31

Francis encontró a Peter frente al puesto de enfermería. Era la hora de la medicación y los pacientes hacían cola. Había empujones y quejas lastimosas, pero en general todo estaba en orden; para la mayoría de ellos se trataba de la llegada de otra noche de otra semana de otro mes de otro año.

—Peter —dijo Francis en voz baja, incapaz de ocultar su emoción—, tengo que hablar contigo. Y con Lucy. Creo que lo he visto. Creo que sé cómo podemos encontrarlo.

En la imaginación febril de Francis, lo único necesario era obtener los expedientes de aquellos tres hombres de la sala de vistas. Uno de ellos era el ángel. Estaba seguro, y su entusiasmo salpicaba cada palabra.

El Bombero, sin embargo, parecía distraído. Tenía los ojos puestos en el otro lado del pasillo, y Francis siguió su mirada. Vio la cola, con Noticiero y Napoleón, el hombretón retrasado y el retrasado colérico, tres mujeres acunando muñecas y las demás caras conocidas del edificio Amherst. Medio esperaba oír la voz retumbante de Cleo con alguna queja imaginaria que los «cabrones» no habían sabido corregir, seguida de su sonora e inconfundible risa socarrona. El señor del Mal estaba dentro del puesto, supervisando cómo la enfermera Caray, que tomaba notas en una tablilla, distribuía los medicamentos. Dirigía esporádicas miradas a Peter. De pronto, tomó un vaso de plástico, salió del puesto y avanzó entre los pacientes, que se apartaron como el mar Rojo para dejarlo pasar. Llegó donde estaban Peter y Francis antes de que éste tuviera tiempo de decir a su amigo nada más sobre lo que le preocupaba.

—Ten, Francis —dijo Evans con aire profesional—. Thorazme. Cincuenta microgramos. Esto acallará esas voces que sigues negando oír. ¡A tu salud!

Francis se metió la cápsula en la boca pero se la puso debajo de la lengua para esconderla. Evans lo observó con atención y le indicó que abriera la boca. Francis obedeció, y el psicólogo lo miró por encima. Francis no supo si había visto la cápsula, pero el señor del Mal habló deprisa.

—Mira, Pajarillo, me da igual que te tomes o no la medicación. Si lo haces, tienes posibilidades de irte de aquí algún día. Si no, bueno, mira a tu alrededor… —Hizo un amplio movimiento con el brazo y señaló a un anciano de cabello blanco y piel flácida y delgada; el espectro de un hombre confinado en una dilapidada silla de ruedas que chirriaba al moverse—:. E imagina que éste será tu hogar para siempre —sentenció.

Francis inspiró con fuerza pero no contestó. Evans esperó un segundo, como si aguardara una respuesta. Luego, se encogió de hombros y miró a Peter.

—No hay pastillas para el Bombero esta noche —anunció con frialdad—. No hay pastillas para el verdadero asesino, no ese asesino imaginario que estáis buscando. El verdadero asesino eres tú. —Entrecerró los ojos—. No tenemos una pastilla para arreglar lo que a ti te pasa, Peter. Nada que pueda dejarte como nuevo. Nada que pueda reparar el daño que has hecho. Te irás a pesar de mis objeciones. Gulptilil y las personas importantes que vinieron a verte me desautorizaron. Un acuerdo fantástico. Te irás a un hospital estrambótico para seguir un tratamiento estrambótico para curar una enfermedad inexistente. Pero no hay ninguna pastilla, ningún tratamiento, ni ninguna clase de neurocirugía avanzada que pueda solucionar el problema real del Bombero: la arrogancia, la culpa. Y la memoria. Da lo mismo en quién te conviertas, porque siempre serás el mismo. Un asesino.

Peter permanecía inmóvil.

—Antes pensaba que era mi hermano quien conservaría toda la vida las cicatrices de tu incendio —prosiguió Evans con una amargura glacial en cada palabra—. Pero me equivocaba. Él se recuperará. Seguirá haciendo cosas buenas c importantes. Pero tú jamás olvidarás, ¿verdad? Eres el único que estará marcado. Pesadillas, Peter. Pesadillas para siempre.

Dicho esto, el señor del Mal se volvió de golpe y regresó al puesto de enfermería. Nadie le dirigió la palabra cuando recorrió la cola de pacientes, que tal vez no fueran conscientes de muchas cosas, pero reconocían el enfado cuando lo veían, y se apartaron con cuidado.

—Supongo que tiene razones para odiarme —dijo Peter, en contradicción con la mirada fulminante que dirigió a Evans—. Lo que hice estuvo bien para unos y mal para otros. —Podría haber seguido con ese tema, pero no lo hizo. Se volvió hacia Francis—. ¿Qué querías decirme? —le preguntó.

Francis echó un vistazo alrededor para asegurarse de que no lo observaba nadie del personal, se escupió la cápsula en la mano y se la metió en un bolsillo. Se sentía sacudido por emociones encontradas, sin saber muy bien qué decir.

—Así que te vas… —dijo por fin—. Pero ¿y el ángel?

—Esta noche lo atraparemos. Y si no, será pronto. Háblame sobre las vistas de altas.

—Estaba ahí. Lo sé. Lo noté…

—¿Qué dijo?

—Nada.

—¿Qué hizo, pues?

—Nada, pero…

—Entonces ¿cómo puedes estar tan seguro, Pajarillo?

—Lo noté, Peter. Estoy seguro. —Sus palabras expresaban una certeza que no se correspondía con la vacilación en la voz.

—Eso no me sirve de mucho, Pajarillo —comentó Peter y meneó la cabeza—. Pero deberíamos contárselo a Lucy.

Francis sintió una frustración repentina, incluso cierto enfado. Peter no lo estaba escuchando. Todavía no lo habían escuchado, y se dio cuenta de que no lo escucharían nunca. Ellos querían perseguir algo sólido y concreto. Pero, en un hospital psiquiátrico, tales cosas apenas existían.

—Ella se va. Tú te vas…

—Ya —asintió Peter—. Detesto dejarte aquí, pero si me quedo…

—Lucy y tú os iréis. Ambos saldréis. Yo nunca saldré.

—No será tan malo. Estarás bien —lo animó Peter, pero incluso él sabía que eso era mentira.

—Yo tampoco quiero quedarme más tiempo aquí —soltó Francis con voz temblorosa.

—Saldrás —aseguró Peter—. Mira, Pajarillo, te prometo una cosa. Cuando haya terminado el programa al que me mandan y esté limpio, te sacaré de aquí. No sé cómo, pero lo haré. No te dejaré aquí.

Francis quería creerlo, pero no se atrevía a hacerlo. Pensó que, en su breve vida, mucha gente le había prometido y predicho cosas, y que muy pocas se habían cumplido. Atrapado entre las dos visiones del futuro, la que había descrito Evans y la que Peter le prometía, no supo qué pensar, pero sí sabía que estaba más cerca de una que de la otra.

—El ángel, Peter —balbuceó—. ¿Qué pasa con el ángel?

—Espero que esta noche sea la gran noche, Pajarillo. Es nuestra única oportunidad. La última. Pero es un enfoque razonable y creo que funcionará.

Todas las voces interiores de Francis farfullaron a la vez. No sabía si prestarles atención o prestar atención a Peter, que le resumía el plan para esa noche, pero su amigo parecía no querer que Francis conociera demasiados detalles, como si intentara mantenerlo alejado del centro de la acción.

—¿Lucy será el blanco? —preguntó Francis.

—Sí y no. Estará ahí y será el anzuelo. Pero nada más. No le pasará nada. Está todo previsto. Los hermanos Moses la cubrirán por un lado y yo estaré en el otro.

Francis pensó que no resultaría. Dudó un instante. Él tenía muchas cosas que decir.

Entonces, Peter se inclinó para que sólo Francis pudiera oír sus palabras:

—¿Qué te preocupa, Pajarillo?

El joven se frotó las manos, como un hombre que trata de quitarse algo pegajoso de los dedos.

—No estoy seguro —mintió, porque sí lo estaba. Quería dotar su voz de fuerza y de convicción, pero al hablar cada palabra le sonó cargada de debilidad—. Lo noté. Fue la misma sensación que tuve cuando me amenazó, la noche que mató a Bailarín con la almohada. Y lo mismo que noté cuando vi a Cleo colgada…

—Cleo se ahorcó.

—Él estuvo ahí.

—Ella se suicidó.

—¡Él estuvo ahí! —repitió Francis con toda la firmeza de que fue capaz.

—¿Por qué lo crees?

—Le mutiló la mano. No fue Cleo. El pulgar había sido movido de sitio, no pudo caer donde fue encontrado. No había tijeras ni ningún cuchillo. Sólo había sangre en el hueco de la escalera, y en ninguna otra parte, de modo que fue ahí donde tuvo que ser seccionado el pulgar. Ella no lo hizo. Fue él.

—Pero ¿por qué?

Francis se tocó la frente. Creía tener fiebre. Sentía una sensación de calor, como si el sol hubiera quemado de algún modo el mundo que lo rodeaba.

—Para relacionar las dos cosas. Para mostrarnos que está en todas partes. No lo sé muy bien, Peter, pero era un mensaje y no lo hemos entendido.

Peter lo observó con atención, dubitativo. Era como si creyera pero no creyera en lo que Francis decía.

—¿Y la vista de altas? ¿Dijiste que notaste su presencia? —Las palabras de Peter rezumaban escepticismo.

—El ángel necesita poder ir y venir a su antojo. Necesita acceso tanto al mundo del hospital como al exterior.

—¿Por qué?

—Le proporciona poder y seguridad —respondió Francis.

Peter asintió y se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero, al fin y al cabo, es sólo un asesino con una predilección especial por cierto tipo de cuerpo y peinado, con una propensión a la mutilación. Supongo que Gulptilil o algún psiquiatra forense podría dedicarse a especular sobre sus motivos, tal vez elaborar alguna teoría sobre cómo el ángel fue maltratado de niño, pero eso no es lo importante. Si lo piensas bien, sólo es un hombre malvado que actúa malvadamente, y yo creo que esta noche lo atraparemos porque es compulsivo y no podrá resistirse a la trampa que le hemos tendido. Quizá deberíamos haberlo hecho desde el principio, en lugar de perder el tiempo con interrogatorios y expedientes. De un modo u otro, morderá el anzuelo.

Francis quiso compartir la confianza de Peter, pero no pudo.

—Supongo que todo lo que dices es verdad —repuso—. Pero supón que no. Supón que no es lo que Lucy y tú pensáis. Supón que todo lo que ha pasado hasta ahora es otra cosa.

—Me he perdido, Pajarillo.

Francis tragó saliva. Tenía la garganta reseca y apenas logró articular un susurro.

—No sé, no sé… Pero todo lo que Lucy y tú habéis hecho es lo que él esperaría…

—Ya te lo he dicho: todas las investigaciones son así. Un examen eficaz de los hechos y los detalles.

Francis sacudió la cabeza. Quería enfadarse, pero sólo sentía miedo. Miró alrededor. Noticiero tenía un periódico abierto y estaba estudiando con aplicación los titulares. Napoleón estaba imaginándose ser el emperador francés. Deseó ver a Cleo, que había vivido en el mundo de la reina egipcia. Algunos ancianos estaban absortos en sus recuerdos, y los retrasados mentales permanecían encallados en su infantilismo. Peter y Lucy estaban aplicando la lógica, incluso la lógica psiquiátrica, para encontrar al asesino. Pero Francis pensó que ése era el enfoque más ilógico en un mundo tan lleno de fantasía, delirio y confusión.

Sus voces le chillaron: ¡Para! ¡Corre! ¡Escóndete! ¡No pienses! ¡No imagines! ¡No especules! ¡No entiendas!. En ese momento se dio cuenta de que sabía lo que pasaría esa noche. Y no podía hacer nada para evitarlo.

—Peter —dijo—, puede que el ángel quiera que todo sea como es.

—Bueno, supongo que es posible —repuso Peter y soltó una carcajada, como si fuera la mayor locura que hubiera oído. Se sentía muy seguro—. Ése sería su peor error, ¿no?

Francis no supo cómo contestar, pero no compartía su opinión.

El ángel se inclinó hacia mí, tan cerca que noté su aliento gélido junto con cada palabra glacial. Escribí tembloroso, de cara a la pared, como si pudiera ignorar su presencia. El leía por encima de mi hombro, y reía con el mismo sonido terrible que yo recordaba de cuando se acercó a mi cama en el hospital y me amenazó con matarme.

—Pajarillo vio muchas cosas pero no pudo comprenderlas —se mofó.

Dejé de escribir, con la mano sobre la pared. No lo miré, pero hablé con una voz aguda, presa del pánico, pero necesitado aún de respuestas.

—Yo tenía razón sobre Cleo, ¿verdad?

—Sí. —Soltó otra carcajada sibilante—. Ella no sabía que yo estaba ahí, pero estaba. Y lo más raro de esa noche, Pajarillo, fue que tenía intención de matarla antes de que llegara el alba. Había pensado degollarla mientras dormía y dejar algunas pruebas que apuntaran a otra mujer del dormitorio; habría resultado, como ocurrió con Larguirucho. O quizá ponerle una almohada sobre la cara. Cleo era asmática. Fumaba demasiado. No habría llevado demasiado tiempo asfixiarla. Eso había resultado con Bailarín.

—¿Por qué Cleo?

—Lo decidí cuando ella señaló el edificio donde yo estaba recluido y gritó que me conocía. No la creí, claro. Pero ¿por qué iba a correr el riesgo? Todo lo demás estaba saliendo de maravilla. Pero Pajarillo ya lo sabe, ¿no? Pajarillo lo sabe, porque es como yo. Quiere asesinar. Sabe cómo matar. Siente mucho odio. Le seduce la idea de la muerte. Matar es la única respuesta para mí. Y también para Pajarillo.

—No —gemí—. No es verdad.

—Sabes la única respuesta, Francis —susurró el ángel.

—¡Quiero vivir! —exclamé.

—Lo mismo que Cleo. Pero también quería morir. La vida y la muerte pueden estar muy cerca una de otra. Ser casi lo mismo, Francis. Y dime: ¿eres distinto a ella?

No pude responder esa pregunta.

—¿Viste cómo moría? —quise saber.

—Por supuesto —contestó el ángel, siseante—. Vi cómo sacaba la sábana de debajo de la cama. Debió de guardarla sólo para eso. Sufría mucho y la medicación no la ayudaba en nada, de modo que lo único que podía ver en su futuro, día tras día, año tras año, era más y más dolor. No le daba miedo suicidarse, Pajarillo, no como a ti. Era una emperatriz y entendía la nobleza de arrebatarse uno mismo la vida. La necesidad de hacerlo. Yo sólo la animé y saqué provecho de su muerte. Abrí las puertas, la seguí y vi cómo se dirigía al hueco de la escalera…

—¿Dónde estaba la enfermera de guardia?

—Dormida. Con los pies en alto, la cabeza echada atrás y roncando. ¿Crees que se preocupaban lo suficiente por ninguno de vosotros como para mantenerse despiertos?

—¿Pero por qué la mutilaste después?

—Para mostraros lo que tú sospechaste después. Para mostraros que podía haberla matado. Pero, sobre todo, porque sabía que haría que todos discutieran, y que quienes afirmaban que yo estaba, en el hospital lo considerarían una prueba y que quienes lo negaban lo considerarían igualmente una prueba. La duda y la confusión son cosas muy útiles cuando estás planeando algo preciso y perfecto.

—Salvo por una cosa —susurré—. No contaste conmigo.

—Por eso estoy aquí ahora, Pajarillo —respondió el ángel—. Por ti.

Poco después de las diez, Lucy se dirigió deprisa al edificio Amherst para encargarse del solitario turno de noche. Hacía una noche terrible, a medio camino entre la tormenta y el calor. Agachó la cabeza, temiendo que su uniforme blanco se destacara entre las tinieblas.

En una mano llevaba un juego de llaves que tintineaban en su rápido avance por el camino. Un roble se balanceaba a merced de una brisa que hacía susurrar las hojas y que parecía fuera de lugar en esa noche de húmedo bochorno. Se había colgado el bolso, con el revólver en su interior, del hombro derecho, lo que le confería un aspecto garboso que difería mucho de cómo se sentía. Ignoró un grito extraño, desesperado y solitario que resonó en un edificio.

Abrió las dos cerraduras y empujó la puerta con el hombro para entrar. Por un instante, se sintió desconcertada. Cada vez que había estado en Amherst, ya fuera en su despacho o recorriendo los pasillos, lo había encontrado lleno de gente, iluminado y ruidoso. Ahora, cuando ni siquiera era tarde, parecía otro lugar. Lo que era un espacio abarrotado y siempre animado, surcado por toda clase de locuras informes y pensamientos descabellados, estaba ahora en silencio, salvo por algún que otro grito en los dormitorios. El pasillo estaba casi a oscuras; a través de las ventanas se filtraba alguna luz procedente de otros edificios que atenuaba un poco la penumbra. La única luz del pasillo estaba en el puesto de enfermería, donde brillaba una lámpara de escritorio.

Notó que una forma se movía dentro del puesto y suspiró con alivio cuando vio que Negro Chico se levantaba y abría la puerta de rejilla metálica.

—Muy puntual.

—No me retrasaría por nada del mundo —repuso ella con falsa valentía.

—Supongo que le espera una noche larga y aburrida —dijo Negro Chico sacudiendo la cabeza. Luego señaló el intercomunicador sobre la mesa. Era una cajita anticuada con un único interruptor en la parte superior y un botón de volumen—. Esto la mantendrá conectada conmigo y con mi hermano en el piso de arriba. Pero tendrá que pronunciar bien claro «Apolo» porque este trasto tiene diez o veinte años y no va demasiado bien. El teléfono también está conectado con el piso de arriba. Sólo tiene que marcar dos cero dos. Le diré qué haremos: si lo deja sonar dos veces y cuelga, también lo consideraremos una señal y acudiremos en su rescate.

—Dos cero dos. Entendido.

—Pero no es probable que vaya a necesitarlo. Según mi experiencia, en este sitio, nada lógico o previsible sale nunca bien, por mucho que se planifique. Estoy seguro de que su hombre sabe que estará aquí. La voz corre deprisa si se dice lo correcto a la persona adecuada. Pero si él es tan inteligente como usted cree, tengo mis dudas de que vaya a caer en lo que supondrá una trampa. Aun así, nunca se sabe.

—Exacto —corroboró Lucy—. Nunca se sabe.

—Bueno, llámenos —asintió Negro Chico—. Y también llámenos si pasa algo de lo que no quiera ocuparse con cualquier paciente. No haga caso a nadie que grite pidiendo ayuda. Solemos esperar hasta la mañana para resolver la mayoría de los problemas nocturnos.

—De acuerdo.

—¿Nerviosa?

—No —mintió Lucy.

—Cuando sea más tarde, le mandaré a alguien para comprobar que todo va bien. ¿Le parece?

—Siempre se agradece tener compañía. Aunque prefiero no asustar al ángel.

—Me imagino que no es la clase de persona que se asusta demasiado —replicó y miró hacia el otro extremo del pasillo—. Ya he comprobado que las puertas de los dormitorios están cerradas con llave. Sobre todo el de los hombres, pues Peter quería que lo dejara abierto. Por cierto, esa llave corresponde a esa puerta… —Le guiñó el ojo con complicidad—. Imagino que todo el mundo estará ya dormido.

Dicho eso, se marchó por el pasillo. Se volvió una vez y la saludó con la mano, pero ese extremo del pasillo, cerca de la escalera, estaba tan oscuro que Lucy apenas distinguió sus rasgos aparte de su uniforme blanco.

Tras oír cómo se cerraba la puerta, dejó el bolso en la mesa, junto al teléfono. Esperó unos segundos, los suficientes para que el silencio la envolviera con una sensación pegajosa, tomó la llave y se dirigió al dormitorio de los hombres. Haciendo el menor ruido posible, la encajó en la cerradura y la giró una vez, lo que provocó un tenue clic. Inspiró hondo y regresó al puesto de enfermería, donde se dispuso a esperar.

Peter estaba sentado en la cama, totalmente despierto. Oyó el clic y supo que Lucy había abierto la puerta. La imaginó regresando deprisa al puesto de enfermería. Lucy era tan inconfundible, con su estatura, su cicatriz y su porte, que le resultaba fácil imaginar todos sus movimientos. Aguzó el oído para oír sus pasos, sin conseguirlo. El rumor de aquel dormitorio lleno de hombres dormidos, atrapados entre las sábanas y entre sus propias desesperaciones, tapaba cualquier sonido discreto procedente del pasillo. Había demasiados ronquidos, respiraciones pesadas y palabras proferidas en pleno sueño como para distinguir y aislar un sonido. Pensó que eso podría ser un problema, y cuando estuvo convencido de que todos estaban sumidos en un sueño inquieto e irregular, se levantó y se dirigió sigilosamente hacia la puerta. No se atrevió a abrirla porque pensó que podría despertar a alguien, por muy sedados que estuvieran todos. Lo que hizo fue sentarse en el suelo con la espalda apoyada contra la pared para esperar un sonido inusual o la palabra que indicara la llegada del ángel.

Deseó tener un arma, incluso un bate de béisbol o una porra. El ángel utilizaba un cuchillo, y él tendría que mantenerse fuera de su alcance hasta que llegaran los hermanos Moses, avisaran a seguridad y consiguieran atraparlo.

Lucy no había dicho que tuviese un arma, pero él sospechaba que la tenía. Sin embargo, su ventaja radicaba en la sorpresa y en el número. Imaginaba que eso bastaría.

Dirigió una mirada a Francis y meneó la cabeza. El joven parecía dormido, lo que, en su opinión, era positivo. Lamentaba dejarlo solo, pero tenía la sensación de que, en general, tal vez sería mejor para él. Desde la aparición del ángel junto a su cama, algo de lo que Peter ni siquiera estaba seguro de que hubiera ocurrido, lo encontraba cada vez más raro y más descontrolado. Pajarillo había descendido por un sendero que Peter no podía imaginarse y del que no quería formar parte. Le entristecía ver lo que le estaba pasando a su amigo y no poder hacer nada al respecto. Francis se había tomado muy mal la muerte de Cleo y, más que ninguno de ellos, parecía haber desarrollado una obsesión enfermiza por encontrar al ángel. Como si atrapar a aquel asesino significara algo muy importante para Francis.

Peter estaba equivocado, claro. La obsesión era realmente cosa de Lucy, pero no quería verlo.

Apoyó la cabeza contra la pared y cerró los ojos. Sintió cómo la fatiga le recorría el cuerpo, junto con la inquietud. Sabía que muchas cosas iban a cambiar en su vida esa noche y la mañana siguiente. Desechó muchos recuerdos y se preguntó qué pasaría a continuación en su historia. Al mismo tiempo, siguió escuchando con atención a la espera de la señal de Lucy.

¿Volvería a verla alguna vez después de esa noche?

A unos metros de distancia, Francis yacía en su cama, consciente de que Peter había pasado por su lado sin hacer ruido para apostarse junto a la puerta. Sabía que el sueño estaba lejano, pero no así la muerte. Respiró despacio, a un ritmo constante, a la espera de que ocurriese lo inevitable. Algo que era inamovible y estaba planeado y tramado, sopesado y concebido. Se sentía atrapado en una corriente que lo arrastraba hacia quién era él mismo, o hacia quién podría ser, y no podía nadar contra ella.

Todos estábamos exactamente donde el ángel esperaba que estuviéramos. Quise escribir eso pero no lo hice. Iba más allá de la idea de que nos habíamos limitado a tomar posiciones en un escenario y sentíamos los últimos nervios antes de que se levantara el telón, preguntándonos si recordaríamos nuestros papeles, si nuestros movimientos serían armoniosos y si saldríamos a escena cuando nos tocara. El ángel sabía dónde estábamos físicamente, e incluso sabía dónde estábamos mentalmente.

Excepto tal vez yo, porque estaba muy confundido.

Me balanceé atrás y adelante, gimiendo, como un herido en un campo de batalla que quiere pedir ayuda pero sólo logra emitir un sonido gutural de dolor. Estaba arrodillado en el suelo y la pared parecía reducirse delante de mí, lo mismo que las palabras de que disponía.

A mi alrededor, el ángel bramó ahogando mis protestas.

—¡Lo sabía! —gritó—. Lo sabía. Erais todos tan estúpidos… tan normales… ¡tan cuerdos! —Su voz pareció rebotar en las paredes, adquirir impulso entre las sombras y golpearme—. ¡Yo no era como vosotros! ¡Yo era mucho mejor!

Entonces agaché la cabeza, cerré los ojos con fuerza y chillé:

—¡Yo no! —Eso no tenía demasiado sentido, pero el sonido de mi voz enfrentada a la suya me provocó una subida de adrenalina.

Inspiré, a la espera de sentir algún dolor, pero como no sucedió, abrí los ojos y vi que la habitación de repente se inundaba de luz. Explosiones, fogonazos, como proyectiles de fósforo en la lejanía, balas trazadoras que surcaban la oscuridad; una batalla en la penumbra.

—¡Dímelo! —grité por encima del fragor del combate. Mi apartamento parecía combarse y zarandearse con la violencia de la guerra.

El ángel me rodeaba por todas partes, me envolvía. Apreté los dientes.

—¡Dímelo! —grité de nuevo, lo más fuerte que pude.

—Ya sabes las respuestas, Pajarillo —me susurró una voz peligrosa al oído—. Pudiste verlas esa noche. Sólo que entonces no querías admitirlas, ¿no es cierto, Francis?

—¡No! —bramé.

—No quieres reconocer lo que Pajarillo sabía en aquella cama aquella noche porque significaría que Francis tendría que suicidarse ahora, ¿verdad?

No pude responder. Las lágrimas y los sollozos me sacudían el cuerpo.

—Tendrás que morir. ¿Qué otra respuesta hay, Pajarillo? Porque tú sabías las respuestas aquella noche, ¿no?

Noté una agonía creciente al susurrar la única respuesta que podría acallar a ángel.

—No se trataba de Rubita, ¿verdad? —dije—. Nunca se trató de ella.

Rio. Una carcajada feroz. Un ruido terrible, desgarrador, como si se hubiera roto algo que jamás podría repararse.

—¿Qué más vio Pajarillo aquella noche? —preguntó.

Recordé que yacía en la cama inmóvil, tan rígido como cualquier catatónico petrificado ante alguna visión terrible del mundo, sin moverme, sin hablar, sin hacer nada más que respirar, porque mientras yacía en aquella cama veía toda la muerte que el ángel había urdido. Peter estaba en la puerta. Lucy estaba en el puesto de enfermería. Los hermanos Moses estaban en el piso de arriba. Todo el mundo estaba solo, aislado, separado, de modo que era vulnerable. ¿Y quién era más vulnerable que nadie? Lucy.

—Rubita —balbuceé—. Ella sólo fue…

—Una parte del rompecabezas. Tú lo viste, Pajarillo. Es igual esta noche que entonces —tronó el ángel con autoridad.

Apenas podía hablar, porque sabía que las palabras que captaba en ese momento eran las mismas que se me habían ocurrido aquella noche, hacía tantos años. Una. Dos. Tres. Y, después, Rubita. ¿Qué provocaron todas esas muertes? Llevar a Lucy a un sitio donde estaba sola, en la oscuridad, en medio de un mundo que no se regía por la lógica, la cordura o la organización, a pesar de lo que Gulptilil, Evans, Peter, los hermanos Moses o cualquier otro del Western pudiera pensar. Era un mundo gélido dominado por el ángel.

El ángel gruñó y me dio un puntapié. Hasta ese momento había sido fantasmagórico, pero ese golpe me llegó con fuerza. Gemí de dolor, me puse de rodillas y regresé a gatas hacia la pared. Apenas si conseguí sostener el lápiz para escribir lo que vi aquella noche.

La medianoche se acercaba. Las horas se ralentizaban. La oscuridad se apoderaba del mundo. Francis yacía rígido mientras repasaba mentalmente todo lo que sabía. Una serie de asesinatos habían llevado a Lucy al hospital, y ahora ella estaba al otro lado de la puerta, con el cabello corto y teñido de rubio, esperando al asesino. Muchas muertes y muchas preguntas. ¿Cuál era la respuesta? Le parecía tenerla al alcance y, aun así, era como intentar atrapar una pluma arrastrada por el viento.

Se giró en la cama y miró a Peter, que tenía la cabeza apoyada en los brazos. Pensó que el agotamiento debía de haberse apoderado por fin del Bombero. No tenía la ventaja de Francis, cuyo pánico mantenía su sueño a raya.

Francis quiso explicarle que estaba muy cerca de verlo todo claro, pero no le salió ninguna palabra. Y, en el silencio de la desesperación, oyó el sonido inconfundible de la llave que cerraba la puerta que Lucy había abierto antes.