Cuando Lucy salió del despacho de Evans, llevaba un bloc en la mano derecha y una expresión de desagrado en la cara. Una larga lista de nombres garabateados aprisa llenaba un lado de la primera página del bloc. Se movía con rapidez, como si una sensación de consternación la llevara a apretar el paso. Alzó los ojos y vio que Francis y Peter la esperaban, y sacudió atribulada la cabeza mientras se acercaba.
—Había pensado, de modo bastante tonto, que sería una mera cuestión de comprobar las fechas en los expedientes hospitalarios. Pero no es tan sencillo, sobre todo porque los expedientes hospitalarios son bastante caóticos y no están centralizados. Será muy trabajoso. Mierda.
—¿El señor del Mal no ha sido tan servicial como había prometido? —comentó Peter maliciosamente.
—No —respondió Lucy.
—Vaya —dijo Peter impostando un ligero acento británico en imitación de Tomapastillas—. Estoy anonadado. Totalmente anonadado…
Lucy siguió avanzando por el pasillo a un paso tan rápido como sus pensamientos.
—¿Qué pudo averiguar? —preguntó Peter.
—Que tendré que comprobar los demás edificios. Y, encima, encontrar los datos de todos los pacientes que hayan podido tener un permiso de fin de semana que coincida con los asesinatos. Y, para complicar más las cosas, no estoy segura de que exista ninguna lista concreta que facilite el trabajo. Lo que tengo es una lista de nombres de este edificio que, más o menos, encajan en el perfil buscado. Cuarenta y tres nombres.
—¿Ha eliminado a alguien por la edad? —preguntó Peter, y la jocosidad había desaparecido de su voz.
—Sí. Es lo primero que hice. A los abuelos no es necesario interrogarlos.
—Creo que podríamos considerar otro elemento importante —sugirió Peter, y se frotó la mejilla con la mano como si eso le permitiera liberar algunas ideas encalladas en su interior.
Lucy lo miró.
—La fuerza física —aclaró Peter.
—¿Qué quieres decir? —quiso saber Francis.
—Que se necesita fuerza para cometer el crimen que estamos investigando. Tuvo que dominar a Rubita, arrastrarla hasta el trastero. Había signos de lucha en el puesto de enfermería, de modo que sabemos que no se le acercó con sigilo por detrás y la dejó inconsciente de un puñetazo. De hecho, sospecho que le apetecía pelear.
—Cierto —suspiró Lucy—. Cuanto más la golpeaba, más se excitaba. Eso encajaría con lo que sabemos sobre esta clase de personalidad.
Francis se estremeció, y esperó que los demás no se diesen cuenta. Le costaba comentar con tanta frialdad y tranquilidad esos hechos horrorosos.
—De modo que buscamos a alguien con cierta musculatura —prosiguió Peter—. Eso descarta a muchos, porque aunque es probable que Gulptilil lo niegue, este sitio no atrae a gente lo que se dice en forma. No hay demasiados corredores de maratón ni culturistas. Y también deberíamos reducir la lista de posibles sospechosos a un límite de edad. Y hay otra área que nos permitiría afinar más la lista: el diagnóstico. Quienes tengan antecedentes de comportamiento violento. Quienes sufran trastornos mentales que podrían incluir el asesinato. Ésos son los verdaderos sospechosos.
—Exacto —corroboró Lucy—. Si obtenemos un perfil del hombre que estamos buscando, veremos las cosas con claridad. —Se volvió hacia Francis—: Pajarillo, necesitaré tu ayuda.
—¿Qué necesita? —preguntó Francis, ansioso.
—Creo que no conozco la locura.
Francis pareció confundido y Lucy sonrió.
—No me malinterpretes —aclaró—. Conozco el lenguaje psiquiátrico, los criterios de diagnóstico, los tratamientos y el material bibliográfico. Pero no sé cómo se ve desde dentro, al mirar hacia fuera. Tú podrías ayudarme en eso. Necesito saber quién podría haber cometido estos crímenes y será difícil encontrar pruebas consistentes.
—De acuerdo… —dijo Francis, a pesar de no estar seguro.
Peter asentía con la cabeza, como si viese algo que fuera evidente para él y tuviera que serlo para Lucy, pero que Francis no captaba.
—Estoy seguro de que puede hacerlo. Posee un talento innato. ¿Verdad que podrás, Pajarillo?
—Lo intentaré.
En una parte muy profunda de su ser oía un murmullo, como si hubiera estallado una discusión entre su población interior hasta que, por fin, distinguió a una de las voces: Cuéntaselo. No pasa nada. Diles lo que sabes. Dudó un instante y habló con la sensación de ser una marioneta:
—Hay algo que deberían tener en cuenta.
Lucy y Peter lo miraron como si les sorprendiera que aportara algo a la conversación.
—¿Qué? —preguntó la fiscal.
—Peter tiene razón en eso de que el asesino tiene que ser fuerte —asintió en dirección a su amigo—. Y también en que no hay muchas personas así en el hospital. Imagino que eso es lógico, pero no del todo. Si el ángel oía voces que le ordenaban atacar a Rubita y a esas otras mujeres… bueno, no es imprescindible que sea tan fuerte como sugiere Peter. Cuando las voces te dicen que hagas algo, te lo gritan con insistencia machacona, el dolor, la dificultad, la fuerza, todo es secundario. Simplemente haces lo que te exigen. Te superas. Si una voz te ordena que levantes un coche o una roca, lo haces, o te matas intentándolo. El asesino podría ser casi cualquiera, porque encontraría la fuerza necesaria. Las voces le ayudarían a encontrarla. —Se detuvo y oyó un eco profundo en su interior: Eso es. Muy bien, Francis.
Peter lo contempló y esbozó una sonrisa. Le dio un golpecito amistoso en el brazo. Lucy también sonrió, y soltó un largo suspiro.
—Lo tendré en cuenta, Francis. Gracias. Tal vez tengas razón. Eso demuestra que no se trata de una investigación corriente. Las pautas son distintas aquí dentro, ¿verdad?
Francis se sintió satisfecho de haber aportado algo.
—Y también aquí dentro —concluyó señalándose la frente.
—Lo tendré en cuenta —aseguró Lucy, y le tocó el brazo—. Bueno, necesito que hagáis otra cosa por mí —añadió.
—Lo que sea —dijo Peter.
—Evans sugirió que hay formas de ir de un edificio a otro por la noche sin que los de seguridad te vean. Podría preguntarle a qué se refiere exactamente, pero me gustaría implicarlo lo menos posible…
—Comprendo —aseguró Peter con rapidez, quizá demasiada, porque Lucy le lanzó una mirada intensa.
—Tal vez podríais investigarlo entre los pacientes. Quién conoce la forma de ir de aquí para allá. Cómo se hace. Qué riesgos hay. Y quién querría hacerlo.
—¿Cree que el ángel vino de otro edificio?
—Quiero averiguar si pudo hacerlo.
—Comprendo —repitió Peter—. Averiguaremos lo que podamos —añadió tras una breve pausa.
—Perfecto —dijo Lucy—. Voy a ver al doctor Gulptilil para comprobar las fechas con más detalle. Le pediré que me acompañe a las demás unidades para obtener una lista de nombres probables en cada una de ellas.
—Podría eliminar también a los que padecen retraso mental profundo —sugirió Peter—. Eso reducirá el campo.
—Tienes razón —asintió Lucy—. Nos reuniremos en mi despacho antes de cenar y compararemos notas.
Se volvió y se alejó con brío por el pasillo. Francis observó cómo los pacientes que deambulaban se apartaban a su paso. Tal vez la temiesen, porque ella estaba cuerda y ellos no. Además, ella representaba algo extraño, una persona con una existencia más allá de esas paredes. Pensó que lo más paradójico de ver a alguien como ella en el hospital era que introducía una sensación de inseguridad en el mundo alucinado en que los pacientes vivían. Había muy pocos en ese edificio a los que les gustara la alteración que Lucy provocaba en su mundo. En el Hospital Estatal Western, los pacientes y el personal se aferraban a la rutina, porque era la única forma de mantener a raya las terribles fuerzas interiores latentes. Por eso había tantos que se pasaban ahí años. Sacudió la cabeza. Allí todo estaba del revés. El hospital era un sitio lleno de riesgos, una fuente de conflicto, rabia y locura en constante ebullición; sin embargo, los pacientes lo consideraban menos aterrador que el mundo exterior. Lucy era el exterior.
Francis advirtió que Peter también observaba la marcha de la fiscal. Notó cierta frustración en su rostro, una frustración debida a su encierro. Francis pensó que ella y el Bombero eran iguales en algo: ése no era su sitio. No estaba seguro de que fuera también su caso.
—Será peliagudo, Pajarillo —comentó Peter, y meneó la cabeza.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, Lucy cree que no es nada difícil, sólo algo para mantenernos ocupados y concentrados. Pero es un poco más que eso.
Francis lo miró esperando que se lo explicase.
—En cuanto empecemos a hacer la pregunta de Lucy, alguien se enterará de nuestra curiosidad. Se correrá la voz y, tarde o temprano, lo oirá alguien que sabe cómo ir de un edificio a otro al anochecer, cuando se supone que todo el mundo está encerrado, medicado y dormido. Ésa es la persona que buscamos. Es inevitable. Y eso nos volverá vulnerables. —Peter inspiró hondo y soltó el aire despacio—. Piénsalo un segundo —comentó entre dientes—. Vivimos en unidades independientes repartidas por los terrenos del hospital. En ellas comemos, vamos a las sesiones, nos distraemos, dormimos. Y todas las unidades son iguales. Pequeños mundos contenidos en un mundo más grande. Con muy poco contacto entre cada unidad. Tu hermano podría estar en el edificio de al lado sin que tú lo supieras, coño. Así pues, ¿por qué querría alguien acceder a otro sitio que es exactamente igual al suyo? No puede decirse que seamos un puñado de gángsteres del tres al cuarto cumpliendo cadena perpetua e intentado averiguar cómo escapar. Aquí nadie piensa en huir, por lo menos que yo sepa. Así que la única razón que alguien podría tener para querer ir a otro edificio a que estamos investigando. Y cada vez que hagamos una pregunta que pueda indicar al ángel que tenemos una pista que podría conducir hasta él… —Peter dudó—. No sé si ha matado a algún hombre. Puede que sólo a esas mujeres… —Su voz se fue apagando.
Esa tarde, Negro Grande y la enfermera Caray organizaron un ejercicio de pintura en sustitución de la habitual sesión en grupo del señor del Mal. No explicaron dónde estaba Evans, y Lucy tampoco se encontraba allí. Los doce miembros del grupo recibieron unas grandes hojas blancas de papel grueso y rugoso. A continuación los situaron alrededor de la mesa y les dieron a elegir entre acuarelas y lápices de colores.
Peter se mostró receloso, pero a Francis le gustó hacer eso en lugar de participar en una sesión concebida para recalcar su locura y contrastarla con la cordura de Evans, como si ése fuese el único objetivo de las sesiones del grupo. La mayoría parecía coincidir con Francis y estar acostumbrados a esta clase de modificación favorable de la rutina. Era probable que no fuera la primera vez que los reunían de ese modo. Pusieron las hojas delante de ellos, tomaron los lápices o un pincel, y aguardaron como conductores de carreras a la espera de la orden de salida. Cleo tenía una expresión ansiosa, como si ya supiese qué quería dibujar, y Napoleón tarareaba una tonadilla marcial mientras contemplaba su hoja y frotaba el borde con los dedos.
La enfermera Caray, a la que Francis consideraba una mujer demasiado autoritaria, se situó en el centro del grupo. Trataba a los pacientes como si fueran niños, algo que Francis no soportaba.
—Al señor Evans le gustaría que dibujaseis vuestro autorretrato —anunció—. Algo que muestre cómo os veis a vosotros mismos.
—¿No puedo dibujar un árbol? —preguntó Cleo, y señaló las ventanas. Al otro lado del cristal y de los barrotes se veía un árbol del patio interior mecido por una ligera brisa y el leve movimiento de sus hojas verdes.
—No, salvo que te pienses a ti misma como un árbol —respondió la enfermera Caray, tajante.
—¿Un árbol yo? —reflexionó Cleo. Levantó un brazo regordete y lo flexionó como un culturista—. Un árbol muy fuerte.
—Tal vez —sonrió la enfermera y se encogió de hombros.
Peter levantó la mano.
—¿Quieres hacer alguna pregunta? —dijo la enfermera.
—Sí —afirmó Peter, y sonrió—. Pero, pensándolo mejor, no. No, gracias. Estoy bien. —Cogió un lápiz negro de un montón en el centro de la mesa y lo blandió con una floritura. Noticiero, sentado a su lado, hizo exactamente lo mismo. Un único lápiz negro.
Francis eligió una bandejita de acuarelas. Azul. Rojo. Negro. Verde. Naranja. Marrón. Tenía un vaso de plástico lleno de agua. Tras una última mirada a Peter, que se había inclinado sobre su hoja y puesto manos a la obra, se centró en su dibujo. Sumergió el pincel en el agua y luego lo hundió en la pintura negra. Dibujó una larga forma oval y empezó a añadirle los rasgos.
Al fondo de la sala, un hombre farfullaba de cara a la pared, como un orante, y sólo se interrumpía cada pocos minutos para lanzar una mirada al grupo y reanudar después su farfulle. Francis vio que el mismo retrasado que los había amenazado antes se tambaleaba por la sala gruñendo, los miraba de vez en cuando y se golpeaba repetidamente la palma con el puño. Francis volvió a su dibujo y siguió deslizando con suavidad el pincel por la hoja, viendo con cierta satisfacción cómo se iba formando una figura.
Trabajó con ahínco. Intentó dibujar una sonrisa, pero le salió torcida, de modo que la mitad de la cara parecía disfrutar de algo, mientras que la otra se veía apesadumbrada. Los ojos le observaban con intensidad, y le pareció que podía ver más allá de ellos. Pintó el cabello castaño, un poco más oscuro que su tono rubio rojizo, pero sus voces, dispuestas como una especie de grupo de críticos de arte en su interior, opinaron que, dado los limitados colores de la acuarela, era aceptable. Francis pensó que el Francis pintado tenía los hombros demasiado caídos y una pose demasiado resignada. Pero eso era menos importante que intentar plasmar en el Francis pintado sentimientos, sueños, deseos, todas las emociones que él relacionaba con el mundo exterior. Se esforzó en imprimir a la figura un poco de esperanza.
No alzó los ojos hasta que la enfermera Caray anunció que sólo quedaban unos minutos para terminar la sesión.
Echó un vistazo a su lado y vio que Peter estaba dando los toques finales a su dibujo. No había dejado de usar el lápiz negro, y lo que había creado era muy revelador: un par de manos agarradas a unos barrotes que cruzaban de arriba abajo la hoja. No había cara ni cuerpo. Sólo dedos aferrados a gruesos barrotes negros.
Peter firmó su dibujo con una floritura exagerada cuando la enfermera Caray empezó a recoger las hojas. Francis hizo lo propio con letras mucho más pequeñas. Echó una mirada al trabajo de los demás. Cleo había pintado un árbol, un grueso roble, con ramas muy extendidas y llenas de hojas verdes, y una cara perdida entre el follaje que, a su parecer, reflejaba el carácter de aquella mujer aspirante a reina. Noticiero, por su parte, había dibujado simplemente la primera página de un periódico. Francis no pudo leer el titular, pero supuso que tenía algo que ver con el hospital.
La enfermera le tomó el dibujo de las manos y lo examinó un momento.
—Caray, Francis —sonrió aprobadoramente—, esto está muy bien. Sabes dibujar. —Levantó el retrato y lo admiró—. Buen trabajo. Estoy sorprendida.
Negro Grande se acercó y miró el dibujo de Francis por encima del hombro de la enfermera. Él también sonrió.
—¡Vaya, Pajarillo! —exclamó—. Está muy bien hecho. El chico tiene un talento que no había contado a nadie.
La enfermera y el auxiliar siguieron recogiendo los demás dibujos y Francis se encontró junto a Napoleón.
—Nappy —le dijo en voz baja—, ¿cuánto tiempo llevas aquí?
—¿En el hospital?
—Sí. Y aquí, en Amherst.
Napoleón reflexionó un momento antes de contestar.
—Ya hace dos años, Pajarillo. Aunque puede que sean tres. No estoy seguro. Hace mucho tiempo —añadió con tristeza—. Muchísimo. Pierdes la cuenta. O quizás es que quieren que la pierdas. No estoy seguro.
—Tienes bastante experiencia de cómo funcionan aquí las cosas, ¿verdad?
—Una experiencia que, por desgracia, preferiría no poseer, Pajarillo.
—Si quisiera ir de este edificio a alguno de los otros, ¿cómo podría hacerlo?
La pregunta pareció asustar un poco a Napoleón, que dio un paso hacia atrás y sacudió la cabeza.
—¿No te gusta estar con nosotros? —balbuceó aturullado.
Francis negó con la cabeza.
—No. Quiero decir por la noche. Después de la medicación, después de que apaguen las luces. Supón que quisiera ir a otro edificio sin que me vieran. ¿Podría hacerlo?
—Creo que no —respondió Napoleón tras pensárselo—. Siempre estamos encerrados con llave.
—Pero sólo supón que no estuviera encerrado con llave…
—Siempre lo estamos.
—Pero supón… —insistió Francis.
—Esto tiene algo que ver con Rubita, ¿verdad? Y con Larguirucho. Pero Larguirucho no podía salir del dormitorio, salvo la noche en que murió Rubita, cuando no estaba cerrado con llave. Que yo sepa, la puerta nunca se había quedado abierta. No, no puedes salir. Nadie puede. No sé de nadie que quisiera hacerlo.
—Alguien pudo. Alguien lo hizo. Y ese alguien tiene un juego de llaves.
—Un paciente con llaves —susurró Napoleón, que parecía aterrado—. No lo había oído nunca.
—Es lo que creo.
—Eso estaría mal, Pajarillo. No debemos tener llaves. —Cambió el peso de un pie al otro, como si el suelo empezara a quemarle—. Creo que, si sales del edificio, evitar a los de seguridad debe de ser bastante fácil. No parecen muy listos precisamente. Y creo que fichan en el mismo sitio a la misma hora todas las noches, de modo que hasta alguien tan loco como nosotros podría eludirlos con un poco de astucia… —Soltó una risita histérica al pensar que los guardias eran unos incompetentes. Pero de pronto frunció el entrecejo—. Aunque ése no sería el problema, Pajarillo —añadió.
—¿Cuál sería el problema?
—Volver a entrar. Aunque tuvieras una llave, la puerta principal está delante del puesto de enfermería. Es igual en todos los edificios, ¿no? Y aunque la enfermera o el auxiliar de guardia estuvieran dormidos en ese momento, lo más seguro es que el ruido de la puerta los despertara.
—¿Y las salidas de emergencia en el lateral del edificio?
—Creo que están atrancadas a cal y canto. —Sacudió la cabeza y añadió—: Quizá sea una violación de las normas anti incendios. Deberíamos preguntar a Peter. Seguro que él lo sabe.
—Es probable. Pero si quisieras entrar, ¿no crees que hay otra manera?
—Puede que sí, pero nunca he oído que nadie quisiera ir de un sitio a otro. Jamás. Ni una sola vez. ¿Por qué iba a quererlo alguien, cuando todo lo que queremos, todo lo que necesitamos y todo lo que podemos usar está aquí, en este edificio?
Era una pregunta deprimente. Y también falsa, porque había alguien cuyas necesidades eran distintas a las enumeradas por Napoleón. Francis se planteó, quizá por primera vez, qué necesitaría el ángel.
Fue Peter quien vio al encargado de mantenimiento cuando salíamos de la sala de estar. Más adelante me pregunté si las cosas habrían sido distintas si hubiéramos visto qué estaba haciendo exactamente, pero íbamos a hablar con Lucy, y eso siempre parecía tener prioridad. Más adelante me pasé horas, quizá días, meditando sobre la congruencia de las cosas, como si el resultado pudiera haber cambiado en caso de que alguno de los tres hubiera alcanzado a ver la conexión que era tan importante. A veces la locura consiste en la fijación, en pensar en una sola cosa. La obsesión de Larguirucho era el mal. La de Peter, la necesidad de absolución. La de Lucy, la necesidad de justicia. Ellos dos no estaban locos, claro. Por lo menos, no tal como yo conocía la locura, o como Tomapastillas o incluso el señor del Mal la conocían. Pero, curiosamente, las necesidades imperiosas pueden convertirse en sí mismas en una especie de locura. La diferencia es que no se pueden diagnosticar con la misma facilidad que mi locura. Aun así, ver al encargado de mantenimiento, un hombre de mediana edad con ojeras, vestido con camisa y pantalones grises y botas de trabajo marrones, con el cabello lleno de polvo y la ropa manchada de grasa, debería habernos advertido de algún modo extraño, secreto. Agarraba la caja de herramientas de madera con una mano mugrienta, y un trapo sucio le colgaba del cinturón. Las llaves le tintineaban contra una linterna de plástico amarillo que llevaba sujeta a la cintura. Exhibía una expresión satisfecha, la de quien de repente vislumbra el final de una jornada larga y pesada: «Ya no tardaré mucho. Casi he terminado. Joder, qué cabrona», le dijo a los hermanos Moses. Y tras encender un cigarrillo se dirigió hacia un almacén, al otro extremo del pasillo.
Cuando lo pienso, veo muchos detalles que deberían haber significado algo. Pequeños momentos que deberían haber sido grandes momentos. Un encargado de mantenimiento. Un hombre retrasado. Un administrador ausente. Un hombre que hablaba consigo mismo. Otro hombre al parecer dormido en una silla. Una mujer que creía ser la reencarnación de una antigua princesa egipcia. Yo era joven y no sabía que el crimen es como el mecanismo de una transmisión. Tuercas y tornillos, ejes y piñones que se engranan entre sí para crear un impulso independiente hacia delante, controlado por unas fuerzas similares al viento: invisibles pero detectables a través de un papel que de repente sale volando por la acera, de la rama de un árbol inclinado hacia un lado, o de unas agoreras nubes de tormenta que cruzan el cielo a lo lejos. Tardé mucho tiempo en darme cuenta de eso.
Peter lo sabía, y Lucy también. Quizás eso era lo que los relacionaba, por lo menos al principio. Estaban alerta y siempre atentos a los mecanismos que les indicaran dónde buscar al ángel. Más adelante pensé que lo que los vinculaba era algo más complejo. Era que ambos habían llegado al Hospital Estatal Western sin saber qué era lo que necesitaban. Ambos tenían un gran vacío en su interior, y el ángel estaba ahí para llenárselo.
Me senté en la posición del loto en el centro de la sala.
El mundo a mi alrededor parecía silencioso y tranquilo. Ni siquiera se oía el llanto lejano de algún niño en el piso de los Santiago. Al otro lado de la ventana estaba muy oscuro. Una noche tan densa como un telón. Intenté captar el ruido del tráfico, pero hasta eso se oía apagado. Ningún motor potente de algún camión al pasar. Me miré las manos y pensé que faltarían un par de horas para el alba. Peter me dijo una vez que la última oscuridad de la noche antes del amanecer es la hora en que muere más gente.
La hora del ángel.
Me levanté, cogí el lápiz y empecé a dibujar. En unos minutos tenía a Peter tal como lo recordaba. Después, me dispuse a dibujar a Lucy a su lado. Quería plasmar una belleza pura, así que hice un poco de trampa con la cicatriz de su cara. La dibujé un poco más pequeña de lo que era. Pasados unos cuantos instantes, los tenía conmigo, tal como los recordaba de esos primeros días. No como acabamos siendo después.
Lucy Jones no encontraba un atajo que la acercara al hombre que buscaba. Por lo menos, ninguno sencillo y evidente, como una lista de pacientes que hubieran tenido claramente la ocasión de cometer los cuatro asesinatos. Así que permitió que el doctor Gulptilil la acompañara de un edificio a otro, y en cada uno de ellos repasó la relación de pacientes. Eliminó a todos los que sufrían demencia senil y examinó con criterio la lista de retardados mentales. También suprimió de su creciente lista a los que llevaban más de cinco años en el hospital. Admitía que eso era una mera suposición por su parte, pero creía que quienes hubieran pasado tanto tiempo en el centro estarían tan atiborrados de fármacos antipsicóticos y tan constreñidos por la locura que les sería difícil manejarse fuera del hospital. Estaba convencida de que el ángel era una persona con capacidad para desenvolverse en ambos mundos.
Se percató de que no podía eliminar a los miembros del personal. El problema en ese aspecto sería conseguir que el director médico le entregara los expedientes de los empleados, para lo que necesitaría alguna prueba que sugiriera que un médico, una enfermera o un auxiliar estaba relacionado con el crimen. Mientras caminaba junto al pequeño médico indio, no escuchaba la perorata de éste sobre las virtudes de los centros como el Western, sino que se preguntaba cómo proceder.
En Nueva Inglaterra, a finales de primavera, las tardes están envueltas en penumbra, como si el mundo dudara sobre sustituir el frío y húmedo invierno por el verano. Unas brisas cálidas del sur empujadas por corrientes de aire más altas se mezclan con otras frías procedentes de Canadá. Ambas sensaciones son como inmigrantes inoportunos en busca de un nuevo hogar. Lucy adquirió conciencia de las sombras que cubrían los terrenos del hospital y avanzaban inexorablemente hacia los edificios. Tenía frío y calor a la vez, una sensación parecida a la fiebre.
Tenía más de doscientos cincuenta posibles sospechosos en la serie de listas que había elaborado en cada edificio, y le preocupaba haber descartado unos cien nombres quizá demasiado deprisa. Además, habría unos veinticinco o treinta posibles sospechosos entre el personal, pero aún no podía abordar ese tema, porque sabía que perdería el apoyo del director médico, cuya ayuda todavía necesitaba.
Mientras se dirigían al edificio Amherst, se percató de que no había oído ningún ruido ni ningún grito en las unidades por las que habían pasado. O tal vez sí pero no los había registrado. Tomó nota mental de ello, y pensó lo rápido que el mundo del hospital convertía lo extraño en rutina.
—He leído un poco sobre la clase de hombre que está buscando —dijo Gulptilil mientras cruzaban el patio interior. Sus pasos resonaban contra el pavimento. Lucy vio que un guardia de seguridad estaba cerrando la verja de hierro de la entrada—. Es interesante comprobar la escasa bibliografía médica dedicada a este tipo de asesino. Hay muy pocos estudios serios. Las autoridades policiales están intentando elaborar perfiles pero, en general, no se han tenido en cuenta las ramificaciones psicológicas, los diagnósticos y los tratamientos indicados para esa clase de personas. Tiene que comprender, señorita Jones, que a la comunidad psiquiátrica no le gusta perder el tiempo con psicópatas.
—¿Y eso por qué, doctor?
—Porque no pueden tratarse.
—¿En absoluto?
—En absoluto. Por lo menos, no el psicópata clásico. No responde a la medicación antipsicótica como un esquizofrénico, ni como un bipolar, un obsesivo-compulsivo, un depresivo clínico u otro. Eso no significa que el psicópata no tenga una enfermedad identificable médicamente, al contrario. Pero su falta de humanidad, supongo que ésta es la mejor manera de expresarlo, lo sitúa en una categoría escurridiza. Los psicópatas no responden a los tratamientos, señorita Jones. Son deshonestos, manipuladores, a menudo muy presuntuosos y extremadamente seductores. Siguen impulsos propios, ajenos a las convenciones de la vida y la moralidad. Debo añadir que son aterradores. Unos individuos muy inquietantes cuando se entra en contacto clínico con ellos. El astuto psiquiatra Hervey Cleckley ha publicado un interesante libro sobre esa clase de casos. Estaría encantado de prestárselo, puede que sea la mejor obra sobre estos psicópatas, pero le resultará una lectura de lo más angustiante, porque las conclusiones sugieren que no podemos hacer gran cosa. Desde el punto de vista clínico, me refiero.
Se detuvieron frente al edificio Amherst y el médico ladeó la cabeza como para escuchar mejor. Un grito agudo rasgó el aire, procedente de uno de los edificios contiguos.
—¿Cuántos de sus pacientes han sido diagnosticados como psicópatas? —preguntó ella.
—Ah, una pregunta que había previsto —dijo el médico a la vez que meneaba la cabeza.
—¿Y la respuesta es?
—Los tratamientos que ofrecemos aquí no serían adecuados para una persona con ese diagnóstico. Ni tampoco la atención residencial de larga duración, la prolongada medicación psicotrópica, ni siquiera los programas más radicales que, de vez en cuando, administramos, como la terapia electro convulsiva. Tampoco resultan útiles formas tradicionales de tratamiento como la psicoterapia —añadió con esa risita suya algo arrogante que Lucy ya encontraba irritante—. Ni siquiera el psicoanálisis clásico. No, señorita Jones, el Hospital Estatal Western no es lugar para un psicópata. Su lugar es la cárcel, que es donde suelen estar.
—Pero eso no significa que aquí no pueda haber alguno, ¿verdad? —repuso Lucy tras dudar un momento.