22

Pero yo lo sabía, ¿no?

Quizá no en aquel instante, pero sí poco después. Al principio me sentí sorprendido por la vehemencia de lo que me habían dicho. Sentí un temblor interior, y todas mis voces gritaban advertencias contradictorias: que me escondiera, que le plantase cara, que me guiara por la sensatez. Y esta última indicaba que aquélla no tenía sentido. ¿Por qué iba el ángel a acercarse a mí para confesar, cuando había hecho tanto para ocultar su identidad? Pero si el hombre fornido no era el ángel, ¿por qué había dicho eso?

Lleno de recelo, con un torbellino de preguntas y conflictos en mi interior, inspiré hondo, me calmé y dejé solos a Bailarín y al retrasado en el dormitorio para seguir al hombre fornido por el pasillo. Observé cómo se detenía para encender un cigarrillo y examinar el nuevo mundo al que había sido trasladado. El paisaje de cada edificio era diferente. Puede que la estructura fuera parecida, que los pasillos y las oficinas, la sala de estar común, la cafetería, los dormitorios, los trasteros, las escaleras y las celdas de aislamiento siguieran más o menos la misma disposición, acaso con pequeñas diferencias. Pero ése no era el terreno real de cada unidad. Sus contornos y su topografía venían definidos por las diversas locuras que contenían. Y eso era lo que el hombre fornido estaba examinando. Parecía un hombre que soliese estar a punto de explotar, un hombre que controlaba poco las rabias que le recorrían la sangre enfrentadas al Haldol o al Prolixin que le administraban a diario. Nuestros cuerpos eran campos de batalla entre ejércitos de psicosis y narcóticos que luchaban por el control puerta a puerta, y aquel hombre fornido parecía tan atrapado como cualquiera de nosotros en esa guerra.

No creía que ése fuera el caso del ángel.

El hombre fornido apartó de un empujón a un anciano senil, delgado y enfermizo, que se tambaleó y casi se cayó al suelo a punto de echarse a llorar. El otro siguió pasillo adelante y sólo se detuvo para poner mala cara a dos mujeres que se balanceaban en un rincón mientras canturreaban nanas a muñecas que acunaban en brazos. Cuando un cato con un pijama holgado y una larga bata suelta se cruzó de modo inofensivo en su camino, le gritó que se apartara y continuó adelante, más deprisa, como si sus pasos siguiesen el ritmo que marcaba su rabia. Y pensé que cada paso lo distanciaba más del hombre que estábamos buscando. No podría haber dicho exactamente por qué, pero lo sabía con una certeza que fue aumentando a medida que lo seguía por el pasillo. Comprendí por qué cuando estalló en Williams la pelea que Lucy había organizado, el hombre fornido se había enzarzado de inmediato en el intercambio de golpes, y por eso lo habían trasladado a Amherst. No era la clase de hombre que se cruza de brazos ante un conflicto, que retrocede hacia un rincón o se refugia contra la pared. Reaccionaría eléctricamente, saltaría de inmediato, con independencia de cuál fuera la causa o de quién luchara con quién, o del porqué de todo ello. Le gustaba pelear porque así daba salida a los impulsos que lo atormentaban y se perdía en la cólera confusa del intercambio de golpes. Y entonces, cuando se levantaba, ensangrentado, su locura no le dejaba preguntarse por qué había obrado de esa manera.

Comprendí que parte de su enfermedad consistía en llamar siempre la atención.

Pero ¿por qué había sido tan preciso acercando su cara a la mía? «Yo soy el hombre que estás buscando.»

En mi piso, apoyé la frente contra la pared, sobre las palabras que había escrito para hacer una pausa, sumido en los recuerdos. La presión me recordaba un poco una compresa fría aplicada en la frente para bajar la fiebre a un niño. Cerré los ojos con la esperanza de descansar un poco.

Pero un susurro rasgó el silencio. Siseó justo detrás de mí.

—¿Creíste que te lo iba a poner fácil?

No me volví. Sabía que el ángel estaba ahí y, a la vez, no estaba ahí.

—No —respondí—. No creí que me lo pondrías fácil. Pero tardé cierto tiempo en averiguar la verdad.

Lucy vio a Francis salir del dormitorio para seguir a un hombre que no era el que ella le había indicado. El chico estaba pálido y le pareció que absorto en lo que estaba haciendo, casi ajeno al ajetreo que se producía antes de la cena en el concurrido pasillo. Empezó a acercarse a él, pero se detuvo. Sin duda Pajarillo tendría alguna razón para hacer eso.

Los vio entrar en la sala de estar y se dirigió hacia allí, cuando vio que Evans avanzaba a toda velocidad por el pasillo hacia ella. Tenía la expresión enfurecida de un perro al que acaban de quitarle un buen hueso.

—Bueno —soltó enfadado—, supongo que estará contenta. Tengo a un auxiliar en urgencias con una muñeca fracturada, y he tenido que trasladar a tres pacientes de Williams y poner a un cuarto en aislamiento por lo menos veinticuatro horas. Tengo una unidad alborotada y agitada, y es probable que uno de los trasladados corra mucho riesgo porque ha tenido que cambiar de ubicación después de varios años, y no por culpa suya. Se vio atrapado en medio de la pelea por casualidad, pero terminó siendo amenazado. ¡Maldita sea! Espero que comprenda el contratiempo que esto supone, y lo peligroso que es, sobre todo para los pacientes que están estabilizados y los mandan de repente a otra unidad.

—¿Usted piensa que yo hice todo eso? —Lucy lo miró con frialdad.

—Sí —respondió Evans.

—Debo de ser mucho más lista de lo que me pensaba —comentó Lucy con sarcasmo.

El señor del Mal resopló con la cara colorada. Lucy pensó que tenía el aspecto de un hombre al que no le gusta nada que el mundo que controla rígidamente se altere. Fue a contestar con enfado, pero de pronto logró controlarse y hablar de modo comedido.

—El acuerdo para que trabajara en este centro ponía como condición que eso no supusiera ninguna alteración. Creo recordar que usted aceptó tratar de pasar inadvertida y no obstaculizar los tratamientos en curso.

Lucy no respondió, pero entendió lo que estaba insinuando.

—Es lo que yo tenía entendido —prosiguió el señor del Mal—. Pero corríjame si me equivoco.

—No, no se equivoca. Lo siento. No volverá a pasar. —Sabía que eso era falso.

—Me lo creeré cuando lo vea —replicó Evans—. Y supongo que piensa seguir interrogando pacientes por la mañana.

—Sí.

—Pues eso ya lo veremos —repuso. Y con esa amenaza velada suspendida en el aire, el señor del Mal se volvió y se dirigió hacia la puerta principal. Se detuvo cuando vio a Negro Grande acompañando al Bombero. El psicólogo observó que Peter no llevaba sujeciones como antes.

—¡Un momento! —gritó—. ¡Quietos ahí!

El corpulento auxiliar se detuvo y se volvió hacia él. Peter vaciló.

—¿Por qué no lleva sujeciones? —aulló Evans, colérico—. Este hombre no tiene permiso para salir de estas instalaciones sin esposas ni grilletes. ¡Son las normas!

—El doctor Gulptilil dijo que no había problema. —Negro Grande arqueó las cejas.

—¿Cómo?

—El doctor Gulptilil… —repitió el auxiliar, pero fue interrumpido.

—No me lo creo. Este hombre está aquí por orden judicial. Se enfrenta a graves acusaciones por incendio y homicidio involuntario. Tenemos una responsabilidad…

—Eso es lo que el jefe dijo.

—Voy a comprobarlo ahora mismo. —Evans se giró y dejó a los dos hombres en medio del pasillo.

Se dirigió hacia la puerta principal, revolvió sus llaves, soltó un juramento cuando encajó en la cerradura una equivocada, volvió a hacerlo con más fuerza cuando la segunda también falló y, por fin, se rindió y se dirigió hacia su despacho apartando a los pacientes que se encontraban a su paso.

Francis siguió al hombre fornido, que se abría paso por Amherst. El modo en que ladeaba la cabeza, levantaba el labio enseñando los dientes, encorvaba los hombros y balanceaba unos antebrazos tatuadísimos advertía con claridad a los demás pacientes que se hicieran a un lado. Un recorrido depredador y desafiante. El hombre fornido echó un buen vistazo alrededor de la sala de estar, como un topógrafo que examinara un terreno. Los pocos pacientes que quedaban allí retrocedieron hacia los rincones o se ocultaron detrás de revistas antiguas para evitar verle los ojos. Al hombre fornido pareció gustarle, satisfecho de que su estatus de bravucón fuera a establecerse fácilmente, y avanzó hasta el centro de la sala. No pareció darse cuenta de que Francis lo seguía hasta que se detuvo.

—Bueno —dijo en voz alta—, ahora estoy aquí. Que nadie intente tocarme las pelotas.

A Francis le pareció una estupidez, y puede que también una cobardía. Los únicos pacientes que había en la sala eran viejos seniles, o absortos en algún mundo distante y privado. No había nadie que pudiera desafiar al hombre fornido.

A pesar de las voces que le gritaban que tuviera cuidado, Francis avanzó unos pasos hacia él, y éste, por fin, se percató de su presencia.

—¡Tú! —exclamó—. Creía que ya me había ocupado de ti.

—Quiero saber qué pretendiste decir —comentó Francis.

—¿Qué pretendí decir? —El hombre imitó la voz cantarina de Francis—. ¿Qué pretendí decir? Pretendí decir lo que dije y dije lo que pretendía decir. Nada más.

—No lo entiendo —insistió Francis—. Al decir que eras el hombre que estoy buscando, ¿qué quisiste decir?

—Parece bastante obvio, ¿no?

—No —replicó Francis—. En absoluto. ¿A quién crees que estoy buscando?

—Estás buscando a alguien mezquino —sonrió el hombre fornido—. Y lo has encontrado. ¿Qué? ¿No crees que pueda ser lo bastante mezquino para ti? —Avanzó hacia Francis con los puños cerrados y un poco agazapado.

—¿Cómo supiste que te estaba buscando? —preguntó Francis, y se mantuvo firme a pesar de todos los ruegos de que huyera emitidos en su interior.

—Todo el mundo lo sabe. Tú y el otro tío, y la mujer del exterior. Todo el mundo lo sabe —afirmó el otro de modo enigmático.

Francis pensó que en el hospital no había secretos. Pero eso no era cierto.

—¿Quién te lo dijo? —insistió.

—¿Cómo?

—¿Quién te lo dijo?

—¿Qué coño quieres decir?

—¿Quién te dijo que yo estaba buscando a alguien? —aclaró Francis con la voz más aguda. Había ganado impulso, guiado por algo totalmente distinto a sus voces interiores y que hacía que las preguntas le salieran de la boca a pesar de que cada palabra aumentaba el peligro al que se enfrentaba—. ¿Quién te dijo que me buscaras? ¿Quién te dijo cómo era yo? ¿Quién te dijo quién era yo, quién te dio mi nombre? ¿Quién?

El otro adelantó una mano para tocarle la mandíbula con los nudillos, como si lo amenazara.

—Eso es asunto mío —afirmó—. No tuyo. Con quién hablo y qué hago es asunto mío.

Francis observó que abría un poco más los ojos, como si captara alguna idea fugaz. Varios elementos volátiles se mezclaban en la imaginación del hombre fornido, y en algún lugar de esa mezcla explosiva estaba la información que quería.

—Por supuesto que es asunto tuyo —admitió Francis suavizando su tono—. Pero puede que también sea asunto mío. Sólo quiero saber quién te dijo que me buscaras y me dijeras eso.

—Nadie —mintió el hombre fornido.

—Fue alguien —lo rebatió Francis.

La mano del hombre se apartó de la cara de Francis, que vio un miedo eléctrico en sus ojos, oculto bajo la rabia. En ese instante le recordó a Larguirucho cuando se obsesionó con Rubita, o antes, cuando lo había hecho con él. Una fijación total con una única idea, una oleada abrumadora de una sola sensación en su interior, en alguna gruta difícil de penetrar hasta para la medicación más potente.

—Es asunto mío —repitió el hombre fornido.

—El hombre que te lo dijo podría ser el que estoy buscando.

—Vete a la mierda —soltó el hombre a la vez que sacudía la cabeza—. No te voy a ayudar en nada.

Francis sólo podía pensar que estaba cerca de algo y que necesitaba averiguarlo porque sería algo concreto que proporcionar a Lucy Jones. Entonces vio cómo el hombre fornido se agitaba, y la rabia, la frustración y todos los terrores habituales de la locura se unían. En ese instante de peligro, Francis se percató de que había ido demasiado lejos. Retrocedió un paso, pero el hombre fornido lo siguió.

—No me gustan tus preguntas —le espetó.

—Vale, ya no te haré más —respondió Francis, retrocediendo.

—No me gustan tus preguntas y tampoco me gustas tú. ¿Por qué me has seguido hasta aquí? ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué me vas a hacer?

Lanzó cada una de estas preguntas como golpes. Francis miró a derecha y a izquierda buscando un sitio donde esconderse, pero no encontró ninguno. Las pocas personas que había en la sala se habían acurrucado en los rincones o bien observaban las paredes o el techo, cualquier cosa que las llevara mentalmente a otra parte. El hombre le empujó el pecho con el puño y le hizo dar otro paso atrás de modo que casi perdió el equilibrio.

—No me gusta que te metas en mis cosas —exclamó—. Creo que no me gusta nada que tenga que ver contigo. —Le empujó otra vez, más fuerte.

—Muy bien —dijo Francis levantando una mano—. Te dejaré en paz.

El otro pareció ponerse tenso, con todo el cuerpo tirante.

—Sí, eso está bien —gruñó—. Y me aseguraré de ello.

Francis vio venir el puño y logró levantar el antebrazo lo suficiente para evitar que le diera en la mejilla. Por un momento vio estrellitas, y el impulso le hizo girarse hacia atrás, tambaleante, y tropezar con una silla. De hecho eso le fue bien, porque hizo que el hombre fornido fallara su segundo puñetazo, un gancho de izquierda que pasó silbando cerca de la nariz de Francis, lo bastante como para que notara su calor. Francis se volvió a echar hacia atrás y la silla cayó al suelo, mientras el otro se abalanzaba para asestarle otro golpe, que esta vez le dio en el hombro. El hombre tenía la cara colorada de furia, y su rabia impedía que su ataque fuera acertado. Francis cayó de espaldas con tal fuerza que, al chocar contra el suelo, perdió el aliento. El hombre fornido se situó a horcajadas sobre su pecho, amenazante, mientras Francis daba patadas inútiles y con los brazos se protegía de la lluvia de golpes furiosos y alocados que le caían encima.

—¡Te mataré! —bramaba—. ¡Te mataré!

Francis se retorcía e interponía sucesivamente el brazo derecho y el izquierdo para paliar el aluvión de puñetazos, consciente sólo en parte de que no le había golpeado fuerte y a sabiendas de que si el hombre dedicara siquiera un microsegundo a considerar las ventajas de su ataque, sería el doble de mortífero.

—¡Déjame en paz! —gritó Francis en vano.

A través del estrecho espacio entre sus brazos vio cómo el hombre se incorporaba un poco para dominarse, como si de repente se diera cuenta de que tenía que organizar el ataque. Seguía colorado pero, de golpe, su rostro expresó un propósito y una lógica, como si toda la furia acumulada en su interior se canalizase hacia un solo torrente.

—¡Para! —chilló una vez más Francis, indefenso, con los ojos cerrados.

Comprendió que iba a hacerle mucho daño y retrocedió. Ya no sabía qué palabras gritaba para que aquel bruto se detuviera, consciente sólo de que no significaban nada ante la rabia que sentía por él.

—¡Te mataré! —repitió el hombre. Francis no dudaba que quería hacerlo.

El hombre soltó un grito gutural y Francis procuró apartar la cabeza pero, en ese segundo, todo cambió. Una fuerza como un potente viento los sacudió a ambos y se formó un lío frenético de puños, golpes y gritos. Francis se desplazó hacia un lado, consciente de que ya no tenía el peso de su atacante sobre el pecho y que estaba libre. Rodó por el suelo y gateó hacia la pared, desde donde vio que el hombre fornido y Peter estaban enzarzados en un cuerpo a cuerpo. Peter lo rodeaba con las piernas y había conseguido sujetarle una muñeca con la mano. Sus palabras se habían convertido en una cacofonía de gritos, y rodaron juntos por el suelo. La cara de Peter reflejaba una feroz rabia mientras retorcía el brazo del hombre. Y, en el mismo instante, otro par de misiles cruzó de repente la visión de Francis: los hermanos Moses se precipitaban a la refriega. Se produjo un momentáneo coro de gritos hasta que Negro Grande logró agarrar el otro brazo del hombre fornido a la vez que le cruzaba la tráquea con un grueso antebrazo y lo retenía mientras Negro Chico separaba a Peter a empellones.

El hombre fornido soltaba palabrotas y epítetos medio asfixiándose y lanzando salpicaduras de baba.

—¡Negrazas de mierda! ¡Soltadme! ¡Yo no he hecho nada!

Peter resbaló hasta el suelo y quedó con la espalda apoyada contra un sofá y las piernas extendidas. Negro Chico lo soltó y se reunió con su hermano. Ambos dominaron con pericia al hombre, quien, con las manos a la espalda, pataleó un momento antes de rendirse.

—¡Sujétenlo fuerte! —oyó Francis procedente de un lado. Evans blandía una jeringa hipodérmica en la puerta—. ¡No lo suelten! —insistió mientras tomaba un poco de algodón impregnado de alcohol y se acercaba a los dos auxiliares y al hombre histérico, que volvió a retorcerse y forcejear.

—¡Iros a la mierda! —gritó colérico—. ¡Iros a la mierda! ¡Iros a la mierda!

El señor del Mal le limpió un trocito de piel y le clavó la aguja en el brazo con un único movimiento que denotaba mucha práctica.

—¡Iros a la mierda! —bramó el hombre de nuevo, por última vez.

El sedante causó efecto con rapidez. Francis no estaba seguro de cuántos minutos, porque la adrenalina y el miedo le habían hecho perder la noción del tiempo. Pero en unos momentos el hombre se relajó. Entornó los ojos y una especie de inconsciencia fue apoderándose de él. Los hermanos Moses también se relajaron, lo soltaron y se levantaron dejándolo en el suelo.

—Traed una camilla para transportarlo a aislamiento —indicó el señor del Mal—. En un minuto, estará fuera de combate.

El hombre gruñó, se retorció y movió los pies como un perro que soñara que corría. Evans sacudió la cabeza.

—Menudo desastre. —Alzó los ojos y vio a Peter en el suelo, recobrando el aliento y frotándose la mano, que tenía la marca roja de un mordisco—. Tú también —ordenó con frialdad.

—¿Yo también qué?

—Aislamiento. Veinticuatro horas.

—¿Qué? Yo no hice nada salvo separar a ese cabrón de Pajarillo.

Negro Chico había vuelto con una camilla plegable y una enfermera. Sujetó al hombre y empezó a ponerle una camisa de fuerza. Mientras lo hacía, dirigió una mirada hacia Peter y sacudió la cabeza.

—¿Qué tenía que hacer? ¿Dejar que ese tío diera una paliza a Pajarillo?

—Aislamiento. Veinticuatro horas —repitió Evans.

—No voy a… —empezó Peter.

—¿Qué? ¿Me desobedeces? —Evans arqueó las cejas.

—No. Sólo protesto —aclaró Peter tras inspirar hondo.

—Ya conoces las normas sobre las peleas.

—Él estaba peleando. Yo sólo intentaba sujetarlo.

Evans se acercó a Peter y meneó la cabeza.

—Una distinción exquisita. Aislamiento. Veinticuatro horas. ¿Quieres ir por las buenas o por las malas? —Levantó la jeringa. Francis supo que quería que Peter tomara la decisión incorrecta.

Peter controló su rabia a duras penas y apretó los dientes.

—Muy bien —dijo—. Lo que usted diga. Aislamiento. Vamos allá.

Se puso de pie con dificultad y siguió diligentemente a Negro Grande, quien había cargado al hombre fornido en la camilla con la ayuda de su hermano y se lo llevaban de la sala de estar.

Evans se volvió hacia Francis.

—Tienes un cardenal en la mejilla —comentó—. Pídele a una enfermera que te cure.

Y se marchó sin mirar siquiera a Lucy, que se había situado en la puerta y en ese instante dirigió a Francis una mirada inquisitiva.

Esa noche, en su reducida habitación de la residencia de enfermeras en prácticas, Lucy estaba sentada a oscuras tratando de analizar los progresos de su investigación. El sueño le era esquivo, y se había incorporado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared, mirando al frente e intentado distinguir formas familiares en la penumbra. Sus ojos se adaptaron despacio a la ausencia de luz pero, pasado un momento, pudo distinguir las siluetas del escritorio, la cómoda, la mesilla de noche y la lámpara. Siguió concentrándose y reconoció las prendas que había dejado al azar en la silla cuando se había desvestido para acostarse.

Pensó que era un reflejo de lo que le estaba pasando. Había cosas conocidas que aun así permanecían ocultas en la oscuridad del hospital. Tenía que encontrar un modo de iluminar las pruebas y los sospechosos. Pero no se le ocurría cómo.

Echó la cabeza atrás y pensó que había embrollado mucho las cosas. Al mismo tiempo, a pesar de no tener nada concreto, estaba convencida de que se hallaba peligrosamente cerca de alcanzar su meta.

Trató de imaginar al hombre que estaba buscando, pero, como las formas de la habitación, se mantuvo indefinido y esquivo. Pensó que el mundo del hospital no se prestaba a suposiciones fáciles. Recordó decenas de momentos, sentada frente a un sospechoso en una sala de interrogatorios de una comisaría o, después, en una sala de justicia, en que había observado todos los detalles, las arrugas de las manos, la mirada escurridiza, la forma en que ladeaba la cabeza, para obtener el retrato de alguien caracterizado por la culpa y el crimen. Cuando estaban sentados frente a ella siempre resultaban muy evidentes. Los hombres que interrogaba tras la detención y durante el juicio lucían la verdad de sus acciones como un traje barato: de modo inconfundible.

Mientras seguía absorta en la oscuridad, se dijo que tenía que pensar de una forma más creativa. Más indirecta. Más sutil. En el mundo de donde procedía, tenía pocas dudas cuando se encontraba frente a frente con su presa. Este mundo era todo lo contrario. Sólo había dudas. Y, con un escalofrío que no se debía a la ventana abierta, se preguntó si habría estado ya frente a frente con el asesino. Pero aquí, él formaba parte del contexto.

Se tocó la cicatriz con una mano. El hombre que la había atacado era el tópico del anonimato. Llevaba un pasamontañas, de modo que sólo le vio los ojos oscuros, guantes de cuero negro, vaqueros y parka corriente, de las que pueden comprarse en cualquier tienda de excursionismo. Calzaba unas zapatillas de deporte Nike. Las pocas palabras que dijo fueron guturales, bruscas, pensadas para ocultar cualquier acento. En realidad, no le había hecho falta decir nada. Dejó que el reluciente cuchillo que le había rajado la cara hablara por él.

Eso era algo en lo que Lucy había pensado mucho. Posteriormente se había concentrado en ese detalle, porque le revelaba algo de un modo extraño, y la había llevado a preguntarse si el objetivo del criminal no habría sido tanto violarla como desfigurarle la cara.

Se echó hacia atrás y golpeó la pared con la cabeza un par de veces, como si los discretos golpes pudiesen liberar alguna idea en su mente. A veces se preguntaba por qué había cambiado tanto su vida desde que la habían agredido en las escaleras de aquella residencia. ¿Cuánto tiempo había sido? ¿Tres minutos? ¿Cinco minutos de principio a fin, desde la primera sensación aterradora, cuando la había agarrado, hasta el sonido de sus pasos al alejarse?

Pero a partir de ese momento todo había cambiado.

Se tocó los bordes de la cicatriz con los dedos. Con el paso de los años habían retrocedido para casi fundirse con su cutis.

Se preguntó si volvería a amar alguna vez. Lo dudaba.

No era algo tan simple como odiar a todos los hombres por lo que había hecho uno. Ni de ser incapaz de ver las diferencias entre los hombres que había conocido y el que le había hecho daño. Más bien era como si su corazón se hubiera oscurecido y congelado. Sabía que su agresor había determinado su futuro y que cada vez que señalaba de modo acusador a algún encausado cetrino ante un tribunal estaba cobrándose una venganza. Pero dudaba que nunca fueran las suficientes.

Pensó entonces en Peter. Era muy parecido a ella. Eso la entristecía y la perturbaba, incapaz de valorar que ambos estaban heridos del mismo modo y que eso debería haberlos unido. Intentó imaginárselo en la sala de aislamiento. Era lo más parecido a una celda que había en el hospital y, en ciertos sentidos, era peor. Su único propósito era eliminar cualquier idea externa que pudiera inmiscuirse en el mundo del paciente. Paredes acolchadas de color gris. Una cama atornillada al suelo. Un colchón delgado y una manta raída. Sin almohada. Sin cordones de los zapatos. Sin cinturón. Un retrete con escasa agua para impedir que alguien intentara ahogarse. No sabía si le habían puesto una camisa de fuerza. Ése era el procedimiento, y sospechaba que el señor del Mal querría que se siguiera. Se preguntó cómo podía Peter mantenerse cuerdo, cuando casi todo lo que lo rodeaba estaba loco. Recordarse sin cesar que ése no era su sitio le exigiría una notable fuerza de voluntad.

Debía de resultar doloroso.

En ese sentido, eran incluso más parecidos aún.

Inspiró hondo y se dijo que debía dormir. Tenía que estar despejada por la mañana. Algo había impulsado a Francis a enfrentarse a aquel hombre fornido. No sabía qué, pero sospechaba que era importante. Sonrió. Francis estaba resultando más útil de lo que había imaginado.

Cerró los ojos y, al cubrir una oscuridad con otra, fue consciente de que oía un sonido extraño, conocido pero inquietante. Abrió los ojos. Eran pasos suaves en el pasillo enmoquetado. Notó que el corazón se le aceleraba. Pero unos pasos no eran algo inusual en la residencia de enfermeras en prácticas. Después de todo, había distintos turnos que cubrían las veinticuatro horas, y eso provocaba que las horas de sueño fueran irregulares.

Al escuchar, le pareció que los pasos se detenían frente a su puerta.

Se puso tensa y estiró el cuello hacia el tenue sonido.

Se dijo que estaba equivocada, y entonces le pareció que el pomo de la puerta giraba despacio.

Se volvió hacia la mesilla de noche y logró encender a tientas la lámpara haciendo mucho ruido. La luz inundó la habitación. Parpadeó un par de veces y bajó de la cama. Cruzó la habitación, pero golpeó una papelera de metal, que se deslizó con estrépito por el suelo. La puerta tenía un cerrojo y seguía cerrado. Con rapidez, se apoyó contra la hoja de madera maciza y puso la oreja en ella.

No oyó nada.

Esperó algún sonido. Algo que le indicase que había alguien fuera, que alguien huía, que estaba sola, que no lo estaba.

El silencio le resultaba tan terrible como el sonido que la había llevado hasta la puerta.

Esperó.

Dejó que los segundos pasaran, alerta.

Un minuto. Tal vez dos.

Oyó voces de personas que pasaban por debajo de la ventana abierta. Sonó una carcajada, y otra se le unió.

Volvió a concentrarse en la puerta. Descorrió el cerrojo y, con un movimiento repentino y rápido, la abrió.

El pasillo estaba vacío.

Salió y miró a derecha e izquierda.

Nada.

Inspiró hondo y dejó que su corazón se apaciguara. Sacudió la cabeza. Se dijo que había estado sola todo el rato, que estaba dejando que las cosas la afectaran. El hospital era un sitio de desconocidos, y estar rodeada de tanta conducta extraña y de tanta enfermedad mental la había puesto nerviosa. Pero si tenía algo que temer, más tenía que temer el hombre que buscaba. Esta bravuconada la tranquilizó.

Volvió a entrar en la habitación. Cerró la puerta con llave y, antes de regresar a la cama, apalancó la silla de madera contra el pomo. No como un obstáculo adicional, porque dudaba que funcionara, sino para que cayese al suelo si la puerta se abría. Tomó la papelera de metal y la colocó encima. Luego le añadió la maleta. El ruido de todo eso al caer al suelo bastaría para despertarla, por muy dormida que estuviera.