25

Rodé por el suelo y noté la madera noble contra la mejilla mientras combatía los sollozos que me sacudían el cuerpo entero. Toda mi vida había pasado de una soledad a otra, y el mero recuerdo del instante en que oí decir a Peter que me dejaría solo en el hospital me sumió en una profunda desesperación, igual a la que había sentido en el edificio Amherst años atrás. Supongo que desde el momento en que nos conocimos supe que yo estaba destinado a quedarme atrás, pero aun así oírlo de primera mano fue como un puñetazo en el pecho. Existen ciertas tristezas que no abandonan nunca el corazón de uno por mucho tiempo que pase, y ésta era una de ellas. Escribir las palabras que Peter dijo esa tarde volvió a despertar toda la desesperación que los fármacos, los tratamientos y las sesiones terapéuticas habían ocultado tantos años. Mi dolor estalló y me destrozó por dentro.

Gemí como un niño hambriento abandonado en la oscuridad. Mi cuerpo se convulsionó con el impacto del recuerdo. Echado en el suelo frío como un náufrago arrojado a una playa desconocida, cedía la total futilidad de mi historia y dejé que todos los fracasos y errores encontraran su voz en un sollozo incontrolable, hasta que, exhausto, me callé por fin.

Cuando el terrible silencio de la fatiga llenó el aire, distinguí una distante risa burlona que se desvanecía entre las sombras. El ángel seguía cerca, gozando con cada filigrana de dolor que yo sentía.

Levanté la cabeza y gruñí. Seguía cerca. Lo bastante cerca para tocarme, lo bastante lejos para que no pudiera agarrarlo. Notaba cómo la distancia se reducía milímetro a milímetro a cada segundo. Era su estilo. Esconderse. Evadirse. Manipular. Controlar. Entonces, en el momento propicio atacaba. La diferencia era que, esta vez, el blanco era yo.

Me recobré, me puse de pie y me sequé las lágrimas con la manga. Me giré a uno y otro lado para buscar por la habitación.

—Aquí, Pajarillo. Junto a la pared.

Pero no era la voz siseante, asesina, del ángel, sino la de Peter.

Me volví. Estaba sentado en el suelo, apoyado contra la pared de la escritura.

Parecía cansado. No, eso no es del todo correcto. Había superado el agotamiento para llegar a un ámbito distinto. Llevaba el mono manchado de hollín y polvo, y la cara sucia, surcada de sudor. Su ropa estaba desgarrada, y tenía las botas de trabajo cubiertas de barro y hojarasca. Jugueteaba con el casco plateado, que hacía girar entre las manos como si fuera una peonza. Pasado un instante, con el casco dio unos golpecitos en la pared.

—Te estás acercando —comentó—. Supongo que no comprendí lo aterrado que tenías que estar del ángel. No vi venir lo que hiciste. Menos mal que uno de nosotros estaba loco. O lo bastante loco.

Incluso con toda la suciedad que lo cubría, la tranquilidad de Peter seguía presente. No pude evitar sentir alivio. Aun así, me puse de cuclillas frente a él, lo bastante cerca para poder tocarlo, pero no lo hice.

—Está aquí —susurré—. Nos está escuchando.

—Ya lo sé. Que se vaya a la mierda.

—Esta vez viene por mí. Como prometió entonces.

—Ya lo sé —repitió.

—Necesito tu ayuda, Peter. No sé cómo combatirlo.

—Tampoco lo sabías antes, pero lo dedujiste —respondió mi amigo. Esbozó una ligera sonrisa por encima de su agotamiento, por encima de toda la suciedad acumulada.

—Ahora es diferente —indiqué—. Antes era…

—¿Real?

Asentí.

—¿Y esto no lo es?

No supe qué contestar.

—¿Me ayudarás? —insistí.

—No sé qué necesitas, pero haré lo que pueda. —Peter se levantó despacio. Por primera vez, observé que tenía el dorso de las manos carbonizado, ensangrentado y en carne viva. La piel suelta le colgaba de los huesos y tendones. El bajó los ojos y se encogió de hombros.

—No puedo impedirlo —comentó—. Cada vez es peor. No le pedí que entrara en detalles porque creí comprenderlo. En el silencio que se produjo, se volvió y echó un vistazo a la pared. Sacudió la cabeza.

—Lo siento, Pajarillo —musitó—. Sabía que te haría daño, pero no lo difícil que sería.

—Estaba solo —comenté—. A veces me pregunto si hay algo peor en el mundo.

—Hay cosas peores —aseguró con una sonrisa—. Pero entiendo lo que dices. Sin embargo, no tenía elección, ¿no?

—Ya —meneé la cabeza—. Tenías que hacer lo que querían. Y era tu única posibilidad. Lo entiendo.

—No se puede decir que me saliera espléndido —comentó Peter. Rio como si fuera una broma y sacudió la cabeza—. Lo siento, Pajarillo. No quería dejarte, pero si me hubiera quedado…

—Habrías terminado como yo. Lo entiendo, Peter.

—Pero estuve ahí en el momento crucial.

Asentí.

—Y también Lucy.

Asentí de nuevo.

—Todos lo pagamos caro, ¿verdad? —observó.

En ese instante, oí un alarido, como un aullido de lobo. Un sonido sobrenatural, lleno de rabia y de ansia de venganza. El ángel.

Peter también lo oyó, pero no lo asustó como a mí.

—Viene por mí, Peter —susurré—. No sé si podré encargarme de él yo solo.

—Normal. Nunca se puede estar seguro de nada. Pero lo conoces, Pajarillo. Conoces sus puntos fuertes y sus puntos flacos. Tú sabías todo, y fue lo que necesitamos entonces, ¿no es así? —Dirigió la mirada a la pared de la escritura—. Escríbelo, Pajarillo. Todas las preguntas. Y todas las respuestas.

Se apartó, como dejándome espacio para que llenara el siguiente vacío. Inspiré hondo y avancé. Cuando tomé el lápiz, no noté que Peter desapareciera de mi lado, pero sí que el frío aliento del ángel helaba la habitación a mi alrededor, de modo que tirité al escribir:

Al acabar el día, la sensación de que las cosas que ocurrían eran lógicas invadió a Francis, pero no lograba ver su disposición general…

Al acabar el día, la sensación de que las cosas que ocurrían eran lógicas invadió a Francis, pero no lograba ver su disposición general. El revoltijo de ideas que le cruzaban la mente lo seguía desconcertado, y el resurgimiento de sus voces, que parecían más ambivalentes que nunca, lo complicaba todo. Armaban un lío en su cabeza, donde gritaban sugerencias y exigencias contradictorias, le instaban a huir, a esconderse y a defenderse con tanta frecuencia y premura que apenas podía oír otras conversaciones. Todavía creía que todo sería evidente si lo miraba a través de la lente adecuada.

—Peter, Tomapastillas dijo que esta semana habría algunas vistas de altas…

—Eso pondrá nerviosa a la gente —advirtió Peter con las cejas arqueadas.

—¿Por qué? —se extrañó Lucy.

—Esperanza —respondió Peter, como si esa sola palabra lo explicase todo. Miró a Francis—. ¿Qué pasa, Pajarillo?

—Me parece que, de algún modo, existe una conexión entre todo esto y el dormitorio en Williams —dijo—. El ángel eligió al hombre retrasado, de modo que tenía que conocer su rutina para ponerle la camiseta en el arcón. Y saber que sería uno de los que Lucy interrogaría.

—Proximidad —concluyó Peter—. Oportunidad de observar. Bien dicho, Francis.

Lucy también asintió.

—Pediré la lista de los pacientes de ese dormitorio —comentó.

—Lucy —dijo Francis tras pensar un instante—, ¿puedes obtener también la lista de los pacientes que tendrán una vista de altas?

—¿Para qué?

—No lo sé. —Se encogió de hombros—. Pero están pasando muchas cosas y quisiera ver cómo podrían estar relacionadas.

Lucy asintió, pero Francis no estuvo seguro de que lo creyera.

—Está bien —dijo, pero Francis tuvo la impresión de que sólo lo decía para complacerlo y que no veía ninguna posible relación. Miró a Peter—. Podríamos registrar el dormitorio en Williams. No se tardaría mucho y podríamos encontrar algo valioso.

Lucy creía que era fundamental mantener los aspectos más concretos de la investigación. Las listas y las suposiciones eran interesantes, pero se sentía más cómoda con la clase de detalles que la gente puede declarar en los juicios. La pérdida de la camiseta ensangrentada la preocupaba más de lo que había dejado entrever, y tenía ganas de encontrar otra prueba que pudiera servirle de base para un caso.

Lucy siguió pensando: cuchillo, falanges cercenadas, ropas y zapatos ensangrentados. Tenía que haber algo en alguna parte.

—De acuerdo —dijo Peter—. Tiene sentido.

Francis, sin embargo, no estaba tan seguro. Pensaba que el ángel habría previsto esa estratagema. Lo que tenían que planear era algo que desconcertara al ángel. Algo sesgado y distinto, más en la línea del lugar donde estaban que de donde querían estar. Los tres se dirigieron hacia el despacho de Lucy, pero Francis vio a Negro Grande junto al puesto de enfermería y se separó de ellos para hablar con el corpulento auxiliar. Los otros dos siguieron adelante, al parecer sin reparar en que Francis se rezagaba.

—Es pronto para la medicación, Pajarillo —dijo Negro Grande al verlo—. Aunque supongo que no es eso lo que quieres, ¿verdad?

Francis meneó la cabeza.

—Me creyó, ¿verdad? —preguntó.

—Claro que sí —respondió el auxiliar después de echar un vistazo alrededor—. El problema es que aquí no te favorece nada estar de acuerdo con un paciente cuando el mandamás piensa otra cosa. Lo entiendes, ¿verdad? No se trataba de si era verdad o no. Se trataba de mi empleo.

—Podría volver esta noche.

—Podría, pero lo dudo. Si quisiera matarte, Pajarillo, ya lo habría hecho.

Francis estuvo de acuerdo, aunque era una de esas observaciones que son tranquilizadoras y aterradoras a la vez.

—Señor Moses —repuso con voz ronca—, ¿por qué nadie quiere ayudar a la señorita Jones a atrapar a ese hombre?

Negro Grande se puso tenso y cambió de postura.

—Yo estoy ayudando, ¿no? Y mi hermano también.

—Ya sabe a qué me refiero.

—Sí, Pajarillo. Lo sé. —Miró alrededor para asegurarse de que no había nadie lo bastante cerca o que prestara la atención suficiente para oírlo. Aun así, añadió con cautela, en voz muy baja—: Tienes que entender algo, Pajarillo. Encontrar al hombre que busca la señorita Jones, con toda la publicidad y atención que eso conllevaría, y acaso una investigación oficial, titulares de periódicos, programas de televisión y toda esa parafernalia, acabaría con la carrera de algunas personas. Se harían demasiadas preguntas. Puede que preguntas difíciles como: «¿Por qué no hizo esto o aquello?» Quizás habría que dar explicaciones ante las autoridades estatales. Se produciría mucho revuelo, y aquí nadie que trabaje para el Estado, en especial un médico o un psicólogo, quiere tener que contestar preguntas sobre cómo se dejó que un asesino viviera en el hospital sin que nadie lo advirtiese. Estamos hablando de un escándalo, Pajarillo. Es más fácil taparlo, encontrar una explicación convincente para uno o dos cadáveres. Eso es fácil. No se culpa a nadie, todo el mundo cobra, nadie pierde su empleo y las cosas continúan como antes. Es igual en cualquier hospital. O cárcel, bien mirado. Se trata de conseguir que las cosas sigan adelante. ¿Todavía no lo habías pensado?

Francis sí lo había pensado, pero ocurría que no le gustaba.

—Recuerda que a nadie le importan demasiado los locos —añadió Negro Grande meneando la cabeza.

La señorita Deliciosa alzó los ojos y frunció el ceño cuando Lucy entró en la sala de espera del doctor Gulptilil. Se mostró muy atareada con unos formularios y se volvió hacia la máquina de escribir cuando la fiscal se acercó a su mesa.

—El doctor está ocupado —dijo mientras sus dedos volaban por el teclado y la bola metálica de la vieja Selectric golpeaba sin piedad un folio—. Creo que no tenía cita concertada —añadió.

—Sólo será un minuto —comentó Lucy.

—Bueno, veré si la puede atender. Siéntese. —Pero no hizo ningún esfuerzo por cambiar de postura ni siquiera por coger el teléfono hasta que Lucy se alejó de la mesa y se sentó en un raído sofá.

Fijó la mirada en la secretaria con una intensidad que la traspasaba hasta que ésta se cansó por fin del escrutinio, cogió el auricular y se volvió de espaldas para hablar. Tras un breve intercambio, se giró de nuevo hacia la fiscal.

—Puede pasar —anunció.

Gulptilil estaba de pie tras su mesa, observando por la ventana el árbol que crecía en el patio. Carraspeó cuando ella entró, pero no se volvió. Lucy esperó pacientemente. Pasado un instante, el doctor se volvió y se dejó caer en su asiento.

—Señorita Jones —dijo—. Su llegada es providencial porque me ahorra el trabajo de mandarla llamar.

—¿Mandarme llamar?

—Sí. Porque hace poco he estado hablando con su jefe, el fiscal del condado de Suffolk. Y está muy interesado por sus progresos. —Se recostó con una sonrisa falsa—. Pero, dígame, ¿qué la ha traído a mi despacho?

—Me gustaría tener los nombres y los expedientes de los pacientes del dormitorio de la primera planta de Williams y, si es posible, la ubicación de sus camas, de modo que pueda relacionar nombres, diagnósticos y ubicación.

—Ya —asintió Gulptilil, aún sonriente—. Se refiere al dormitorio que está ahora tan agitado gracias a sus anteriores interrogatorios, ¿verdad?

—Sí.

—La agitación que ha generado tardará algún tiempo en calmarse. Si le doy esta información, ¿me promete que me avisará antes de iniciar cualquier otra actividad en esa zona del hospital?

—Sí. —Lucy apretó los dientes—. De hecho, me gustaría registrar todo el dormitorio.

—¿Registrar? ¿Se refiere a que quiere revisar e inspeccionar las pocas pertenencias de esos pacientes?

—Sí. Creo que se conservan pruebas sólidas y tengo motivos para creer que algunas podrían encontrarse en ese dormitorio, así que me gustaría que me autorizara a registrarlo.

—¿Pruebas? ¿Y en qué basa su suposición?

—Uno de los pacientes de ese dormitorio estaba en posesión de una camiseta manchada de sangre —explicó Lucy tras vacilar—. El tipo de herida de Rubita sugiere que quien cometió el crimen tuvo que mancharse la ropa de sangre.

—Sí, parece lógico. ¿Pero no encontró la policía algo ensangrentado al pobre Larguirucho cuando lo detuvo?

—Creo que alguien lo arregló para inculparlo.

—Ah —exclamó el doctor Gulptilil con una sonrisa—. Por supuesto, el Jack el Destripador actual. Un genio criminal. No, disculpe, ésa no es la palabra. Un cerebro criminal. Aquí, en nuestro hospital psiquiátrico. Una explicación rocambolesca e inverosímil, pero que le permitiría proseguir con sus investigaciones. Y en cuanto a esta supuesta camiseta ensangrentada, ¿podría verla?

—No la tengo en mi poder.

—No sé por qué, señorita Jones —repuso el médico—, pero preveía esa respuesta. Así que, si le permito el registro que solicita, ¿no habría ciertos problemas legales?

—No. Es un hospital estatal, y usted tiene derecho a registrar cualquier zona en busca de contrabando o de sustancias u objetos prohibidos.

—¿De modo que, de repente, cree que mi personal y yo podemos servirle de ayuda? —Gulptilil se balanceó en la silla.

—No entiendo qué insinúa —respondió Lucy, aunque lo entendía a la perfección.

Gulptilil se dio cuenta y suspiró.

—Ah, señorita Jones, su falta de confianza en el personal del hospital es ciertamente desalentadora. Sin embargo, dispondré el registro que solicita, aunque sólo sea para convencerla de lo absurdas que son sus investigaciones. Y también le proporcionaré los nombres y la distribución de las camas de Williams. Y después tal vez pueda finalizar su estancia aquí.

—Otra cosa —añadió Lucy al recordar lo que Francis le había pedido—. ¿Podría darme la lista de pacientes que tendrán vistas de altas esta semana? Si no es demasiada molestia…

—Está bien —asintió el director médico con cierto recelo—. Pediré a mi secretaria que le proporcione estos documentos para apoyar sus investigaciones. —Tenía la capacidad de lograr sin esfuerzo que una mentira pareciera cierta, cualidad que Lucy encontraba inquietante—. Aunque no veo qué relación pueda tener con nuestras vistas de altas regulares. ¿Sería tan amable de aclarármelo, señorita Jones?

—Preferiría no hacerlo, de momento.

—Su respuesta no me sorprende —aseguró Gulptilil con frialdad—. Aun así, le daré la lista que me solicita.

—Gracias —dijo Lucy, y se dispuso a irse.

—Antes de que se marche tengo que pedirle algo, señorita Jones —la detuvo Gulptilil.

—¿Qué, doctor?

—Debe llamar a su supervisor. El y yo tuvimos una conversación muy agradable hace un rato. Estoy seguro de que ahora es un buen momento para hacer esa llamada. Permítame. —Giró hacia ella el teléfono que había sobre la mesa, y no hizo el menor gesto de marcharse.

En los oídos de Lucy todavía resonaban los reproches de su jefe. «Pérdida de tiempo y de esfuerzos» había sido la queja más suave. Lo más insistente fue: «Quiero ver pronto algún progreso» y «Vuelve aquí lo antes posible». Había oído una letanía enojada de los casos que se le amontonaban en la mesa, cuestiones que exigían una atención urgente. Ella había intentado explicarle que un hospital psiquiátrico era un sitio poco corriente a la hora de llevar a cabo una investigación mediante las técnicas habituales, pero a él no le interesaron sus excusas. «Encuentra algo los próximos días o se acabó», fue lo último que dijo. Se preguntaba cuánto habría predispuesto a su jefe su conversación previa con Gulptilil, pero eso era irrelevante. Era un irlandés temperamental y resuelto de Boston, y cuando estaba convencido de que había algo que buscar, lo hacía con una abnegación inquebrantable, cualidad que le permitía ser reelegido una y otra vez. Pero podía abandonar de plano una investigación si le provocaba frustración, cosa que a Lucy no la favorecía.

Y tenía que admitir que la clase de progreso que pudiera satisfacer a su jefe era difícil de lograr. Ni siquiera podía demostrar la relación entre los casos, aparte del estilo de los asesinatos. No obstante, estaba convencida de que el asesino de Rubita, el ángel que había aterrado a Francis y el hombre que había cometido los asesinatos de su distrito eran la misma persona. Y que estaba ahí, delante de sus narices, burlándose de ella.

La muerte de Bailarín era, sin duda, obra suya. Él lo sabía, ella lo sabía. Todo tenía sentido.

Y, a la vez, no lo tenía. Las detenciones y los juicios no se basan en lo que sabes, sino en lo que puedes probar y, hasta entonces, ella no podía probar nada.

Absorta en sus pensamientos, volvió al edificio Amherst. El aire de primera hora de la tarde era bastante fresco, y algunos gritos perdidos y vacíos resonaban por los terrenos del hospital. La agonía que los impregnaba se evaporaba en el frío que la envolvía. Si no hubiera ido tan concentrada en lo imposible de sus convicciones, podría haber reparado en que ya no la afectaban los sonidos que tanto la sobrecogían cuando llegó al Western. Se estaba convirtiendo en una parte más del hospital, una mera tangente de toda la locura que tan tristemente habitaba en él.

Peter se percató de que había algo fuera de sitio, pero no sabía qué. Ése era el problema del hospital: todo aparecía tergiversado, del revés, deformado o contrahecho. Ver con precisión era casi imposible. Echó de menos la simplicidad de un incendio. Existía cierta libertad al caminar entre los restos carbonizados, húmedos y apestosos de un incendio, imaginando despacio cómo se había iniciado el fuego y cómo había avanzado, desde el suelo hasta las paredes y el techo, acelerado por algún combustible. Analizar un incendio requería cierta precisión matemática, y siempre había obtenido satisfacción al sopesar madera o acero quemados con la certeza de que podría imaginar cómo habían sido unos segundos antes de que el fuego los abrasara. Era como investigar el pasado, sólo que sin las nieblas de la emoción y la tensión. Todo estaba señalado en el mapa de un incendio, y a él le gustaba seguir cada ruta hacia un destino preciso. Siempre se había considerado una especie de artista cuya tarea consistía en restaurar los grandes cuadros dañados por el tiempo o los elementos, como si recrease los colores y las pinceladas de los grandes maestros, siguiendo los pasos de Rembrandt o Da Vinci; un artista menor pero cuya tarea era vital.

A su derecha, un hombre con un pijama holgado, despeinado y desaliñado, soltó una carcajada estridente al comprobar que se había mojado los pantalones. Los pacientes hacían cola para recibir su medicación vespertina, y los hermanos Moses trataban de mantener el orden durante ese proceso. Era un poco como intentar organizar las olas tormentosas que golpean una playa: todo terminaba más o menos en el mismo sitio, pero los pacientes seguían unas fuerzas tan escurridizas como los vientos y las corrientes.

Peter se estremeció y pensó que tenía que marcharse de ese sitio. Todavía no se consideraba loco, pero sabía que muchas de sus acciones podrían pasar por locuras y, cuanto más tiempo estuviera en el hospital, más dominarían su existencia. Eso lo hizo sudar, y se dio cuenta de que había personas, el señor del Mal entre ellas, que estarían encantadas de ver cómo se desintegraba en el hospital. Tenía suerte; todavía se aferraba a toda clase de vestigios de la cordura. Los demás pacientes le tenían cierto respeto, porque sabían que no estaba tan loco como ellos. Pero eso podría acabarse. Podría empezar a oír las mismas voces que ellos. Empezar a arrastrar los pies, a farfullar, a mojarse los pantalones y a hacer cola para recibir medicación. Si no escapaba de allí, todo eso acabaría arrastrándolo.

Tenía que aceptar lo que le ofrecía la Iglesia, no tenía opción.

Observó cómo la cola se apiñaba en dirección al puesto de enfermería y a las hileras de medicamentos alineadas detrás de la rejilla metálica.

Uno de esos pacientes era un asesino. Lo sabía.

O quizás era alguien que hacía cola en ese momento en Williams, Princeton o Harvard, pero que seguía el mismo programa.

Pero ¿cómo encontrarlo?

Trató de pensar en el caso como si fuese un incendio provocado. Apoyado contra la pared, intentó ver dónde había empezado, porque eso le indicaría cómo había ganado impulso, cobrado fuerza y finalmente estallado. Así era como procesaba los escenarios de los incendios a los que acudía: iba hacia atrás, hasta la primera chispa o llama, y eso no sólo le indicaba cómo se había producido el incendio, sino quién estaba ahí para provocarlo. Suponía que era un curioso don. En la Antigüedad, los reyes y los príncipes se rodeaban de personas que supuestamente podían ver el futuro y les hacían perder el tiempo y el dinero, cuando puede que conocer el pasado fuera una forma mucho mejor de anticipar el futuro.

Peter exhaló despacio. El hospital hacía que uno reflexionara sobre todos los pensamientos que resonaban en su interior. Se detuvo a media idea al percatarse de que estaba moviendo los labios como si hablara solo.

Meneó la cabeza. Ya casi hablaba solo.

Se miró las manos para comprobar que no le temblaban. Se repitió que tenía que marcharse sin importar lo que tuviera que hacer.

En ese momento, vio a Lucy Jones. Iba cabizbaja y parecía absorta y disgustada. Y en ese instante vio un futuro sombrío, lo que le provocó una sensación de vacío e impotencia. Sí, se iría, desaparecería para siempre en Oregón. Y ella también se iría, volvería a su oficina y se dedicaría a acusar criminales. Francis se quedaría allí, con Napoleón, Cleo y los hermanos Moses.

Larguirucho cumpliría condena.

Y el ángel encontraría otros dedos que cortar.