Notaba cómo el ángel leía todas las palabras, pero la calma se mantenía intacta. Cuando estás loco, a veces la tranquilidad es como una niebla que oscurece las cosas cotidianas y corrientes, las imágenes y los sonidos familiares, de modo que todo se ve un poco desencajado, misterioso. Como una carretera conocida que, debido a la extraña forma en que la niebla refracta los faros por la noche, de repente parece girar a la derecha cuando el cerebro le grita a uno que sigue recta. La demencia es como ese momento de duda en que no sabría si debo confiar en los ojos o en la memoria porque ambas cosas parecen capaces de cometer los mismos errores insidiosos. Me noté unas gotas de sudor en la frente y sacudí todo el cuerpo, como un perro mojado, para librarme de la sensación húmeda y desesperada que el ángel había traído a mi casa.
—Déjame en paz —pedí al ver que la fuerza o seguridad que pudiera tener me había abandonado de golpe—. ¡Déjame solo! ¡Ya te combatí una vez! —grité—. ¡No debería tener que combatirte de nuevo!
Me temblaban las manos y quería llamar a Peter el Bombero. Pero sabía que estaba demasiado lejos, y que yo estaba solo, así que apreté los puños para contener el temblor de las manos.
Mientras inspiraba hondo, llamaron de repente a la puerta. Los golpes, como balazos, irrumpieron en mi ensueño y me levanté. La cabeza me dio vueltas un instante. Crucé la habitación con pasos rápidos.
Se oyeron más golpes en la puerta.
—¡Señor Petrel! —llamó una voz—. ¿Señor Petrel? ¿Está bien?
Apoyé la frente contra la jamba. La noté fría al tacto, como si yo tuviera fiebre y la frente fuese de hielo. Repasé despacio el catálogo de voces que conocía. Habría reconocido al instante a una de mis dos hermanas. Sabía que no eran mis padres porque nunca habían venido a visitarme.
—¡Señor Petrel! ¡Conteste, por favor! ¿Está bien?
Reconocí un acento familiar y sonreí.
Mi vecino de enfrente se llama Ramón Santiago y trabaja para el departamento de limpieza y recogida de basuras de la ciudad. El y su mujer Rosalita tienen una niña muy bonita, Esperanza, que parece muy inteligente, porque, desde su posición en los brazos de su madre, contempla el mundo que la rodea con la mirada atenta de un profesor universitario.
—¿Señor Petrel?
—Estoy bien, señor Santiago. Gracias.
—¿Está seguro? —Estábamos hablando a través de la puerta cerrada, a pocos centímetros de distancia—. Abra, por favor. Sólo quiero asegurarme de que todo va bien.
Santiago llamó otra vez a la puerta, y en esta ocasión giré el pomo para abrir sólo un poco. Nuestros ojos se encontraron y él me miró atentamente.
—Oímos gritos —dijo—. Era como si alguien fuera a pelear.
—No. Estoy solo.
—Le he oído hablar. Como si discutiera con alguien. ¿Seguro que está bien?
Era un hombre menudo, pero un par de años levantando pesados contenedores de madrugada le había fortalecido los brazos y los hombros. Sería un contrincante temible para cualquiera, y yo sospechaba que pocas veces tendría que recurrir a la confrontación para que sus opiniones fueran escuchadas.
—Estoy bien, gracias —repetí.
—No tiene muy buen aspecto, señor Petrel. ¿Se encuentra mal?
—He estado sometido a mucha tensión últimamente. Me he saltado unas cuantas comidas.
—¿Quiere que llame a alguien? ¿A una de sus hermanas?
—Por favor, señor Santiago —pedí mientras sacudía la cabeza—, son las últimas personas que querría ver.
—Le entiendo —aseguró sonriente—. La familia a veces te vuelve loco. —En cuanto esa palabra salió de sus labios pareció arrepentirse, como si me hubiera insultado.
—Tiene razón. —Sonreí—. Puede hacerlo. Y en mi caso lo hizo sin duda. Supongo que puede volver a hacerlo algún día. Pero de momento estoy bien.
Me siguió mirando con recelo.
—Aun así, me tiene algo preocupado, hombre. ¿Se está tomando las pastillas?
—Sí —mentí, y me encogí de hombros.
No me creyó. Me siguió observando atentamente, con los ojos fijos en mi cara, como si me examinara todas las arrugas, todas las líneas, en busca de algo que pudiera detectar, como si mi enfermedad pudiera identificarse mediante una erupción o ictericia. Sin desviar la mirada, le dijo algo en español a su mujer, que estaba, con la niña, en la puerta de su piso. Rosalita, un poco asustada, levantó la mano para saludarme. La pequeña me devolvió la sonrisa. Santiago volvió a usar el inglés.
—Rosie —dijo—, prepara al señor Petrel un plato con un poco del arroz con pollo que tenemos para cenar. Creo que le iría bien comer algo consistente.
Rosalita asintió y me dirigió una sonrisa tímida antes de meterse en su casa.
—Es usted muy amable, señor Santiago, pero no es necesario.
—No es ningún problema. En mi pueblo, señor Petrel, el arroz con pollo lo soluciona casi todo. ¿Estás enfermo?, arroz con pollo. ¿Te despiden?, arroz con pollo. ¿Te han roto el corazón?…
—… arroz con pollo —terminé su frase.
—Exacto. —Ambos sonreímos.
Rosie volvió un momento después con un plato de pollo humeante y un montón de arroz. Cruzó el pasillo para traérmelo. Cuando le rocé la mano para tomarlo, pensé que hacía bastante tiempo que no sentía el contacto de otra persona.
—No es necesario —insistí, pero el matrimonio Santiago sacudió la cabeza.
—¿Seguro que no quiere que llame a nadie? Si no quiere que sea a su familia, ¿qué le parece a los servicios sociales? O tal vez a un amigo.
—Ya no tengo demasiados amigos, señor Santiago.
—Señor Petrel, usted le importa a más personas de las que imagina —aseguró.
Volvía negar con la cabeza.
—¿Otra persona, pues?
—No. De verdad.
—¿Seguro que no le ha molestado nadie? Oí voces altas. Era como si fuera a empezar una pelea…
Sonreí, porque lo cierto era que sí me había molestado alguien. Pero no estaba ahí. Abrí más la puerta y le dejé echar un vistazo dentro.
—Estoy solo, se lo aseguro —dije.
Él recorrió la habitación con los ojos y se fijó en las palabras escritas en las paredes. En ese momento creí que diría algo, pero no lo hizo. Me puso una mano en el hombro.
—Si necesita ayuda, señor Petrel, llame a nuestra puerta. A cualquier hora. De día o de noche. ¿Entendido?
—Se lo agradezco, señor Santiago. —Asentí con la cabeza—. Y gracias por la cena.
Cerré la puerta e inspiré hondo. Al notar el olor de la comida, me pareció que llevaba días sin comer. Quizá fuera así, aunque recordaba haber tomado algo de queso. Pero ¿cuándo había sido? Encontré un tenedor en un cajón y lo hundí en la especialidad de Rosalita. Me pregunté si el arroz con pollo, que iba bien para tantas dolencias del espíritu, serviría para las mías. Para mi sorpresa, cada mordisco pareció vigorizarme y, mientras masticaba, vi mis progresos en la pared. Columnas de historia.
Y me di cuenta de que volvía a estar solo.
El regresaría. No me cabía la menor duda. Acechaba incorpóreo en algún sitio fuera de mi alcance, y eludía mi conciencia. Me evitaba. Evitaba a la familia Santiago. Evitaba el arroz con pollo. Se escondía de mi memoria. Pero, de momento, para mi alivio, sólo me acompañaba el arroz con pollo, y las palabras. Pensé que todo aquello que se habló en el despacho de Tomapastillas sobre que el asunto debía ser confidencial sólo habían sido palabras vacías.
No llevó demasiado tiempo a todos los pacientes y miembros del personal darse cuenta de la presencia de Lucy Jones. No era sólo cómo iba vestida, con un jersey y unos holgados pantalones negros, ni cómo llevaba la cartera de piel con una pulcritud que contrastaba con el carácter descuidado del hospital. Ni tampoco su estatura y su porte, o la cicatriz de la cara, que la distinguían nítidamente. Era más bien cómo caminaba por los pasillos, taconeando en el suelo de linóleo, con una expresión alerta que daba la impresión de inspeccionarlo todo y a todos, y que buscaba algún signo revelador que pudiera encaminarla en la dirección adecuada. Era una actitud que no estaba marcada por la paranoia, las visiones o las voces interiores. Incluso los catos, de pie en los rincones o apoyados contra la pared, los ancianos seniles confinados en sillas de ruedas, perdidos al parecer en sus propios ensueños, o los retrasados mentales, que contemplaban sin ánimo casi todo lo que pasaba a su alrededor, parecían notar de alguna forma extraña que Lucy seguía los impulsos de unas fuerzas tan potentes como las que ellos combatían, aunque, en su caso, más normales. Más vinculadas con el mundo. Así que, cuando pasaba junto a ellos, las pacientes la seguían con la mirada sin dejar de murmurar y farfullar, o sin interrumpir el temblor de las manos, pero aun así con una atención que parecía desdecir sus enfermedades. Lucy se distinguía incluso en las comidas, que tomaba en la cafetería con los pacientes y el personal, tras hacer cola como todos para recibir las bandejas de comida sosa e institucionalizada. Solía sentarse en una mesa del rincón, desde donde podía ver a los demás comensales, dando la espalda a una pared de color verde lima. A veces, alguien se sentaba a su mesa, ya fuera el señor del Mal, que parecía muy interesado en todo lo que ella hacía, o Negro Grande o Negro Chico, que enseguida dirigían la conversación hacia temas deportivos. En ocasiones se le unía alguna enfermera, con su uniforme blanco y su cofia puntiaguda. Cuando charlaba con alguno de sus acompañantes, no dejaba de pasear la mirada por el comedor, de un modo que a Francis le recordaba a un halcón sobrevolando la pradera en busca de su presa.
Ninguno de los pacientes se sentaba con ella, al principio ni siquiera Francis o el Bombero. Había sido una sugerencia de Peter. Había dicho a Lucy que no convenía dejar que demasiada gente supiera que trabajaban con ella, aunque no tardarían demasiado en deducirlo. Así que, los primeros días, Francis y Peter la ignoraban en el comedor.
No fue el caso de Cleo, cuando Lucy llevaba la bandeja a la zona de recogida.
—¡Sé por qué está aquí! —le espetó en voz alta y acusadora, y de no haber sido por el habitual ruido de platos, bandejas y cubiertos, habría llamado la atención de todo el mundo.
—¿De veras? —respondió Lucy con calma. Siguió adelante y empezó a tirar las sobras de su plato al contenedor de la basura.
—Ya lo creo —afirmó Cleo con naturalidad—. Es evidente.
—Vaya.
—Sí —insistió Cleo, con la peculiar bravuconería que imprime a veces la locura, cuando desinhibe la conducta.
—Entonces quizá podría decirme lo que piensa.
—Por supuesto. ¡Quiere apoderarse de Egipto!
—¿Egipto?
—Sí, Egipto —repitió Cleo, y agitó la mano para señalar todo el comedor, con cierta exasperación ante lo evidente que era ese hecho—. Mi Egipto. Y seducirá a Marco Antonio, y al cesar también, sin duda. —Carraspeó, cruzó los brazos, cerró el paso a Lucy y añadió su muletilla preferida—: Cabrones. Son todos unos cabrones.
Lucy la observó divertida y meneó la cabeza.
—Se equivoca —dijo—. Egipto está a salvo en sus manos. Jamás me atrevería a rivalizar con nadie por esa corona, ni por los amores de su vida.
—¿Por qué debería creerla? —repuso Cleo con los brazos en jarras.
—Tendrá que confiar en mi palabra.
La corpulenta mujer vaciló y se rascó la cabeza.
—¿Es usted una persona íntegra y sincera? —le preguntó.
—Eso dicen.
—Tomapastillas y el señor del Mal dirían lo mismo, pero no confío en ellos.
—Yo tampoco —aseguró Lucy en voz baja, inclinándose hacia ella—. En eso estamos de acuerdo.
—Pero si no quiere conquistar Egipto, ¿por qué está aquí? —quiso saber Cleo, de nuevo recelosa.
—Creo que hay un traidor en su reino.
—¿Qué clase de traidor?
—De los peores.
—Tiene que ver con la detención de Larguirucho y con el asesinato de Rubita, ¿verdad? —preguntó Cleo.
—Sí.
—Yo lo vi. No muy bien, pero lo vi. Esa noche.
—¿A quién? ¿A quién vio? —preguntó Lucy, alerta de repente.
Cleo esbozó una sonrisa de complicidad, antes de encogerse de hombros.
—Si necesita mi ayuda —dijo con una repentina altivez regia—, debería solicitarla de la forma oportuna, en el momento y el sitio adecuados.
Dicho esto y tras encender un cigarrillo con una floritura, se volvió para marcharse muy ufana. Lucy pareció algo confundida y dio un paso tras ella, pero Peter, que llevaba su bandeja a la zona de recogida en ese momento aunque apenas había tocado la comida, la detuvo. Mientras limpiaba el plato y lanzaba los cubiertos a través de una abertura hacia la cuba de lavado, le dijo a Lucy:
—Es verdad. Esa noche vio al ángel. Nos contó que el ángel entró al dormitorio de las mujeres, se quedó allí un momento y luego se marchó, cerrando con llave al salir.
—Un hecho curioso —comentó Lucy, aun sabiendo que su comentario resultaba bastante superfluo en un hospital psiquiátrico donde todo era más que curioso y a veces espantoso. Miró a Francis, que se había acercado a ellos—. Pajarillo —le dijo—, ¿por qué alguien que acaba de cometer un asesinato se esforzaría tanto para que otra persona sea culpada del crimen, y en lugar de huir o esconderse entra en un dormitorio lleno de mujeres que podrían reconocerlo?
Francis sacudió la cabeza. Se preguntó si esas mujeres podrían reconocerlo. Varias de sus voces lo retaron a que respondiera la pregunta, pero las ignoró y fijó la mirada en Lucy. Ésta se encogió de hombros.
—Un enigma —dijo—. Pero es una respuesta que tarde o temprano conseguiré. ¿Crees que podrías ayudarme a averiguarlo, Francis?
El joven asintió.
—Pajarillo se ve seguro de sí mismo —sonrió ella—. Eso está bien.
Y a continuación los llevó hacia el pasillo. Iba a decir otra cosa, pero Peter terció.
—Pajarillo, nadie más debe saber lo que Cleo vio. —Se volvió hacia Lucy—. Cuando Cleo le contó a Francis que el hombre al que estamos buscando había entrado en el dormitorio de las mujeres, no supo aportar ninguna descripción coherente del ángel. Todo el mundo estaba bastante alterado. Quizás ahora que ha tenido más tiempo para reflexionar sobre esa noche, se haya percatado de algo importante. Francis le cae bien. Creo que sería bueno que él volviera a hablar con ella. Eso también tendría la ventaja de no atraer la atención hacia ella, porque si usted la interroga, la gente pensará que está relacionada con esto.
—Tiene sentido —admitió Lucy tras considerar las palabras de Peter—. ¿Podrás encargarte tú solo y contármelo después, Francis?
—Sí —afirmó Francis, nada seguro de sí mismo a pesar de lo que ella había dicho antes. No recordaba haber interrogado a nadie para sonsacarle información.
Noticiero pasó junto a ellos en ese instante y se detuvo haciendo una pirueta de ballet, de modo que los zapatos le chirriaron contra el suelo pulido al girar.
—Union-News: El mercado se hunde ante las malas noticias económicas.
Y dio otro giro con una floritura antes de marcharse por el pasillo con un periódico abierto delante de él como si fuera una vela.
—Si yo vuelvo a hablar con Cleo —preguntó Francis—, ¿qué harás tú, Peter?
—¿Qué haré? Más bien di qué me gustaría hacer. Me gustaría que la señorita Jones fuera más explícita sobre los expedientes que ha traído.
Lucy no respondió y Peter insistió.
—Nos iría bien conocer algo mejor los detalles que la trajeron aquí, si es que vamos a ayudarla en su investigación.
—¿Por qué cree…? —empezó vacilante, pero Peter la interrumpió, sonriendo de ese modo despreocupado tan suyo que, por lo menos para Francis, significaba que algo le había resultado divertido y curioso.
—Trajo los expedientes por la misma razón que lo habría hecho yo. O cualquier otra persona que investigara un caso que apenas es algo más que una suposición. Para comprobar las similitudes. Y porque en alguna parte tiene un jefe que pronto le exigirá progresos. Quizás un jefe, como todos, con poca paciencia o con un sentido muy exagerado sobre cómo deberían pasar el tiempo de modo rentable sus jóvenes ayudantes. De modo que nuestra prioridad es encontrar características comunes entre lo que pasó en los anteriores asesinatos y lo que pasó aquí. Por eso me gustaría ver esos expedientes.
—Muy interesante —repuso Lucy tras inspirar hondo—. El señor Evans me pidió lo mismo esta mañana aduciendo las mismas razones.
—Las grandes mentes piensan de modo parecido —comentó Peter con sarcasmo.
—Me negué a su petición —dijo Lucy.
—Eso es porque todavía no sabe si puede confiar en él —repuso Peter, divertido.
—Se lo he dicho a Cleo —sonrió Lucy.
—Pero Pajarillo y yo, bueno, estamos en otra categoría, ¿no?
—Sí. Un par de inocentes. Pero si le enseño a usted…
—El señor Evans se enfadará. Lo sé y no me importa.
Lucy hizo una pausa antes de preguntar:
—Peter, ¿tan poco le importa a quién cabrea? ¿Ni siquiera si se trata de alguien cuya opinión sobre su salud mental actual podría ser crucial para su futuro?
Peter pareció a punto de soltar una carcajada, y se mesó el cabello antes de encogerse de hombros y sacudir la cabeza con la misma sonrisa socarrona.
—La respuesta es sí. Me importa muy poco a quién cabreo. Evans me detesta. Y da igual lo que yo haga o diga, me seguirá detestando, y no por lo que soy sino por lo que hice. Así que no tengo ninguna esperanza de que cambie su opinión. Quizá tampoco sería justo que le pidiera que lo hiciera. Y puede que no sea el único que no me soporta, sólo es el más evidente y, podría añadir, el más detestable. Nada de lo que yo haga va a cambiar eso. Así que, ¿por qué debería preocuparme por él?
Lucy esbozó una sonrisa que curvó la cicatriz de su rostro y Francis pensó que lo más curioso sobre una imperfección tan marcada era que resaltaba el resto de su belleza.
—¿Soy demasiado protestón? —preguntó Peter, aún sonriente.
—¿Cómo era aquello que se dice de los irlandeses?
—Dicen muchas cosas. En particular, que nos gusta mucho oírnos hablar a nosotros mismos. Es un tópico de lo más trillado. Pero, por desgracia, basado en siglos de evidencia.
—Muy bien —repuso Lucy—. Francis, ¿por qué no vas a ver a la señorita Cleo mientras Peter me acompaña a mi despacho?
Francis dudó.
—Si te parece bien —insistió Lucy.
Asintió con la cabeza. Y notó una sensación extraña: quería ayudarla porque cada vez que la miraba la encontraba más bonita que antes. Pero se sintió un poco celoso de que Peter la acompañara mientras él tenía que ir en busca de Cleo. Sus voces interiores sonaban en su cabeza, pero las ignoró y, tras una leve vacilación, se marchó por el pasillo hacia la sala de estar, donde Cleo estaría en la mesa de ping-pong, en su sitio acostumbrado, tratando de conseguir una víctima para una partida.
Francis tenía razón. Cleo estaba al fondo de la sala de estar, tras la mesa de ping-pong. Había dispuesto a tres pacientes al otro lado, los había provisto de sendas palas y a cada uno le había designado una zona para devolver sus golpes. Estaba enseñándoles cómo tenían que agacharse, sujetar la pala y cambiar el peso de un pie a otro para anticiparse a la acción. Se trataba de una clase práctica, Francis supuso que estaba destinada al fracaso. Todos eran hombres mayores, de pelo canoso y greñudo y piel flácida salpicada de manchas de la edad. Observó cómo intentaban con aire bobalicón concentrarse en lo que Cleo les decía y esforzarse en hacerlo bien.
—¿Preparados? —preguntó Cleo tres veces, mirando a cada uno a los ojos, dispuesta a sacar.
Los tres asintieron a su pesar.
Con un hábil giro de muñeca, Cleo sacó con un sonoro clic y la pelota botó en el otro lado de la mesa pasando directamente entre dos de sus adversarios, sin que ninguno de los dos se moviera lo más mínimo.
Cleo se enfureció y esbozó una fiera mueca. Pero entonces, con la misma rapidez, el torbellino de furia se desvaneció. Uno de los contrincantes recogió la pelota blanca y la lanzó por encima de la red hacia ella. Cleo la retuvo sobre la superficie verde en su pala.
—Gracias por la partida —suspiró con una resignación que sustituía la rabia anterior—. Después practicaremos un poco más el movimiento de pies.
Los tres contrincantes parecieron aliviados y se marcharon arrastrando los pies.
La sala estaba tan llena como de costumbre, con una extraña mezcla de actividades. Era una pieza bien iluminada, con una hilera de ventanas con barrotes en una pared que dejaban entrar el sol y alguna que otra brisa suave. Las paredes blancas parecían reflejar la luz y la energía contenida. Los pacientes exhibían diversos atuendos, desde las omnipresentes batas holgadas y zapatillas hasta vaqueros y gruesos abrigos. Diseminados por la habitación había sofás baratos de piel roja y verde y sillones raídos, ocupados por hombres o mujeres que leían o pensaban tranquilamente a pesar del murmullo circundante. Los que leían al menos lo aparentaban, pero rara vez pasaban las páginas. En unas mesitas de centro de madera había revistas viejas y sobadas novelas en rústica. En dos rincones había televisores, cada uno de ellos con un grupo de habituales a su alrededor absortos en las telenovelas. Los dos televisores mantenían un diálogo conflictivo, sintonizados en canales distintos, como si los personajes de cada serie estuvieran ajustando las cuentas a los de la otra. Se trataba de una concesión a las peleas casi diarias que habían estallado entre los partidarios de un programa y los que preferían otro.
Francis siguió mirando y vio algunos pacientes enfrascados en juegos de mesa, como el Monopoly o el Risk, y en partidas de ajedrez, de damas y de cartas. Corazones era el favorito de la sala. Tomapastillas había prohibido el póquer cuando se usaban cigarrillos a modo de fichas y algunos pacientes empezaron a acapararlos. Eran los menos locos o, en opinión de Francis, los que no habían roto todos los vínculos con el mundo exterior. Él se habría incluido en esa misma categoría, distinción con la que estaban de acuerdo todas sus voces interiores. Y después, claro, estaban los catos, que se limitaban a deambular por la sala, hablando con nadie y con todo el mundo a la vez. Algunos bailaban. Otros arrastraban los pies. Otros caminaban con nervio de un lado a otro. Pero todos seguían su propio ritmo, impulsados por visiones tan remotas que Francis no podía imaginarlas. Lo entristecían y lo asustaban un poco porque temía volverse como ellos. A veces creía que, en la barra de equilibrios que era su vida, estaba más cerca de ellos que de la normalidad. Los consideraba condenados.
El humo de cigarrillo envolvía a los presentes. Francis detestaba la sala y procuraba evitarla todo lo que podía. Era un sitio donde se daba rienda suelta a los pensamientos descontrolados de todo el mundo.
Cleo, por supuesto, dominaba la mesa de ping-pong y sus alrededores.
Sus modales bruscos y su aspecto intimidador acobardaban a la mayoría de los pacientes, incluso a Francis, pero éste creía que Cleo poseía una vivacidad de la que los demás carecían, y eso le gustaba. Sabía que podía ser divertida y que, con frecuencia, lograba hacer reír a los demás, una cualidad valiosa y escasa en el hospital. Cleo lo vio de pie, al borde de su zona y le sonrió de oreja a oreja.
—¡Pajarillo! ¿Quieres jugar un poco?
—Sólo si me obligas.
—Pues insisto. Te obligo. Por favor…
Francis se acercó y cogió una pala.
—Tengo que hablar contigo sobre lo que viste la otra noche.
—¿La noche del asesinato? ¿Te envió esa fiscal a hablar conmigo?
Francis asintió.
—¿Tiene algo que ver con el asesino que está buscando?
—Exacto.
Cleo pareció reflexionar un momento. Luego levantó la pelota de ping-pong y la observó.
—¿Sabes qué? —soltó—. Puedes hacerme preguntas mientras jugamos. Mientras me devuelvas la pelota, seguiré contestándote. Será un juego dentro de otro.
—No sé… —empezó Francis, pero ella desechó su protesta con un movimiento de la mano.
—Será un reto —aseguró, lanzó la pelota hacia arriba y sacó.
Francis se estiró y devolvió el golpe. Cleo replicó con facilidad y, de repente, un repiqueteo rítmico puntuó el ambiente mientras la pelota iba de un lado a otro.
—¿Has pensado en lo que viste esa noche? —preguntó Francis, mientras se inclinaba para devolver un golpe.
—Por supuesto —respondió Cleo, y replicó sin problemas—. Y cuanto más lo pienso, más intrigada estoy. Se están tramando muchas cosas aquí en Egipto. Y Roma también tiene sus intereses, ¿no?
—¿Cómo es eso? —jadeó Francis, y consiguió mantener la pelota en juego.
—Lo que vi duró sólo unos segundos, pero creo que fue muy revelador.
—Continúa.
Cleo devolvió el golpe siguiente con más brío y más ángulo, lo que exigía un golpe de revés que Francis, sorprendentemente, logró. Cleo sonreía al ver su empeño y superarlo con facilidad.
—Que entrara en la habitación y la examinara después de lo que había hecho me indica que no tiene miedo de nada, ¿no crees? —comentó.
—No te entiendo —dijo Francis.
—Ya lo creo que sí. —Esta vez le lanzó una pelota fácil hacia el centro de su lado de la mesa—. Aquí todos tenemos miedo, Pajarillo. Miedo de lo que hay en nuestro interior, miedo de lo que hay en el interior de los demás, miedo de lo que hay fuera. Nos asustan los cambios. Nos asusta quedarnos igual. Nos aterroriza cualquier cosa fuera de lo corriente, o un cambio en la rutina. Todo el mundo quiere ser distinto, pero ésa es la mayor amenaza. ¿Qué somos, pues? Vivimos en un mundo muy peligroso. ¿Me sigues?
Francis pensó que era cierto.
—¿Estás diciendo que todos somos cautivos?
—Prisioneros. Por supuesto. Limitados por todo: las paredes, las medicaciones, nuestros pensamientos. —Golpeó la pelota con más fuerza, pero dejándola a su alcance—. Pero el hombre que vi, bueno, no estaba cautivo. O, si lo estaba, no piensa como los demás.
Francis falló un golpe y la red le devolvió la pelota.
—Punto para mí —anunció Cleo—. Saca tú.
Él lo hizo y de nuevo el repiqueteo llenó la sala.
—Cuando abrió la puerta de vuestro dormitorio no tenía miedo —dedujo Francis.
Cleo atrapó la pelota en el aire para interrumpir el punto en juego.
—Tiene llaves —sentenció inclinándose sobre la mesa—. ¿Qué abren esas llaves? ¿Las puertas del edificio Amherst? ¿O las puertas de las demás unidades? ¿Los almacenes? ¿Las oficinas del edificio de administración? ¿Los alojamientos del personal? ¿Abrirán sus llaves todas esas puertas? ¿La verja de entrada, quizá? ¿Puede abrir la verja de entrada y salir cuando quiera?
Puso otra vez la pelota en juego.
—Las llaves son poder —comentó Francis tras pensar un instante.
Clic, clic. La pelota resonaba contra la mesa.
—El acceso es siempre poder —sentenció Cleo—. Esas llaves son muy reveladoras —añadió—. Me gustaría saber cómo las obtuvo.
—¿Por qué entró en vuestro dormitorio y se arriesgó a que alguien lo viera?
Cleo no contestó durante varios golpes.
—Quizá porque podía —dijo al cabo.
—¿Estás segura de que no podrías reconocerlo si volvieras a verlo? —preguntó Francis tras reflexionar un momento—. ¿Recuerdas si era alto, o fornido? Cualquier cosa que pudiera distinguirlo. Algo que nos diese una pista…
Cleo sacudió la cabeza, inspiró hondo y pareció concentrarse en el juego, al que imprimió cada vez más velocidad. La pelota volaba de un lado a otro de la mesa. Le sorprendió poder seguirle el ritmo y devolverle los golpes, a izquierda y derecha, de derecho y de revés. Cleo sonreía, bailando de un lado a otro, moviendo el cuerpo con la gracia de una bailarina a pesar de su corpulencia.
—Pero tú y yo, Francis, no tenemos que verle la cara para reconocerlo —dijo tras un momento—. Sólo tenemos que ver esa actitud. Aquí dentro sería inconfundible. En este sitio, en nuestro hogar, nadie más tiene ese aspecto. ¿No crees, Pajarillo? En cuanto lo veamos, lo sabremos con exactitud, ¿verdad?
Francis golpeó la pelota demasiado fuerte, que cayó más allá de la mesa. Cleo la atrapó, antes de que saliera rebotada por la sala.
—Un golpe largo —comentó—, pero ambicioso.
«En un lugar lleno de temores, buscamos al hombre que no tiene ninguno», pensó Francis.
En un rincón de la sala varias voces empezaron a gritar. Un sollozo agudo, seguido de un chillido, rasgó el aire. Francis dejó la pala sobre la mesa y retrocedió unos pasos.
—Estás mejorando, Pajarillo —bromeó Cleo, y su risa se sobrepuso al alboroto de la pelea que aumentaba de intensidad—. Deberíamos volver a jugar algún día.
Cuando Francis llegó al despacho de Lucy, había tenido tiempo para pensar en lo que había averiguado. La encontró apoyada contra la pared, detrás de una sencilla mesa de metal gris. Estaba cruzada de brazos y observaba a Peter, que estaba sentado al escritorio con tres expedientes abiertos. Había esparcido una serie de fotografías en color de veinte por veinticinco, bocetos del escenario del crimen en blanco y negro, con flechas, círculos y anotaciones, y formularios escritos. Había informes de autopsias y fotografías de las ubicaciones. Peter levantó los ojos con brusquedad.
—Hola, Francis —dijo—. ¿Has tenido suerte?
—Puede que un poco. Hablé con Cleo.
—¿Te dio una descripción mejor?
Francis meneó la cabeza y señaló el montón de documentos y fotografías.
—Parece mucho —comentó. Nunca había visto el volumen del papeleo asociado normalmente a la investigación de un homicidio, y estaba impresionado.
—Mucho que dice poco —replicó Peter. Lucy asintió—. Pero, bien mirado, también dice mucho —añadió Peter. Lucy hizo una mueca de escepticismo.
—No entiendo —dijo Francis.
—Bueno —empezó a explicar Peter—, tenemos tres crímenes, todos cometidos en jurisdicciones policiales distintas, quizá, porque los cadáveres fueron trasladados post mortem, de modo que nadie está exactamente al cargo del caso, lo que es siempre un jaleo burocrático, incluso cuando interviene la policía estatal. Y tenemos tres víctimas encontradas en diversos grados de descomposición, cuyos cuerpos habían estado expuestos a los elementos, lo que dificulta o casi imposibilita el análisis forense. Y estos crímenes, por lo que se deduce de los informes policiales, fueron elegidos al azar, me refiero a sus víctimas, porque hay pocas similitudes entre las mujeres asesinadas, a parte del tipo de cuerpo, el tipo de peinado y la edad. Cabellos cortos y figura esbelta. Una era camarera, otra estudiante universitaria y la tercera secretaría. No se conocían entre sí. No vivían cerca una de otra. No había nada que las relacionara entre sí, salvo el desafortunado hecho de que volvían solas a casa en medios de transporte público, como el metro o el autobús, y que todas tenían que caminar varias manzanas mal iluminadas para llegar a su casa. Lo que las hacía sumamente vulnerables.
—Fáciles de elegir y acechar para un hombre paciente —concluyó Lucy.
Peter vaciló como si algo en las palabras de Lucy le suscitase una pregunta. A Francis le rondó una idea por la cabeza y vaciló en decirla en voz alta.
—Jurisdicciones distintas —dijo por fin—. Escenarios distintos. Organismos distintos. Todos reunidos aquí…
—Exacto —coincidió Lucy con cautela, como si de repente midiera sus palabras.
—Interesante —contestó Peter, y se inclinó para observar mejor los documentos depositados sobre la mesa. Cogió las tres fotografías de la mano derecha de las víctimas. Se fijó en los dedos mutilados—. Souvenirs —aseguró—. Es bastante clásico.
—¿A qué te refieres? —preguntó Francis.
—En los estudios efectuados sobre asesinos en serie —explicó Lucy en voz baja—, un rasgo común es la necesidad del asesino de quitar algo a la víctima para poder revivir después la experiencia.
—¿Quitar?
—Un mechón de pelo. Una prenda de vestir. Una parte del cuerpo.
Francis se estremeció. En ese momento se sintió infantil y se preguntó cómo sabía tan poco del mundo y cómo Peter y Lucy, que no le llevaban más de ocho o diez años, sabían tanto.
—Has mencionado que todos esos papeles también te decían mucho —comentó—. ¿Como qué?
Peter miró a Lucy y sus ojos se encontraron un segundo. Francis observó a la joven fiscal, y pensó que su pregunta había cruzado de algún modo una especie de línea divisoria. Sabía que hay momentos en que las palabras establecen de repente puentes y conexiones, e intuyó que ése era uno.
—Lo que todo esto me dice, Francis —contestó Peter pero con los ojos puestos en la joven—, es que el ángel de Larguirucho sabe cometer crímenes de una forma que dificulta la investigación en grado sumo. Eso significa que posee cierta inteligencia. Y bastante educación, al menos sobre las formas de asesinar. Si lo piensas, sólo hay dos maneras de resolver un crimen, Pajarillo. La primera, y la mejor, es cuando se obtienen pruebas en el escenario del crimen que apuntan inexorablemente en una dirección. Huellas dactilares, fibras de ropa, sangre y armas cuya procedencia puede rastrearse, o puede que incluso un testigo ocular. Esas cosas se pueden unir a un móvil claro, como el dinero de un seguro, el robo o una discusión violenta entre una pareja.
—¿Y la otra manera? —quiso saber Francis.
—Cuando tienes a un sospechoso y puedes vincularlo a los hechos.
—Es como ir al revés.
—Lo es —corroboró Lucy.
—¿Es más difícil?
—¿Difícil? —suspiró Peter—. Sí, lo es. ¿Imposible? No.
—Eso está bien —dijo Francis, y miró a Lucy—. Me preocuparía que lo que tenemos que hacer fuera imposible.
—De hecho, Pajarillo —prosiguió Peter tras soltar una risita—, es simplemente cuestión de usar otros medios para averiguar quién es el ángel. Prepararemos una lista de posibles sospechosos y la iremos reduciendo hasta que estemos más o menos seguros de su identidad. O, por lo menos, algunos nombres de posibles culpables. Después aplicaremos lo que sabemos sobre cada crimen a estos sospechosos. Confío que uno se destacará. Y, cuando lo tengamos, no será difícil relacionarlo con las víctimas. Las cosas encajarán entre sí, aunque todavía no sabemos cómo o por qué. Pero habrá algo en este embrollo de papeles, informes y pruebas que permitirá atraparlo.
Francis inspiró hondo.
—¿De qué medios estás hablando? —preguntó.
—Bueno, amigo mío —sonrió Peter—, ahí está la pega. Eso es lo que tenemos que averiguar. Aquí hay alguien que no es lo que parece ser. Tiene una clase totalmente distinta de locura, Pajarillo. Y la oculta muy bien. Sólo tenemos que averiguar quién finge.
Francis miró a Lucy, que asentía con la cabeza.
—Eso es más fácil de decir que de hacer, claro —indicó ésta.