Lucy se sentó en el borde de su cama en la residencia de enfermeras en prácticas y dejó que la noche la envolviera despacio. Había extendido sobre la colcha los objetos que había comprado esa tarde pero, en lugar de examinarlos con atención, tenía la mirada ausente. Reflexionaba sobre qué iba a hacer. Finalmente, se dirigió al pequeño cuarto de baño para mirarse la cara en el espejo.
Se apartó el pelo de la frente con una mano y, con la otra, repasó la cicatriz que le recorría la cara, desde el mismo nacimiento del pelo, le dividía la ceja, se desviaba hacia el lado, donde la hoja le había rozado el ojo, y le descendía por la mejilla hasta el mentón. La piel se veía más pálida que el resto de su cutis. En un par de puntos, la raja apenas era visible. En otros, totalmente perceptible. Se había acostumbrado a la cicatriz, y la aceptaba por lo que representaba. Una vez, varios años atrás, en una cita que había empezado de modo prometedor, un médico joven y demasiado seguro de sí mismo se había ofrecido a ponerla en contacto con un destacado cirujano plástico que, según insistía, podría arreglarle la cara de modo que nadie advertiría que se la habían cortado. No habló nunca con el cirujano plástico ni volvió a verse con ese o con ningún otro médico.
Lucy se consideraba la clase de persona que redefine su existencia todos los días. El hombre que le había marcado la cara y robado su intimidad había creído que le hacía daño, cuando en realidad lo único que había hecho era proporcionarle un objetivo. Había muchos criminales entre rejas debido a lo que un hombre le había hecho una lejana noche, cuando ella estudiaba Derecho. Pasaría cierto tiempo antes de que la deuda, ese resarcimiento que se le debía a su corazón y su cuerpo, estuviera pagada del todo. Pensó que había momentos individuales e importantes que lo guiaban a uno por la vida. Lo que la incomodaba del hospital era que no se recluyera en él a los pacientes por un solo acto, sino por la acumulación de incidentes nimios que los arrastraban inexorablemente hacia la depresión, la esquizofrenia, la psicosis, el trastorno afectivo bipolar y la conducta obsesiva-compulsiva. Sabía que Peter era parecido a ella en cuanto a espíritu y temperamento. El también había permitido que un solo acto determinara toda su vida. El suyo, por supuesto, había sido un impulso precipitado. Aunque justificable a cierto nivel, había sido fruto de una momentánea falta de control. El de ella era más frío, más calculado, y obedecía, a falta de una palabra mejor, a la venganza.
Le vino un recuerdo repentino a la cabeza, de la clase que se produce espontáneamente y te quita el aliento: en el hospital de Massachusetts adonde la habían llevado después de que un par de estudiantes de Física la hubieran encontrado sollozando, sangrando y caminando a trompicones por el campus, la policía la había interrogado a fondo mientras una enfermera y un médico la habían examinado. Los detectives habían estado de pie, junto a su cabeza, mientras los sanitarios trabajaban en un ámbito totalmente distinto por debajo de su cintura. «¿Pudo ver al hombre?» No. Realmente no. Llevaba un pasamontañas y sólo pude verle los ojos. «¿Podría reconocerlo si volviera a verlo?» No. «¿Por qué cruzaba el campus sola de noche?» No lo sé. Había estado estudiando en la biblioteca y volvía a casa. «¿Podría decirnos algo que nos sirva para atraparlo?» Silencio.
De todos los terrores vividos aquella noche, el que siempre había permanecido con ella era la cicatriz de su cara. La impresión la había dejado casi comatosa, pero él, de cualquier modo, la había rajado. No la había matado, y podría haberlo hecho sin problemas. Tampoco había ningún motivo que lo justificase. Ella estaba casi inconsciente, absorta, y su agresor podía huir tranquilamente. Pero aun así se había agachado y la había marcado para siempre, y a través de la niebla del dolor y el insulto, le había susurrado una única palabra al oído: «Recuérdalo.»
La palabra la había lastimado más que el corte que desfiguraba su belleza.
Y lo recordó, aunque, en su opinión, no del modo en que aquel mal nacido esperaba.
Si no podía llevar a la cárcel al hombre que la había marcado, encerraría a decenas de hombres parecidos. Si lamentaba algo, era que la agresión le hubiera robado lo que le quedaba de inocencia y jovialidad. Después de eso, la risa le resultaba más difícil y el amor le parecía imposible de lograr. Pero, como se decía a menudo, era probable que pronto hubiera perdido esas cualidades de todos modos. En su persecución del mal se había convertido en algo parecido a una monja de clausura.
Se miró en el espejo y devolvió despacio todos sus recuerdos a los compartimientos donde los guardaba archivados de un modo ordenado y aceptable. Lo pasado, pasado estaba. Sabía que el hombre que buscaba en el hospital era tan parecido a su agresor como cualquiera de los que había mirado fijamente en un tribunal. Atrapar al ángel significaría mucho más que evitar que un asesino en serie volviera a atacar.
Se sintió como un atleta que se concentra en el objetivo inmediato.
—Una trampa —dijo en voz alta—. Una trampa necesita un anzuelo.
Se acarició el cabello negro que le enmarcaba la cara y lo dejó caer entre los dedos como gotas de lluvia.
Cabello corto.
Cabello rubio.
Las cuatro víctimas llevaban un peinado muy corto. Todas tenían más o menos las mismas características físicas. Todas habían muerto de la misma forma. En cada caso se había usado la misma arma homicida, que las había degollado de izquierda a derecha del mismo modo. Las mutilaciones postmortem de las manos habían sido las mismas. Los cadáveres habían sido abandonados en lugares parecidos. Incluso en el caso de la última víctima, en el hospital, si analizaba el trastero donde se había cometido el crimen, podía ver cómo el asesino había reproducido las ubicaciones de los demás asesinatos. Y recordaba que había contaminado las pruebas físicas con agua y líquido de limpieza del mismo modo que la naturaleza había hecho con sus tres primeros homicidios.
El asesino estaba en el hospital. Sospechaba que incluso lo había mirado directamente a los ojos en algún momento sin reconocerlo. Esa idea le daba escalofríos, pero también parecía avivar la furia que crecía en su interior.
Se miró los cabellos negros que sujetaba como delicadas telarañas entre los dedos. Le pareció que el sacrificio valía la pena.
Se volvió y regresó a la habitación. Lo primero que hizo fue sacar una maleta negra de debajo de la cama. Marcó la combinación del cerrojo para abrirla. Dentro había un bolsillo cerrado con cremallera, que abrió para extraer una funda de cuero marrón oscuro que contenía un revólver corto del calibre 38. Sopesó el arma en la mano un momento. Lo había disparado menos de media docena de veces en los años que hacía que la tenía, y le resultaba extraña pero incisiva. Luego, con decisión, recogió el resto de los objetos esparcidos en la cama: un cepillo, unas tijeras, una caja de tinte para el pelo.
Se dijo que el cabello volvería a crecerle. Y que pronto tendría de nuevo la brillante cabellera negra que había lucido toda su vida.
Cortarse el pelo no era irreversible en absoluto, pero no hacer lo suficiente para encontrar al ángel podría serlo. Se llevó todos los objetos al cuarto de baño y los dispuso delante en el estante del espejo. Cogió las tijeras y, casi esperando ver sangre, empezó a cortarse el pelo.
Uno de los trucos que Francis había aprendido a lo largo de los años desde el primer día de su niñez en que había oído voces era cómo discernir la que tenía más sentido entre aquella cacofonía. Su locura se caracterizaba por su capacidad de revisar todo lo que le sugería en su interior y avanzar lo mejor que podía. No era del todo lógico, pero resultaba práctico.
Se dijo que la situación en el hospital no era demasiado diferente. Un detective reúne muchas pistas y pruebas dispares en un todo consistente. Todo lo que necesitaba saber para pintar el retrato del ángel ya había ocurrido, pero, de algún modo, en el mundo oscilante y errático del hospital psiquiátrico, el contexto había quedado oculto.
Francis miró a Peter, que se estaba mojando la cara en un lavabo. Se dijo que jamás vería lo que él podía ver. Hubo un coro de asentimiento en su interior.
Su amigo se incorporó, se miró en el espejo y sacudió la cabeza como si le disgustara lo que veía. Al mismo tiempo vio a Francis detrás de él y le sonrió.
—Buenos días, Pajarillo. Hemos sobrevivido otra noche, lo que bien mirado, no es moco de pavo y constituye un logro que tendremos que celebrar con un desayuno nada sabroso. ¿Qué crees que nos deparará este espléndido día?
Francis sacudió la cabeza para indicar que no lo sabía.
—¿Quizá ciertos progresos?
—Quizá.
—¿Quizás algo bueno?
—Lo dudo.
—Francis, tío, no hay ninguna pastilla ni ninguna inyección que puedan darte aquí que reduzca o suprima el cinismo —bromeó Peter.
—Tampoco ninguna que te dé optimismo —asintió Francis.
—Tienes razón —admitió Peter. Su sonrisa se había desvanecido—. Hoy haremos progresos, te lo prometo. —Sonrió de nuevo, y añadió—: Progresos.
—¿Cómo puedes prometer eso?
—Porque Lucy cree que hay otro enfoque que podría funcionar.
—¿Otro enfoque?
Peter echó un vistazo alrededor antes de susurrar:
—Si no puedes llegar al hombre que buscas, tal vez puedas lograr que el hombre llegue a ti.
Francis retrocedió un paso, como golpeado por las voces interiores que le advertían a gritos del peligro.
Peter no reparó en ello mientras el joven asimilaba lo que acababa de decirle.
—Venga —añadió de buen humor y le dio unas palmaditas en la espalda—. Vamos a comer creps pasados y huevos medio crudos, y veamos qué pasa. Imagino que hoy será un gran día, Pajarillo. Mantén los oídos y los ojos abiertos.
Salieron del lavabo hacia el dormitorio, donde los hombres empezaban a dar trompicones y a arrastrar los pies para dirigirse al pasillo. El inicio de la rutina diaria. Francis no estaba seguro de lo que tenía que observar, pero en ese momento un grito agudo y desesperado resonó con furia en el pasillo, haciendo estremecer a todos quienes lo oyeron.
Era fácil recordar ese grito.
Había pensado en él muchas veces, durante muchos años. Hay gritos de miedo, gritos de espanto, gritos que revelan ansiedad, tensión o, incluso, desesperación. Este parecía mezclar todas esas cualidades para sonar tan desesperado y aterrador que desafiaba la razón, amplificado por todos los terrores del hospital psiquiátrico juntos. El grito de una madre al ver que su hijo corre peligro. El grito de un soldado cuando ve su herida y sabe que es mortal. Algo ancestral y animal que sólo surge en los momentos más excepcionales y temibles. Era como si algo fijado en el centro de las cosas hubiera desaparecido de repente, con brusquedad, y eso fuera insoportable.
Nunca supe quién profirió ese grito, pero pasó a formar parte de todos quienes lo oímos. Y permaneció en nosotros por mucho tiempo.
Salí al pasillo detrás de Peter, que avanzaba deprisa hacia el sonido. Sólo era consciente en parte de los demás, que se apartaban a un lado y se acurrucaban contra la pared. Napoleón se situaba en un rincón y Noticiero, de repente nada curioso, se agachó como para esquivar el vibrante sonido. Los pasos de Peter, que se dirigió veloz hacia el origen del grito, resonaban en el pasillo. Pude vislumbrar un instante su rostro, que estaba tenso con una dureza repentina que no era habitual en el hospital. Era como si el grito hubiera desencadenado en él una preocupación inmensa y tratara de superar todos los temores que la acompañaban.
El grito había procedido del otro lado del pasillo, más allá de la puerta del dormitorio de las mujeres. Pero hoy el recuerdo del grito había sido tan real en mi mente como aquella mañana en el edificio Amherst. Se enroscó alrededor de mí, como el humo de un incendio, y tomé el lápiz y escribí con furia en la pared, temiendo a cada segundo que la risa burlona del ángel lo suplantara en mi recuerdo. Tenía que escribirlo antes de que eso sucediera. Recordé a Peter corriendo a toda velocidad, como si quisiera ir más deprisa que el eco.
Peter corrió pasillo abajo, porque sabía que sólo una cosa en el mundo podía generar esa clase de desesperación, incluso en un demente: la muerte. Esquivó a los demás pacientes, que habían retrocedido horrorizados, llenos de ansiedad y miedo, intentando escapar de aquel sonido. Incluso los catos y los retrasados mentales, que tan a menudo parecían ajenos al mundo que los rodeaba, se apretujaban contra las paredes para protegerse. Un hombre se balanceaba de cuclillas mientras se tapaba los oídos con las manos. Peter oía el repiqueteo de sus propios pasos y comprendió que en su interior había algo que siempre lo atraía hacia la muerte.
Francis iba detrás de él, combatiendo el impulso de huir en dirección contraria, arrastrado por la carrera de Peter. Negro Grande gritaba órdenes mientras ambos hermanos corrían por el pasillo: «¡Paso! ¡Paso! ¡Dejadnos pasar!» Una enfermera con uniforme blanco salió del puesto de enfermería. Se trataba de la enfermera Richard, a la que llamaban Bonita, pero su apodo quedaba desmerecido por su expresión de angustia y su mirada de terror.
En la entrada del dormitorio de mujeres, una paciente despeinada con el cabello gris se balanceaba atrás y adelante lamentándose. Otra giraba describiendo círculos. Una tercera, con la frente apoyada en la pared, farfullaba algo en lo que Francis creyó un idioma extranjero, pero que también podían ser incongruencias; imposible saberlo. Dos más gemían, sollozaban y se habían tumbando en el suelo, donde se retorcían y aullaban como poseídas por el diablo. No sabía si quien había gritado era alguna de esas mujeres. Podría haber sido cualquiera de ellas, u otra a la que no había visto. La desesperación seguía suspendida en el aire, como el canto implacable de una sirena que los atraía inexorablemente. Sus voces interiores le gritaban advertencias para que se detuviera, que retrocediera, que se alejara del peligro. Le costó un gran esfuerzo ignorarlas y seguir los pasos de Peter, como si la razón y el entendimiento de su amigo pudieran guiarlo también a él.
Peter vaciló un momento en el umbral y se volvió con rapidez hacia la mujer despeinada.
—¿Dónde? —preguntó con una voz que reflejaba autoridad.
La mujer señaló hacia el final del pasillo, hacia una puerta cerrada que daba acceso a una escalera. Acto seguido, soltó una carcajada y casi con la misma rapidez prorrumpió en sollozos incontrolables.
Peter avanzó con Francis pisándole los talones y alargó la mano hacia el pomo de la gran puerta metálica. La abrió de un empujón y se detuvo.
—¡Ave María Purísima! —exclamó con un grito ahogado, y susurró la segunda parte—: Sin pecado concebida. —Fue a santiguarse. Al parecer, su formación católica le había vuelto en un instante, pero se detuvo a mitad del movimiento. Francis estiró el cuello para ver y retrocedió de golpe, con la sensación de quedarse sin aire. Se hizo a un lado, mareado de repente. Tuvo miedo de desmayarse.
—No te acerques, Pajarillo —susurró Peter. Puede que no quisiera decir eso, pero sus palabras parecieron plumas atrapadas en una ráfaga de viento.
Los Moses detuvieron su carrera justo detrás de los dos pacientes y abrieron los ojos como platos.
—¡Joder! ¡Joder! —exclamó Negro Chico en voz baja pasado un segundo. Su hermano se volvió hacia la pared.
Francis se obligó a mirar.
De una horca improvisada, hecha con una sábana gris retorcida y atada a la barandilla de la escalera, colgaba Cleo.
Tenía su regordeta cara hinchada, distorsionada como una gárgola de la muerte. La soga que le rodeaba el cuello le había arrugado la piel de modo que recordaba al nudo del globo de un niño. El cabello le caía sobre los hombros, despeinado y enredado, y tenía los ojos abiertos, con la mirada vacía. Su boca, abierta y algo torcida, reflejaba una expresión de espanto. Llevaba una simple enagua gris, que le colgaba como una bolsa, y una chancleta rosa chillón le había caído del pie al suelo. Tenía las uñas de los pies pintadas de rojo.
Francis quiso desviar la mirada, pero aquel retrato de la muerte poseía una urgencia enfermiza, imperiosa, y siguió clavado en su sitio, con los ojos puestos en la mujer colgada del hueco de la escalera, intentando conciliar a Cleo, con su torrente de palabrotas y su habilidad devastadora en la mesa de ping-pong, con la figura grotesca, llena de bultos, que tenía delante. La escalera se encontraba en una media penumbra, como si las bombillas desnudas que iluminaban cada rellano fueran insuficientes para contener los zarcillos de oscuridad que penetraban en esa zona. El aire parecía húmedo y caluroso, como si apenas hubiera circulado, como en el interior de un desván cerrado.
Dejó que sus ojos recorrieran de nuevo la figura y, entonces, vio algo.
—Peter —susurró—, mírale la mano.
La mirada de Peter descendió del rostro de Cleo a su mano.
—Mierda —soltó tras un momento de silencio.
A Cleo le habían cortado el pulgar derecho. Un hilo rojo le bajaba por el costado de la enagua y por la pierna desnuda para encharcarse en el suelo. Francis observó el círculo de sangre y sintió náuseas.
—Mierda —repitió Peter.
El pulgar seccionado estaba en el suelo, a medio metro del pequeño charco granate de sangre pegajosa, dejado ahí casi como si lo hubieran desechado tras pensárselo mejor.
A Francis se le ocurrió algo y examinó la escena rápidamente, en busca de una sola cosa. Dirigió los ojos a derecha e izquierda, pero no vio lo que buscaba. Quiso decir algo, pero se abstuvo. Peter también guardaba silencio.
Fue Negro Chico quien habló por fin:
—Se pagará un precio muy alto por esto —dijo con tristeza.
Francis esperó junto a la pared, sentado en el suelo, mientras varias cosas ocurrían delante de él. Tenía la extraña sensación de que todo era una simple alucinación, o tal vez un sueño del que fuera a despertarse en cualquier momento y que, entonces, el día habitual del hospital Western volviera a empezar.
Negro Grande había dejado a Peter, Francis y su hermano en la escalera, contemplando el cadáver de Cleo, y había regresado diligentemente al puesto de enfermería para llamar a seguridad, al despacho del doctor Gulptilil y, por último, a casa del señor del Mal. Se había producido una breve calma tras las llamadas telefónicas, durante la cual Peter había rodeado despacio el cadáver para valorar, memorizar y grabárselo todo en la cabeza. Francis admiraba la diligencia y el profesionalismo de Peter, aunque, en el fondo, dudaba de que él pudiera ser capaz de olvidar ningún detalle de aquella muerte atroz. Aun así, Francis y Peter repitieron lo que habían hecho cuando encontraron el cadáver de Rubita. Estudiaron toda la escena, midieron y fotografiaron mentalmente como especialistas de la policía científica, salvo que no tenían ni cinta métrica ni cámara.
En el pasillo, los Moses procuraban restablecer algo de calma en un escenario que desafiaba toda calma. Los pacientes estaban consternados, lloraban, reían, sollozaban, otros trataban de actuar como si nada hubiese pasado y los había que se encogían en los rincones. En algún sitio, una radio emitía los 40 Principales de los años sesenta, y Francis oyó los compases inconfundibles de In the Midgnight Hour, seguida de Don’t Walk Away, Renee. La música hacía que toda la situación fuera aún más demencial de lo que ya era, con las guitarras y las voces mezcladas con aquel caos. Un paciente exigía en voz alta que se sirviera de inmediato el desayuno, mientras otro preguntaba si podía salir a recoger flores para una tumba.
Los de seguridad no tardaron en llegar, seguidos en rápida sucesión por Tomapastillas y el señor del Mal. Ambos médicos llegaron a un paso rápido que les hizo parecer algo descontrolados. Evans iba apartando a empellones a los pacientes, mientras que Gulptilil se limitó a recorrer el pasillo sin prestar atención a sus ruegos y súplicas.
—¿Dónde está? —preguntó Gulptilil a Negro Grande.
Había tres guardias de seguridad de pie en el umbral de la puerta a la espera de que alguien les dijera qué hacer. Ninguno de ellos había hecho nada desde su llegada excepto contemplar el cadáver de Cleo, y se apartaron para dejar que Gulptilil y Evans accedieran al lugar de la tragedia.
El director del hospital soltó un grito ahogado.
—¡Dios mío! —exclamó—. ¡Pero esto es terrible! —Sacudió la cabeza.
Evans estiró el cuello y vio también la escena. Su reacción, por lo menos al principio, fue limitarse a exclamar:
—¡Mierda!
Los dos administradores siguieron examinando la escena. Ambos vieron el pulgar mutilado y la horca atada a la barandilla del hueco de la escalera. Pero Francis tuvo la curiosa sensación de que los dos hombres veían algo distinto a lo que él veía. No era que no vieran a Cleo ahorcada, sino que reaccionaban de otra forma. Era un poco como estar delante de un cuadro famoso en un museo y que la persona a tu lado tuviera la impresión contraria, de modo que soltara una carcajada en lugar de un suspiro, o un gemido en lugar de una sonrisa.
—Qué mala suerte —dijo Gulptilil en voz baja. Se volvió hacia Evans—. ¿Presentó algún indicio…? —empezó a decirle pero no tuvo que terminar la pregunta.
Evans ya estaba asintiendo con la cabeza.
—Ayer hice una anotación en el registro diario porque su angustia parecía aumentar. La semana pasada hubo otros indicios de que se estaba descompensando. Le envié un memorando sobre varios pacientes que necesitaban una nueva evaluación médica, y ella figuraba la primera en la lista. Quizá debería haber procedido con más decisión, pero no parecía sufrir una crisis tan aguda como para actuar de inmediato. Evidentemente, fue un error.
—Recuerdo el memorando —asintió Gulptilil—. Lamentablemente, a veces hasta las mejores intenciones… —dijo. Y añadió—: Bueno, es difícil prever estas cosas, ¿no? —No esperaba una respuesta y se encogió de hombros—. ¿Podrá encargarse de todo?
—Por supuesto —respondió Evans.
Tomapastillas se volvió hacia los tres guardias de seguridad.
—Muy bien, señores. El señor Evans les indicará cómo descolgar a Cleo. Traigan una bolsa para cadáveres y una camilla. Llevémosla enseguida al depósito…
—¡Espere un segundo!
La objeción llegó desde detrás, y todos se volvieron. Era Lucy Jones, que, a poca distancia, observaba el cadáver de Cleo.
—¡Dios mío! —soltó Gulptilil casi sin aliento—. ¿Señorita Jones? Pero ¿qué ha hecho?
En opinión de Francis, la respuesta a eso era obvia. Su larga cabellera negra había desaparecido, sustituida por un pelo teñido de rubio y cortado muy corto, casi al azar. La contempló medio mareado. Le pareció que era como ver una obra de arte desfigurada.
Me separé de las palabras en la pared y me eché en el suelo como una araña asustada que intenta esquivar una bota. Apoyé la espalda contra la pared de enfrente, encendí un cigarrillo y esperé un instante. Sostuve el cigarrillo con la mano y dejé que el fino hilo de humo ascendiera hacia mi nariz. Estaba atento a la voz del ángel, esperando la sensación de su aliento en la nuca. Sabía que, si no estaba ahí, no andaría lejos. No había señales de Peter ni de nadie más, aunque por un instante me pregunté si Cleo me visitaría en ese momento.
Todos mis fantasmas estaban cerca.
Me imaginé como un nigromante medieval junto a un caldero burbujeante, lleno de ojos de murciélago y raíces de mandrágora, capaz de conjurar cualquier visión maligna que necesitara.
—¿Cleo? —pregunté al abrir los ojos—. ¿Qué pasó? No tenías que morir. —Sacudí la cabeza y cerré los ojos, y en la oscuridad la oí hablar con su habitual tono bronco y divertido.
—Pero lo hice, Pajarillo. Malditos cabrones. Tenía que morir. Los muy hijos de puta me mataron. Desde el principio sabía que lo harían. Miré alrededor buscándola, pero al principio era sólo un sonido. Y entonces Cleo surgió despacio, como un velero de entre la niebla, y cobró forma delante de mí. Se apoyó contra la pared de la escritura y encendió un cigarrillo. Llevaba un vestido de tono pastel con volantes y las mismas chancletas rosadas que recordaba de su muerte. Sujetaba el cigarrillo con una mano y, como era de esperar, una pala de ping-pong con la otra. Una especie de regocijo maníaco iluminaba sus ojos, como si se hubiera liberado de algo difícil e inquietante.
—¿Quién te mató, Cleo?
—Esos cabrones.
—¿Quién, en concreto?
—Tú ya lo sabes, Pajarillo. Lo supiste en cuanto llegaste a la escalera donde yo esperaba. Lo viste, ¿verdad?
—No. —Sacudí la cabeza—. Fue todo muy confuso.
—Pero de eso se trataba, Pajarillo. Precisamente de eso. Todo era una contradicción, y en ella pudiste ver la verdad, ¿no?
Quería decir que sí, pero seguía sin estar seguro. Entonces era joven e inseguro, y ahora seguía igual.
—Estaba ahí, ¿verdad?
—Por supuesto. Siempre estuvo ahí. O puede que no. Depende de cómo lo mires, Pajarillo. Pero tú lo viste, ¿no?
Seguía indeciso.
—¿Qué pasó, Cleo? ¿Qué pasó realmente?
—Pues que me morí, ya sabes.
—Sí. Pero ¿cómo?
—Tenía que haber sido por la mordedura de un áspid.
—No fue así.
—No, cierto. No fue así. Pero, a mi modo, se le acerca bastante. Incluso pude decir las palabras, Pajarillo. «Me estoy muriendo, Egipto. Muriendo…», lo que fue satisfactorio.
—¿Quién estaba ahí para oírlas?
—Ya lo sabes.
Intenté otro enfoque.
—¿Te defendiste, Cleo?
—Siempre me defendí, Pajarillo. Toda mi vida fue una maldita lucha.
—Pero ¿peleaste con el ángel, Cleo?
Sonrió y agitó la pala de ping-pong para apartar el humo del cigarrillo.
—Por supuesto que sí —respondió—. Ya sabes cómo era. No iba a dejarme vencer fácilmente.
—¿Te mató?
—No. No exactamente. Pero más o menos. Fue como todo en el hospital, Pajarillo. La verdad era tan loca y complicada como todos nosotros.
—Eso pensaba yo —contesté.
—Sabía que podías verlo. —Rio un poco—. Cuéntaselo, como intentaste hacer entonces. Habría sido más fácil si te hubieran escuchado. Pero ¿quién quiere escuchar a los locos?
Esta observación nos hizo sonreír, porque era lo más cercano a la verdad que ninguno de los dos podía decir en ese momento.
Inspiré hondo. Notaba una gran pérdida, como un vacío interior.
—Te echo de menos, Cleo.
—Y yo a ti, Pajarillo. Echo de menos vivir. ¿Te apetece una partida de ping-pong? Te daré dos puntos de ventaja.
Sonrió antes de desaparecer.
Suspiré y volví a la pared. Una sombra parecía haberse deslizado sobre ella, y el siguiente sonido que oí fue la voz que quería olvidar.
—El pequeño Pajarillo quiere respuestas antes de morir, ¿verdad?
Cada palabra era confusa, como si me martilleara la cabeza, como si hubiera alguien llamando a la puerta de mi imaginación. Me eché hacia atrás y pensé si habría alguien intentando entrar en mi casa. Me encogí de miedo y me oculté de la oscuridad que se colaba en la habitación. Busqué palabras valientes para responder, pero eran escurridizas. Me temblaba la mano y creí estar al borde de un gran dolor, pero en algún recoveco encontré una contestación.
—Tengo todas las respuestas —dije—. Siempre las tuve.
Pero era una idea tan dura como cualquier otra que se me hubiera ocurrido alguna vez de modo espontáneo. Me asustó casi tanto como la voz del ángel. Retrocedí y, cuando me encogía de miedo, oí sonar el teléfono en la habitación contigua. Eso me puso más nervioso aún. Pasado un instante se detuvo, y oí cómo se disparaba el contestador automático que me habían comprado mis hermanas.
«Señor Petrel, ¿está ahí? —La voz sonaba distante pero familiar—. Soy el señor Klein del Wellness Center. No ha venido a la cita a la que prometió asistir. Conteste el teléfono, por favor. ¿Señor Petrel? ¿Francis? Póngase en contacto conmigo en cuanto reciba este mensaje. En caso contrario, me veré obligado a tomar alguna medida…»
Permanecí clavado en el sitio.
—Vendrán a buscarte —oí decir al ángel—. ¿No lo ves, Pajarillo? Estás en una caja y no puedes salir.
Cerré los ojos, pero no sirvió de nada. Era como si los sonidos hubieran aumentado de volumen.
—Vendrán a buscarte, Francis, y esta vez, querrán encerrarte para siempre. Se acabó lo del apartamento. Se acabó lo del trabajo contando salmones para el Wildlife Service. Se acabó lo de Francis paseando por las calles y llevando una vida cotidiana. Se acabó la carga para tus hermanas o tus padres, que nunca te quisieron demasiado desde que vieron en qué te ibas a convertir. No; querrán encerrar a Francis hasta el fin de sus días. Con llave, con la camisa de fuerza, babeando. Así acabarás, Francis. Seguro que lo sabes… —Rio antes de añadir—: A no ser, claro, que yo te mate antes.
Estas palabras me sonaron tan afiladas como la hoja de un cuchillo.
«¿A qué estás esperando?», quise decir, pero en lugar de eso gateé como un bebé, con lágrimas en los ojos, para llegar a la pared de las palabras. Estaba ahí conmigo, a cada paso, y todavía no entendía por qué no me había hecho nada. Intenté ahuyentar su presencia, como si la memoria fuera mi única salvación, con el recuerdo de aquella orden de Lucy que parecía trascender los años.
—Que nadie toque nada —pidió Lucy, y avanzó hacia la escalera—. Esto es el escenario de un crimen.
Evans pareció confundido por su aspecto y balbuceó alguna respuesta incongruente. Gulptilil, desconcertado también por su cambio externo, sacudió la cabeza y le salió al paso, como si quisiera detenerla. Los guardias de segundad y los hermanos Moses se movieron incómodos.
—Tiene razón —dijo Peter—. Hay que avisar a la policía. —La voz del Bombero pareció superar la sorpresa de Evans, que se volvió hacia él.
—¿Qué coño sabrás tú? —soltó.
Gulptilil levantó la mano sin negar ni afirmar con la cabeza. En lugar de eso, se removió en su sitio, cambiando la postura de su cuerpo en forma de pera, parecido a una ameba.
—Yo no estaría tan seguro —indicó con calma—. ¿No tuvimos esta clase de discusión con ocasión de la anterior muerte ocurrida en esta unidad?
—Sí, creo que sí. —Lucy resopló.
—Pues claro. Un paciente mayor que murió de una insuficiencia cardíaca repentina. Lo que, según recuerdo, usted también quería investigar como si fuera un homicidio.
Lucy señaló el cuerpo inerte de Cleo, que seguía colgando grotescamente en el hueco de la escalera.
—Dudo que esto pueda atribuirse a una insuficiencia cardíaca repentina —replicó.
—Ni tampoco presenta indicios de asesinato —contestó— toma pastillas.
—Sí —replicó Peter—. El pulgar mutilado.
El doctor observó la mano de Cleo y, a continuación, el dedo en el suelo. Sacudió la cabeza, como hacía a menudo.
—Puede —respondió—. Pero antes de involucrar a la policía local, con todos los problemas que eso conlleva, señorita Jones, deberíamos ver si podemos llegar a algún consenso. Porque mi inspección inicial no sugiere en absoluto que se trate de un homicidio.
Lucy lo miró con recelo.
—Como usted quiera, doctor —dijo—. Echemos un vistazo.
Lucy siguió al médico hacia la escalera. Peter y Francis se apartaron y los observaron. El señor del Mal los siguió también, después de dirigir una mirada hostil a Peter, pero los demás permanecieron junto a la puerta, como si acercarse más fuera a aumentar de algún modo lo horrendo de la imagen que tenían delante. Francis vio nerviosismo y miedo en más de un par de ojos, y pensó que la muerte de Cleo trascendía los límites corrientes entre la cordura y la demencia; era igual de perturbadora para los normales que para los locos.
Durante casi diez minutos, Lucy y Gulptilil examinaron todos los rincones, repasando hasta el último centímetro de espacio. Francis vio cómo Peter los observaba a ambos con atención y él también trató de seguir sus miradas, como si pudiera leerles el pensamiento. Y, mientras lo hacía, empezó a ver. Era como una cámara desenfocada, en la que todo era vago y borroso, pero empezó a percibir cierta nitidez y a imaginar los últimos momentos de Cleo.
Finalmente, Gulptilil le dijo a Lucy:
—Dígame pues, señora fiscal, ¿por qué juzgaría esto como homicidio?
—Mi asesino siempre ha mutilado dedos. —Señaló el pulgar—. Ésta sería la quinta víctima. De ahí el pulgar.
—Mire bien —pidió el médico a la vez que sacudía la cabeza—. No hay signos de lucha. Nadie ha informado de que hubiera ningún alboroto en esta zona ayer por la noche. Me costaría mucho imaginar que su asesino, o cualquier asesino, fuera capaz de colocar una soga al cuello a una mujer de este volumen y esta fuerza sin llamar la atención. Y la víctima… Bueno, ¿qué detalles de su muerte le recuerdan a las demás?
—Todavía ninguno —respondió Lucy.
—¿Cree que los suicidios son inusuales en este hospital? —repuso Gulptilil.
—Claro que no —contestó Lucy.
—¿Y no tenía esta mujer una obsesión malsana por el asesinato de la enfermera en prácticas?
—Eso no lo sé.
—Quizás el señor Evans pueda ilustrarnos.
Evans se acercó y dijo:
—Parecía más interesada que los demás en el caso. Había tenido varios arrebatos importantes en los que afirmaba tener conocimientos o información sobre esa muerte. Si hay que culpar a alguien, es a mí, por no haber visto lo grave que se había vuelto su obsesión…
Entonó este último mea culpa en un tono que, en opinión de Francis, implicaba todo lo contrario. Dicho de otro modo, creía que no tenía ninguna culpa. Francis alzó los ojos hacia la cara hinchada de Cleo y pensó que toda la situación era surrealista. Al pie de la difunta se debatía literalmente lo que había pasado. Intentó recordarla viva, pero le costaba. Intentó sentirse triste, pero en realidad se sentía exhausto, como si la emoción del hallazgo fuera como escalar una montaña. Volvió a mirar alrededor, en silencio, y se preguntó qué habría ocurrido.
—Señorita Jones —decía Gulptilil—, la muerte no es algo inaudito en el hospital. Este acto encaja en un triste esquema que nos resulta familiar. Gracias a Dios, no es tan frecuente como cabría imaginar pero, aun así, ocurre, ya que a veces tardamos en reconocer las tensiones que soportan algunos pacientes. Su supuesto asesino es un depredador sexual. Pero aquí no hay signos de tal actividad. Tenemos, en cambio, una mujer que, con toda probabilidad, se auto mutiló la mano cuando sus delirios con el anterior asesinato se descontrolaron. Imagino que encontraremos unas tijeras o una navaja escondida entre sus ropas. Además, supongo que descubriremos que la sábana que convirtió en soga procede de su cama. Así es el ingenio de un psicótico que se propone acabar con su vida. Lo siento… —Señaló al personal de seguridad que estaba aguardando—. Tenemos que conseguir que esta unidad recupere alguna clase de rutina.
Francis esperaba que Peter dijera algo, pero el Bombero mantuvo la boca cerrada.
—Y, señorita Jones —añadió Tomapastillas—, cuando le vaya bien, me gustaría comentar el impacto de su, digamos, peinado. —Se volvió hacia el señor del Mal—. Que se sirva el desayuno —ordenó—. Que empiecen las actividades de la mañana.
Evans asintió. Miró a Francis y Peter y les hizo un gesto con la mano.
—Vosotros dos —dijo—, volved al comedor, por favor. —Pronunció estas palabras con un tono educado, pero era una orden como las que podía dar un carcelero.
A Peter pareció enfurecerlo, pero se limitó a dirigirse a Gulptilil y comentarle:
—Necesito hablar con usted.
Evans gruñó, pero Tomapastillas asintió.
—Por supuesto, Peter —dijo—. Estaba esperando que me lo pidieras.
Lucy suspiró, y dirigió una última mirada al cadáver de Cleo. Francis no supo si lo que asomó a sus ojos fue desánimo u otra clase de resignación. Intuía que ella creía que todo estaba saliendo mal, hiciera lo que hiciera. Su expresión era la de quien cree que algo está fuera de su alcance.
Francis se giró y observó también el cadáver. Dejó que sus ojos examinaran la escena por última vez mientras el personal de seguridad se disponía a descolgarla y depositarla en el suelo.
¿Habría sido un asesinato o un suicidio? Para Lucy, una de las dos cosas era probable. Para el director del hospital, la otra era evidente. Cada uno de ellos necesitaba un resultado distinto.
Francis, sin embargo, sintió un vacío frío y profundo en su corazón, porque veía otra cosa.
Se alejó de la puerta que daba a la escalera y echó un rápido vistazo al dormitorio de las mujeres. La cama de Cleo tenía las dos sábanas intactas, y que no había rastro de un cuchillo o de sangre, como sería lógico si ése hubiera sido el sitio donde se había cortado el pulgar. Sus voces interiores le gritaban cosas contradictorias, pero las silenció bruscamente.
—¿Asesinato o suicidio? —susurró para sí—. ¿Por qué no ambas cosas?
Y se volvió para ir al encuentro de Peter.