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Como ya sabes —dijo mi padre—, antes de que tú nacieras yo daba clases en una universidad de Estados Unidos. Antes de eso, estudié durante muchos años para llegar a ser profesor. Al principio pensé en estudiar literatura. Después, sin embargo, me di cuenta de que me gustaban más las historias verdaderas que las imaginarias. Todas las historias literarias que leí me condujeron a una especie de exploración de la historia. Al final me entregué a ello. Y estoy muy contento de que la historia te guste a ti también.

Una noche de primavera, cuando todavía era estudiante, estaba en mi cubículo de la biblioteca de la universidad, solo, a una hora ya avanzada, entre hileras e hileras de libros. Levanté la vista de mi trabajo y me di cuenta de repente de que alguien había dejado un libro, cuyo lomo nunca había visto, entre mis libros de texto, que descansaban sobre un estante encima de mi escritorio. El lomo de este nuevo libro plasmaba un pequeño dragón muy elegante, verde sobre piel clara.

No recordaba haber visto el libro, ni allí ni en ninguna otra parte, de manera que lo bajé y examiné sin pensarlo dos veces. Estaba encuadernado en piel suave y descolorida, y las páginas del interior parecían muy antiguas. Se abrió con facilidad por el centro exacto. Ambas páginas estaban ocupadas por la xilografía de un dragón con las alas desplegadas y una larga cola enroscada, una bestia rabiosa y enfurecida, con las garras extendidas. De las garras del dragón colgaba una bandera con una sola palabra en letras góticas: DRAKULYA.

Reconocí la palabra al instante y pensé en la novela de Bram Stoker, que aún no había leído, y en aquellas noches en el cine de mi infancia, con Bela Lugosi al acecho del blanco cuello de alguna estrella en ciernes. Pero la ortografía de la palabra era rara, y el libro muy viejo. Además, yo era un estudioso, muy interesado en la historia de Europa, y después de contemplarla unos segundos, recordé algo que había leído. El nombre procedía de la raíz latina de «dragón» o «demonio», el título honorario de Vlad Tepes, el «Empalador», de Valaquia, un señor feudal de los Cárpatos que torturó a sus súbditos y a sus prisioneros de guerra de las formas más crueles imaginables. Yo estaba estudiando el comercio en la Amsterdam del siglo XVII, de modo que no se me ocurrió ningún motivo para que un libro sobre ese tema estuviera mezclado con los míos, y decidí que lo habrían dejado allí sin querer, tal vez alguien que estaba trabajando en la historia de la Europa Central, o en símbolos feudales.

Pasé el resto de las páginas (cuando manejas libros todo el día, cada uno supone un nuevo amigo y una tentación). Comprobé con sorpresa que las demás, todas aquellas hermosas hojas antiguas de color marfil, estaban en blanco. No había ni la página del título, ni la menor información sobre dónde o cuándo se había impreso el libro, ni mapas, guardas o más ilustraciones. No vi pie de imprenta, ni ficha, sello o etiqueta de la biblioteca.

Después de mirar el libro unos minutos más, lo dejé sobre la mesa y bajé al primer piso, al fichero. Había, en efecto, una ficha temática sobre «Vlad III (“Tepes”) de Valaquia, 1431-1476. Véase también Valaquia, Transilvania y Drácula». Pensé que debía consultar un mapa ante todo; rápidamente descubrí que Valaquia y Transilvania eran dos antiguas regiones situadas en lo que ahora es Rumanía. Transilvania parecía más montañosa, y Valaquia la rodeaba por el sudoeste. En las estanterías encontré lo que parecía ser la única fuente informativa de primera mano que había en la biblioteca sobre el tema, una extraña y breve traducción inglesa de la década de 1890 de unos folletos sobre «Drakula». Los folletos originales habían sido impresos en Núremberg en las décadas de 1470 y 1480, algunos de ellos antes de la muerte de Vlad. La mención de Núremberg me produjo un escalofrío Unos pocos años antes había seguido muy de cerca los juicios de los líderes nazis. Por un año no pude servir en la guerra antes de su finalización, por ser demasiado joven, y había estudiado sus consecuencias con el fervor de los excluidos. El volumen que recopilaba los folletos tenía una ilustración de portada, una tosca xilografía de la cabeza y los hombros de un hombre, un hombre con cuello de toro, ojos oscuros y hundidos, largo bigote, con un gorro provisto de una pluma. La imagen era sorprendentemente realista, teniendo en cuenta el primitivo medio.

Sabía que debía ponerme a trabajar, pero no pude evitar leer el principio de uno de los folletos. Era una lista de algunos de los crímenes cometidos por Drácula contra su propio pueblo, y también contra otros grupos. Podría repetir de memoria lo que ponía, pero creo que no lo haré. Era muy desagradable. Cerré con un chasquido el pequeño volumen y volví a mi cubículo. El siglo XVII consumió mi atención hasta casi medianoche. Dejé el extraño libro cerrado sobre mi mesa, con la esperanza de que su propietario lo encontraría allí al día siguiente, y después fui a casa y me acosté.

Por la mañana tenía que acudir a una reunión. Estaba cansado de la larga noche, pero después de clase bebí dos tazas de café y reanudé mis investigaciones. El libro continuaba en el mismo sitio, abierto para mostrar el gran dragón remolineante. Después de mi breve sueño y el desayuno a base de café, me produjo un sobresalto, como decían en las novelas antiguas. Volví a examinar el libro, esta vez con más detenimiento. No cabía duda de que la imagen era una xilografía, tal vez un dibujo medieval, un excelente ejemplo de diseño de libros. Pensé que podría sacar un buen precio por él, y que tal vez sería de valor personal para algún estudioso, pues parecía evidente que no era un libro de biblioteca.

Pero debido a mi estado de ánimo, no me gustó su aspecto. Cerré el libro con cierta impaciencia, y me senté a escribir sobre gremios mercantiles hasta bien entrada la tarde. Cuando salía de la biblioteca, me paré ante la mesa de recepción y entregué el volumen, tras explicar lo sucedido. Uno de los bibliotecarios prometió que lo colocaría en el armario de objetos perdidos.

A la mañana siguiente, cuando subí a las ocho a mi cubículo para trabajar un poco más en mi capítulo, el libro se hallaba de nuevo sobre mi escritorio, abierto por su única y cruel ilustración. Esta vez sentí irritación y pensé que el bibliotecario me había entendido mal. Guardé al punto el libro en mi estantería y me pasé todo el día sin echarle ni un solo vistazo. Al caer la tarde tenía una cita con el director de mi tesis, de modo que recogí mis papeles para revisarlos con él, saqué el libro extraño y lo añadí a la pila. Lo hice guiado por un impulso. No era mi intención quedármelo, pero al profesor Rossi le gustaban los misterios históricos, y pensé que podría divertirle. Cabía la posibilidad de que lo identificara, gracias a sus vastos conocimientos sobre historia de Europa.

Tenía la costumbre de reunirme con Rossi cuando terminaba su clase de la tarde, y me gustaba colarme en el aula antes de que finalizara, para verle en acción. Este semestre estaba dando un curso sobre el Mediterráneo antiguo, y ya había pillado el final de varias clases, cada una brillante y teatral, cada una imbuida de su gran don para la oratoria. Avancé con sigilo hasta un asiento del fondo, a tiempo de oírle concluir una disertación sobre la restauración del palacio de Minos en Creta, llevada a cabo por sir Arthur Evans. El aula estaba poco iluminada, un enorme auditorio gótico con capacidad para quinientos alumnos. El silencio era digno de una catedral. No se movía ni un alma. Todos los ojos estaban clavados en la pulcra silueta de la parte delantera.

Rossi estaba de pie sobre un estrado iluminado. A veces paseaba de un lado a otro, exploraba ideas en voz alta como si reflexionara para sí en la intimidad de su estudio. Otras veces se paraba de repente, dirigía a sus alumnos una mirada intensa, un gesto elocuente, una sorprendente declaración. Hacía caso omiso del estrado, desdeñaba los micrófonos y jamás utilizaba notas, aunque de vez en cuando pasaba diapositivas, mientras daba golpecitos en la enorme pantalla con una vara para apoyar sus ideas. A veces se entusiasmaba hasta el punto de levantar ambos brazos y atravesar a grandes zancadas el estrado. Corría la leyenda de que, en una ocasión, había caído al suelo embelesado por el florecimiento de la democracia griega, y después se había levantado sin perder la continuidad de su discurso. Nunca me atreví a preguntarle si era verdad.

Hoy se le veía pensativo, y paseaba de un lado a otro con las manos a la espalda.

—Sir Arthur Evans, por favor no lo olviden, restauró en parte el palacio del rey Minos en Knossos a partir de lo que encontró allí, y en parte siguiendo los dictados de su imaginación, su visión de la civilización minoica. —Alzó la vista hacia la bóveda—. La documentación era escasa, y casi todo eran misterios. En lugar de ceñirse a una precisión limitada, utilizó su imaginación para crear un estilo de palacio global… y erróneo. ¿Se equivocó por hacer esto?

Hizo una pausa, con una expresión casi melancólica mientras miraba por encima del mar de cabezas desgreñadas, pelos revueltos, cortes al cero, las a propósito desaseadas chaquetas y serias caras masculinas (recuerda que en esa época sólo los chicos iban a universidades como ésa, aunque tú, querida hija, es muy probable que puedas ir a donde te dé la gana). Quinientos pares de ojos le miraron.

—Dejaré que reflexionen sobre esa pregunta.

Rossi sonrió, dio media vuelta con brusquedad y abandonó la escena.

Todo el mundo respiró hondo. Los estudiantes se pusieron a hablar y a reír, recogiendo sus cosas. Por lo general, Rossi iba a sentarse al borde del estrado al acabar la clase, y algunos de sus discípulos más ávidos se abalanzaban hacia él para acosarle a preguntas, que él contestaba con seriedad y buen humor hasta que el último estudiante se marchaba, y después yo iba a su encuentro.

—¡Paul, amigo mío! Vamos a poner los pies en alto y hablar en holandés.

Me dio unas palmadas afectuosas en el hombro y salimos juntos.

El despacho de Rossi siempre me divertía porque desafiaba la convención del estudio del profesor loco: libros colocados ordenadamente en los estantes, una pequeña cafetera muy moderna junto a la ventana que alimentaba su vicio, su escritorio siempre adornado con plantas a las que nunca faltaba agua, y él siempre iba vestido de manera impecable con pantalones de tweed, camisa inmaculada y corbata. Su rostro era de impoluto molde inglés, de facciones afiladas e intensos ojos azules. En una ocasión me había contado que de su padre, un toscano que emigró a Sussex, sólo había heredado el gusto por la buena comida. Mirar la cara de Rossi era ver un mundo tan definido y ordenado como el cambio de guardia en el palacio de Buckingham.

Su mente era algo muy distinto. Incluso después de cuarenta años de estricto autoaprendizaje, rebosaba de reliquias del pasado, hervía con los misterios por resolver. Su producción enciclopédica le había ganado desde hacía mucho tiempo alabanzas en un mundo editorial mucho más amplio que el de las publicaciones académicas. En cuanto terminaba una obra iniciaba otra, a menudo un cambio brusco de dirección. Como resultado, estudiantes procedentes de una miríada de disciplinas iban en su busca, y yo me consideraba afortunado por haber logrado que me asesorara. También era el amigo más amable y afectuoso que he tenido nunca.

—Bien —dijo, al tiempo que enchufaba la cafetera y me indicaba con un gesto que tomara asiento—. ¿Cómo va la obra?

Le informé sobre el trabajo de varias semanas, y sostuvimos una breve discusión acerca del comercio entre Utrecht y Amsterdam a principios del siglo XVII. Sirvió su excelente café en tazas de porcelana y ambos nos estiramos, él detrás del enorme escritorio. Una agradable penumbra bañaba la habitación incluso a esa hora, más tarde cada noche ahora que la primavera estaba avanzando. Después recordé mi pieza de anticuario.

—Te he traído una curiosidad, Ross. Alguien se dejó por error un objeto bastante morboso en mi cubículo, y al cabo de dos días no me importó tomarlo prestado para que le echaras un vistazo.

—Dámelo. —Dejó sobre la mesa la delicada taza y se inclinó para coger mi libro—. Buena encuadernación. Esta piel podría ser incluso una especie de vitela gruesa. Y un lomo repujado.

Algo relacionado con el lomo del libro le hizo fruncir el ceño.

—Ábrelo —sugerí.

No pude comprender el leve desfallecimiento de mi corazón cuando esperé a que repitiera mi propia experiencia con el libro casi en blanco. Se abrió bajo sus manos expertas en el centro exacto. Yo no podía ver lo que él veía detrás de su escritorio, pero vi cómo lo miraba. Su rostro se tornó serio de repente, un rostro petrificado, que yo no conocía. Pasó las otras páginas, adelante y atrás, pero la seriedad no se convirtió en sorpresa.

—Sí, vacío. —Lo dejó abierto sobre el escritorio—. Todo en blanco.

—¿No es extraño?

El café se me estaba enfriando en la mano.

—Y muy antiguo. Pero no está en blanco por un defecto de impresión. Lo está para destacar el adorno del centro.

—Sí. Sí, es como si el ser del medio haya devorado todo cuanto había a su alrededor.

Había empezado con frivolidad, pero terminé con lentitud.

Daba la impresión de que Rossi era incapaz de apartar sus ojos de la imagen central abierta ante él. Por fin, cerró el libro con firmeza y revolvió el café sin beberlo.

—¿De dónde lo has sacado?

—Bien, como ya he dicho, alguien lo dejó por accidente en mi cubículo, hace dos días. Supongo que habría debido llevarlo de inmediato a Libros Raros, pero creo que es posesión personal de alguien, así que no lo hice.

—Ah, sí lo es —dijo Rossi, y me miró fijamente—. Es posesión personal de alguien.

—¿Sabes de quién?

—Sí. Es tuyo.

—No, me refiero a que sólo lo encontré en mi… —La expresión de su rostro me enmudeció. Parecía diez años más viejo, debido a algún efecto de la luz procedente de la ventana oscura—. ¿Qué quieres decir con eso de que es mío?

Rossi se levantó poco a poco y se dirigió a una esquina del estudio, detrás del escritorio, subió dos peldaños del taburete de la biblioteca y bajó un volumen pequeño y oscuro. Me miró un momento, como si no se decidiera a ponerlo en mis manos. Después me lo entregó.

—¿Qué opinas de esto?

El libro era pequeño, cubierto de un terciopelo marrón de aspecto antiguo, como un viejo misal o un libro de horas, sin nada en el lomo o la portada que lo identificara. Tenía un broche color bronce que cedió con un poco de presión. El libro se abrió por la mitad. Allí, desplegado en el centro, estaba mi (digo «mi») dragón, esta vez desbordando los límites de las páginas, con las garras extendidas, el salvaje pico abierto para revelar sus colmillos, con la misma bandera y su única palabra escrita en letra gótica.

—Por supuesto —estaba diciendo Rossi—, he tenido tiempo y lo he identificado. Es un diseño centroeuropeo, impreso alrededor de 1512. De haber existido texto, habría estado compuesto con tipos móviles.

Pasé con lentitud las delicadas hojas. No había títulos en las portadillas. No, ya lo sabía.

—Qué coincidencia más extraña.

—La contratapa está manchada de agua salada, tal vez debido a viajar por el mar Negro. Ni siquiera la Smithsonian pudo decirme lo que presenció en el curso de sus viajes. De hecho, hasta me tomé la molestia de someterlo a un análisis químico. Me costó trescientos dólares averiguar que este objeto estuvo guardado en un entorno muy cargado de polvo de roca en algún momento. Incluso fui a Estambul con la intención de saber algo más sobre sus orígenes. Pero lo más extraño es la forma en que llegó a mis manos este libro.

Extendió la mano y le devolví el libro de buen grado, pues era muy antiguo y frágil.

—¿Lo compraste en algún sitio?

—Lo encontré sobre mi escritorio cuando aún era estudiante.

Un escalofrío me recorrió, y lo reprimí, avergonzado.

—¿En tu escritorio?

—En el cubículo de mi biblioteca. Nosotros también teníamos. La costumbre se remonta a los monasterios del siglo séptimo.

—¿De dónde…? ¿De dónde salió? ¿Fue un regalo?

—Quizá. —Rossi sonrió de una manera extraña. Daba la impresión de estar controlando alguna emoción oculta—. ¿Te apetece otra taza?

—Pues sí, la verdad —dije con la garganta seca.

—Mis esfuerzos por localizar a su propietario fueron en vano, y la biblioteca fue incapaz de identificarlo. Ni siquiera la biblioteca del Museo Británico lo había visto antes, y me ofreció una suma considerable por él.

—Pero no quisiste venderlo.

—No. Me gustan los rompecabezas. Eso le pasa a todos los estudiosos de verdad. Es la recompensa de la profesión, mirar a la bonita cara de la historia y decir: «Sé quién eres. No puedes engañarme».

—Entonces, ¿qué es? ¿Piensas que este ejemplar más grande fue hecho por el mismo impresor al mismo tiempo?

Sus dedos tamborilearon sobre el antepecho de la ventana.

—Hace años que no he pensado en él, al menos lo he intentado, aunque siempre lo noto… allí, sobre mi hombro. —Indicó el hueco oscuro que había entre los compañeros del libro—. Ese estante de arriba del todo es mi fila de fracasos. Y de cosas en las que prefiero no pensar.

—Bien, tal vez ahora que te he encontrado un compañero para él, podrás encajar mejor las piezas. Tienen que estar relacionados.

—Tienen que estar relacionados.

Era un eco vacío, aunque viniera acompañado por el olor a café recién hecho.

La impaciencia, y una sensación algo febril que solía asaltarme en aquellos días de falta de sueño y agotamiento mental, me impelió a insistir para saber más sobre el libro.

—¿Y tu investigación? No me refiero a los análisis químicos. ¿Intentaste averiguar más…?

—Intenté averiguar más. —Volvió a sentarse y extendió a ambos lados de su taza de café las menudas manos—. Temo que te debo algo más que una historia —dijo en voz baja—. Tal vez te debo una especie de disculpa, ya verás por qué, aunque jamás desearía de manera consciente que uno de mis estudiantes cargara con ese legado. La mayoría de mis estudiantes, al menos. —Sonrió con afecto, pero también con tristeza, pensé—. ¿Has oído hablar de Vlad Tepes, el Empalador?

—Sí, Drácula. Un señor feudal de los Cárpatos, también conocido como Bela Lugosi.

—Ése es…, o uno de ellos. Ya eran una familia antigua antes de que su miembro más desagradable accediera al poder. ¿Le buscaste en las enciclopedias antes de salir de la biblioteca? ¿Sí? Mala señal. Cuando mi libro apareció de una forma tan rara, aquella misma tarde busqué la palabra, el nombre, así como Transilvania, Valaquia y los Cárpatos. Obsesión instantánea.

Me pregunté si sería un cumplido velado (a Rossi le gustaba que sus estudiantes trabajaran a pleno rendimiento), pero lo dejé correr, temeroso de interrumpir su relato con un comentario fuera de lugar.

—Bien, los Cárpatos. Siempre ha sido un lugar místico para los historiadores. Un estudiante de Occam viajó allí, a lomos de un asno, supongo, y como resultado de sus experiencias escribió una obrita llamada Filosofía del horror. La historia básica de Drácula ha sido explotada hasta la saciedad, y no queda gran cosa por explorar. Tenemos al príncipe valaco, un gobernante del siglo quince, odiado por el imperio otomano y por su propio pueblo al mismo tiempo. Se cuenta entre los tiranos medievales europeos más detestables. Se calcula que mató como mínimo a veinte mil de sus compatriotas valacos y transilvanos. Drácula significa «hijo de Dracul», hijo del dragón, más o menos. El emperador del Sacro Imperio Romano Germánico Segismundo introdujo a su padre en la Orden del Dragón, una organización destinada a defender el imperio de los turcos otomanos. De hecho, existen pruebas de que el padre de Drácula cedió su hijo a los turcos como rehén durante un tiempo tras un pacto político, y Drácula adquirió el gusto por la crueldad observando los métodos de tortura otomanos.

Rossi meneó la cabeza.

—En cualquier caso, Vlad murió en el curso de una batalla contra los turcos, o tal vez por accidente a manos de sus propios soldados, y fue enterrado en un monasterio de una isla del lago Snagov, ahora en posesión de nuestra amiga socialista Rumanía. Su memoria se convirtió en leyenda, pasó de generación en generación de campesinos supersticiosos. Y a finales del siglo diecinueve, un escritor perturbado y melodramático, Abraham Stoker, se apodera del nombre de Drácula y lo vincula con un ser de su invención, un vampiro. Vlad Tepes era horriblemente cruel, pero no era un vampiro, por supuesto. No encontrarás ninguna mención a Vlad en el libro de Stoker, pero éste reunió información útil sobre leyendas relacionadas con los vampiros, y también sobre Transilvania, sin haberla pisado nunca, aunque Vlad Drácula gobernó Valaquia, que tiene frontera con Transilvania. En el siglo veinte, Hollywood toma las riendas y el mito continúa viviendo, resucitado. Ahí termina mi frivolidad, por cierto.

Rossi dejó la taza a un lado y enlazó las manos. Por un momento, pareció incapaz de continuar.

—Puedo ser frívolo en relación con la leyenda, que ha sido comercializada hasta extremos aberrantes, pero no sobre el resultado de mi investigación. Me sentí incapaz de publicarla, en parte por la existencia de esa leyenda. Pensé que nadie tomaría el tema en serio. Pero también había otro motivo.

Lo cual me dejó paralizado mentalmente. Rossi no dejaba piedra por publicar. Era parte de su productividad, su genio prolífico. Aconsejaba con severidad a sus estudiantes que hicieran lo mismo, que no desperdiciaran nada.

—Lo que descubrí en Estambul era demasiado grave para tomarlo a burla. Tal vez me equivoqué en mi decisión de mantener oculta esta información, pues así la considero, pero cada uno tiene sus supersticiones particulares. La mía es propia de historiadores. Tuve miedo.

Le miré y exhaló un suspiro, como si no se decidiera a continuar.

—Vlad Drácula siempre había sido estudiado en los grandes archivos de la Europa Central y del Este, o en su región natal. Pero empezó su carrera exterminando turcos, y descubrí que nadie había buscado material sobre la leyenda de Drácula en el mundo otomano. Eso fue lo que me llevó a Estambul, una desviación secreta de mi investigación sobre la economía de la antigua Grecia. Oh, sí, publiqué todo ese rollo griego, a modo de venganza.

Guardó silencio un momento y volvió la vista hacia la ventana.

—Supongo que debería contarte sin más lo que descubrí en la escapada a Estambul no volver a pensar en ello. A fin y al cabo, has heredado uno de esos bonitos libros. —Apoyó la mano con semblante grave sobre los dos volúmenes—. Si no te lo digo yo mismo, lo más probable es que sigas mis pasos, tal vez con algún riesgo añadido. —Esbozó una sonrisa algo sombría—. Podría ahorrarte un montón de problemas.

No conseguí expulsar la risita seca de mi garganta. ¿Qué demonios quería decir? Se me ocurrió que tal vez había subestimado cierto peculiar sentido del humor de mi mentor. Tal vez se trataba de una broma pesada muy elaborada: guardaba dos versiones del libro amenazador en su biblioteca y había introducido una subrepticiamente en mi cubículo, convencido de que iría a verle, y yo, como un idiota, le había seguido la corriente. No obstante, le vi muy pálido a la luz de la lámpara de su escritorio, sin afeitar al final del día, con la mirada apagada y los ojos hundidos en las cuencas. Me incliné hacia delante.

—¿Qué estás intentando decirme?

—Drácula… —Hizo una pausa—. Drácula, Vlad Tepes, aún vive.

—Santo Dios —dijo mi padre de repente, y consultó su reloj—. ¿Por qué no me has avisado? Son casi las siete.

Introduje las manos dentro de mi chaqueta azul marino.

—No me he dado cuenta —dije—, pero no interrumpas la historia, por favor. No te pares ahí.

Por un momento, el rostro de mi padre se me había antojado irreal. Jamás había considerado la posibilidad de que estuviera… No sabía cómo decirlo. ¿Mentalmente desequilibrado? ¿Había perdido la cordura unos minutos, mientras contaba su historia?

—Es tarde para un relato tan largo.

Mi padre alzó su taza de té y la volvió a bajar. Observé que sus manos temblaban.

—Sigue, por favor —supliqué.

No me hizo caso.

—De todos modos, no sé si te he asustado o sólo te he aburrido. Supongo que habrías preferido un buen cuento de dragones.

—Había un dragón —dije. Yo también deseaba creer que se había inventado la historia—. Dos dragones. ¿Me contarás algo más mañana, al menos?

Mi padre se masajeó lo brazos, como para calentarse, y advertí que, de momento, estaba firmemente decidido a no decir nada más. Su cara se veía sombría, reservada.

—Vamos a cenar algo, pero antes dejaremos nuestro equipaje en el Hotel Turist.

—De acuerdo —dije.

—En cualquier caso, si no nos vamos, nos echarán de un momento a otro.

Vi a la camarera de pelo rubio apoyada en la barra. Daba la impresión de que le importaba un comino que nos fuéramos o nos quedáramos. Mi padre sacó la cartera, alisó algunos de aquellos grandes billetes descoloridos, siempre con un minero o un agricultor sonriendo heroicamente en el dorso, y los dejó en la bandeja de peltre. Sorteamos sillas y mesas de hierro forjado y salimos por la puerta vaporosa.

La noche había caído, una noche de la Europa del Este, fría, neblinosa, húmeda, y la calle estaba casi desierta.

—Ponte el sombrero —dijo mi padre, como siempre. Antes de salir bajo los plátanos empapados por la lluvia se detuvo de repente, me contuvo tras su mano extendida, un gesto protector, como si un coche hubiera pasado a toda velocidad. Pero no había ningún coche, y la calle goteaba silenciosa y tosca bajo las luces amarillas de las farolas. Mi padre miró a derecha e izquierda. No me pareció ver a nadie, aunque la capucha me impedía ver bien. Se quedó escuchando, con la cara vuelta, el cuerpo inmóvil.

Después dejó escapar el aliento y continuamos andando, hablando de lo que íbamos a pedir para cenar en el Turist cuando llegáramos.

No se habló más de Drácula en el curso de aquel viaje. Pronto aprendí la pauta de los temores de mi padre: sólo podía contarme su historia en breves andanadas, no para producir un efecto dramático, sino para proteger algo… ¿Su firmeza? ¿Su cordura?