24

Peter el Bombero estaba sentado en la posición del loto en el camastro de la celda de aislamiento, como un joven e impaciente Buda esperando ansioso la iluminación. La noche anterior había dormido poco, aunque el acolchado de las paredes y el techo había amortiguado la mayoría de los sonidos de la unidad, salvo los esporádicos gritos agudos o los improperios coléricos que procedían de las otras celdas de aislamiento. Esos alaridos aleatorios eran para él como los ruidos animales que resonaban en la selva al anochecer; no seguían ningún propósito ni lógica evidente salvo para quien los emitía. A mitad de la larga noche, Peter se preguntó si los gritos que oía eran reales o eran sonidos del pasado que correspondían a pacientes que llevaban largo tiempo muertos y, como ondas de radiofaro lanzadas al espacio, estaban destinados a resonar eternamente en medio de la penumbra, sin cesar nunca y sin encontrar nunca su lugar. Se sintió angustiado.

A medida que la luz del día se filtraba vacilante en la celda a través de la ventanita de observación de la puerta, Peter reflexionó sobre el apuro en que estaba. No tenía duda de que la oferta del cardenal era sincera, aunque quizás ésa no fuera la palabra correcta, porque la sinceridad no parecía tener relación con aquella situación. La oferta se limitaba a exigirle que desapareciera, que se esfumara para iniciar una nueva existencia. Su memoria era el único sitio donde su hogar, su familia y su pasado seguirían vivos. Una vez que hubiera aceptado la oferta no habría vuelta atrás. La archidiócesis de Boston borraría todo lo ocurrido y lo sustituiría por una iglesia nueva y reluciente con unas agujas refulgentes que se elevarían hacia el cielo. En su propia familia, se constituiría en el hermano muerto en extrañas circunstancias o en el tío que se marcha para no volver nunca. A medida que pasaran los años, su familia acabaría creyendo el mito que la Iglesia contribuyera a crear, y su identidad se desintegraría.

Valoró sus alternativas: una cárcel de máxima seguridad con celdas de castigo y palizas, probablemente durante gran parte del resto de su vida, porque la considerable influencia de la archidiócesis, que en ese momento estaba presionando a la fiscalía para que le permitieran desaparecer en Oregón, cambiaría radicalmente si él rechazaba el plan. Sabía que no habría más tratos.

Peter se imaginó las puertas de la cárcel y el resoplido de los cerrojos hidráulicos al cerrarse. Eso le hizo sonreír, porque pensó en ello de modo muy parecido a como su amigo Pajarillo tenía sus alucinaciones, sólo que ésta era sólo suya.

Recordó cómo el pobre Larguirucho, lleno de miedo y delirio al ver que su reducida vida en el hospital se terminaba, se había vuelto hacia él y Francis para suplicarles que lo ayudaran. Deseó que Lucy hubiera oído esos gritos. Le parecía que toda su vida la gente le había gritado pidiendo ayuda y que cada vez que había intentado acudir a su llamada, por muy buenas que hubieran sido sus intenciones, siempre había salido algo mal.

Oyó sonidos en el pasillo, al otro lado de la puerta de la celda, y el ruido sordo de otra puerta que se abría y cerraba de golpe. No podía rechazar la oferta del cardenal. Pero tampoco podía dejar que Francis y Lucy se enfrentaran solos al ángel.

Comprendió que tenía que impulsar la investigación como fuera, y lo más rápido posible. El tiempo ya no era su aliado.

Alzó los ojos hacia la puerta, como si esperara que alguien la abriera en ese mismo instante. Pero no ocurrió nada. Permaneció sentado intentando dominar su impaciencia, pensando que en cierto sentido la situación en que se encontraba se parecía a toda su vida. En todos los sitios donde había estado, era como si hubiera una puerta cerrada que le impidiera moverse con libertad.

Así que esperó a que alguien fuera a buscarlo y descendió todavía más por un precipicio plagado de contradicciones, inseguro de poder volver a escalarlo.

—No veo indicios de que no fuera una muerte natural —aseguró el director médico con frialdad, casi con formalidad.

Gulptilil estaba junto al cadáver de Bailarín, que yacía rígido en la cama. El señor del Mal estaba a su lado, lo mismo que otros dos psiquiatras y un psicólogo de otras unidades. Francis se había enterado de que uno de ellos cumplía también las funciones de forense del hospital, y estaba examinando a Bailarín con atención. Era un hombre alto y delgado, de nariz aguileña, y usaba gafas gruesas. Tenía el hábito nervioso de carraspear y asentir con la cabeza antes de decir algo, de modo que su mata de pelo negro cabeceaba tanto si estaba de acuerdo como si disentía. Llevaba una tablilla con un formulario y tomaba notas con rapidez mientras Tomapastillas hablaba.

—No hay signos de golpes —indicó Gulptilil—, ni de traumatismos. Ninguna herida evidente.

—Insuficiencia cardíaca repentina —diagnosticó el forense asintiendo con la cabeza—. Veo en su historia clínica que fue tratado de su cardiopatía durante los dos últimos meses.

—Mírenle las manos —intervino Lucy Jones, que estaba detrás de los médicos—. Tiene las uñas partidas y ensangrentadas. Podrían ser heridas defensivas.

Todos se volvieron hacia ella, pero fue el señor del Mal quien se encargó de contestar.

—Ayer se metió en una pelea, como ya sabe. En realidad, estaba allí y se vio envuelto en ella cuando dos hombres le cayeron encima. No participó voluntariamente, pero forcejeó para salir de la refriega. Imagino que así se dañó las uñas.

—Supongo que dirá lo mismo de esos rasguños en los antebrazos.

—Sí.

—¿Y de la sabana y la manta enredadas entre las piernas?

—Un ataque cardíaco puede ser muy doloroso y tal vez se retorció antes de sucumbir.

Los demás médicos murmuraron su consentimiento.

—Señorita Jones —dijo Tomapastillas, con paciencia, lo que ponía de relieve lo impaciente que estaba en realidad—. La muerte no es inusual en un hospital. Este desdichado era un hombre mayor y llevaba recluido aquí muchos años. Ya había sufrido un ataque al corazón, y no tengo duda de que el estrés emocional que le provocó el traslado de Williams a Amherst, junto con la pelea en la que se vio envuelto y el efecto debilitante de los fármacos a lo largo de los años desgastaron todavía más su sistema cardiovascular. Una muerte de lo más normal, por cierto, y nada extraordinaria aquí, en el Western. De todos modos, gracias por su observación… —Hizo una pausa que demostraba que, de hecho, no le agradecía nada, y prosiguió—: ¿Pero no está buscando usted a alguien que utiliza un cuchillo, que desfigura las manos de sus víctimas en una especie de ritual y que, por lo que sabe, limita sus ataques a mujeres jóvenes?

—Sí —respondió Lucy—. Exacto.

—De modo que esta muerte no se ajustaría al patrón que le interesa.

—Exacto otra vez, doctor.

—Entonces, permítanos que nos ocupemos de esto del modo rutinario, por favor.

—¿No va a llamar a la policía?

Gulptilil suspiró sin ocultar su irritación.

—Cuando un paciente muere en una intervención quirúrgica, ¿llama el neurocirujano a la policía? Esta situación es análoga, señorita Jones. Presentamos un informe a las autoridades. Nos ponemos en contacto con la familia, si disponemos de sus datos. En algunos casos, cuando existen dudas razonables, solicitamos la autopsia del cadáver. Y a menudo, señorita Jones, como este hospital es el único hogar y la única familia que tienen algunos pacientes, nos encargamos directamente de su entierro.

Se encogió de hombros, pero ese movimiento ocultaba lo que Lucy Jones consideró enojo.

En la puerta se había reunido un grupo de pacientes que quería ver qué pasaba en el dormitorio. Gulptilil dirigió una mirada al señor del Mal.

—Creo que esto está rozando la morbosidad, señor Evans. Dispersemos a esos hombres y traslademos el cadáver al depósito.

—Doctor… —empezó Lucy, pero éste la interrumpió.

—Dígame, señor Evans, ¿vio alguien una pelea en este dormitorio ayer por la noche? ¿Hubo gritos y puñetazos, maldiciones e imprecaciones?

—No, doctor —respondió Evans—. Nada de eso.

—¿Una lucha a muerte, quizá?

—Tampoco.

—Ya lo ve, señorita Jones —dijo Gulptilil, volviéndose hacia ella—, si se hubiera cometido un asesinato, sin duda alguien se habría despertado y habría visto u oído algo. Sin embargo…

Francis fue a decir algo, pero se detuvo. Dirigió una mirada a Negro Grande, que meneó la cabeza. Francis comprendió que el corpulento auxiliar le estaba dando un buen consejo. Si contaba lo que había oído y la presencia que lo había amenazado, lo más probable era que lo considerasen otra alucinación. Aquellos médicos estaban predispuestos a llegar a esa conclusión. «Oí algo, pero nadie más lo oyó. Sentí algo, pero nadie más lo observó. Sé que se cometió un asesinato, pero nadie más lo sabe.» Su situación era ciertamente complicada. Su relato habría sido anotado en su expediente como una indicación más de lo lejos que estaba de la recuperación y de la posibilidad de salir del hospital.

Contuvo el aliento. La presencia del ángel no era real ni imaginada. Y el ángel lo sabía. No era extraño que se sintiera seguro. «Puede hacer cualquier cosa —pensó—, pero ¿qué quiere hacer?»

Se mordió el labio inferior y observó a Bailarín. Se preguntó cómo lo habría matado. No había sangre, ni marcas en el cuello. Sólo la máscara de la muerte grabada en sus rasgos. Quizá lo había asfixiado con una almohada. Una muerte silenciosa. Un breve forcejeo y luego la inconsciencia. ¿Era eso lo que había oído la noche anterior? Llegó a la dolorosa conclusión de que sí. Pero mientras concluía él, Francis, no había abierto los ojos.

En esa ocasión, el cuchillo que había matado a Rubita había estado reservado para él. Pero el macabro mensaje dejado en aquella cama era para todos. Francis se estremeció. Todavía se estaba recuperando del espanto de la noche anterior, cuando había estado a punto de morir o de sumirse en una locura más profunda. Ambas alternativas eran igual de horribles.

—Esta clase de muertes son un engorro —dijo Gulptilil con displicencia a Evans—. Alteran a todo el mundo. Asegúrese de ajustar la medicación de cualquiera que parezca obsesionado con este hecho. —Dirigió una mirada a Francis—. No quiero que los pacientes piensen demasiado en esta muerte, sobre todo los que tienen una vista de alta esta semana.

—Entendido —respondió Evans.

Francis reflexionó sobre las palabras del médico. No creía que la muerte de Bailarín obsesionase a ningún paciente pero la noticia de que esa semana iba a haber vistas de altas causaría un gran impacto en muchos de ellos. Alguien podría irse, y en el Western, la esperanza era medio hermana del delirio.

Echó un último vistazo al cadáver y sintió una tristeza extraña en su interior. Pensó que a Bailarín lo habían dado de alta de improviso.

Pero entre las oleadas de miedo y tristeza que sentía, Francis percibió algo más: una yuxtaposición de hechos que le despertaban una sospecha inquietante.

Llegó una camilla para llevarse el cadáver. Gulptilil y el señor del Mal supervisaron el procedimiento. Lucy meneó la cabeza al observar cómo se eliminaba con displicencia lo que ella consideraba la escena de un posible crimen.

Gulptilil se giró para seguir al cadáver y miró a Francis.

—Ah, señor Petrel —dijo—. Me preguntaba si podríamos tener pronto otra sesión.

Francis asintió, porque no sabía qué otra cosa hacer. Pero entonces, en un arranque que dejó boquiabierto al director médico, levantó los brazos y empezó a girar despacio, moviéndose con la gracia de Bailarín.

—Señor Petrel, ¿está usted bien? —preguntó Gulptilil a la vez que intentaba detenerlo.

Y a Francis, que se limitó a alejarse bailando, le pareció una pregunta de lo más idiota.

En la sesión en grupo de ese día, la conversación se desvió hacia el programa espacial. Noticiero llevaba varios días anunciando titulares, pero había una incredulidad generalizada entre los pacientes del Western respecto a la verdad de los paseos lunares. Cleo, con una risita nerviosa, se había mostrado desafiante y había hablado de encubrimientos del gobierno y de peligros desconocidos de otro mundo, para ponerse taciturna y guardar silencio al cabo de un instante. Sus cambios de humor parecían evidentes a todo el mundo menos al señor del Mal, que ignoraba la mayoría de los signos externos de la locura cuando aparecían. Era su enfoque habitual. Le gustaba escuchar y anotar, y más tarde el paciente, cuando hacía cola para la medicación de la noche, descubría que le habían modificado la dosis. Eso producía un efecto opresivo en las sesiones, porque todos los pacientes consideraban que la medicación diaria era la amarra que los mantenía unidos al hospital.

No se mencionó la muerte de Bailarín, aunque estaba en el pensamiento de todos. El asesinato de Rubita los había fascinado y asustado, pero la muerte de Bailarín les recordaba a todos la suya propia, lo que constituía un temor muy diferente. Más de una vez, alguno de los sentados en círculo soltó una carcajada o sofocó un sollozo, sin que ninguna de las dos cosas guardara relación con la conversación, sino con sus pensamientos internos.

Francis pensó que el señor del Mal lo observaba con especial atención. Lo atribuyó a su extraña conducta de esa mañana.

—¿Y tú, Francis? —le preguntó Evans.

—Perdone, ¿yo qué?

—¿Qué piensas sobre los astronautas?

—Es difícil de imaginar —respondió tras pensar un momento.

—¿Qué es difícil?

—Estar tan lejos, conectado sólo por ordenadores y radios. Nadie ha viajado nunca tan lejos. Eso es interesante. No es el hecho de depender de todo el equipo, sino que no ha habido ninguna aventura parecida.

—¿Qué me dices de los exploradores de África o del Polo Norte? —repuso el señor del Mal.

—Se enfrentaban a los elementos. A lo desconocido. Pero los astronautas se enfrentan a algo distinto.

—¿A qué?

—A los mitos —dijo Francis. Echó un vistazo alrededor y preguntó—: ¿Dónde está Peter?

—Aún en aislamiento —aclaró el señor del Mal a la vez que cambiaba de postura—. Pero debería salir pronto. Volvamos a los astronautas.

—No existen —intervino Cleo—. Pero Peter sí. —Sacudió la cabeza—. Aunque puede que no. Puede que todo sea un sueño y que nos despertemos en cualquier momento.

Eso provocó una discusión entre Cleo, Napoleón y unos cuantos más sobre lo que existía de verdad y lo que no, y sobre si algo que ocurría donde no podías verlo, ocurría de verdad. Todo ello hizo que el grupo se agitase para contradecirse y discutir, lo que Evans permitió sin rechistar. Francis escuchó un momento, porque, en cierto sentido, encontró ciertas similitudes entre su situación en el hospital y la de los hombres que se dirigían al espacio. Estaban tan desorientados como él.

Se había recuperado del susto de la noche anterior, pero no confiaba demasiado en su capacidad de afrontar la noche que se avecinaba.

Rebuscó en su memoria todas las palabras que había dicho el ángel, pero le costaba recordarlas con precisión. El miedo sesgaba las cosas. Era como intentar ver con precisión en un espejo de feria. La imagen aparecía ondulada, vaga, distorsionada.

Se dijo que tenía que dejar de intentar ver al ángel y empezar a intentar ver lo que el ángel veía. En lo más profundo de su ser, las voces le gritaron una advertencia: ¡No! ¡No lo hagas!

Francis se revolvió con incomodidad en el asiento. Las voces no le habrían advertido si no hubieran percibido algo peligroso. Sacudió la cabeza para centrarse en el grupo que seguía discutiendo.

—¿Por qué tenemos que ir al espacio? —comentaba Napoleón en ese momento.

Cleo lo miraba desde el otro lado del círculo con una expresión algo desconcertada, casi impresionada.

—Pajarillo vio algo, ¿verdad? —le dijo la mujer en voz baja, y soltó una carcajada socarrona en el mismo instante en que Peter entraba en la habitación.

De inmediato saludó al grupo e hizo una reverencia formal a los demás pacientes, como un miembro de alguna corte del siglo XVII. Tomó una silla plegable y se situó en el círculo.

—Estoy como nunca —aseguró como si previera la pregunta.

—A Peter parece gustarle el aislamiento —comentó Cleo.

—Allí nadie ronca —respondió Peter, lo que hizo reír a todo el mundo.

—Estábamos hablando de los astronautas —explicó el señor del Mal—. Me gustaría terminar este debate en el tiempo que queda.

—Por supuesto —dijo Peter—. No quería interrumpir nada.

—Muy bien, perfecto. ¿Quiere alguien añadir algo? —preguntó el señor del Mal observando a los pacientes reunidos. Nadie habló—. ¿Alguien? —insistió pasados unos segundos.

De nuevo, el grupo, tan vociferante unos minutos antes, guardó silencio. Francis pensó que era típico de ellos: a veces las palabras les fluían casi sin control y, al momento siguiente desaparecían, y eran sustituidas por una especie de introspección mística. Los cambios de humor eran habituales.

—Vamos —dijo Evans, con una nota de exasperación—. Estábamos haciendo progresos antes de que nos interrumpieran. ¿Cleo?

La mujer sacudió la cabeza.

—¿Noticiero?

Por una vez, no tenía ningún titular que anunciar.

—¿Francis?

Este no contestó.

—Di algo —pidió Evans con frialdad.

Francis no sabía cómo reaccionar y observó que Evans parecía enfadado. Le pareció que era una cuestión de control. Al señor del Mal le gustaba controlarlo todo, y Peter había perturbado de nuevo su poder. Ningún paciente, por muy aguda que fuera su locura, podía equipararse con la necesidad que tenía Evans de dominar todos los momentos del día y la noche en el edificio Amherst.

—Habla —insistió Evans, con más frialdad aún. Era una orden.

Francis se preguntó qué sería lo que el señor del Mal quería escuchar.

—Yo nunca iré al espacio —fue lo único que se le ocurrió.

—Claro que no, hombre… —gruñó Evans, como si Francis hubiese dicho la tontería más grande del mundo.

Pero Peter, que había estado observando, se inclinó hacia delante.

—¿Por qué no? —preguntó.

Francis lo miró. El Bombero sonreía de oreja a oreja.

—¿Por qué no? —repitió.

—Aquí no fomentamos los delirios, Peter —le espetó Evans.

Pero Peter no le hizo caso.

—¿Por qué no, Francis? —preguntó por tercera vez.

Francis movió la mano indicando el hospital.

—Pero, Pajarillo —prosiguió Peter—, ¿por qué no podrías ser astronauta? Eres joven, estás en buena forma, eres listo. Ves cosas que otros no logran captar. No eres vanidoso y eres valiente. Creo que serías un astronauta perfecto.

—Pero Peter… —dijo Francis.

—Nada de peros. ¿Quién te dice que la NASA no decida enviar a alguien loco al espacio? Y en ese caso, ¿quién mejor que uno de nosotros? Porque seguro que a la gente le caería mejor un astronauta loco que uno de esos de estilo militar, ¿no? ¿Quién te dice que no decidan enviar a toda clase de gente al espacio, y por qué no, a uno de nosotros? Podrían enviar políticos, científicos o incluso turistas. Quizá cuando manden a un loco averigüen que flotar en el espacio sin la gravedad que nos une a la Tierra nos va bien. Como un experimento científico. Quizá…

Se detuvo para respirar. Evans fue a hablar, pero antes de que pudiera hacerlo, Napoleón intervino:

—Puede que Peter tenga razón. A lo mejor es la gravedad lo que nos vuelve locos.

—Nos aplasta… —comentó Cleo.

—Todo ese peso sobre nuestros hombros…

—Impide que nuestros pensamientos se muevan arriba y abajo…

Un paciente tras otro asintió con la cabeza. De repente, parecían haber recuperado el habla. Los murmullos de asentimiento se convirtieron en comentarios entusiastas.

—Podríamos volar. Podríamos flotar.

—Nadie podría detenernos.

—¿Quién exploraría mejor que nosotros?

Todos los hombres y mujeres del grupo sonreían, conformes. Era como si en ese momento se viesen como astronautas que surcaban el espacio y sus preocupaciones quedaban olvidadas, evaporadas, al deslizarse sin esfuerzo por el vacío estrellado. Era muy tentador y, por unos instantes, el grupo pareció elevarse mientras cada miembro imaginaba que la fuerza de la gravedad dejaba de afectarle y vivía una extraña clase de libertad imaginaria.

Evans estaba furioso. Dirigió una mirada enojada a Peter y, sin decir palabra, se marchó de la sala.

Todos observaron cómo se iba. Al cabo de unos segundos, la niebla de problemas volvió a cubrirlos.

Cleo, sin embargo, suspiró y sacudió la cabeza.

—Supongo que sólo serás tú, Pajarillo —sentenció con brío—. Tendrás que ir al espacio por todos nosotros.

El grupo se levantó diligentemente, plegó las sillas y las dejó en su sitio, apoyadas contra la pared una junto a otra. Después, cada paciente, absorto, salió de la sala de terapia al pasillo principal para mezclarse con la oleada de pacientes que lo recorría arriba y abajo. Francis agarró a Peter por el brazo.

—Ayer por la noche estuvo aquí.

—¿Quién?

—El ángel.

—¿Volvió?

—Sí. Mató a Bailarín, pero nadie quiere creerlo, y después me amenazó con un cuchillo y me dijo que nos mataría a mí, a ti o a quien quisiera, cuando quisiera.

—¡Dios mío! —exclamó Peter. La satisfacción por haber superado al señor del Mal desapareció. Meditó sobre lo que había dicho Francis—. ¿Qué más ocurrió?

Francis procuró recordarlo todo y, al hacerlo, notó parte del miedo que todavía merodeaba en su interior. Contar a Peter lo del cuchillo en su cara fue duro. Al principio pensó que se sentiría mejor, pero no fue así. Sólo redobló su ansiedad.

—¿Cómo lo sujetaba? —quiso saber Peter.

Francis se lo mostró.

—Maldición. Debiste de asustarte mucho, Pajarillo.

Francis asintió, pero no quiso precisar lo mucho que se había asustado. Entonces se le ocurrió algo y frunció el entrecejo mientras intentaba aclarar una cosa que era opaca y oscura.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter.

—Peter… —empezó el joven— tú fuiste investigador. ¿Por qué me pondría el cuchillo así en la cara?

Peter reflexionó.

—¿No debería habérmelo puesto en el cuello? —añadió Francis.

—Sí.

—De esa forma, si gritaba…

—El cuello, la yugular y la laringe son puntos vulnerables. Así es como matas a alguien con un cuchillo.

—Pero no lo hizo. Me lo puso en la cara.

—Es muy revelador. No pensó que gritarías…

—Aquí la gente grita todo el rato. No significa nada.

—Cierto. Pero quería aterrarte.

—Lo logró —aseguró Francis.

—¿Pudiste ver…?

—Tenía los ojos cerrados.

—¿Y su voz?

—Podría reconocerla si volviera a oírlo. Sobre todo, de cerca. Siseaba, como una serpiente.

—¿Crees que intentaba disimularla?

—No, no lo creo. Era como si no le importara.

—¿Qué más?

—Se sentía… seguro —respondió Francis con cautela.

Ambos hombres salieron de la sala. Lucy los esperaba en medio del pasillo, cerca del puesto de enfermería. Se dirigieron hacia ella y Peter divisó a Negro Chico, a unos metros de Lucy, y vio cómo anotaba algo en una libreta negra unida a la rejilla del puesto con una cadenilla plateada. Hizo ademán de dirigirse hacia el auxiliar, pero Francis lo retuvo por el brazo.

—¿Qué pasa? —preguntó Peter.

Francis había palidecido de repente.

—Peter —dijo despacio—, se me ha ocurrido algo.

—¿Qué?

—Si no tenía miedo de hablarme, significa que no le preocupaba que pudiera oír su voz en otro sitio. No le preocupaba que lo reconociera porque sabe que es imposible que lo oiga.

Peter asintió.

—Eso es interesante, Francis —aseguró—. Muy interesante.

Francis pensó que «interesante» no era lo que Peter quería realmente decir. «Encuentra el silencio», se ordenó. Notó que le temblaba un poco la mano y se percató de que la garganta se le había secado de repente. Sintió un sabor desagradable en la boca y trató de reunir saliva, pero no tenía. Miró a Lucy, que exhibía una expresión ceñuda; pensó que no era por ellos sino por cómo el mundo al que había llegado tan confiada le resultaba más esquivo de lo que había imaginado.

Cuando la fiscal se reunió con ellos, Peter le dijo a Negro Chico:

—Señor Moses, ¿qué está haciendo?

—Algo rutinario.

—¿Qué quiere decir?

—Rutina burocrática. Anoto algunas cosas en el registro diario.

—¿Qué se incluye en ese registro?

—Cualquier cambio que ordene el gran jefe o el señor del Mal. Cualquier cosa fuera de lo corriente, como una pelea, unas llaves perdidas o una muerte como la de Bailarín. Cualquier cambio en la rutina. Y también muchas estupideces, Peter: cuándo vas al lavabo por la noche, cuándo compruebas las puertas o cuándo supervisas los dormitorios, las llamadas telefónicas recibidas o cualquier cosa que alguien que trabaje aquí pueda considerar fuera de lo corriente. También se anota si observas que un paciente hace progresos por alguna que otra razón. Cuando llegas al puesto al principio de tu turno, tienes que comprobar las indicaciones para la noche. Y, antes de irte, tienes que anotar algo y firmar. Aunque sólo sea un par de palabras. Así cada día. Se supone que tus anotaciones tienen que poner al corriente al siguiente que llega y facilitarle las cosas.

—¿Hay un registro como éste…?

—En todos los pisos —asintió Negro Chico—, en cada puesto de enfermería. Seguridad también tiene uno.

—De modo que si lo tuvieras, sabrías más o menos cuándo pasan las cosas. Me refiero a cosas rutinarias.

—El registro diario es importante —corroboró el otro—. Deja constancia de toda clase de cosas. Todo lo que pasa en el hospital tiene que estar registrado. Es como un libro de historia.

—¿Quién guarda estos registros cuando están llenos?

Negro Chico se encogió de hombros.

—Se conservan en el sótano, en cajas —respondió.

—Si echara un vistazo a uno de estos registros me enteraría de muchas cosas, ¿verdad?

—Los pacientes no pueden verlos. No es que estén escondidos ni nada parecido. Pero son para el personal.

—Pero si viera uno… incluso uno que estuviera almacenado, sabría con exactitud cuándo pasan las cosas y en qué clase de orden, ¿no?

Negro Chico asintió con la cabeza.

—Podría, por ejemplo —prosiguió Peter—, saber con exactitud cuándo desplazarme por el hospital sin que me detectaran. Y la mejor hora para encontrar sola a Rubita en el puesto de enfermería en plena noche, y adormilada, porque solía hacer un doble turno un día a la semana, ¿verdad? Y también sabría que los de seguridad habían pasado hacía un buen rato a comprobar las puertas y tal vez charlar un poco, y que nadie más estaría cerca, excepto los pacientes sedados y dormidos, ¿verdad?

Negro Chico no necesitaba responder esta pregunta, ni los demás.

—Es así como lo sabe —aseguró Peter—. No con toda certeza, con precisión militar, pero sabe lo suficiente para planificar sus pasos con bastante seguridad y elegir los momentos oportunos.

A Francis le pareció posible. Sintió un frío interior porque pensó que se habían acercado un paso más al ángel, y que él ya había estado demasiado cerca de ese hombre y no estaba seguro de querer volver a estarlo.

Lucy sacudió la cabeza.

—No sabría decir exactamente qué, pero algo anda mal. No, no es eso. Es más bien que algo anda bien y mal a la vez —precisó.

—Ah, Lucy —dijo Peter con una sonrisa, imitando la forma en que a Gulptilil le gustaba empezar las frases con una pausa alargada y afectando el cantarín acento inglés del médico indio—. Ah, Lucy —repitió—, hablas con la lógica que corresponde al manicomio. Continúa, por favor.

—Este sitio me está afectando. Creo que alguien me sigue por la noche hasta la residencia. Oigo ruidos al otro lado de la puerta que cesan cuando me levanto. Noto que alguien ha curioseado mis cosas, aunque no me falta nada. No dejo de pensar que hacemos progresos y, aun así, no puedo indicar cuáles. Me temo que en cualquier momento empezaré a oír voces.

Miró a Francis un momento, pero éste no parecía escuchar, sino estar absorto. Echó un vistazo pasillo adelante y vio cómo Cleo pontificaba sobre alguna cuestión increíblemente importante agitando los brazos y bramando, aunque nada de lo que decía tenía demasiado sentido.

—O que me imaginaré que soy la reencarnación de alguna princesa egipcia —añadió Lucy meneando la cabeza.

—Eso podría provocar un importante conflicto —respondió Peter con una sonrisa.

—Tú sobrevivirás —dijo Lucy—. No estás loco como los demás. Estarás bien en cuanto salgas. Pero Pajarillo… ¿Qué le pasará?

—Es más difícil para Francis —contestó Peter—. Tiene que demostrar que no está loco. Pero ¿cómo logras eso aquí? Este sitio está destinado a volver más loca a la gente, no menos. Convierte todas las enfermedades en, no sé, contagiosas… —comentó con tono amargo—. Es como si llegaras aquí con un resfriado que se convierte en una faringitis o una bronquitis, y después en una neumonía, y finalmente en una insuficiencia respiratoria terminal, y dicen: «Bueno, hicimos todo lo que pudimos…»

—Tengo que salir de aquí —dijo Lucy—. Y tú también.

—Correcto. Pero la persona que tiene que salir de aquí más que nadie es Pajarillo porque, de otro modo, estará perdido para siempre. —Sonrió para ocultar su tristeza—. Es como si tú y yo hubiéramos elegido nuestros problemas. Los escogimos de una forma perversa, neurótica. Pero Francis se los encontró. No son culpa suya, no como en tu caso y el mío. Él es inocente, lo que es mucho más de lo que puede decirse de mí.

Lucy apoyó la mano en el antebrazo de Peter, como para corroborar la verdad de sus palabras. Peter permaneció inmóvil un instante, como un perro de caza que acecha a su presa, con el brazo casi abrasado por la sensación del contacto. Luego retrocedió un paso, como si no pudiera soportarlo. Sonrió y suspiró, aunque volvió la cara, incapaz de obligarse a ver lo que podía ver.

—Tenemos que encontrar al ángel —dijo—. Y tenemos que hacerlo enseguida.

—Estoy de acuerdo —corroboró Lucy y lo miró con curiosidad, porque vio que no se trataba de una simple manera de darle ánimos.

—¿Qué pasa?

Antes de que Peter pudiera contestar, Francis, que había estado reflexionando en silencio sin prestar atención a los demás, alzó los ojos y se acercó a los dos.

—He tenido una idea —anunció—. No sé, pero…

—Pajarillo, tengo que decirte algo… —repuso Peter, pero se interrumpió—. ¿Qué idea?

—¿Qué tienes que decirme?

—Eso puede esperar —dijo Peter—. ¿Y tu idea?

—Estaba muy asustado —explicó Francis—. Tú no estabas allí y estaba muy oscuro, y tenía el cuchillo en la mejilla. El miedo te desordena tanto las ideas que no te deja ver nada más. Estoy seguro de que Lucy lo sabe, pero yo no lo sabía y eso acaba de darme una idea…

—Francis, procura ser más coherente —pidió Peter como haría con un alumno de primaria: con cariño, pero interesado.

—Un miedo así te lleva a pensar sólo en una cosa: en lo asustado que estás, en qué pasará, en si volverá y en las cosas terribles que el ángel ha hecho y que podría hacer. Sabía que podía matarme y yo sólo quería huir a esconderme en algún sitio seguro.

Lucy atisbo lo que estaba dando a entender.

—Adelante —lo animó.

—Pero todo ese miedo ocultó algo que debería haber visto.

—¿Qué? —asintió Peter.

—El ángel sabía que tú no estarías ahí esa noche.

—El registro. O lo vio en persona u oyó que me habían llevado a aislamiento…

—De modo que la situación era ideal para él ayer por la noche, porque no quería tratar con los dos a la vez, creo. Es sólo una suposición, pero me parece lógica. En cualquier caso, tenía que hacerlo ayer por la noche porque la situación era perfecta para darme un susto de muerte…

—Sí —coincidió Lucy—, tienes razón.

—Pero mató a Bailarín. ¿Por qué? —preguntó Peter.

—Para demostrarnos que puede hacer cualquier cosa. Para subrayar el mensaje: corremos peligro. —La idea de que Bailarín hubiera muerto simplemente para recalcar algo lo inquietaba de verdad, pero se refugió en la luz brillante del pasillo y en la compañía de Peter y Lucy. Ellos eran competentes y fuertes, y el ángel era cauteloso con ellos porque no estaban locos ni eran débiles como él. Exhaló despacio y prosiguió— Pero son riesgos. ¿Suponéis que tenía otra razón para estar en el dormitorio ayer por la noche?

—¿Qué clase de razón?

Cada pensamiento de Francis parecía resonar en su interior, más profundo y más lejano, como si estuviera al borde de un abismo que sólo auguraba la inconsciencia. Cerró los ojos y vio una luz roja cegadora. Formó con calma cada palabra porque de pronto comprendió lo que el ángel necesitaba del dormitorio.

—El hombre retrasado… Él tenía algo que le pertenecía…

—La camiseta ensangrentada.

—Eso quiere decir que… —Francis se interrumpió y miró a Peter, que se volvió hacia Lucy Jones.

No tuvieron que expresar su conformidad en voz alta. En unos segundos, los tres habían cruzado el pasillo y entrado en el dormitorio.

Tuvieron la suerte de que el hombretón retrasado estaba sentado en el borde de la cama, cantando en voz baja a su muñeco. Al fondo del dormitorio había varios pacientes más, la mayoría acostados, mirando por la ventana o al techo, desconectados de todo. El retrasado alzó los ojos hacia los tres y sonrió. Lucy se acercó.

—Hola —dijo—. ¿Te acuerdas de mí?

El hombre asintió.

—¿Es tu amigo? —preguntó.

Asintió de nuevo.

—¿Y es aquí donde dormís los dos?

El hombre dio unas palmaditas en el colchón, y Lucy se sentó a su lado. A pesar de lo alta que era la fiscal, parecía pequeña junto al hombre retrasado, que se corrió un poco para dejarle más sitio.

—Bien, aquí vivís los dos…

El hombre volvió a sonreír.

—Vivo en el gran hospital —afirmó con voz titubeante.

Las palabras se desprendieron como rocas de sus labios. Cada una era deforme y dura, y Lucy imaginó que el esfuerzo para articularlas era colosal.

—¿Y es aquí donde guardas tus cosas? —preguntó.

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Ha intentado alguien hacerte daño?

—Sí —respondió despacio el retrasado, como si esa sola palabra pudiera alargarse para significar algo más que una mera confirmación—. Tuve una pelea.

Lucy inspiró hondo y antes de hacerle otra pregunta vio que los ojos del hombre se habían llenado de lágrimas.

—Tuve una pelea —repitió, y añadió—: No me gusta pelear. Mi mamá me dijo que no me peleara. Nunca.

—Un sabio consejo —afirmó Lucy. No tenía ninguna duda de que aquel hombre podía hacer mucho daño si se lo permitía a sí mismo.

—Soy demasiado grande. No debo pelear.

—¿Tiene nombre tu amigo? —preguntó Lucy señalando el muñeco.

—Andy.

—Yo soy Lucy. ¿Puedo ser amiga tuya también?

Él asintió y sonrió.

—¿Me podrías ayudar? —Lucy vio que fruncía el entrecejo, como si le costaba entender eso—. He perdido algo —aclaró.

Con un gruñido, el hombre pareció indicar que él también había perdido algo alguna vez y que no le había gustado.

—¿Podrías buscarlo entre tus cosas?

Él dudó y se encogió de hombros. Se inclinó y, con una sola mano, extrajo de debajo de la cama un arcón verde estilo militar.

—¿Qué he de buscar? —preguntó.

—Una camiseta.

Entregó el muñeco a Lucy con cuidado y abrió el arcón. Lucy observó que no estaba cerrado con llave. Encima de todo, había calzoncillos y calcetines doblados, así como una fotografía suya junto a su madre. Tenía los bordes gastados de tanto manirla. Debajo había unos vaqueros y un par de zapatos, unas camisetas y un jersey de lana verde oscuro un poco raído.

La camisa ensangrentada no estaba. Lucy miró a Peter, que meneó la cabeza.

—Desaparecida en combate —comentó éste en voz baja.

—Gracias —dijo Lucy al hombre—. Ya puedes volver a guardar tus cosas.

Esperó a que cerrara el arcón y volviera a empujarlo bajo la cama, y luego le devolvió el muñeco.

—¿Tienes más amigos aquí? —le preguntó señalando el dormitorio.

—Estoy solo —respondió él a la vez que sacudía la cabeza.

—Yo seré amiga tuya —dijo Lucy, lo que provocó una sonrisa en el hombre. Eso la hizo sentir culpable porque sabía que era mentira, debido en parte a la situación desesperada de aquel retrasado, y en parte a ella misma, porque le gustaba engañar a un hombre que era poco más que un niño y que envejecería pero no maduraría nunca.

De nuevo en su despacho, Lucy suspiró.

—Bueno —dijo—. Supongo que la esperanza de encontrar alguna prueba era demasiado.

Parecía desanimada, pero Peter era más optimista.

—No, no —replicó—. Hemos averiguado algo. Que el ángel ponga algo en un sitio y se tome después la molestia de llevárselo nos revela algo sobre su personalidad.

A Francis le daba vueltas la cabeza. Notaba que le temblaban las manos porque su interior, que solía ser una confusión de turbias contracorrientes, le ofrecía ahora una punta de claridad.

—Cercanía —anunció.

—¿A qué te refieres?

—Eligió al retrasado por varias razones: porque sabía que Lucy lo interrogaría, porque era fácil endilgarle una prueba en su contra, porque no era alguien que pudiera amenazarlo. Todo lo que el ángel hace tiene una finalidad.

—Creo que tienes razón —dijo Lucy—. Y ¿qué nos índica eso?

—Nos indica que no se está precisamente escondiendo. —La voz de Peter sonó fría.

Francis gimió, porque esta idea le dolió como un golpe en el pecho. Se balanceó atrás y adelante. Por primera vez, Peter comprendió que lo que para él y Lucy era un ejercicio de inteligencia consistente en superar a un asesino listo y dedicado, para Francis podía ser algo mucho más difícil y peligroso.

—Quiere que lo busquemos —dijo, y las palabras le dolieron—. Disfruta con todo esto.

—Bueno, pues tenemos que ganar la partida —dijo Peter.

—No tenemos que hacer lo que él espera, porque lo sabe —apuntó Francis—. No sé cómo ni por qué, pero lo sabe.

Peter inspiró hondo y los tres guardaron silencio para asimilar lo que Francis había dicho. Peter no creía que el momento fuera el adecuado, pero no se le ocurría ninguno mejor y cualquier demora podría empeorar las cosas.

—No me queda mucho tiempo —anunció despacio—. En los próximos días me llevarán de aquí. Para siempre.