Peter levantó la cabeza al oír la llave cerrar la puerta. Se puso de pie de un brinco sin entender cómo había podido dormirse. Cogió el pomo e intentó abrir la puerta, con la esperanza de que el ruido que lo había despertado formara parte de un sueño. Pero la puerta no se movió. Soltó el pomo y dio un paso atrás, embargado por un torrente de emociones, algo distinto al miedo o el pánico, diferente a la ansiedad, la impresión o la sorpresa. De repente el orden de los acontecimientos que había supuesto que iban a ocurrir esa noche se había torcido. Al principio no supo qué hacer, así que inspiró hondo y se recordó que más de una vez había estado en situaciones peligrosas que exigían calma. Tiroteos cuando era soldado, incendios cuando era bombero. Se mordió el labio inferior y se dijo que debía mantenerse alerta y en silencio. Acercó la cara a la ventanita de la puerta y escudriñó el pasillo. De momento no había sucedido nada que hiciera esa noche distinta de cualquier otra.
Francis se había levantado de la cama impulsado por fuerzas que no acababa de reconocer. Oyó cómo sus voces gritaban: ¡Está pasando ahora! Pero no sabía a qué se referían. Se quedó de pie, casi como una estatua, junto a la cama, aguardando el siguiente momento, con la esperanza de que lo que tuviera que hacer quedara claro en unos segundos. Y que cuando tuviera que hacerlo, fuera capaz. Estaba lleno de dudas. Jamás había conseguido hacer nada bien, ni una sola vez en toda su vida.
En el puesto de enfermería, Lucy miró a través de la rejilla metálica hacia la penumbra del pasillo y vio una figura lejana, en el mismo sitio donde unas horas antes Negro Chico la había saludado con la mano. Era una forma humana que parecía haberse materializado de la nada. Vio una chaqueta blanca de auxiliar que se detenía un momento ante la puerta del dormitorio de los hombres y luego seguía andando por el pasillo hacia ella. El hombre hizo un gesto para saludarla, y Lucy vio que le sonreía. Tenía un aspecto seguro y despreocupado, y no caminaba con la vacilación habitual de los pacientes, que siempre se movían bajo el peso de sus enfermedades. No obstante, puso la mano sobre el bolso para tranquilizarse con la cercanía del revólver.
No era un hombre demasiado corpulento, quizá no más alto que ella, pero con una complexión más pesada y atlética. Mientras avanzaba por el pasillo parecía volverse cada vez más nítido. Se detuvo y comprobó la puerta de un trastero, hizo lo mismo con una segunda, y también con la que daba acceso al sistema de calefacción en el sótano. La puerta se abrió y él sacó un juego de llaves parecido al que habían dado a Lucy para esa noche, e introdujo una en la cerradura. Estaba a unos seis metros de distancia. Lucy deslizó la mano para agarrar la culata del revólver.
Iba a usar el intercomunicador, pero vaciló cuando el auxiliar comentó, de modo nada desagradable:
—Los idiotas de mantenimiento siempre se dejan las puertas abiertas, por muy a menudo que les digamos que no lo hagan. Me sorprende que no hayamos perdido a algún paciente en esos sótanos.
Sonrió y se encogió de hombros. Lucy no dijo nada.
—El señor Moses me ha pedido que venga a comprobar cómo está —comentó el auxiliar—. Dijo que era su primera noche. Espero no haberla puesto nerviosa.
—Estoy bien —aseguró Lucy, y rodeó la culata con la mano—. Dele las gracias, pero no necesito ayuda.
El auxiliar se acercó un poco más.
—Ya. El turno de noche consiste en estar solo y aburrido, y sobre todo, en mantenerse despierto. Pero puede dar miedo pasada la medianoche.
Lucy lo observó con atención, comparando todos sus rasgos e inflexiones con la imagen que se había formado del ángel. ¿Tenía la estatura, la complexión o la edad adecuadas? ¿Qué aspecto tenía aquel asesino? Se le hizo un nudo en el estómago, y los brazos y las piernas le temblaron de la tensión. Pero no era lógico que el ángel se le acercara tranquilamente por el pasillo con una sonrisa en los labios. Se preguntó quién sería ese hombre.
—¿Por qué no bajó el señor Moses? —preguntó.
—Dos hombres del dormitorio de arriba tuvieron sus más y sus menos al apagar las luces, y tuvo que acompañar a uno de ellos a la cuarta planta para que lo pongan en observación y le administren una inyección de Haldol. Así que dejó a su hermano en el puesto y me pidió que bajara aquí. Pero parece que usted tiene todo bajo control. ¿Puedo ayudarla en algo antes de volver a subir?
Lucy no dejó de sujetar el arma ni de mirar al auxiliar. Intentó examinarlo a conciencia cuando se acercó más. Tenía el pelo castaño, largo pero bien peinado. Llevaba el uniforme blanco impecable y unas silenciosas zapatillas de deporte. Lo miró a los ojos en busca de la luz de la locura, o de la oscuridad de la muerte. Luego, al tiempo que sujetaba el arma con más fuerza y la sacaba un poco del bolso para estar preparada, le observó las manos. Tenía dedos largos, quizás demasiado. Eran manos como garras, pero estaban vacíos.
El hombre se situó lo bastante cerca como para que ella notara una especie de calor entre ambos. Pensó que se trataba simplemente de su nerviosismo.
—Bueno, siento haberla sobresaltado. Debería haberla llamado por teléfono para avisarle que bajaba. O quizá debería haberlo hecho el señor Moses, pero él y su hermano estaban un poco ocupados.
—No se preocupe —dijo Lucy.
El auxiliar señaló el teléfono que ella tenía a su lado.
—He de llamar al señor Moses para decirle que vuelvo al ala de aislamiento. ¿Puedo?
—Adelante… —asintió Lucy—. Perdone, no recuerdo su nombre.
Ahora estaba lo bastante cerca de ella como para tocarla, pero separado aún por la rejilla que protegía el puesto de enfermería. La culata del revólver parecía quemarle la mano, como si le gritara que la sacara de su escondrijo.
—¿Mi nombre? —dijo él—. Lo siento. En realidad, no se lo he dicho.
Metió la mano en la abertura por donde se repartían los medicamentos y descolgó el auricular para llevárselo al oído. Lucy observó cómo marcaba tres números y esperaba un segundo.
Una súbita confusión la invadió. El auxiliar no había marcado el 202.
—Oiga —soltó—. Ése no es…
Y el mundo pareció explotar.
El dolor, como un manto rojo, le estalló ante los ojos. El miedo se le clavaba en el corazón con cada latido. La cabeza le daba vueltas vertiginosamente y notó que se caía hacia delante cuando una segunda explosión de dolor le golpeó la cara, seguida de una tercera y una cuarta. De repente sintió en llamas la mandíbula, la boca, la nariz y las mejillas. Estaba al borde del desvanecimiento. Con lo poco que le quedaba de conciencia, trató de sacar el revólver, pero la mano segura y firme con que sujetaba la culata hacía unos segundos ahora era floja e insuficiente. Sus movimientos eran extremadamente lentos, como si estuviese maniatada. Intentó encañonar al auxiliar mientras una vocecita interior le gritaba: «¡Dispara! ¡Dispara!» Pero, con la misma brusquedad, perdió el arma y el equilibrio, y cayó con un fuerte golpe al suelo, donde sólo notó el sabor de la sangre. Parecía la única sensación posible, como si el dolor hubiera anulado todas las demás. Unos estallidos carmesí le deslumbraban los ojos. Un ruido ensordecedor le destrozaba los oídos. El olor del miedo le saturaba la nariz. Quiso gritar pidiendo ayuda, pero las palabras le resultaban inalcanzables, como si estuvieran al otro lado de un precipicio.
Lo que pasó fue lo siguiente: el auxiliar había levantado de golpe el auricular para atizarle un golpe brutal a la mandíbula, demoledor como el puñetazo de un boxeador, a la vez que alargaba la otra mano a través de la abertura para sujetarla por el vestido. Cuando salió impulsada hacia atrás, él tiró de ella, de modo que su cara chocó contra la rejilla que estaba ahí para protegerla. La empujó de esa manera brutal contra la tela metálica tres veces y después la lanzó al suelo, donde había caído de bruces. El arma, que le había arrancado con mucha facilidad de la mano, se deslizó por el suelo hasta detenerse en un rincón del puesto de enfermería. Fue un ataque de una rapidez y eficiencia inauditos. Unos pocos segundos de fuerza desenfrenada con apenas sonido. Lucy, prudente y calculadora, tenía el arma en la mano y, acto seguido, estaba en el suelo, apenas capaz de hilvanar las ideas, salvo una única y terrible: «Voy a morir esta noche.»
Intentó levantar la cabeza del suelo y, a través de la niebla visual que le había provocado el impacto, vio cómo el auxiliar abría con calma la puerta del puesto. Hizo un gran esfuerzo para arrodillarse, pero no pudo. Quería gritar pidiendo ayuda, defenderse, hacer todo lo que había planeado y que antes parecía tan fácil de lograr. Pero sin darle ocasión de reunir la fuerza o la voluntad necesarias, él ya estaba a su lado. Un violento puntapié en las costillas le quitó el poco aliento que conservaba. Lucy gimió y el ángel se agachó y le susurró unas palabras que le provocaron un pánico paralizante.
—¿Te acuerdas de mí? —siseó.
Lo realmente terrible de ese momento, lo que superó la salvaje agresión sufrida segundos antes, fue que, cuando oyó aquella voz tan cerca de ella y con una intimidad que sólo revelaba odio, fue como si el tiempo no hubiera pasado.
Peter espiaba con la cara pegada a la ventanita para intentar ver qué pasaba en el pasillo. Sólo consiguió ver la penumbra y unos rayos de luz tenue que no revelaban ningún signo de actividad. Pegó la oreja a la puerta para oír algo, pero su grosor se lo impidió. No sabía qué pasaba, si es que pasaba algo. Lo único seguro era que la puerta que tenía que estar abierta estaba cerrada, que fuera de su vista y su alcance quizás estaba pasando algo, y que, de repente, no podía hacer nada al respecto. Cogió el pomo y tiró frenéticamente de él, provocando un ruido tenue e impotente que ni siquiera era lo bastante fuerte para despertar a ninguno de los demás hombres, sedados, de la habitación. Maldijo y tiró de nuevo.
—¿Es él? —oyó Peter a su espalda.
Se volvió y vio a Francis de pie, a poca distancia. Tenía los ojos desorbitados por el miedo y la tensión, y un haz de luz que se filtraba por una ventana hacía que su rostro pareciera más joven aún de lo que era.
—No lo sé —respondió Peter.
—La puerta…
—La han cerrado con llave. No entiendo cómo pudo ocurrir.
Francis inspiró hondo, absolutamente seguro de algo.
—Es él —afirmó con una determinación que lo sorprendió.
El dolor limitaba sus pensamientos y movimientos. Luchaba por mantenerse alerta porque sabía que su vida dependía de ello. La hinchazón ya le había cerrado un ojo, y creía que tenía la mandíbula rota. Intentó alejarse a rastras del ángel, pero él volvió a golpearla con el pie.
Luego se abalanzó sobre ella y, sentado a horcajadas, la inmovilizó contra el suelo. Lucy gimió y fue consciente de que el ángel tenía algo en la mano. Cuando le presionó con ello la mejilla, supo qué era: un cuchillo como el que había usado para desfigurar su belleza tantos años atrás.
—No te muevas —susurró como un implacable sargento de instrucción—. No te mueras demasiado deprisa, Lucy Jones. No después de todo este tiempo.
Ella estaba rígida de miedo.
El ángel se levantó, se acercó tranquilamente al mostrador y con dos movimientos rápidos y feroces cortó la línea telefónica y el intercomunicador.
—Ahora —le dijo—, una pequeña charla antes de que ocurra lo inevitable.
Lucy retrocedió sin contestar.
El ángel volvió a situarse sobre ella y la inmovilizó con las rodillas.
—¿Tienes idea de lo cerca que he estado de ti y en tantas ocasiones que he perdido la cuenta? ¿Sabes que he estado a tu lado en cada paso que has dado, día tras día, semana tras semana hasta llegar a sumar años? ¿Que siempre he estado ahí, tan cerca que podría haber alargado la mano para tocarte, tan cerca que aspiraba tu fragancia y te oía respirar? Siempre he estado a tu lado, Lucy Jones, desde la noche en que nos conocimos.
Acercó su cara a la de ella.
—Lo has hecho bien —añadió—. Aprendiste todas las lecciones en la facultad de Derecho, incluida la que yo te enseñé. —La miró con expresión de súbita cólera—. Pero ahora sólo queda tiempo para una última lección —le espetó, y le puso la hoja del cuchillo en el cuello.
—Es él —repitió Francis—. Está aquí.
Peter volvió a mirar por la ventanita de la puerta.
—No he oído la señal. Los hermanos Moses deberían estar aquí…
Dirigió un último vistazo a la mezcla de miedo y perseverancia que Francis lucía en la cara, y se volvió para intentar abrir la puerta con el hombro. A continuación, retrocedió y se lanzó contra el grueso metal, del que sólo pudo arrancar un ruido sordo. El pánico lo invadía, consciente de repente de que, en un sitio donde el tiempo parecía casi irrelevante, ahora los segundos importaban.
Retrocedió y dio un fuerte puntapié a la puerta.
—Francis —dijo—, tenemos que salir de aquí.
Pero Francis ya estaba tirando del bastidor de la cama, intentando arrancar un montante. Peter no tardó en comprender lo que el joven pretendía, y se situó junto a él para ayudarlo a liberar alguna parte de hierro que sirviese de palanca improvisada para forzar la puerta. Entonces una idea insólita se abrió paso entre su miedo y sus dudas: era probable que la sensación que sentía fuera la misma que la de un hombre atrapado en un edificio en llamas al enfrentarse a una pared de fuego que amenaza con devorarlo. Tiró con más fuerza y gruñó del esfuerzo.
En el puesto de enfermería, Lucy luchaba desesperadamente por conservar la calma. En las horas, los días y los meses posteriores a la agresión que había sufrido tantos años atrás, había revivido de modo inevitable todos los «¿y si…?» y «tal vez si…» Ahora procuraba reunir todos esos recuerdos, sentimientos de culpa y recriminaciones, miedos y horrores para revisarlos a fin de encontrar el que pudiera ayudarla, porque este momento era igual que aquél. Sólo que esta vez iban a arrebatarle algo más que la juventud, la inocencia y la belleza. Se ordenó buscar por encima del dolor y la desesperación una forma de defenderse.
Se enfrentaba sola al ángel en un edificio lleno de gente, tan aislada y abandonada como en una isla desierta o en un bosque impenetrable. La ayuda estaba a un tramo de escaleras de distancia. La ayuda estaba al fondo del pasillo, tras una puerta cerrada con llave. La ayuda estaba en todas partes. La ayuda no estaba en ninguna parte.
La muerte era un hombre con un cuchillo que la sujetaba contra el suelo. Él detentaba todo el poder; una fuerza surgida de la planificación, la obsesión y la expectativa de ese momento debía de haber alimentado al ángel. Años de compulsión y deseo sólo para alcanzar ese momento. Entonces supo, de un modo que trascendía todo lo aprendido en la universidad, que tenía que volver su victoria en su contra, así que, en lugar de decir «¡Para!», «¡Por favor!» o siquiera «¿Por qué?», pronunció con los labios hinchados una frase tan arrogante como falsa:
—Siempre supimos que eras tú.
El ángel dudó. Y le apretó el cuchillo contra la mejilla.
—Mientes —siseó. Pero no la cortó, todavía no. Y Lucy supo que había ganado unos segundos. No una oportunidad de vivir, sino un momento que había hecho dudar al ángel.
El ruido que Peter y Francis hacían al pelearse con el bastidor de la cama empezó por fin a despertar a los pacientes. Como zombis surgidos de un cementerio, uno tras otro se fueron desperezando, combatieron el profundo embotamiento de sus sedantes y se levantaron penosamente, parpadeando ante el frenesí de Peter, que forcejeaba con el metal con todas sus fuerzas.
—¿Qué está pasando, Pajarillo?
Francis oyó la pregunta de Napoleón y se detuvo, sin saber muy bien qué responder. Los demás hombres formaban un grupo irregular y amorfo detrás de Napoleón, asombrados por los esfuerzos de él y Peter, que estaban logrando un modesto avance. Casi habían conseguido soltar un trozo de unos noventa centímetros de bastidor.
—Es el ángel —contestó al fin—. Está ahí fuera.
Se oyó un murmullo, mezcla de sorpresa y miedo. Un par de hombres se acobardaron al pensar que el asesino de Rubita estaba tan cerca.
—¿Qué está haciendo el Bombero? —quiso saber Napoleón.
—Necesitamos algo para forzar la puerta —explicó Francis.
—Si el ángel está ahí fuera, ¿no deberíamos atrancarla mejor?
Otro paciente estuvo de acuerdo.
—Tenemos que mantenerlo fuera —murmuró—. Si entra, ¿qué nos salvará?
—Deberíamos escondernos —propuso alguien del grupo. Francis creyó que era una de sus voces, pero cuando los hombres vacilaron indecisos, supo que por esa vez sus voces guardaban silencio.
Peter los miró. El sudor le resbalaba por la frente y le hacía brillar la cara a la tenue luz de la habitación. Por un instante, lo absurdo de la situación casi lo superó. Aquellos hombres, con sus rostros marcados por temores innombrables, pensaban que sería mejor atrancar la puerta que abrirla. Se miró las manos y advirtió que se había hecho varios cortes en las palmas y se había dañado una uña. Volvió a levantar los ojos y vio que Francis se acercaba a los hombres sacudiendo la cabeza.
—No —dijo el joven con paciencia—. El ángel matará a la señorita Jones si no la ayudamos. Es como dijo Larguirucho. Tenemos que afrontar la situación. Protegernos del mal. Tomar medidas. Levantarnos y luchar. De lo contrario nos encontrará. Tenemos que actuar ahora.
De nuevo, los hombres retrocedieron. Se oyó una carcajada, un sollozo, más de un ruidito de miedo. Francis detectó impotencia y duda en todas las caras.
—Tenemos que ayudarla —suplicó—. Ahora mismo.
Los hombres no se decidían. Se balanceaban atrás y adelante como si lo que les pedían que hicieran, fuera lo que fuese, originara un viento que los zarandeaba.
—Ha llegado la hora —afirmó Francis con una rara resolución en la voz—. Este es el momento. Ahora. El momento en que los locos de este edificio harán algo que nadie espera. Nadie cree en nosotros. Nadie imagina que seamos capaces de lograr algo juntos. Pero vamos a ayudar a la señorita Jones, y lo haremos juntos. Todos a la vez.
Y entonces vio algo de lo más sorprendente. De entre aquel puñado de chalados, el hombretón retrasado, tan infantil en todas sus acciones que no parecía entender ni siquiera la petición más sencilla, se dirigió hacia Francis. Era de tal simplicidad que Francis no logró imaginar cómo habría entendido nada de lo que estaba ocurriendo pero, a través de la densa niebla de su limitada inteligencia, le había llegado la idea de que Peter necesitaba ayuda, la clase de ayuda que él podía ofrecer. Dejó su muñeco sobre una cama y pasó junto a Francis con una mirada decidida. Con un gruñido, apartó a Peter de un empujón. Luego, mientras todos lo observaban en un silencio embelesado, se agachó, agarró el bastidor de hierro y, de un tirón potente, arrancó la barra. La agitó sobre su cabeza, esbozó una amplia sonrisa y se la entregó a Peter.
El Bombero la encajó de inmediato entre la hoja y el marco, junto al cerrojo. A continuación, hizo palanca con todas sus fuerzas.
Francis vio cómo la barra se doblaba con un chirrido espantoso y la puerta empezaba a combarse.
Peter soltó un profundo suspiro y retrocedió. Volvió a encajar la barra e iba a empujarla cuando Francis lo interrumpió.
—¡Peter! —exclamó—. ¿Cuál era la palabra?
—¿Qué? —preguntó, confundido, el Bombero.
—La palabra, la contraseña que Lucy usaría para pedir ayuda.
—«Apolo» —respondió Peter, y se concentró de nuevo en la puerta. Sólo que esta vez, el hombretón retrasado se acercó para ayudarlo, y ambos se aplicaron a la tarea.
Francis se volvió hacia los demás hombres, paralizados en su sitio, como a la espera de alguna liberación.
—Muy bien —dijo con la convicción de un general delante de su ejército en el momento de un ataque—. Tenemos que conseguir ayuda.
—¿Qué quieres que hagamos? —preguntó Noticiero.
Francis levantó una mano, como el arbitro de salida en una carrera.
—Un ruido que puedan oír arriba y les haga entender que necesitamos ayuda.
—¡Ayuda! ¡Ayuda! —gritó un paciente lo más fuerte que pudo. Y luego más bajo—: ¡Ayuda! —Su voz se desvanecía.
—No sirve de nada gritar pidiendo ayuda. Todos lo sabemos —dijo Francis con rotundidad—. Nadie presta atención a esos gritos. Lo que tenemos que gritar es ¡Apolo!
La confusión y la duda provocó que los hombres farfullaran varios Apolo seguidos.
—¿Apolo? —repitió Napoleón—. Pero ¿por qué Apolo?
—Es la única palabra que funcionará —aseguró Francis. Sabía que parecía una locura, pero lo dijo con tanta firmeza que terminó con cualquier otra discusión.
—¡Apolo! ¡Apolo! —gritaron varios de los hombres al instante, pero Francis los hizo callar con un gesto rápido.
—¡No! —exclamó enérgico—. Tenemos que hacerlo juntos. De otro modo, no lo oirán. Lo diremos a la de tres. Vamos a probar.
Hizo una cuenta atrás y sonó un solo Apolo, modesto pero unificado.
—Bien, bien —animó Francis. Miró a Peter y al hombre retrasado, que gemían mientras se afanaban en forzar la puerta—. Esta vez tendrá que ser muy fuerte. —Levantó la mano—. Cuando yo diga —ordenó—. Tres, dos, uno… —Bajó el brazo con rapidez, como una espada.
—¡¡Apolo!! —bramaron los hombres.
—¡Otra vez! —exhortó Francis—. Lo habéis hecho muy bien. Vamos. Tres, dos, uno… —Rasgó el aire de nuevo.
—¡¡¡Apolo!!! —aullaron los hombres.
—¡Otra vez!
—¡¡Apolo!!
—¡Y otra!
—¡¡Apolo!!
La palabra se elevó con fuerza, propulsada a toda potencia, y traspasó las gruesas paredes y la oscuridad del hospital, convertida en una palabra explosiva, pirotécnica, como nunca se había oído en el manicomio y era probable que nunca volviera a oírse, pero que superó todos los cerrojos y las barreras materiales, se alzó, voló y encontró su libertad en el sonido, recorrió veloz el denso aire y, certera, se dirigió directamente a los oídos de los dos hombres que, en el piso de arriba, eran sus principales destinatarios. Ambos estiraron el cuello, sorprendidos, cuando la palabra clave les llegó, resonante, procedente de una fuente tan inesperada.