12

A veces la demarcación entre los sueños y la realidad se vuelve borrosa. Me cuesta saber qué es qué. Supongo que por eso tengo que tomar tantos medicamentos, como si la realidad pudiera favorecerse químicamente. Ingiere los miligramos suficientes de esta o aquella pastilla y el mundo vuelve a estar enfocado. Eso es tristemente cierto y, en su mayoría, todos esos fármacos cumplen con su cometido, aparte de sus desagradables efectos secundarios. Y supongo que, en general, es positivo. Sólo depende del valor que concedas a tener las cosas enfocadas.

Actualmente, yo no le concedía demasiado.

Dormí no sé cuántas horas en el suelo del salón. Había cogido una almohada y una manta y me había acostado junto a todas mis palabras, reacio a separarme de ellas, casi como un padre, temeroso de dejar solo a un niño enfermo. El suelo era duro, y mis articulaciones protestaron al despertarme. La luz del alba se colaba en el piso, como un heraldo anunciando algo nuevo. Me levanté para seguir con mi tarea sin haberme refrescado pero, por lo menos, un poco menos grogui.

Miré un momento alrededor para convencerme de que estaba solo.

Sabía que el ángel no estaba lejos. No se había ido. No era su estilo. Tampoco se había vuelto a esconder tras mi hombro. Tenía los nervios de punta, a pesar de las horas de sueño. Él estaba cerca, observando, esperando. En algún sitio próximo. Pero la habitación estaba vacía, por lo menos de momento. Los únicos ecos eran los míos.

Tenía que ser muy cuidadoso. En el Hospital Estatal Western habíamos sido tres quienes lo habíamos enfrentado. Y, aun así, había sido una lucha igualada. Ahora, solo en mi casa, temía no ser capaz de vencerlo.

Me volví hacia la pared. Recordé una pregunta que hice a Peter y también su respuesta: «El trabajo policial consiste en un examen constante y cuidadoso de los hechos. El pensamiento creativo está bien, pero sólo ciñéndose a los detalles conocidos.»

Reí en voz alta. Esta vez la ironía pudo más que yo y solté: «Pero no fue eso lo que funcionó, ¿verdad?» Quizás en el mundo real, sobre todo hoy, con las pruebas de ADN, los microscopios electrónicos y las actuales técnicas forenses, la tecnología y las capacidades modernas, no habría sido tan difícil. Puede que en absoluto. Pon las sustancias adecuadas en un tubo de ensayo, un poco de esto y un poco de aquello, pásalo por un cronómetro de gas, aplícale algo de tecnología espacial, obtén una lectura informática y tendrás a tu hombre. Pero por aquel entonces, en el Hospital Estatal Western, no teníamos ninguna de estas cosas.

Sólo nos teníamos a nosotros mismos.

Sólo en el edificio Amherst había casi trescientos pacientes varones. Esa cifra se multiplicaba por dos en las demás unidades, y el total del hospital ascendía a unos dos mil cien. La población femenina era ligeramente menor, con ciento veinticinco pacientes en Amherst, y poco más de novecientas en todo el hospital. Las enfermeras, las enfermeras en prácticas, los auxiliares, el personal de seguridad, los psicólogos y los psiquiatras aumentaban la cifra de personas a más de tres mil. Francis pensó que el mundo era más grande, pero aun así, éste era considerable.

Los días posteriores a la llegada de Lucy Jones, Francis empezó a observar a los hombres que transitaban por los pasillos con una clase distinta de interés. La idea de que uno de ellos fuera un asesino lo inquietaba, y se daba la vuelta cada vez que alguien se le acercaba por detrás. Sabía que eso era irracional, y también que sus temores eran infundados. Pero le costaba reprimir una sensación de temor constante.

Trataba de mirar a los ojos en un lugar que disuadía de hacerlo. Estaba rodeado de toda clase de enfermedades mentales, con diversos grados de intensidad, y no tenía idea de cómo mirar ese padecimiento para detectar otro muy distinto. El clamor que sentía en su interior, procedente de todas sus voces, aumentaba su nerviosismo. Se sentía cargado de impulsos eléctricos que se disparaban al azar. Sus esfuerzos por tranquilizarse fracasaban y se sentía exhausto.

Peter el Bombero no parecía tan frustrado. De hecho, Francis observó que, cuanto peor se sentía él, mejor parecía estar Peter. Su voz reflejaba más decisión y su paso, más rapidez por los pasillos. Parte de la tristeza esquiva que mostraba cuando llegó al Hospital Estatal Western había desaparecido. Peter tenía energía, algo que Francis envidiaba, porque él sólo tenía miedo.

Pero el tiempo que pasaba con Lucy y Peter en el despacho de esta conseguía sosegarlo un poco. En ese espacio reducido, hasta sus voces interiores callaban y podía escuchar lo que ellos le decían en relativa tranquilidad.

La prioridad, como le explicó Lucy, era establecer una forma de reducir la lista de posibles sospechosos. Dijo que podía consultar las historias clínicas de cada paciente y decidir quién había estado en condiciones de matar a las demás víctimas que ella creía relacionadas con el asesinato de Rubita. Tenía otras tres fechas, además de la de Rubita. Cada asesinato había tenido lugar unos días antes de que se encontrara el cadáver. Era evidente que la gran mayoría de los pacientes no estaba en la calle durante la época en que se cometieron. Era fácil desechar a los pacientes de larga estancia, en especial los ancianos.

No informó de esta primera investigación ni a Gulptilil ni a Evans, aunque Peter y Francis sabían lo que estaba haciendo. Eso creó cierta tensión cuando pidió al señor del Mal las historias clínicas del edificio Amherst.

—Por supuesto —dijo Evans—. Guardo los expedientes principales en mi despacho, en unos archivadores. Puede ir y revisarlos siempre que quiera.

Estaban frente al despacho de Lucy. Era primera hora de la tarde y el señor del Mal ya había ido dos veces esa mañana a preguntarle si podía ayudarla en algo, y para recordar a Francis y Peter que la sesión en grupo iba a celebrarse como siempre y que tenían que asistir.

—Ahora me iría bien —respondió Lucy y se dispuso a entrar, pero el señor del Mal la detuvo.

—Sólo usted —dijo con frialdad—. Los otros dos no.

—Me están ayudando —replicó Lucy—. Ya lo sabe.

El señor del Mal asintió, pero a continuación negó con la cabeza.

—Puede que sí —dijo—. Eso está por verse y, como usted sabe, tengo mis dudas. Pero eso no les da derecho a ver las historias de otros pacientes. En esos expedientes hay información personal y confidencial, obtenida en sesiones terapéuticas, y no puedo permitir que otros pacientes la examinen. Eso no sería ético por mi parte y supondría una violación de las normas sobre la confidencialidad. Debería saberlo, señorita Jones.

—Disculpe —contestó ella—. Tiene razón, por supuesto. Es sólo que supuse que, dadas las circunstancias, podría ser un poco más flexible.

—Por supuesto —sonrió él—. Y deseo ofrecerle la máxima colaboración en su búsqueda inútil. Pero no puedo violar la ley, ni es justo que me lo pida, ni a mí ni a cualquier otro supervisor del hospital.

El señor del Mal llevaba el cabello largo y gafas de montura metálica, lo que le confería un aspecto desaliñado. Para compensarlo solía ponerse corbata y camisa blanca, aunque siempre tenía los zapatos raspados y deslustrados. Francis pensaba que era como si no quisiera que lo relacionaran con el cambio ni con el statu quo. No desear pertenecer a ninguna de esas cosas ponía al señor del Mal en una situación difícil.

—Claro —dijo Lucy—. Yo no haría eso.

—Sobre todo porque sigo esperando que me enseñe algún indicio real de que la persona que busca está aquí.

La fiscal sonrió.

—Y ¿exactamente qué clase de prueba le gustaría que le enseñara? —preguntó.

Evans también sonrió, como si le gustara esa especie de esgrima. Estocada. Parada. Ataque.

—Algo que no sean suposiciones. Quizás un testigo creíble, aunque dónde podría encontrar uno en un hospital psiquiátrico se me escapa… —Soltó una risita, como si bromease—. O quizás el arma del crimen, que hasta ahora no se ha encontrado. Algo concreto. Algo consistente. —Parecía como si todo eso le resultase muy divertido—. Claro que, como ya habrá averiguado, señorita Jones, «concreto» y «consistente» no son conceptos apropiados para este lugar. Además, sabe tan bien como yo que, estadísticamente, es más probable que los enfermos mentales se lastimen a sí mismos que a los demás.

—Quizás el hombre que estoy buscando no sea exactamente lo que usted llamaría un enfermo mental —replicó Lucy—. Puede que pertenezca a una categoría muy distinta.

—Bueno —respondió Evans—, puede que sí. De hecho, es probable. Pero lo que tenemos aquí en abundancia es lo primero, no lo segundo. —Hizo una pequeña reverencia y señaló con el brazo su despacho—. ¿Todavía quiere examinar los expedientes? —preguntó.

—Tengo que hacerlo —dijo Lucy a Peter y Francis—. Empezar, por lo menos. Nos veremos después.

Peter observó con ceño a Evans, que no le devolvió la mirada y se llevó a Lucy Jones por el pasillo, apartando a los pacientes que se le acercaban con movimientos bruscos. A Francis le recordó a un hombre que se abre paso por la selva con un machete.

—Estaría bien que resultara que ese hijo puta es el hombre que andamos buscando —dijo Peter entre dientes—. Haría que todo el tiempo pasado aquí valiera la pena. —Soltó una carcajada—. Bueno, Pajarillo, el mundo no es nunca así de generoso. Y ya sabes el proverbio: «Cuidado con lograr lo que deseas.» —Pero, incluso mientras hablaba, siguió observando cómo Evans se alejaba por el pasillo—. Voy a hablar con Napoleón —añadió—. Por lo menos, él tendrá una perspectiva del siglo XVIII sobre todo esto.

Y se alejó deprisa hacia la sala de estar. Mientras dudaba si acompañarlo, Francis vio a Negro Grande apoyado contra la pared del pasillo, fumando un cigarrillo, con el uniforme blanco bañado en la luz que se filtraba por las ventanas, de modo que relucía. Por el mismo motivo, su piel parecía aún más oscura, Francis reparó en que el auxiliar los había estado observando. Se acercó a él, y el hombre corpulento se separó de la pared y dejó caer el cigarrillo al suelo.

—Un mal hábito —aseguró—. Y con tantas probabilidades de matarte como cualquier otra cosa en este hospital. No se puede estar del todo seguro con todo lo que ha pasado. Pero no empieces a fumar como los demás, Pajarillo. Aquí hay muchos malos hábitos. Intenta no adquirirlos, Pajarillo, y tarde o temprano saldrás de aquí.

Francis no respondió y observó cómo el auxiliar contemplaba el pasillo y fijaba los ojos en un paciente y luego en otro, aunque era evidente que su atención estaba en otra parte.

—¿Por qué se odian, señor Moses? —preguntó Francis.

Negro Grande no respondió directamente sino que dijo:

—¿Sabes qué? A veces, en el Sur, donde yo nací, había ancianas que presentían cuándo iba a cambiar el tiempo. Sabían cuándo iban a estallar tormentas y, en especial durante la época de los huracanes, iban de un lado a otro husmeando el aire, diciendo en ocasiones cánticos y hechizos, o lanzando huesos y valvas en un trozo de tela. Una especie de brujería, ya sabes. Ahora que tengo estudios y vivo en un mundo moderno, sé que no hay que creer en esos hechizos y conjuros. Pero el problema es que siempre tenían razón. Llegaba una tormenta y ellas lo sabían mucho antes que nadie. Avisaban a la gente que reuniera el ganado, arreglara el techo de la casa o se avituallara para una emergencia que nadie más preveía pero que se acercaba de todos modos. No tiene sentido, si lo piensas; lo tiene todo, si no lo piensas. —Sonrió, y le apoyó la mano en un hombro—. ¿Tú qué opinas, Pajarillo? Cuando miras a esos dos y ves cómo se comportan, ¿presientes también que la tormenta se acerca?

—Sigo sin entender, señor Moses.

—Te diré una cosa: Evans tiene un hermano. Y puede que lo que hizo Peter afectara a ese hermano. Y cuando Peter vino aquí, Evans se aseguró de ser él quien se encargara de su evaluación. Se aseguró de que Peter supiera que, fuera lo que fuese lo que quisiera, él le impediría conseguirlo.

—Pero eso no es justo.

—Yo no he dicho que sea justo, Pajarillo. No he dicho en absoluto que las cosas sean justas, en un sentido o en otro. Sólo he dicho que puede que eso sea parte del problema, y no tiene aspecto de mejorar, ¿no crees? —Se metió una mano en el bolsillo y el juego de llaves que llevaba colgado del cinturón tintineó.

—Señor Moses, ¿puede ir a todas partes con esas llaves?

—Aquí y en los demás edificios. Abren las puertas de seguridad y las puertas de los dormitorios. Incluso las celdas de aislamiento. ¿Quieres cruzar la verja de entrada, Francis? Estas llaves te allanarían el camino.

—¿Quién tiene unas llaves como ésas?

—Los supervisores de enfermería. Seguridad. Auxiliares como mi hermano y yo. El personal principal.

—¿Saben dónde están todos los juegos en todo momento?

—Deberíamos. Pero, como con todo lo demás, lo que debería ser no es lo que pasa en realidad. Pero bueno —sonrió—, empiezas a hacer preguntas como la señorita Jones y como Peter. El sabe cómo preguntar cosas. Tú estás aprendiendo.

Francis sonrió en respuesta al cumplido.

—Me gustaría saber si alguien controla dónde están los juegos de llaves en todo momento —insistió.

—No formulas bien tu pregunta, Pajarillo. —Negro Grande sacudió la cabeza—. Inténtalo otra vez.

—¿Faltan llaves?

—Sí. Ésa es la pregunta adecuada. Sí. Faltan unas llaves.

—¿Las ha buscado alguien?

—Sí. Pero quizá «buscar» no sea la palabra adecuada. Miraron en todos los sitios probables y lo dejaron por inútil.

—¿Quién las perdió?

—Bueno —repuso Negro Grande con una ancha sonrisa—, esa persona es nuestro buen amigo el señor Evans.

El corpulento auxiliar soltó otra carcajada y vio que su hermano se acercaba.

—Oye —lo llamó—, Pajarillo está empezando a averiguar cosas.

Francis vio que las enfermeras del puesto situado en mitad del pasillo sonreían, como si se tratara de una broma. Negro Chico también lo hizo cuando llegó a su lado, y preguntó:

—¿Sabes qué, Francis?

—¿Qué, señor Moses?

—Si aprendes a manejarte en este mundo —hizo un gesto con el brazo para indicar el hospital— y controlas bien todo esto, no te resultará difícil entender el mundo exterior. Si tienes la oportunidad, claro.

—¿Cómo puedo tener esa oportunidad, señor Moses?

—Ésa es la pregunta del millón ¿Cómo alguien consigue esa oportunidad? Hay formas, Pajarillo. Hay más de una, por lo menos. Pero no hay simples pautas de sí o no. Haz esto o haz lo otro y conseguirás una oportunidad. No, no funciona así. Tienes que encontrar tu propio camino. Lo encontrarás, Pajarillo. Sólo tienes que reconocerlo cuando se presente. Ése es el problema.

Francis pensó que Negro Chico sin duda se equivocaba. Y no creía poder entender ningún mundo. Varías voces resonaron en su interior y trató de escuchar lo que decían, porque supuso que tenían alguna opinión. Pero, cuando se concentraba, vio que ambos auxiliares lo observaban y tomaban nota de lo que su rostro expresaba. Por un instante se sintió desnudo, como si le hubieran arrancado la ropa. Así que sonrió del modo más agradable que pudo y se alejó por el pasillo, deprisa y hecho un mar de dudas.

Lucy estaba sentada tras la mesa del despacho de Evans mientras éste revolvía uno de los cuatro archivadores alineados contra una pared. En una esquina había un retrato de bodas. Se veía a Evans, con el pelo más corto y peinado, vestido con un traje diplomático azul que parecía subrayar su complexión delgada. Estaba de pie junto a una mujer joven que llevaba un vestido blanco que apenas ocultaba un embarazo prominente y lucía una guirnalda de flores en un ensortijado cabello castaño. Los rodeaba un grupo que incluía personas de todas las edades, desde muy mayores hasta muy jóvenes, con unas sonrisas similares que Lucy calificó de forzadas. En medio del grupo había un hombre con alba y casulla, cuyo bordado dorado destellaba. Tenía una mano en el hombro de Evans y, al fijarse en él, Lucy observó un notable parecido con el psicólogo.

—¿Tiene un hermano gemelo? —preguntó.

Evans vio que la fiscal observaba la fotografía y se volvió, con los brazos llenos de carpetas amarillas.

—Es cosa de familia —respondió—. Mis hijas también son gemelas.

Lucy miró alrededor, pero no vio ningún retrato más. Evans notó su curiosidad y aclaró:

—Viven con su madre. Baste decir que estamos pasando un mal momento.

—Lo lamento —dijo Lucy, sin comentar que eso no explicaba que no tuviera su foto en el despacho.

Evans se encogió de hombros, y dejó las carpetas en la mesa con un ruido sordo.

—Cuando creces con un hermano gemelo, te acostumbras a todas las bromas. Siempre son las mismas, ¿sabe? Los gemelos son como dos gotas de agua. ¿Cómo distinguirlos? ¿Tienen los mismos pensamientos e ideas? Cuando creces sabiendo que hay alguien idéntico a ti durmiendo en la litera de arriba, ves el mundo de otra forma. Para bien y para mal, señorita Jones.

—¿Son gemelos monocigóticos? —quiso saber, aunque con sólo mirar la fotografía ya sabía la respuesta.

Evans vaciló antes de responder, entrecerró los ojos y su voz sonó gélida:

—Lo fuimos. Ya no.

Ella lo miró sin entender.

—¿Por qué no le pide a su nuevo amigo y ayudante que se lo explique? —añadió Evans después de aclararse la garganta—. Él sabe la respuesta mucho mejor que yo. Pregunte al Bombero, la clase de hombre que empieza extinguiendo incendios pero termina provocándolos.

Ella no contestó y se acercó los expedientes. Evans se sentó frente a ella, se recostó y cruzó las piernas de un modo relajado para observar qué hacía. A Lucy la incomodó la intensidad de su mirada.

—¿Querría ayudarme? —preguntó—. Lo que quiero hacer no es nada difícil. Para empezar, me gustaría desechar a los hombres que estaban en el hospital cuando tuvieron lugar los otros tres asesinatos. Si estaban aquí…

—No podían estar fuera, por supuesto —asintió él—. Hay que cotejar las fechas.

—Exacto.

—Sólo que hay algunos elementos que lo complican un poco.

—¿Qué clase de elementos?

—Hay muchos pacientes que están en el hospital de forma voluntaria —respondió Evans tras frotarse el mentón—. Pueden entrar o salir, un fin de semana, por ejemplo, a petición de algún familiar responsable. De hecho, eso se alienta. Así que puede que alguien cuya historia parezca indicar que se trata de un paciente internado a tiempo completo, pasara en realidad cierto tiempo fuera del hospital. Bajo supervisión, claro. O, por lo menos, bajo una supuesta supervisión. Ese no es el caso de las personas internadas por orden judicial. Ni tampoco el de los pacientes a quienes se considera un peligro para ellos mismos o para los demás. Si estás aquí debido a un acto violento, no puedes salir, ni siquiera para una visita a casa. Salvo que un miembro del personal considere que eso puede ayudar al tratamiento terapéutico. Pero eso también dependerá de la medicación que recibe el paciente. Se puede enviar a alguien a casa a pasar la noche con una pastilla, pero no si necesita una inyección. ¿Comprende?

—Creo que sí.

—Y tenemos las vistas —prosiguió Evans, que se iba animando a medida que hablaba—. Periódicamente presentamos los casos en un trámite cuasi judicial, para justificar por qué alguien debe permanecer aquí o ser dado de alta. Viene un defensor de oficio de Springfield y tenemos un abogado para los pacientes, que integra un tribunal con el doctor Gulptilil y alguien de los servicios de salud mental estatales. Algo parecido a una junta de la libertad condicional. Su utilidad es irregular.

—¿A qué se refiere con «irregular»?

—La gente recibe el alta porque está estabilizada pero vuelve al cabo de un par de meses, después de descompensarse. Tratar una enfermedad mental tiene algo de puerta giratoria.

—Pero los pacientes que hay en el edificio Amherst…

—No sé si tenemos en la actualidad algún paciente con capacidad, tanto social como mental, para que se le conceda un permiso. Puede que un par, como mucho. No tenemos programada ninguna vista, que yo sepa. Tendría que comprobarlo. Además, no tengo idea sobre los demás edificios. Tendrá que preguntárselo a mis colegas.

—Creo que podemos descartar los demás edificios —aseguró Lucy—. El asesinato de Rubita ocurrió aquí, y es probable que el asesino esté aquí.

—¿Por qué supone eso? —Evans sonrió de un modo desagradable, como si lo que acababa de decir fuera una broma que ella no captaba.

—Simplemente pensaba…

Evans la interrumpió.

—Si su hombre es tan inteligente como usted cree, imagino que ir de un edificio a otro por la noche no le resultaría un problema insuperable.

—Pero los de seguridad patrullan los terrenos del hospital. ¿No detectarían a alguien que fuera de un edificio a otro?

—Por desgracia, como tantos organismos estatales, estamos faltos de personal. Y segundad efectúa unas rondas establecidas a horas regulares, fáciles de burlar si uno quiere. Y hay otras formas de desplazarse sin ser visto.

Lucy dudó de nuevo, y Evans añadió su opinión durante esa pausa.

—Larguirucho tenía un móvil, la oportunidad y el deseo, y su ropa tenía manchas de la sangre de la enfermera —dijo con tono monocorde—. No alcanzo a entender por qué se esfuerza tanto por encontrar a otro culpable. Estoy de acuerdo en que Larguirucho es, en muchos sentidos, un hombre simpático, pero también es un esquizofrénico paranoico y tiene antecedentes de actos violentos. En particular contra mujeres, a las que veía a menudo como adláteres de Satán. Y los días anteriores al crimen se había observado que su medicación era insuficiente. Si revisara su historia clínica, que la policía se llevó con dosis adecuadas en la distribución diaria. De hecho, había ordenado que empezaran a administrarle inyecciones intravenosas en los próximos días, porque creía que las dosis orales no le hacían efecto.

De nuevo, Lucy no respondió. Quería decirle que, para ella, sólo la mutilación de la mano de la enfermera absolvía a Larguirucho, pero se abstuvo.

—Aun así —prosiguió Evans a la vez que empujaba los expedientes hacia ella—, si revisa éstos y los otros mil de los demás edificios, podrá descartar a algunas personas. Yo no me fijaría tanto en las fechas y me concentraría en los diagnósticos. Descartaría a los retrasados mentales. Y a los catatónicos que no reaccionan ni a la medicación ni a los tratamientos de electroshock, porque no tienen la capacidad física para realizar un acto tan horrendo. Y a las demás alteraciones de la personalidad que excluyen lo que usted está buscando. Estaré encantado de responder cualquier pregunta que quiera hacer. Pero la parte más difícil, bueno, eso es cosa suya…

Y se reclinó para observar cómo ella abría el primer expediente y empezaba a revisarlo.

Francis se apoyó contra la pared enfrente del despacho del señor del Mal, sin saber muy bien qué hacer. No pasó mucho rato antes de que Peter apareciera y se apoyase a su lado, con la mirada fija en la puerta del despacho donde Lucy estaba estudiando los expedientes. Exhaló despacio, con un sonido sibilante.

—¿Has hablado con Napoleón? —preguntó Francis.

—Quería jugar al ajedrez. Así que hicimos una partida y me pegó una paliza. Aunque es un buen juego para un investigador.

—¿Por qué?

—Porque existen infinitas variaciones de una estrategia ganadora y, sin embargo, uno tiene los movimientos restringidos por las limitaciones de cada pieza del tablero. Un caballo puede hacer esto… —Con la mano trazó un ángulo recto—. Mientras que un alfil puede hacer esto… —Trazó una diagonal—. ¿Sabes jugar, Pajarillo?

Francis negó con la cabeza.

—Deberías aprender.

Mientras hablaban, un hombre fornido que pertenecía al dormitorio de la tercera planta se acercó a ellos. Lucía una expresión que Francis había empezado a reconocer en los retrasados del hospital. Mezclaba el desconcierto con la curiosidad, como si quisiera una respuesta a algo que no podría comprender, lo que le provocaba una frustración casi constante. En el Hospital Estatal Western había varios hombres como él, y asustaban a Francis porque si bien en general eran muy mansos, también eran capaces de una repentina agresividad, inmotivada. Francis había aprendido a alejarse de los retrasados mentales. Éste, abrió mucho los ojos y pareció gruñir, como enfadado de que en el mundo hubiera tantas cosas fuera de su alcance. Emitió un sonido gutural y siguió observando a Peter y Francis con mirada penetrante.

Peter le sostuvo la mirada.

—¿Qué estás mirando? —preguntó.

El hombre se limitó a emitir otro sonido gutural.

—¿Qué quieres? —dijo Peter.

El retrasado soltó un gruñido largo, como un animal plantando cara a un rival. Encorvó los hombros y se le desencajó el rostro. Francis tuvo la impresión de que a ojos de aquel hombre él resultaba un ser aterrador, porque la única vara de medir que ese retrasado poseía era la rabia. Una rabia que estalló en ese momento. Apretó los puños y los agitó delante de Francis y Peter, como si golpeara a una visión.

—No lo hagas —le dijo Peter.

El hombre pareció disponerse a atacarlo.

—No vale la pena —repitió Peter, pero se puso en guardia.

El retrasado dio un paso hacia ellos y se detuvo. Sin dejar de gruñir con una furia que parecía inmensa, de repente se dio un puñetazo en un lado de su propia cabeza. El golpe resonó en el pasillo. Lo siguió un segundo puñetazo, y un tercero, que se oyeron con fuerza. Empezó a sangrarle la oreja.

Ni Peter ni Francis se movieron.

El hombre soltó un grito, mezcla de triunfo y de angustia. Francis no supo si era un desafío o una rendición.

Luego se detuvo, resopló y se enderezó. Miró a Francis y Peter, y sacudió la cabeza como para aclararse la visión. Arrugó la frente de un modo socarrón, como si se le hubiese ocurrido una pregunta importante y en el mismo instante hubiera visto la respuesta. Entonces, con otro gruñido y una media sonrisa se marchó por el pasillo, farfullando para sí.

Francis y Peter lo observaron alejarse vacilante.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Francis.

—Esa es la cuestión —respondió Peter a la vez que meneaba la cabeza—. Aquí nunca se sabe. Es imposible saber qué provoca que alguien estalle así. O no. Dios mío, Pajarillo. Espero que sea el sitio más extraño en el que tengamos la desgracia de estar.

Volvieron a apoyarse contra la pared. Peter parecía preocupado por el reciente conato de pelea, como si le hubiera indicado algo.

—¿Sabes qué, Pajarillo? En Vietnam sabíamos que era probable que pasaran cosas extrañas en cualquier momento. Cosas extrañas y mortíferas. Pero, por lo menos, tenían algún sentido y alguna razón. Al fin y al cabo, estábamos ahí para matarlos, y ellos para matarnos a nosotros. Tenía cierta lógica perversa. Y, cuando volví a casa y me incorporé al departamento de bomberos, a veces en un incendio las cosas podían ponerse bastante peligrosas. Paredes que se desmoronan, suelos que ceden, calor y humo por todas partes. Pero, aun así, existía cierta lógica. El fuego arde siguiendo patrones definidos, y tú puedes tomar las precauciones adecuadas. Sin embargo, este sitio es otra cosa. Es como si todo estuviera en llamas todo el rato, como si todo estuviera oculto y hubiera bombas trampa.

—¿Habrías peleado con él?

—¿Habría tenido elección?

Echó un vistazo a los pacientes que se movían por el pasillo.

—¿Cómo puede sobrevivir alguien aquí? —preguntó.

Francis no tenía la respuesta.

—No estoy seguro de que se suponga que debamos hacerlo —susurró.

Peter asintió y esbozó su sonrisa irónica.

—Puede que eso, mi joven y loco amigo, sea la cosa más atinada que hayas dicho en tu vida.