Francis pasó una noche agitada, a veces tenso en la cama intentando escuchar cualquier sonido en el dormitorio que delatase la presencia del ángel. Oyó decenas de esos ruidos, que resonaban con la misma fuerza que los latidos de su corazón. Mil veces le pareció notar el aliento del ángel en la frente, y no olvidó ni por un instante la sensación del cuchillo frío. Incluso en los pocos momentos en que se alejó de esos temores que le provocaban sudor y ansiedad para sumirse en algo parecido al sueño, su descanso se vio perturbado por imágenes aterradoras. Veía que Lucy le enseñaba una mano mutilada como la de Rubita y a continuación se veía a sí mismo degollado y luchando con desespero por mantener unida la herida sangrante.
Agradeció la primera luz de la mañana que se filtró por las ventanas, aunque sólo fuera para indicar que las horas en que el ángel parecía reinar en el hospital habían terminado. Permaneció un rato más en la cama, aferrado a un pensamiento extrañísimo: que no estaba bien que los pacientes del hospital tuvieran el mismo miedo a morir que la gente normal en el exterior. Dentro de esas paredes, la vida parecía mucho más frágil, no tenía la misma importancia que fuera. Era como si ellos contaran menos, y, por tanto, su vida no debiera valorarse demasiado. Recordó haber leído en un periódico que el valor total de las partes del cuerpo humano sólo ascendía a un par de dólares. Los pacientes del Western probablemente sólo valían unos centavos. O ni siquiera eso.
Fue al baño, se aseó y luego se vistió. Los signos cotidianos del hospital lo reconfortaron un poco; Negro Chico y su corpulento hermano estaban en el pasillo e intentaban que los pacientes se dirigieran hacia el comedor para desayunar, como un par de mecánicos que intentan que un motor se ponga en marcha. El señor del Mal recorría el pasillo sin hacer caso de las súplicas de varias personas sobre algún que otro problema. Francis quería seguir la rutina.
Y entonces, con la misma rapidez con que se le ocurrió este pensamiento, lo temió.
El hospital, con su obsesión por limitarse a encadenar un día tras otro, era como un fármaco, más potente incluso que los que se presentaban en pastillas o hipodérmicas. Y con la adicción, llegaba la inconsciencia.
Sacudió la cabeza; porque para él había algo claro: el ángel estaba mucho más cerca del mundo exterior, y sospechaba que, si quería regresar a él, ésa era la dificultad que tendría que superar. Encontrar al asesino de Rubita era el único acto cuerdo que le quedaba en el mundo.
En su cabeza, sus voces sonaban agitadas y confusas. Era evidente que trataban de decirle algo, pero no se ponían de acuerdo en qué.
Sin embargo, todas las voces coincidían en que, si se quedaba solo para enfrentarse al ángel, sin Peter ni Lucy, no era probable que sobreviviera. No sabía cómo moriría, ni exactamente cuándo. Cuando quisiera el ángel. Asesinado en la cama. Asfixiado como Bailarín o degollado como Rubita, o quizá de otra forma, pero ocurriría.
No tendría dónde esconderse, salvo sumirse en una locura más profunda, lo que obligaría al hospital a encerrarlo en una celda de aislamiento.
Miró alrededor en busca de sus dos compañeros de investigación y, por primera vez, pensó que era el momento de responder a las preguntas del ángel.
Se apoyó contra la pared del pasillo. Está aquí. ¡Lo tienes delante! Levantó los ojos y vio a Cleo, que avanzaba agitando los brazos como un imponente acorazado abriéndose paso entre una regata de tímidos veleros. Lo que la inquietaba esa mañana quedaba oculto bajo una avalancha de palabrotas refunfuñadas al ritmo del amplio balanceo de sus brazos, de modo que cada «¡Mierda!», «¡Cabrones!» e «¡Hijos de puta!» era emitido como un golpe de batuta de un director. Los pacientes se hacían a un lado a su paso. Entonces Francis comprendió algo: no era que el ángel supiera cómo ser diferente, sino que sabía cómo ser igual.
Cuando siguió con la mirada a Cleo, vio a Peter. El Bombero parecía enfrascado en una acalorada conversación con el señor del Mal, que sacudía la cabeza mientras Peter le hablaba. Pasado un instante, el señor del Mal pareció desechar lo que Peter decía, dio media vuelta y se marchó por el pasillo. Peter alzó la voz para gritarle:
—¡Tiene que decírselo a Gulptilil! ¡Hoy!
El señor del Mal no se volvió, como negándose a aceptar lo que Peter había gritado. Francis se acercó deprisa al Bombero.
—¿Peter?
—Hola, Pajarillo —respondió Peter, sin dejar de mirar a Evans—. ¿Qué quieres?
—Cuando miras al resto de los pacientes —susurró—, ¿qué ves?
—No lo sé —respondió tras vacilar un instante—. Es un poco como Alicia en el país de las maravillas. Todo es de lo más curioso.
—Pero has visto todas las clases de locos que hay aquí, ¿verdad?
Peter dudó y vio a Lucy acercarse por el pasillo. Esperó a que llegase a su lado y dijo:
—Pajarillo ha visto algo. ¿De qué se trata?
—El hombre que buscamos no está más loco que tú —susurró Francis—. Pero finge ser otra cosa.
—Continúa —lo animó Peter.
—Toda su locura, al menos la locura asesina y la locura de cortar dedos, no es como las locuras habituales que tenemos en el hospital. Planifica. Piensa. Se trata de la encarnación del mal, como insistía Larguirucho. No es que oiga voces, tenga delirios ni nada de eso. Pero sabe aparentarlo para que todos vean en él a un loco más, en lugar de ver un ser malvado…
Francis sacudió la cabeza.
—¿Qué estás diciendo, Pajarillo? —Peter bajó la voz—. Explícate.
—Lo que estoy diciendo es que examinamos todos esos formularios de ingreso e hicimos todos esos interrogatorios en busca de algo que relacione a alguien de aquí con el mundo exterior. ¿Qué buscabais Lucy y tú? Hombres con antecedentes de violencia. Psicópatas. Hombres con una rabia latente. Hombres fichados por la policía. Hombres que oyen voces que les ordenan hacer cosas malas a las mujeres. Queréis encontrar un criminal loco, ¿verdad?
—Es el único enfoque lógico… —Lucy habló por fin.
—Pero aquí todo el mundo tiene algún impulso demente. Y muchos podrían ser asesinos, ¿verdad? Aquí la línea que separa ambas cosas es muy sutil.
—Sí, pero… —Lucy estaba asimilando lo que Francis decía.
—¿No crees que el ángel también sabe eso? —repuso el joven.
La fiscal no respondió.
—El ángel es alguien que carece de antecedentes que puedan llamar la atención de nadie —afirmó Francis tras inspirar hondo—. En el exterior, es una persona. Aquí, es otra. Como un camaleón que cambia de color según su entorno. Y es alguien al que nunca se nos ocurriría investigar. De esa manera, está a salvo y puede hacer lo que quiere.
Peter parecía escéptico, y Lucy parecía necesitar que la convencieran más. Ella fue la primera en hablar.
—¿De modo que crees que el ángel finge su enfermedad mental? —dijo con lentitud, como si con la palabra «fingir» hubiera sugerido que eso era imposible.
Francis sacudió la cabeza y asintió. Las contradicciones que a él le resultaban tan claras no lo eran para los otros dos.
—No puede fingir voces. No puede fingir delirios. No puede fingir ser… —Inspiró antes de continuar—: No puede fingir ser como yo. Los médicos se darían cuenta. Hasta el señor del Mal lo detectaría enseguida.
—¿Entonces? —preguntó Peter.
—Mirad alrededor —contestó Francis. Señaló al otro lado del pasillo, donde el hombretón retrasado que había llegado de Williams estaba apoyado contra la pared, acunando a su muñeco y canturreándole suavemente. Vio a un cato inmóvil en el centro del pasillo con los ojos clavados en el techo, como si su visión pudiera penetrar el aislamiento acústico, las vigas, el suelo y los muebles del primer piso, cruzarlo todo, incluido el tejado, y llegar hasta el cielo azul de la mañana—. ¿Cuánto cuesta ser simple? —preguntó Francis—. ¿O silencioso? Y si fueras como uno de ellos, ¿quién te iba a prestar ninguna atención?
A todas las terminaciones nerviosas de mi cuerpo llegaban gritos y aullidos como de cien gatos enloquecidos. El sudor me resbalaba entre los ojos, me cegaba y escocía. Me faltaba el aliento y resollaba como un enfermo, con las manos temblorosas. No me fiaba de que mi voz lograra emitir algún sonido que no fuera un gemido grave e indefenso.
El ángel, cerca de mí, escupía de rabia.
No tenía que decir por qué, porque cada palabra que yo había escrito lo explicaba.
Me retorcí en el suelo como si una corriente eléctrica me recorriera el cuerpo. Jamás me aplicaron electroshock en el Western. Puede que fuera la única crueldad enmascarada de cura que no tuve que soportar. Pero sospecho que el dolor que sentía ahora no era muy distinto.
Podía ver.
Eso era lo que me dolía.
Cuando en el pasillo del hospital dije aquellas palabras a Peter y Lucy, fue como si abriera una puerta en MÍ interior que no había querido abrir nunca. Una puerta cerrada a cal y canto. Cuando estás loco no eres capaz de nada. Pero también eres capaz de todo. Estar atrapado entre los dos extremos es una agonía.
Toda mi vida, lo único que quise fue ser normal. Aun atormentado como Peter y Lucy, pero normal. Capaz de manejarme modestamente en el mundo exterior, de disfrutar de las cosas sencillas. Una mañana estupenda. El saludo de un amigo. Una comida apetitosa. Una conversación distendida. Una sensación de pertenencia. Pero no podía, porque, como supe en ese momento, estaba destinado a estar siempre más cerca del hombre al que detestaba y que me asustaba. El ángel disfrutaba con todos los pensamientos asesinos que acechaban en mi interior y se deleitaba con ellos. Era un reflejo distorsionado de mí mismo. Yo tenía la misma rabia, el mismo deseo, la misma maldad. Pero yo los había escondido, los había relegado y lanzado al agujero más profundo que pude encontrar en mi interior para cubrirlos con todos mis pensamientos locos, como si fueran piedras y tierra, de modo que quedaron enterrados para siempre.
En el hospital, el ángel cometió un único error.
Debería haberme matado cuando pudo.
—De modo que ahora estoy aquí para rectificar ese error de cálculo —me susurró al oído.
—No tenemos tiempo —dijo Lucy. Examinaba los expedientes que tenía esparcidos por la mesa de su despacho provisional, donde se centraba su investigación provisional.
Peter se paseaba intentando ordenar toda clase de ideas contradictorias. Cuando la fiscal habló, la miró con la cabeza ladeada.
—¿Por qué? —preguntó.
—Tendré que marcharme. Puede que en los próximos días. He hablado con mi jefe y cree que sólo estoy perdiendo el tiempo. Mi idea nunca le gustó, pero como insistí, cedió. Eso está a punto de acabarse…
—Yo tampoco estaré aquí mucho más —repuso Peter—. Por lo menos, no lo creo así. —No dio detalles, pero añadió—: Pero Francis se quedará aquí.
—No sólo Francis —le recordó Lucy.
—Exacto. No sólo Francis. —Peter vaciló—. ¿Crees que tiene razón? Sobre el ángel, quiero decir. Sobre eso de que es alguien al que no investigaríamos…
Lucy inspiró hondo. Se apretaba las manos y se las soltaba casi al ritmo de su respiración, como alguien a punto de explotar que intenta controlar sus emociones. Ésa era una actitud extraña en el hospital, donde la gente daba rienda suelta a sus emociones de una forma casi constante. La contención, más allá de la que provocaban los medicamentos antipsicóticos, era casi imposible. Pero Lucy parecía ocultar algo en sus ojos, y cuando los dirigió hacia Peter, éste pudo detectar una gran inquietud.
—No lo soporto —musitó.
Peter no respondió, porque sabía que se explicaría en unos instantes.
Lucy se dejó caer en la silla y, con la misma rapidez, volvió a levantarse. Se inclinó para sujetar con las manos los bordes del escritorio como si eso le sirviera para soportar el azote de los vientos de su agitación. Cuando miró a Peter, éste no estuvo seguro de si sus ojos reflejaban una dureza asesina u otra cosa.
—La idea de dejar a un violador y un asesino aquí me resulta inaceptable. Aunque el ángel y el hombre que asesinó a las otras mujeres no sean la misma persona, dejarlo aquí impune me pone los pelos de punta.
De nuevo, Peter no dijo nada.
—No lo haré —soltó Lucy—. No puedo hacerlo.
—¿Y si te obligan a irte? —preguntó Peter. Podría haberse hecho esa pregunta a sí mismo.
—No les resultará fácil —replicó ella a la vez que lo miraba con dureza.
Se produjo un silencio y, de repente, Lucy bajó los ojos hacia el montón de expedientes en la mesa. Con un movimiento brusco, deslizó el brazo por el tablero y lanzó las carpetas al suelo.
—¡Maldita sea! —exclamó.
Peter siguió callado y Lucy soltó un buen puntapié a una papelera de metal, que rodó con estrépito.
—No lo haré —repitió—. Dime, ¿qué es peor? ¿Ser un asesino o dejar que un asesino vuelva a matar?
Esa pregunta tenía respuesta, pero Peter no estaba seguro de querer decirla.
Lucy inspiró hondo varias veces antes de fijar los ojos en los de Peter.
—Tú lo entiendes —susurró—. Si me voy con las manos vacías, alguien más morirá. No sé cuánto tiempo pasará, pero llegará el día, al cabo de un mes, seis meses o un año, en que estaré frente a otro cadáver y observaré una mano derecha a la que le faltan cinco falanges. Y aunque atrape al hombre y lo vea sentado en el banquillo de los acusados y me levante para leer las acusaciones ante un juez y un jurado, seguiré sabiendo que alguien murió por mi fracaso aquí y ahora.
Peter se dejó caer por fin en una silla y agachó la cabeza para restregarse la cara con las manos, como si se la estuviera lavando. Cuando miró a Lucy, no comentó lo que ella decía, aunque a su modo lo hizo.
—¿Sabes qué, Lucy? —preguntó en voz baja—. Antes de convertirme en investigador de incendios provocados, pasé cierto tiempo como bombero. Me gustaba. Combatir un fuego no es algo equívoco. Apagas el incendio o éste destruye algo. Sencillo, ¿no? A veces, en un caso difícil, notas el calor en el rostro y oyes el sonido que el fuego produce cuando está realmente fuera de control. Es un sonido terrible, embravecido. Salido del infierno. Y existe un instante en que todo el cuerpo te suplica que no entres, pero lo haces de todos modos. Sigues adelante, porque el fuego es malo y porque los demás miembros de tu dotación ya están dentro, y sabes que tienes que hacerlo. Es la decisión que más cuesta tomar.
Lucy pareció reflexionar sobre eso.
—¿Y ahora qué? —preguntó.
—Tendremos que correr algunos riesgos —dijo Peter.
—¿Riesgos?
—Sí.
—¿Qué opinas de lo que dijo Francis? —quiso saber Lucy—. ¿Crees que aquí todo está al revés? Si efectuara esta investigación fuera de aquí y un detective se fijara en el sospechoso menos probable, no en el más probable, relevaría a ese hombre del caso, claro. No tendría ningún sentido, y se supone que las investigaciones deben tenerlo.
—Aquí nada tiene sentido —comentó Peter.
—Así pues, Francis tal vez tenga razón. La ha tenido en muchas cosas.
—¿Qué hacemos, entonces? ¿Repasar todos los expedientes en busca de…? ¿En busca de qué?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
Peter dudó otra vez. Pensó en lo que había pasado y se encogió de hombros.
—No lo sé —dijo a la vez que sacudía la cabeza—. Soy reacio…
—¿Reacio a qué?
—Bueno, cuando alteramos el dormitorio de Williams, ¿qué ocurrió?
—Un hombre murió asesinado. Sólo que ellos no lo creen así…
—No, aparte de eso, ¿qué ocurrió? El ángel apareció, quizá para matar a Bailarín. No lo sabemos con certeza. Pero sí sabemos que se presentó en el dormitorio para amenazar a Francis.
—Ya veo por dónde vas —dijo Lucy tras inspirar hondo.
—Tenemos que hacerlo salir de nuevo.
—Una trampa —asintió Lucy.
—Una trampa —corroboró Peter—. Pero ¿qué podríamos usar como anzuelo?
Lucy sonrió, sin alegría, la clase de expresión de alguien que sabe que para lograr mucho hay que arriesgar mucho.
A primera hora de la tarde, Negro Grande reunió a un pequeño grupo de pacientes del edificio Amherst para una salida al jardín. Francis aún no había visto los brotes de las semillas plantadas en esa zona antes de la muerte de Rubita y la detención de Larguirucho.
Hacía una tarde espléndida. Cálida, con rayos de sol que iluminaban las paredes blancas del hospital. Una ligera brisa desplazaba a las esporádicas nubes bulbosas por el cielo azul. Francis levantó la cara hacia el sol y dejó que el calor lo reconfortase. Oyó un murmullo de satisfacción en su cabeza que podría corresponder a sus voces pero también podría deberse a la pequeña sensación de esperanza que experimentó. Por unos instantes consiguió olvidar todo lo que estaba pasando y disfrutar del sol. Era la clase de tarde que disipa las tinieblas de la locura.
En esta salida participaban diez pacientes. Cleo iba a la cabeza de la fila, posición que ocupó en cuanto cruzaron las puertas de Amherst, sin dejar de farfullar pero con una determinación que parecía contradecir la despreocupación a que invitaba el día. Al principio, Napoleón procuró seguirle el ritmo, pero luego se quejó a Negro Grande de que Cleo los obligaba a caminar demasiado deprisa, lo que hizo que todos se detuvieran y estallara una pequeña discusión.
—¡Yo debo ir en cabeza! —gritó Cleo, enfadada. Se enderezó con altivez y miró por encima del hombro a los demás con una actitud majestuosa—. Es mi posición. Por derecho y por deber —añadió.
—Pues no vayas tan deprisa —replicó Napoleón, que resollaba un poco.
—Iremos a mi ritmo —respondió Cleo.
—Cleo, por favor… —empezó Negro Grande.
—No habrá cambios —lo atajó Cleo.
El auxiliar se encogió de hombros y se volvió hacia Francis.
—Ve tú delante —pidió.
Cleo le salió al paso, pero Francis la miró con tal abatimiento que, pasado un segundo, resopló con desdén imperial y se hizo a un lado. Cuando el joven la adelantó, vio que los ojos le echaban chispas, como si un fuego la abrasara por dentro. Esperaba que Negro Grande también lo viera, pero no estaba seguro de ello, ya que el auxiliar intentaba mantener la calma en el grupo. Un hombre ya estaba llorando y otra mujer se alejaba del camino.
—Vamos —ordenó Francis con la esperanza de que los demás lo siguieran.
Pasado un momento, el grupo pareció aceptar que él fuera a la cabeza, quizá porque eso evitó una posible discusión a gritos que nadie deseaba. Cleo se situó detrás de él y, tras pedirle un par de veces que apretase el paso, se distrajo con los gemidos y los gritos inconexos que se oían en los edificios.
Se detuvieron al borde del jardín, y la tensión que parecía acumularse en la cabeza de Cleo, se calmó un instante.
—¡Flores! —exclamó asombrada—. ¡Hemos cultivado flores!
Flores rojas, blancas, amarillas y azules enroscadas entre sí al azar ocupaban los parterres situados en un extremo de los terrenos del hospital. De la tierra oscura habían crecido peonías, rosas, violetas y tulipanes. El jardín era tan caótico como sus mentes, con capas y franjas de colores vibrantes que se extendían en todas direcciones, plantados sin orden ni concierto, pero aun así florecían con fuerza. Francis lo observó con asombro y recordó lo monótona que era su vida en realidad. Pero incluso este pensamiento deprimente desapareció ante aquella visión exuberante.
Negro Grande distribuyó unas modestas herramientas de jardinería. Eran utensilios para niños, de plástico, y no iban demasiado bien para la tarea que tenían entre manos, pero Francis pensó que eran mejor que nada. Se agachó junto a Cleo, que apenas parecía consciente de su presencia, y empezó a trabajar para organizar las flores en hileras y procurar ordenar un poco aquella explosión de color.
Francis no supo cuánto trabajaron. Hasta Cleo, que seguía farfullando palabrotas para sí misma, pareció contener parte de su tensión, aunque de vez en cuando sollozaba mientras cavaba y rastrillaba la marga húmeda del jardín, y en más de una ocasión Francis vio que alargaba la mano para tocar los pétalos de una flor con lágrimas en los ojos. Casi todos los pacientes se detuvieron en algún momento para dejar que la tierra rica y húmeda les resbalara entre los dedos. Se captaba un olor a renacimiento y vitalidad, y Francis pensó que esa fragancia les imbuía más optimismo que ninguno de los fármacos que ingerían sin cesar.
Cuando se incorporó, después de que Negro Grande anunciara por fin que la salida había concluido, examinó el jardín y hubo de admitir que tenía mejor aspecto. Habían arrancado casi todas las malas hierbas que amenazaban los parterres y habían impuesto cierta definición a las hileras. Era un poco como ver un cuadro inconcluso. Mostraba formas y posibilidades.
Se sacudió por encima la tierra de las manos y la ropa. No le importaba la sensación de suciedad, por lo menos esa tarde.
Negro Grande dispuso el grupo en fila india y guardó los utensilios de jardinería en una caja de madera verde y, al hacerlo, los contó por lo menos tres veces. Luego, antes de dar la señal para regresar a Amherst, observó a un grupo reducido que se estaba reuniendo a unos cincuenta metros, en el otro extremo de los terrenos, tras una valla.
—Es el cementerio —susurró Napoleón. Nadie comentó nada.
Francis vio a Gulptilil y a Evans, junto con otros dos miembros del personal. También había un sacerdote con alzacuello, y un par de empleados con el uniforme gris de mantenimiento que sujetaban palas a la espera de una orden. Luego oyó el sonido de un motor y vio acercarse una excavadora, seguida de un Cadillac negro, que, como comprendió horrorizado, era un coche fúnebre. Éste se detuvo y la excavadora avanzó temblorosa.
—Quizá deberíamos irnos —farfulló Negro Grande, pero no se movió. Los pacientes siguieron mirando.
La excavadora, con todos sus gruñidos mecánicos, no tardó más de un par de minutos en abrir un agujero en el suelo y amontonar la tierra excavada junto a él. Los encargados de mantenimiento usaron las palas para prepararlo. Tomapastillas examinó el trabajo e indicó a los hombres que pararan. Luego indicó al coche fúnebre que se acercara. Dos hombres con traje negro salieron del Cadillac y se dirigieron a la parte posterior. Se les unieron los encargados de mantenimiento, y los cuatro improvisados portadores de féretro sacaron del coche un sencillo ataúd de metal, en cuya tapa relució pálidamente el sol.
—Es Bailarín —susurró Napoleón.
—Cabrones. Fascistas asesinos —masculló Cleo, y añadió con vehemencia—: Enterrémoslo al estilo egipcio.
Los cuatro hombres avanzaron dificultosamente con el féretro, lo que resultó extraño a Francis, porque Bailarín apenas pesaba nada. Observó cómo lo bajaban a la fosa y luego se retiraban mientras el sacerdote decía unas palabras rápidas. Ninguno de los hombres se molestó siquiera en agachar la cabeza para una fingida plegaria.
El sacerdote retrocedió, los médicos se volvieron y se alejaron, y los de la funeraria pidieron a Gulptilil que firmara un documento antes de volver al coche fúnebre y marcharse despacio. La excavadora siguió soltando resoplidos. Los encargados de mantenimiento empezaron a lanzar paladas de tierra sobre el ataúd. Francis oyó el ruido sordo de la tierra al caer sobre el metal, pero incluso eso se desvaneció en un instante.
—Vamos —ordenó Negro Grande—. ¿Francis?
Comprendió que tenía que ponerse a la cabeza, y lo hizo despacio, aunque Cleo lo apremiaba a caminar más deprisa.
El desaliñado grupo había recorrido sólo parte del camino de vuelta cuando de repente, soltando una maldición ahogada, Cleo adelantó a Francis. Su voluminoso cuerpo se balanceaba y sacudía mientras se apresuraba por el camino hacia la parte posterior del edificio Williams. Se detuvo en una zona de hierba y se asomó a las ventanas.
La luz de la tarde había descendido deprisa, de modo que Francis no pudo ver las caras reunidas detrás del cristal. Las ventanas parecían los ojos de un rostro inexpresivo e impenetrable. El edificio era como muchos pacientes: tenía un aspecto apagado y natural que escondía toda la agitación eléctrica de su interior.
—¡Te veo! —gritó Cleo con los brazos en jarras, pero era imposible ya que la luz reflejada la deslumbraba, lo mismo que a Francis—. ¡Sé quién eres! ¡Tú lo mataste! ¡Yo te vi y lo sé todo sobre ti!
—¡Cleo! —Negro Grande la llamó—. ¡Cállate! ¿Qué estás diciendo?
Ella no le hizo caso. Levantó un dedo acusador y señaló la primera planta del edificio Williams.
—¡Asesinos! —bramó—. ¡Asesinos!
—¡Maldita sea, Cleo! —Negro Grande llegó a su lado—. ¡Cállate!
—¡Animales! ¡Desalmados! ¡Cabrones! ¡Fascistas asesinos!
El auxiliar la agarró por el brazo y la hizo girar hacia él. Fue a reprenderla, pero Francis vio cómo se detenía en seco, recobraba un poco la calma y le susurraba:
—Por favor, Cleo, ¿qué pretendes?
—Ellos lo mataron —refunfuñó ella.
—¿Quién mató a quién? ¿A qué te refieres?
Cleo rio socarrona.
—A Marco Antonio —anunció con una sonrisa exagerada—. Acto IV, escena XVI.
Volvió a reír y dejó que Negro Grande la apartase de allí. Francis miró el edificio Williams. No sabía quién podría haber oído aquel arrebato. O qué habría interpretado de él.
Francis no vio a Lucy Jones, que estaba cerca, bajo un árbol, en el camino que llevaba del edificio de administración hasta la verja de entrada. Ella también había presenciado el estallido de acusaciones de Cleo, pero no le prestó atención porque estaba concentrada en el recado que iba a hacer y que, por primera vez desde hacía días, la llevaría fuera del hospital, a la cercana ciudad. Observó cómo la fila india de pacientes regresaba al edifico Amherst, se volvió y salió deprisa, convencida de que no tardaría demasiado en encontrar lo que necesitaba.