El ruido en mi apartamento había ido aumentando de intensidad con el recuerdo, con la rabia. Sentía que el ángel me ahogaba, me arañaba. Los años de silencio se enconaban, y su furia era infinita. Me acobardé al sentir sus golpes en la cabeza y los hombros, me desgarraban el corazón y los pensamientos. Yo gritaba y sollozaba, y las lágrimas me resbalaban por la cara, pero nada de lo que decía parecía causar ningún efecto ni tener ningún sentido. El ángel era inexorable, imparable. Yo había ayudado a matarlo aquella noche, hacía tantos años, y ahora él había venido a vengarse y sería imposible disuadirlo. Pensé que debía de ser lo equitativo, en un sentido perverso. No había tenido ningún derecho a sobrevivir aquella noche en los túneles del hospital, y el ángel ahora reclamaba la victoria que en realidad siempre había sido suya. En el fondo, él siempre había estado conmigo y, por mucho que yo hubiera peleado entonces y por mucho que peleara ahora, jamás había tenido ninguna oportunidad frente a su oscuridad.
Me revolví, lancé una silla a su figura fantasmagórica, al otro lado de la habitación, y vi cómo la madera se partía con estrépito. Grité desafiante mientras evaluaba los escasos recursos que me quedaban, con la absurda esperanza de que aún lograría terminar mi historia escribiendo en el reducido espacio que, en la parte inferior de la pared, aguardaba mis últimas palabras.
Me arrastré por el suelo, igual que aquella noche.
Detrás de mí, oí que llamaban a la puerta de modo repetido y enérgico. Eran voces que me resultaban conocidas pero lejanas, como si me llegaran desde una gran distancia, a través de alguna divisoria que jamás conseguiría cruzar. No creí que fuesen reales. Aun así, grité:
—¡Marchaos! ¡Dejadme en paz!
Todas esas cosas se habían mezclado en mi mente, y las maldiciones y los gritos del ángel me impedían escuchar los gritos que procedieran de cualquier parte que no fueran los pocos metros cuadrados que configuraban mi mundo.
Había tirado de Peter, lo había arrastrado por el sótano para alejarnos del cadáver del asesino. Tanteaba el camino y apartaba cualquier obstáculo, sin saber si realmente iba en la dirección adecuada. Cada paso recorrido acercaba a Peter a la seguridad, pero también a la muerte, como si fueran dos líneas convergentes trazadas en un gran gráfico, y cuando se encontraran, yo perdería la apuesta y él moriría. Me quedaban pocas esperanzas de que alguno de los dos fuera a sobrevivir, de modo que, cuando vi que una puerta se abría y que un rayo de luz disipaba la oscuridad, hice un último esfuerzo con los dientes apretados. El ángel bramó detrás de mí, pero eso era ahora, porque aquella noche estaba muerto. Alargué la mano hacia la pared y pensé que, aunque fuera a morir al cabo de pocos minutos, por lo menos tenía que contar cómo alcé los ojos y distinguí la inconfundible figura de Negro Grande recortada contra la pequeña franja de luz, y oí su voz llamándome:
—¿Francis? ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
—¿Francis? —llamó Negro Grande, de pie en la puerta que daba al sótano de la central de calefacción y suministro eléctrico con su zona de almacén y los túneles que se entrecruzaban bajo los terrenos del hospital. Su hermano estaba a su lado, y el doctor Gulptilil detrás de ellos—. ¿Pajarillo? ¿Estás ahí?
Antes de que pudiera accionar el interruptor de la luz de la desvencijada escalera, oyó una voz débil pero conocida entre las sombras.
—Señor Moses, ayúdenos, por favor…
Ninguno de los hermanos dudó. El grito lastimoso y aflautado que rasgó la negrura que había a sus pies les dijo todo lo que necesitaban saber. Bajaron disparados hacia Francis mientras Gulptilil, un poco a regañadientes, localizaba por fin el interruptor y encendía la luz.
Lo que vio, bajo el brillo tenue de una bombilla desnuda, lo dejó de una pieza. Entre los desechos y el equipo abandonado, Francis, cubierto de sangre y suciedad, intentaba avanzar tirando de Peter, que parecía malherido y se presionaba con la mano una herida sangrante en el costado que había dejado un espantoso rastro rojo en el suelo de cemento. Gulptilil se sobresaltó al distinguir a un tercer paciente más al fondo, con los ojos abiertos debido a la sorpresa y la muerte, y con un cuchillo clavado hasta la empuñadura en el pecho.
—¡Dios mío! —exclamó el médico, y se apresuró a reunirse con los Moses, que ya estaban ayudando a Peter y Francis.
—Estoy bien, estoy bien. Atiéndanlo a él —repetía Francis una y otra vez. Aunque no estaba nada seguro de encontrarse bien, ése era el único pensamiento que el agotamiento y el alivio le permitían tener.
Negro Grande lo captó todo de un vistazo y, tras agacharse junto a Peter, le apartó los jirones de la camisa para comprobar el alcance de su herida. Negro Chico se situó junto a Francis y lo examinó deprisa en busca de posibles heridas, a pesar de sus negativas con la cabeza y sus protestas.
—No te muevas, Pajarillo —le pidió—. Tengo que asegurarme de que estás bien. —A continuación, hizo un gesto hacia el ángel y susurró—: Creo que lo has hecho muy bien esta noche. No importa lo que pueda decir nadie.
Cuando comprobó que Francis no estaba malherido, se volvió para ayudar a su hermano.
—¿Es muy grave? —preguntó Tomapastillas, junto a los dos auxiliares y con los ojos puestos en Peter.
—Bastante —respondió Negro Grande—. Tiene que ir al hospital enseguida.
—¿Podemos llevarlo arriba? —quiso saber Gulptilil.
El auxiliar se limitó a agacharse y pasar los dos brazos por debajo del cuerpo maltrecho de Peter para levantarlo del suelo y, con un esfuerzo y un gruñido, lo cargó escaleras arriba hacia la zona principal de la central de calefacción, como un novio que cruzara el umbral con la novia en brazos. Una vez allí, se arrodilló y con cuidado lo dejó en el suelo.
—Tenemos que pedir ayuda enseguida —dijo.
—Ya lo veo —dijo el director médico, que ya había cogido el viejo teléfono negro de disco de un mostrador y marcaba un número—. ¿Seguridad? Soy el doctor Gulptilil. Necesito otra ambulancia. Sí, exacto, otra ambulancia, y la necesito de inmediato en la central de calefacción y suministro eléctrico. Sí, es cuestión de vida o muerte.
Colgó.
Francis había seguido a Negro Grande y estaba junto a su hermano, que estaba hablando con Peter y le instaba a aguantar y le recordaba que la ambulancia ya estaba de camino y que no debía morir esa noche después de todo lo que había pasado. Su tono tranquilizador provocó una sonrisa en el rostro de Peter, a pesar de todo el dolor, el shock y la sensación de que la vida se le escapaba. Sin embargo, no dijo nada. El auxiliar se quitó su chaqueta blanca, la dobló y se la colocó como un pañuelo en la herida del costado.
—La ayuda ya está de camino, Peter —le dijo Gulptilil, inclinado hacia él, pero ninguno de los presentes pudo saber si el Bombero lo oyó o no.
Gulptilil suspiró y, mientras esperaban, empezó a evaluar el daño que se había producido esa noche. Afirmar que era un desastre era minimizar los hechos. Sólo sabía que le esperaba una engorrosa serie de informes, investigaciones y preguntas duras que exigirían respuestas difíciles. Tenía una fiscal de camino al hospital local con unas heridas terribles que ningún médico de urgencias iba a mantener en secreto, lo que significaba que tendría un detective en el hospital en cuestión de horas. Tenía un paciente, de considerable fama y de notable interés para gente importante, que se desangraba en el suelo, al borde de la muerte, pocas horas antes de que se le trasladara a otro Estado en secreto. Y encima tenía un tercer paciente, éste muerto, asesinado sin duda por el paciente famoso y su amigo esquizofrénico.
Había reconocido a ese tercer paciente y sabía que en su historia clínica se leía claramente de su propio puño y letra: «Retraso profundo. Catatónico. Diagnóstico reservado. Tratamiento de larga duración.» Sabía también que una anotación mencionaba que había recibido varios permisos de fin de semana bajo la custodia de su madre y una tía.
Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que su carrera dependía de lo que decidiera hacer en los próximos minutos. Por segunda vez esa noche, oyó el sonido lejano de una sirena, lo que imprimía urgencia a su decisión.
—Vivirás, Peter —musitó tras suspirar. No sabía si era cierto, pero sí que era importante. A continuación, se dirigió a los hermanos Moses—. Esta noche no ha existido —les dijo con frialdad—. ¿Entendido?
Los dos auxiliares se miraron entre sí y asintieron.
—Será difícil que la gente no vea ciertas cosas —replicó Negro Chico.
—Pues tendremos que lograr que vean lo menos posible.
Negro Chico señaló con la cabeza el sótano, donde estaba el cuerpo del ángel.
—Ese cadáver complicará las cosas —dijo en voz baja, como si midiera las palabras, consciente de que era un momento importante—. Ese hombre era un asesino.
Gulptilil sacudió la cabeza y le contestó como a un niño de primaria, poniendo énfasis en ciertas palabras.
—No hay pruebas reales de eso. Lo único que sabemos es que intentó agredir a la señorita Jones esta noche. Por qué motivo, lo ignoro. Y, lo más importante, lo que haya hecho en otras ocasiones, en otros lugares, sigue siendo un misterio. No guarda relación con nosotros, aquí, esta noche. Por desgracia, lo que no es ningún misterio es que fue perseguido y asesinado por estos dos pacientes. Puede que su comportamiento estuviera justificado… —Dudó, como si esperara que el auxiliar terminara la frase. Pero éste no lo hizo, de modo que Gulptilil se vio obligado a hacerlo él mismo—: Pero quizá no. En cualquier caso, habrá detenciones, titulares en los periódicos, tal vez una investigación oficial. Es probable que se presenten cargos. Nada volverá a ser igual durante cierto tiempo… —Hizo una pausa para observar los rostros de los dos hermanos—. Y quizás —añadió en voz baja—, no sean sólo el señor Petrel y el Bombero quienes tengan que enfrentarse a las acusaciones. Quienes hayan contribuido a permitir esta noche desastrosa podrían ver en peligro sus empleos… —Esperó de nuevo para medir el impacto de sus palabras en los dos auxiliares.
—Nosotros no hemos hecho nada malo —repuso Negro Grande—. Ni tampoco Francis o Peter…
—Por supuesto —asintió Gulptilil a la vez que sacudía la cabeza—. Moralmente, sin duda. ¿Éticamente? Por supuesto. Pero ¿legalmente? Todo el mundo hizo lo correcto, de eso estoy seguro. Lo entiendo. Pero no estoy tan seguro de cómo otras personas, y me refiero a la policía, percibirán estos hechos tan terribles.
Como los Moses guardaron silencio, Gulptilil prosiguió:
—Hemos de ingeniárnoslas, y lo más deprisa posible. Tenemos que conseguir que esta noche haya pasado lo menos posible —repitió. Y, al decirlo, señaló el sótano con un gesto.
Negro Chico lo entendió, lo mismo que su hermano. Ambos asintieron.
—Pero si ese hombre no está muerto —comentó Negro Chico—, entonces no es probable que nadie se fije en Pajarillo ni en el Bombero. Ni en nosotros.
—Correcto —dijo con frialdad el doctor Gulptilil—. Creo que nos entendemos a la perfección.
El auxiliar pareció reflexionar un momento. Se volvió hacia su hermano y hacia Francis.
—Venid conmigo —dijo—. Todavía tenemos trabajo que hacer.
Los guió de vuelta al sótano, no sin antes dirigirse hacia Gulptilil, que estaba junto a Peter presionándole la herida para contener la hemorragia.
—Debería hacer la llamada —le dijo.
—Dense prisa —asintió el director médico, y se separó de Peter para regresar al mostrador, donde descolgó el auricular y marcó un número—. ¿Sí? ¿Policía? —Inspiró hondo y prosiguió—: Soy el doctor Gulptilil, del Hospital Estatal Western. Llamo para informar de que uno de nuestros pacientes más peligrosos se ha escapado del hospital esta noche. Sí, creo que va armado. Sí, puedo darles su nombre y su descripción…
El médico miró a Francis, que se había quedado clavado, y le hizo un gesto instándole a que se diera prisa. Fuera, el sonido de la ambulancia acompañada por el personal de seguridad se acercaba cada vez más.
La lluvia salpicó la cara de Francis, como si desdeñara lo que había pasado, o tal vez para lavar las últimas horas; Francis no estaba seguro. Un fuerte viento zarandeó un árbol cercano, como si lo horrorizara el cortejo fúnebre que pasaba a su lado en plena noche.
Negro Grande iba delante, con el cadáver del ángel cargado a la espalda como un bulto informe. Su hermano lo seguía con dos palas y un pico. Francis cerraba la comitiva, acelerando el paso cuando Negro Chico lo apremiaba. Oyeron llegar la ambulancia a la central de calefacción y suministro eléctrico, y en una pared distante Francis vio el reflejo de sus luces de emergencia. También había un coche negro de seguridad, cuyos faros esculpían un arco de luz blanca en las densas sombras de la noche. Pero los tres estaban fuera de su línea visual y avanzaban a oscuras hacia un extremo de los terrenos del hospital.
—No hagáis ruido —pidió Negro Chico innecesariamente.
Francis miró el cielo nocturno y le pareció que podía distinguir ricas vetas de ébano, como si algún pintor hubiera decidido que la noche no era lo bastante oscura y hubiera intentado añadir unas pinceladas más gruesas de negro.
Cuando volvió a bajar los ojos, supo adonde iban. No muy lejos estaba el jardín donde habían sembrado flores. Siguió a los hermanos Moses más allá de la desvencijada valla hasta el pequeño cementerio. Una vez allí, Negro Grande hizo deslizar el cadáver hacia el suelo con un gruñido. Cayó con un sonido sordo y Francis pensó que sentiría náuseas pero, para su sorpresa, no fue así. Observó al ángel y pensó que podía haberse cruzado con él en un pasillo, en el comedor o en la sala de estar cientos de veces sin haber sabido quién era en realidad hasta esa noche. No obstante, se dijo que eso no era así, que si alguna vez lo hubiera mirado directamente a los ojos, habría visto en ellos lo mismo que esa noche.
Negro Grande cogió una pala y se situó en un extremo del pequeño montículo que señalaba dónde se había dado sepultura a Cleo el día anterior. Francis se puso a su lado, cogió el pico y, sin decir palabra, lo levantó por encima de la cabeza y lo clavó en la tierra húmeda. Le sorprendió la facilidad con que podía remover la tierra blanda de la tumba de Cleo. Era como si ella le facilitase las cosas.
Entretanto, los paramédicos tenían que esforzarse por segunda vez en pocas horas. No pasó demasiado rato antes de que los tres oyeran arrancar la ambulancia y recorrer el camino de salida en dirección al hospital más próximo, como había hecho antes, a la misma velocidad vertiginosa, por el mismo camino lleno de baches.
Cuando el aullido de la sirena se desvaneció, se quedaron únicamente con el sonido apagado de las palas y el pico. Seguía lloviendo y el agua los empapaba, pero Francis apenas era consciente de sentirse incómodo, ni siquiera de tener el menor rastro de frío. Se le formaba una ampolla en la mano, pero no hizo caso y siguió descargando el pico una y otra vez. Había superado el agotamiento, absorto en lo que estaban haciendo y en la certeza de que todas las pruebas incriminatorias, yacerían bajo tierra.
No supo si tardaron una hora o más en cavar hasta un metro y medio de profundidad, donde el barato ataúd de metal que contenía los restos de Cleo quedó por fin al descubierto. Por un instante, la lluvia repiqueteó contra la tapa, y Francis esperó extrañamente que el ruido no perturbara el sueño de la reina egipcia. Luego, sacudió la cabeza y pensó: «Esto le gustaría. Toda emperatriz se merece un esclavo en la otra vida.»
Negro Grande dejó la pala en el suelo y su hermano lo ayudó a levantar el cadáver del ángel por las manos y los pies. Tambaleantes en el barro resbaladizo, se acercaron al borde de la tumba y, con un impulso, dejaron caer al ángel sobre el ataúd con un sonido apagado. Negro Grande dirigió una mirada a Francis, que estaba de pie al borde de la fosa, dubitativo.
—No es necesario decir una oración por este hombre porque ninguna le servirá de nada allá donde va —le dijo.
Francis asintió.
Después, sin vacilar, los tres hombres cogieron las herramientas y empezaron a rellenar deprisa la tumba, justo cuando la primera luz titubeante del alba empezaba a asomar por el horizonte.
Y eso fue todo.
Me acurruqué hecho un ovillo junto a la pared.
Me estremecí y procuré aislarme del caos que me rodeaba. En un lugar situado a kilómetros de distancia se oían gritos y muchos golpes, como si todos los miedos, las dudas y hasta el último ápice de culpa que había ocultado todos esos años intentaran derribar mi puerta para irrumpir en mi casa. Sabía que debía una muerte al ángel, y que éste había venido a reclamarla. Había contado la historia y no creía tener más derecho a vivir. Cerré los ojos y, sin dejar de oír voces destempladas y gritos apremiantes, esperé a que se vengara, a sentir la frialdad de su tacto. Me contraje todo lo que pude y oí acercarse pasos frenéticos mientras yo, por fin calmado, esperaba la muerte.