió sobre mí como una parálisis cuando me detuve. Digo que se abatió porque así fue como lo percibió mi vista, no mi razón o mi instinto. En aquel momento, paralizado como estaba, la luz cálida procedente de la ventana de mi mentor se apagó. Quizá pienses que es de lo más normal: la jornada laborable termina y el último profesor que abandona el edificio apaga las lámparas, dejando a oscuras una calle cuyas farolas han fallado momentáneamente. Pero el efecto no fue así. No tuve la sensación de que habían apagado una lámpara de mesa normal próxima a una ventana. Fue como si algo se precipitara sobre la ventana desde detrás de mí y ocultara la fuente de luz. Después la calle quedó por completo a oscuras.
Por un momento me quedé sin aliento. Me volví, aterrorizado, y vi las ventanas a oscuras, casi invisibles sobre la calle también a oscuras, y corrí hacia ellas guiado por un impulso. La puerta por la que había salido estaba cerrada con llave. No brillaban más luces en la fachada en el edificio. A esta hora, debía ser normal que hubieran cerrado la puerta tras salir el último visitante. Estaba sopesando la posibilidad de correr hacia alguna de las demás puertas, cuando las farolas se encendieron de nuevo, y me sentí avergonzado. No vi ni rastro de los dos estudiantes que habían salido detrás de mí. Pensé que debían haberse marchado en otra dirección.
Pero ahora desfilaba otro grupo de estudiantes, riendo. La calle ya no estaba desierta. ¿Y si Rossi salía de un momento a otro, como sin duda haría después de apagar las luces y cerrar con llave la puerta de su despacho, y me encontraba allí esperando? Había dicho que no quería seguir hablando de lo que habíamos hablado. ¿Cómo podría explicarle mis temores irracionales, en el umbral de la puerta, cuando había dejado caer un telón sobre el tema, sobre todos los temas morbosos, tal vez? Di media vuelta, avergonzado, antes de que me sorprendiera, y corrí a casa. Dejé el sobre sin abrir en mi maletín y dormí (aunque no muy bien) toda la noche.
Estuve ocupado los dos días siguientes y no me permití pensar en los papeles de Rossi. De hecho, aparté de mi mente categóricamente todo tema esotérico. Por consiguiente, me pilló por sorpresa que un compañero de mi departamento me parara en la biblioteca, ya avanzada la tarde del segundo día.
—¿Te has enterado de lo de Rossi? —preguntó, al tiempo que agarraba mi brazo y me obligaba a girar en redondo—. ¡Espera, Paolo!
Sí, lo has adivinado. Era Massimo. Ya era grande y vocinglero de estudiante, tal vez más vocinglero que ahora. Lo cogí por el brazo.
—¿Rossi? ¿Qué? ¿Qué le ha pasado?
—Ha desaparecido. La policía está registrando su despacho.
Corrí sin parar hasta el edificio, que ahora parecía vulgar, brumoso por dentro debido al sol del atardecer y abarrotado de estudiantes que salían de las aulas. En el segundo piso, delante del despacho de Rossi, un policía de la ciudad estaba hablando con el jefe del departamento y varios hombres que yo no había visto nunca. Cuando llegué, dos hombres con chaquetas oscuras estaban saliendo del estudio del profesor. Cerraron la puerta con firmeza a sus espaldas y se encaminaron hacia la escalera y las aulas. Me abrí paso y hablé con el policía.
—¿Dónde está el profesor Rossi? ¿Qué le ha pasado?
—¿Le conoces? —preguntó el policía, mientras me miraba de arriba abajo.
—Es el director de mi tesis. Estuve aquí hace dos noches. ¿Quién dice que ha desaparecido?
El jefe del departamento avanzó y estrechó mi mano.
—¿Sabes algo de esto? Su ama de llaves telefoneó a mediodía para avisar de que no había vuelto a casa anoche, ni la noche anterior. No llamó para que le sirviera la cena ni el desayuno. La mujer dice que nunca lo había hecho. Dejó de acudir a una reunión del departamento esta tarde sin telefonear antes, cosa que tampoco había hecho nunca. Un estudiante vino a comentar que su despacho estaba cerrado con llave, cuando habían concertado una cita en horas de tutoría, y que Rossi no había hecho acto de aparición. Hoy no dio su clase, y al final he ordenado que abrieran la puerta.
—¿Estaba dentro?
Intenté no jadear en busca de aliento.
—No.
Me precipité hacia la puerta de Rossi, pero el policía me retuvo por el brazo.
—No tan deprisa —dijo—. ¿Dices que estuviste aquí hace dos noches?
—Sí.
—¿Cuándo le viste por última vez?
—A eso de las ocho y media.
—¿Viste a alguien más por aquí?
Pensé.
—Sí, a dos estudiantes del departamento. Bertrand y Elias, me parece. Salieron al mismo tiempo que yo.
—Bien. Comprueba eso —dijo el policía a uno de los hombres—. ¿Notaste algo raro en el comportamiento del profesor Rossi?
¿Qué podía decir? Sí, la verdad. Me dijo que los vampiros eran reales, que el conde Drácula camina entre nosotros, que tal vez yo había heredado una maldición por culpa de sus investigaciones, y entonces me pareció que un gigante ocultaba la luz de su lámpara…
—No —contesté—. Nos reunimos para hablar de mi tesis y estuvimos charlando hasta las ocho y media.
—¿Os fuisteis juntos?
—No. Yo fui el primero en irme, él me acompañó hasta el vestíbulo, y después volvió a entrar en su despacho.
—¿Viste algo o a alguien sospechoso en las cercanías del edificio cuando te fuiste? ¿Oíste algo?
Vacilé algo.
—No, nada. Bien, hubo un breve apagón en la calle. Las farolas se apagaron.
—Sí, ya nos han informado. Pero ¿no viste ni oíste nada anormal?
—No.
—Hasta el momento, eres la última persona que vio al profesor Rossi —insistió el policía—. Piensa bien. Cuando estuviste con él, ¿dijo o hizo algo raro? ¿Habló de depresión, suicidio, cosas por el estilo? ¿Habló de marcharse, de hacer un viaje?
—No, nada por el estilo —dije con sinceridad. El policía me miró con suspicacia.
—Necesito tu nombre y dirección. —Lo anotó todo y se volvió hacia el jefe del departamento—. ¿Puede dar garantías de este joven?
—Es quien dice que es, desde luego.
—De acuerdo —me dijo el policía—. Quiero que entres conmigo y me digas si ves algo extraño. Sobre todo, algo diferente de hace dos noches. No toques nada. La verdad es que la mayoría de estos casos resultan bastante predecibles, urgencias familiares o colapsos nerviosos no demasiado graves. Es probable que reaparezca dentro de uno o dos días. Lo he visto muchas veces. Pero habiendo sangre en el escritorio no queremos arriesgarnos.
¿Sangre en el escritorio? Sentí que mis piernas flaqueaban, pero me obligué a caminar poco a poco detrás del policía. La habitación tenía el mismo aspecto que las docenas de veces anteriores que la había visto a la luz del día: pulcra, agradable, los muebles dispuestos en plan acogedor, libros y papeles formando pilas exactas sobre las mesas y el escritorio. Me acerqué más. En el escritorio, sobre el papel secante de Rossi, había una mancha oscura. El policía apoyó una mano firme sobre mi hombro.
—La pérdida de sangre no fue suficiente para causar la muerte —dijo—. Tal vez una hemorragia nasal, o de algún otro tipo. ¿Viste si le sangraba la nariz al profesor Rossi cuando estuviste con él? ¿Te pareció enfermo aquella noche?
—No —contesté—. Nunca le vi… sangrar, y nunca me hablaba de su salud.
Comprendí de pronto, con apabullante claridad, que había hablado de nuestras conversaciones en pasado, como si hubieran terminado para siempre. Sentí un nudo de emoción en la garganta cuando pensé en Rossi despidiéndome risueño en la puerta. ¿Se habría hecho un corte de alguna manera, quizás a propósito, en un momento de inestabilidad, para luego salir corriendo de la habitación y cerrarla con llave? Traté de imaginarle desvariando en un parque, quizá muerto de frío y hambriento, o subiendo a un autobús hacia un destino elegido al azar. Nada de eso encajaba. Rossi era una estructura sólida, el hombre más frío y cuerdo que había conocido.
—Mira con mucho detenimiento.
El policía soltó mi hombro. Me estaba mirando fijamente, e intuí que el jefe del departamento y los demás estaban acechando detrás de la puerta. Se me ocurrió que, hasta que se demostrara lo contrario, yo sería uno de los sospechosos en caso de que hubieran asesinado a Rossi. Pero Bertrand y Elias responderían por mí, como yo por ellos. Miré todo cuanto contenía la habitación. Fue un ejercicio frustrante. Todo era real, normal, sólido, y Rossi había desaparecido por completo de aquel entorno.
—No —dije por fin—. No veo nada diferente.
—De acuerdo. —El policía me hizo volver hacia las ventanas—. Mira hacia arriba.
Muy por encima del escritorio, en el techo de yeso blanco, una mancha oscura de unos doce centímetros de largo parecía avanzar de costado, como si apuntara hacia algo en el exterior.
—Eso también parece sangre. No te preocupes. Puede que sea del profesor Rossi, o no. El techo es demasiado alto para que una persona lo alcance con facilidad, aunque sea con un taburete. Lo analizaremos todo. Ahora, piensa. ¿Rossi comentó algo aquella noche acerca de que hubiera entrado un pájaro? ¿Oíste algún ruido cuando te marchaste, como si algo quisiera entrar? ¿Te acuerdas de si estaba abierta la ventana?
—No —dije—. El profesor no habló de nada parecido. Además, las ventanas estaban cerradas, estoy seguro.
No podía apartar los ojos de la mancha. Experimentaba la sensación de que, si me fijaba bien, tal vez leyera algo en su horrible forma jeroglífica.
—Hemos tenido aves en este edificio alguna vez —colaboró el jefe del departamento a nuestra espalda—. Palomas. De vez en cuando, se cuelan por las claraboyas.
—Ésa es una posibilidad —dijo el policía—. Aunque no hemos encontrado deyecciones, es una posibilidad.
—O murciélagos —siguió el jefe del departamento—. Podrían ser murciélagos. Es muy probable que haya todo tipo de cosas vivas en este edificio.
—Bien, ésa es otra posibilidad, sobre todo si Rossi intentó ahuyentar algo con una escoba o un paraguas y se hizo daño —sugirió un profesor desde el umbral de la puerta.
—¿Alguna vez viste algo parecido a un murciélago o un pájaro aquí? —me volvió a preguntar el policía.
Me costó unos segundos formar la sencilla palabra y expulsarla de mis labios resecos.
—No —dije, pero apenas me enteré de la pregunta. Mis ojos se habían fijado por fin en el extremo interior de la mancha oscura, y en lo que parecía desprenderse de ella. En el último estante de la librería de Rossi, en su fila de «fracasos», faltaba un libro. Una estrecha hendidura negra se abría entre los lomos, en el punto en que el profesor había devuelto el misterioso libro dos noches antes.
Mis colegas salieron conmigo de la habitación, me daban palmaditas en la espalda y decían que no me preocupara. Debía estar blanco como el papel, Me volví hacia el policía, que estaba cerrando con llave la puerta a nuestras espaldas.
—¿Existe alguna probabilidad de que el profesor Rossi esté en algún hospital, si se cortó o alguien le hirió?
El agente meneó la cabeza.
—Nos hemos puesto en contacto con los hospitales y de momento no hay ni rastro de él. ¿Por qué? ¿Crees que pudo hacerse daño? Dijiste que no parecía deprimido ni albergaba ideas suicidas.
—Desde luego que no.
Respiré hondo y me serené. El techo parecía demasiado alto para que un corte en la muñeca lo pudiera haber manchado. Un triste consuelo.
—Bien, vayámonos todos.
Se volvió hacia el jefe del departamento y se alejaron para conversar en voz baja. La gente parada alrededor de la puerta del despacho empezó a dispersarse, y yo me adelanté a ellos. Necesitaba antes que nada un lugar tranquilo donde sentarme.
Los últimos rayos del sol de la tarde primaveral estaban calentando todavía mi banco favorito de la nave de la vieja biblioteca universitaria. A mi alrededor, tres o cuatro estudiantes leían o hablaban en voz baja, y noté que la calma familiar de aquel refugio cultural impregnaba mis huesos. La gran sala de la biblioteca estaba perforada por vitrales, algunos de los cuales daban a salas de lectura y corredores y patios similares a los de un claustro, así que podía ver a gente moviéndose dentro o fuera, o estudiando ante grandes mesas de roble. Era el final de un día normal. El sol no tardaría en abandonar las losas de piedra que yo pisaba, y sumiría al mundo en el crepúsculo, lo cual señalaría que habían transcurrido cuarenta y ocho horas desde la última vez que había hablado con mi mentor. De momento, el estudio y la actividad prevalecían en la biblioteca, rechazando los límites de la oscuridad.
Debería decirte que, cuando estudiaba en aquel tiempo, me gustaba estar a solas por completo, sin ser molestado, en un silencio monástico. Ya he descrito los cubículos de estudio en los que trabajaba con asiduidad, en la parte alta de las estanterías de la biblioteca, donde tenía mi propio nicho y donde había encontrado aquel libro siniestro que había cambiado mi vida e ideas casi de la noche a la mañana. Dos días antes, a esta misma hora, había estado estudiando aquí solo ocupado y sin miedo, a punto de recoger mis libros sobre Holanda y correr hacia una agradable velada con mi mentor. No había pensado en otra cosa que en lo que Heller y Herbert habían escrito sobre la historia económica de Utrecht el año anterior, y en cómo podría refutarlo en un artículo, tal vez un artículo pergeñado a partir de uno de los capítulos de mi tesis.
De hecho, si había imaginado algún fragmento del pasado, eran esos inocentes y algo codiciosos holandeses debatiendo los pequeños problemas de su gremio, o de pie, con los brazos en jarras, en portales elevados sobre los canales, mirando cómo alzaban hasta el último piso de sus casas provistas de almacén una nueva caja de mercancías. Si había tenido alguna visión del pasado, sólo había visto sus rostros rubicundos y curtidos por la intemperie, las cejas espesas, las manos hábiles, oído el crujido de sus excelentes barcos, percibido el olor de las especias, el alquitrán y las aguas residuales del muelle, y disfrutado del sólido ingenio de su forma de comprar y regatear.
Pero, por lo visto, la historia podía ser algo muy diferente, una salpicadura de sangre cuya agonía no se desvanecía de la noche a la mañana ni con el transcurso de los siglos. Y hoy mis estudios iban a ser de una nueva clase, nueva para mí, pero no para Rossi y para tantos otros que habían elegido su camino entre la misma maleza oscura. Deseaba iniciar este nuevo tipo de investigación entre los alegres murmullos y ruidos de la sala principal, no en las estanterías silenciosas con sus pisadas ocasionales sobre lejanas escaleras. Quería abrir la siguiente fase de mi vida como historiador bajo los ojos ingenuos de jóvenes antropólogos, bibliotecarios canosos, adolescentes que pensaban en partidos de squash o zapatos blancos nuevos, estudiantes sonrientes e inofensivos profesores eméritos lunáticos, el tráfico habitual de la noche universitaria. Miré una vez más la bulliciosa sala, los retazos de luz solar que desaparecían a toda prisa, la incesante actividad de las puertas de la entrada principal, que se abrían y cerraban sobre goznes de bronce. Después recogí mi sobado maletín, lo abrí y extraje un grueso sobre oscuro, que tenía una leyenda escrita por Rossi: RESERVAR PARA EL SIGUIENTE.
¿El siguiente? No lo había mirado con atención dos noches antes. ¿Se refería a reservar la información guardada para la siguiente vez que atacara este proyecto, esta fortaleza oscura? ¿O era yo el «siguiente»? ¿Era una prueba de su locura?
Dentro del sobre abierto vi una pila de papeles de diferentes gramajes y tamaños, muchos desteñidos y en mal estado debido a la antigüedad. Había hojas de papel cebolla impresas con apretadas líneas mecanografiadas. Una gran cantidad de material. Tendría que clasificarlo, decidí. Me acerqué a la mesa de color miel más cercana, contigua al fichero. Aún había mucha gente a mi alrededor, pero eché una mirada supersticiosa por encima del hombro antes de sacar los documentos y colocarlos sobre la mesa.
Había manejado algunos manuscritos de Tomás Moro dos años antes, y algunas cartas de Hans Albrecht de Amsterdam, y en fechas más recientes había ayudado a catalogar una colección de libros de contabilidad flamencos de la década de 1680. Como historiador, sabía que el orden de cualquier hallazgo archivístico es una parte importante de la lección que imparte. Saqué papel y lápiz, e hice una lista del orden de los materiales a medida que los retiraba. El primer documento, el de encima de todo, lo formaban las hojas de papel cebolla. Como ya dije, estaban mecanografiadas de la manera más pulcra posible, como si fuesen cartas.
El segundo documento era un mapa, dibujado a mano con torpe pulcritud. Ya se estaba descolorando, y las marcas y nombres de lugares destacaban poco en un grueso papel de cuaderno, de aspecto extranjero, arrancado sin duda de alguna vieja libreta. A continuación había dos mapas similares. Después venían tres páginas de notas dispersas escritas a mano, con tinta y muy legibles a primera vista. Luego había un folleto ilustrado que invitaba a los turistas a la «Rumanía romántica» en inglés, que debido a sus adornos art déco parecía un producto de las décadas de 1920 o 1930. Después, dos recibos de un hotel y de las comidas tomadas en él. De Estambul, para ser preciso. Luego un antiguo mapa de carreteras de los Balcanes, impreso de manera deficiente a dos colores. El último objeto era un pequeño sobre color marfil, cerrado y sin inscripción alguna. Lo dejé a un lado heroicamente, sin tocar la solapa.
Eso fue todo. Di la vuelta al sobre marrón, hasta lo sacudí, de modo que ni siquiera una mosca muerta habría pasado desapercibida. Mientras lo estaba haciendo, de repente (y por primera vez) experimenté una sensación que me acompañaría durante todos los posteriores esfuerzos que se me exigieron: sentí la presencia de Rossi, su orgullo por mi minuciosidad, algo así como si su espíritu viviera y me hablara por mediación de los meticulosos métodos que él me había enseñado. Sabía que, como investigador, trabajaba con celeridad, pero también que no desdeñaba ni rechazaba nada, ni un solo documento, ni un archivo, por más lejos que estuviera, y desde luego ninguna idea, por impopular que fuera entre sus colegas. Su desaparición, y su necesidad de mí, pensé desatinadamente, nos habían convertido casi en iguales. También intuí que me había estado prometiendo este desenlace, esta igualdad, desde el primer momento, y aguardaba el momento en que yo lo alcanzaría.
Ahora tenía ya todos los objetos diseminados sobre la mesa ante mí. Empecé con las cartas, aquellas largas y densas epístolas mecanografiadas en papel cebolla, con pocas erratas y pocas correcciones. Había una copia de cada, y daba la impresión de que ya estaban en orden cronológico. Todas estaban fechadas en diciembre de 1930, hacía más de veinte años. Cada una llevaba el encabezamiento TRINITY COLLEGE, OXFORD, sin más detalles sobre la dirección. Examiné la primera carta. Contaba la historia del descubrimiento del misterioso libro, y de la investigación inicial en Oxford. La carta estaba firmada: «Le acompaña en su aflicción, Bartholomew Rossi». Y comenzaba (sujeté la hoja de papel cebolla con firmeza, incluso cuando me empezó a temblar un poco la mano), en tono afectuoso: «Mi querido y desventurado sucesor…».
Mi padre calló de repente, y el temblor de su voz me impelió a efectuar una retirada táctica antes de que se obligara a seguir hablando. Por un mutuo acuerdo no verbalizado, recogimos nuestras chaquetas y atravesamos la pequeña piazza, y fingimos que la fachada de la iglesia aún conservaba cierto interés para nosotros.