Tenía la mano acalambrada y dolorida, como mi existencia. Sujeté con fuerza el lápiz, como si fuera una especie de cuerda de salvamento que me amarraba a la cordura. O acaso a la locura. Cada vez me costaba más distinguirlas. Las palabras que había escrito en las paredes que me rodeaban temblaban, como las reverberaciones del calor sobre el asfalto de una carretera un mediodía de verano. A veces veía el hospital como un universo completo en sí mismo, en que todos éramos pequeños planetas mantenidos en su sitio por fuerzas gravitacionales invisibles, y que nos movíamos por el espacio trazando nuestra propia órbita, aunque interdependientes; relacionados unos con otros, aunque separados. Si se reúnen personas por cualquier motivo, en una cárcel, en un cuartel, en un partido de baloncesto, en una reunión del Lions Club, en un estreno de Hollywood, en un mitin sindical o en una sesión del consejo escolar, hay un objetivo común, un vínculo compartido. Pero eso no era tan cierto para nosotros, porque el único lazo real que nos unía era un singular deseo de ser distintos a lo que éramos, y para muchos de nosotros ése era un sueño que parecía inalcanzable. Y supongo que para los que el hospital se había tragado hacía años, ni siquiera era una preferencia. A muchos de nosotros nos asustaba el mundo exterior y los misterios que contenía, tanto que estábamos dispuestos a correr el riesgo de cualquier peligro que acechara entre las paredes del hospital. Todos éramos islas, con nuestras propias historias, juntas en un sitio que se volvía con rapidez cada vez más inseguro.
Negro Grande me dijo una vez, mientras estábamos tranquilamente en un pasillo durante uno de los muchos momentos en que no había nada que hacer salvo esperar a que pasara algo, aunque rara vez pasaba, que los hijos adolescentes de las personas que trabajaban en el hospital y vivían en sus terrenos tenían un método para sus citas del sábado por la noche: bajaban a pie al campus de la universidad cercana para que los recogieran o los dejaran. Y cuando les preguntaban, decían que sus padres trabajaban ahí, pero señalaban la universidad, no colina arriba, donde todos pasábamos nuestros días y nuestras noches. Nuestra locura era su estigma. Era como si temieran contagiarse de nuestras enfermedades. Eso me parecía razonable. ¿Quién querría ser como nosotros? ¿Quién querría estar asociado con nuestro mundo?
La respuesta a eso era escalofriante: una persona.
El ángel.
Inspiré hondo y, exhalé, dejando que el aire me silbara entre los dientes. No me había permitido pensar en él desde hacía años. Miré lo que había escrito y comprendí que no podría contar todas esas historias sin explicar también la suya, y eso me puso muy nervioso. Un viejo desasosiego y un antiguo temor se apoderaron de mí.
Y entonces él entró en la habitación.
No como un vecino o un amigo, ni siquiera como un convidado de piedra, sino como un fantasma. No se abrió la puerta, no se ofreció ningún asiento, no hubo presentaciones. Pero, aun así, estaba ahí. Me volví, primero a un lado y después a otro, para intentar distinguirlo del aire que me rodeaba, pero no pude. Era del color del viento. Unas voces que no había oído en muchos meses, voces que se habían acallado en mi interior, empezaron de pronto a gritar advertencias que me resonaban en la cabeza. Pero era como si su mensaje estuviera en un idioma extranjero; ya no sabía cómo escuchar. Tuve la sensación horrible de que algo inaprensible pero crucial se había descompuesto de repente, y que el peligro estaba muy cerca. Tan cerca que podía notar su aliento en la nuca.
Se produjo un silencio momentáneo en el despacho. El sonido de un teclado llegó de repente a través de la puerta cerrada. En algún sitio del edificio de administración, un paciente angustiado soltó un alarido largo y lastimero, pero se desvaneció como el ladrido de un perro lejano. Peter el Bombero se situó en el borde de la silla, del mismo modo que un niño ansioso que sabe la respuesta a una pregunta del profesor.
—Correcto —asintió Lucy Jones en voz baja.
Esas palabras sólo parecieron infundir vigor al silencio.
Siendo un hombre con formación psiquiátrica, Gulptilil poseía sagacidad política, quizás incluso más allá de su actividad profesional. Dedicó un momento a valorar el aspecto del extraño grupo reunido en su despacho.
Como muchos médicos de la psique, tenía una habilidad asombrosa para examinar el momento con distanciamiento emocional, casi como si estuviera en una torre de vigilancia observando un patio. A su lado vio a una mujer joven con una sólida convicción y unas prioridades muy distintas a las suyas. Tenía unas cicatrices que parecían refulgir de acaloramiento. Frente a él vio al paciente que estaba mucho menos loco que los demás y, no obstante, más condenado, con la posible excepción del hombre que la joven buscaba con tanto ahínco, si realmente existía, cosa que el doctor Gulptilil dudaba. También observó a Francis, y pensó que era probable que se viera arrastrado por la fuerza de los otros dos, lo que no le parecía necesariamente positivo.
Gulptilil se aclaró la garganta y se revolvió en el asiento. Podía detectar los posibles problemas que debería afrontar. Los problemas poseían una cualidad explosiva a la que él dedicaba gran parte de su tiempo y energía a combatir. No era que disfrutara especialmente de su trabajo de director psiquiátrico del hospital, pero procedía de una tradición de deber, unida a un compromiso casi religioso con el trabajo constante, y trabajar para el Estado reunía muchas virtudes que él consideraba primordiales, como una paga semanal regular y las prestaciones que la acompañaban, y carecía del riesgo que suponía abrir su propia consulta y esperar que una cantidad suficiente de neuróticos locales empezaran a pedirle hora.
Su mirada recayó en la fotografía situada en una esquina de la mesa. Era un retrato de estudio de su mujer y sus dos hijos, un niño en edad escolar y una chica que acababa de cumplir los catorce. Tomada hacía menos de un año, mostraba el cabello de su hija cayendo en grandes ondas negras sobre los hombros hasta llegarle a la cintura. Se trataba de un signo tradicional de belleza para su gente, por muy lejos que viviera de su país natal. Cuando era pequeña, a menudo se sentaba para que su madre le pasara el cepillo por la reluciente cabellera negra. Esos momentos habían desaparecido. Una semana atrás, en un arranque de rebelión, su hija fue a escondidas a la peluquería y se cortó el pelo a lo paje, con lo que desafiaba a la vez la tradición familiar y el estilo predominante ese año. Su mujer había llorado sin parar dos días, y él se había visto obligado a soltarle un severo sermón, ignorado en su mayor parte, e imponerle un castigo que consistió en prohibirle todas las actividades extraescolares durante dos meses y en limitarle el uso del teléfono, lo que provocó un airado estallido de lágrimas y un juramento que le sorprendió que conociera. Sobresaltado, se percató de que las cuatro víctimas de las fotografías que Lucy Jones le había enseñado llevaban el pelo corto. A lo paje. Y que eran muy delgadas, casi como si asumieran su feminidad de mala gana. Su hija era así, llena de ángulos y líneas huesudas, mientras que las curvas sólo se insinuaban. Apretó los labios al considerar ese detalle. También sabía que su hija se oponía a sus intentos de limitarle los movimientos por los terrenos del hospital. Eso le llevó a morderse el labio inferior. El miedo, se reprendió al punto, no era cosa de los psiquiatras sino de los pacientes. El miedo era irracional y se instalaba como un parásito en lo desconocido. Su profesión se basaba en el conocimiento y en el estudio, y en su aplicación constante a toda clase de situaciones. Intentó tranquilizarse, pero le costó lo suyo.
—Señorita Jones —dijo al cabo—, ¿qué propone exactamente?
Lucy inspiró hondo antes de contestar, de modo que pudo ordenar sus pensamientos con la rapidez de una ametralladora.
—Lo que propongo es descubrir al hombre que creo ha cometido estos crímenes. Se trata de asesinatos en tres jurisdicciones distintas del este del Estado, seguidos del que tuvo lugar aquí. Creo que el asesino sigue libre, a pesar de la detención que se efectuó. Lo que necesitaré, para demostrarlo, es acceso a los expedientes de sus pacientes y libertad para efectuar interrogatorios. Además —prosiguió, y fue entonces cuando la primera duda le asomó a la voz—, necesitaré que alguien intente descubrirlo desde dentro. —Dirigió la mirada a Francis—. Porque creo que ha previsto mi llegada. Y también creo que su conducta, cuando sepa que estoy tras su rastro, cambiará. Necesitaré a alguien que pueda detectar eso.
—¿A qué se refiere con que la ha previsto? —quiso saber Tomapastillas.
—Creo que la persona que mató a la joven enfermera lo hizo de ese modo porque sabía dos cosas: que podrían culpar con facilidad a otra persona, en este caso ese tal Larguirucho, y que, aun así, alguien como yo vendría a buscarlo.
—¿Perdón?
—Tenía que saber que quienes investigamos sus crímenes vendríamos aquí.
Esta revelación provocó otro breve silencio en la habitación.
Lucy fijó los ojos en Francis y Peter para examinarlos con una mirada distante. Pensó que podría haber encontrado ayudantes mucho peores, aunque le preocupaba la volatilidad de uno y la fragilidad del otro. También miró a los hermanos Moses, apostados al otro lado de la habitación. Supuso que también podría incorporarlos a su plan, aunque no estaba segura de poder controlarlos tan bien como a los pacientes.
Gulptilil meneó la cabeza y habló.
—Creo que atribuye a este individuo, del que todavía no estoy seguro de su existencia, una sofisticación criminal que supera lo que razonablemente cabría esperar. Si quieres cometer un crimen que quede impune, ¿por qué invitas a alguien a buscarte? Con eso sólo aumentas las posibilidades de ser capturado.
—Porque para él matar es sólo una pequeña parte de la aventura. Por lo menos, eso creo yo. —No añadió nada más porque no quería que le preguntaran sobre los demás elementos de lo que había llamado la aventura.
Francis fue consciente de que se había producido un momento de cierta profundidad. Notaba unas fuertes vibraciones en la habitación y, por un instante, tuvo la sensación de que le tiraban al agua donde no hacía pie. Movió los pies sin darse cuenta, como un nadador entre las olas buscando el fondo.
Sabía que Tomapastillas deseaba la presencia de la fiscal tanto como la del asesino. Por muy locos que estuvieran todos, el hospital seguía siendo una burocracia, y dependía de chupatintas de la administración estatal. Nadie que deba su medio de vida a la chirriante maquinaria oficial desea algo que, de un modo u otro, acabará agitando el avispero. Francis vio cómo el médico se removía en su silla mientras intentaba imaginarse lo que podía convertirse en un espinoso matorral político. Si Lucy Jones tenía razón y Gulptilil le negaba el acceso a las historias clínicas, se expondría a todo tipo de desastres en caso de que el asesino volviese a matar y llegase a oídos de la prensa.
Francis sonrió. Le alegraba no estar en la piel del director. Mientras Gulptilil consideraba la difícil encrucijada en que se encontraba, Francis miró a Peter el Bombero. Parecía nervioso, electrizado, como si lo hubieran enchufado a algo. Habló con absoluta convicción:
—Doctor Gulptilil, si hace lo que sugiere la señorita Jones y ella consigue atrapar al asesino, será usted quien se lleve prácticamente todo el mérito. Si ella y quienes la ayudemos fracasamos, la responsabilidad será de la fiscal. Recaerá en sus hombros y en los de los chiflados que intentaron ayudarla.
Tras valorar esas palabras, el médico asintió.
—Puede que así sea, Peter. —Tosió un par de veces mientras hablaba—. Quizá no sea del todo justo, pero creo que tienes razón. —Echó un vistazo a los reunidos—. Esto es lo que voy a permitir —dijo por fin—. Señorita Jones, tendrá acceso a las historias que necesite, siempre que se respete la confidencialidad de los pacientes. También podrá interrogar a las personas que considere sospechas. Yo mismo, o el señor Evans, estaremos presentes en los interrogatorios. Es cuestión de justicia. Los pacientes, incluso aquellos sospechosos de cometer delitos, tienen sus derechos. Y si alguno de ellos pone objeciones a que usted le interrogue, no le obligaré. O, a la inversa, le aconsejaré la presencia de un abogado. Cualquier decisión médica que pueda plantearse a raíz de esas conversaciones deberá proceder del personal competente. ¿Le parece bien?
—Por supuesto, doctor —respondió Lucy, un poco deprisa.
—Y le suplico que proceda con rapidez —añadió el médico—. Aunque muchos pacientes, de hecho la mayoría, son crónicos, con pocas probabilidades de abandonar el hospital sin años de atención, una parte considerable de los demás llega a estabilizarse, se medica y se le autoriza a volver a su casa con su familia. No sé en cuál de estas categorías se encuentra su sospechoso, aunque tengo mis sospechas.
De nuevo, Lucy asintió.
—Dicho de otro modo —dijo el médico—, no hay forma de saber si seguirá aquí ahora que ha llegado usted. Pero no voy a impedir que se dé de alta a pacientes cualificados para ello sólo porque usted esté buscando a su hombre. ¿Lo comprende? Las decisiones diarias del centro no se verán afectadas.
Lucy asintió otra vez.
—Y en cuanto a contar con la ayuda de otros pacientes en sus… indagaciones —dijo tras dirigir una ceñuda mirada a Peter y Francis—. Bueno, no puedo aprobarlo de modo oficial, incluso aunque le viese alguna utilidad. Pero puede hacer lo que quiera, informalmente, por supuesto. No se lo impediré. Sin embargo, no puedo conceder a estos pacientes ningún estatus especial ni ninguna autoridad, ¿comprende? Tampoco pueden alterar su tratamiento de ningún modo. —Miró al Bombero, hizo una pausa, y observó a Francis—. Estos dos señores tienen diferentes estatus como pacientes —explicó—. Y las circunstancias que los trajeron aquí y los parámetros de su estancia también son distintos. Eso podría provocarle algunos problemas, si espera contar con su ayuda.
Lucy hizo un gesto con la mano, como para preceder a un comentario, pero se detuvo. Cuando por fin habló, lo hizo con una solemnidad que pareció cerrar el acuerdo.
—Por supuesto. Lo comprendo totalmente.
Se produjo entonces otro breve silencio, antes de que Lucy Jones prosiguiera.
—Huelga decir que el motivo de mi presencia aquí, y lo que espero conseguir y cómo, han de ser confidenciales.
—Desde luego. ¿Cree que me gustaría anunciar que un asesino anda suelto por el hospital? —replicó Gulptilil—. Eso provocaría el pánico y, en algunos casos, podría frustrar años de tratamiento. Debe llevar su investigación con la mayor discreción, aunque me temo que habrá rumores y especulaciones. Su sola presencia los suscitará. Hacer preguntas generará incertidumbre. Es inevitable. Además, parte del personal tendrá que estar informado, en mayor o menor medida. Me temo que también eso es inevitable, y no sé cómo pueda afectar a sus indagaciones. Aun así, le deseo suerte. Y pondré también a su disposición una de las salas de terapia, cercana al escenario del crimen, para que efectúe los interrogatorios que considere necesarios. Sólo tiene que avisarnos al señor Evans o a mí desde el puesto de enfermería antes de interrogar a nadie. ¿Le parece bien?
—Sí —asintió Lucy—. Gracias, doctor. Comprendo su preocupación y me esforzaré por ser discreta. —Hizo una pausa porque sabía que no pasaría demasiado tiempo antes de que todo el hospital, o por lo menos aquellos que mantuvieran cierto contacto con la realidad, supiera por qué estaba ahí. Y eso imprimía más urgencia a su trabajo—. Aunque sólo sea por comodidad —añadió—, considero necesario instalarme en el hospital durante mis investigaciones.
El médico lo consideró un momento y esbozó una fugaz sonrisita desagradable. Francis tuvo la impresión de que sólo él la había visto.
—Claro —respondió—. Hay una habitación libre en la residencia de enfermeras en prácticas.
Francis se dio cuenta de que no era necesario que el médico mencionara quién había sido su anterior ocupante.
Noticiero estaba en el pasillo del edificio Amherst cuando regresaron. Sonrió al verlos.
—Nuevo acuerdo sindical del profesorado de Holyoke —anunció—. Springfield Union-News, página B-l. Hola, Pajarillo, ¿qué estás haciendo? Los Sox jugarán contra los Yankees con dudas sobre el lanzador, Boston Globe, página D-l. ¿Vas a ver al señor del Mal? Te estaba buscando y no parecía muy contento. ¿Quién es tu amiga? Es muy bonita y me gustaría conocerla.
Noticiero saludó con la mano y dirigió una sonrisa tímida a Lucy. A continuación, abrió el periódico que llevaba bajo el brazo y se marchó por el pasillo haciendo eses, con los ojos puestos en las palabras impresas, concentrado en memorizarlas. Pasó junto a un par de hombres, uno anciano y otro de mediana edad, vestidos con pijamas holgados del hospital, que no parecían haberse peinado en la última década. Ambos ocupaban la parte central del pasillo, a poca distancia entre sí, y hablaban en voz baja. Daba la impresión de que conversaban, hasta que se les miraba a los ojos y se veía que cada uno de ellos hablaba solo, ajeno a la presencia del otro. Francis pensó que las personas como ellos formaban parte del hospital tanto como los muebles, las paredes o las puertas. A Cleo le gustaba llamar catos a los catatónicos, palabra que, para Francis, era tan buena como cualquier otra. Vio a una mujer avanzar con brío por el pasillo y detenerse de golpe. Reiniciaba la marcha. Paraba. Caminaba. Paraba. Luego reía y seguía su camino arrastrando una larga bata rosa.
—No es precisamente un mundo perfecto —oyó decir a Peter.
Lucy tenía los ojos algo desorbitados.
—¿Sabe algo sobre la locura? —preguntó Peter.
La fiscal negó con la cabeza.
—¿No hay ninguna tía Martha o tío Fred locos en su familia? ¿Ningún extraño primo Timmy al que le guste torturar animalitos? ¿Vecinos, tal vez, que hablen solos o que crean que el presidente es un extraterrestre?
Las preguntas de Peter parecieron relajar a Lucy, que sacudió la cabeza.
—Debo de tener suerte —comentó.
—Bueno, Pajarillo puede enseñarle todo lo que necesite saber sobre estar loco —respondió Peter con una risita—. Es un experto, ¿no es así, Pajarillo?
Francis no supo qué decir, así que se limitó a asentir. Observó cómo algunas emociones encontradas cruzaban el semblante de la fiscal, y pensó que una cosa era meterse en un sitio como el Hospital Estatal Western con ideas, suposiciones y sospechas, y otra muy distinta obrar conforme a ellas. Tenía el aspecto de alguien que examina un objeto raro con una mezcla de duda y confianza.
—Bueno —prosiguió Peter—, ¿por dónde empezamos, señorita Jones?
—Por aquí mismo. Por el escenario del crimen. Necesito familiarizarme con el sitio donde se produjo el asesinato. Y después necesito familiarizarme con el hospital en su conjunto.
—¿Una visita guiada? —propuso Francis.
—Dos visitas guiadas —corrigió Peter—. Una para inspeccionar todo esto. —Señaló el edificio—. Y una segunda para examinar esto. —Se dio unos golpecitos en la sien.
Negro Chico y su hermano los habían acompañado de vuelta a Amherst desde el edificio de administración, pero los habían dejado solos para hablar en el puesto de enfermería. Negro Grande había entrado después en una de las salas de tratamiento adyacentes. Negro Chico se acercó sonriendo.
—Esta situación es de lo más inusual —comentó afablemente. Lucy no contestó y Francis procuró descifrar en la expresión del auxiliar qué pensaba realmente sobre lo que estaba pasando—. Mi hermano ha ido a prepararle su nuevo despacho, señorita Jones. Y yo he informado debidamente a las enfermeras de guardia de que va a estar aquí un par de días como mínimo. Una de ellas le enseñará dónde está su habitación. Y supongo que en este momento el señor Evans debe de estar manteniendo una larga, aunque desagradable, conversación con el director médico, y que muy pronto también querrá hablar con usted.
—¿El señor Evans es el psicólogo encargado?
—De esta unidad. Sí, señorita.
—¿Y cree que no le gustará mi presencia aquí? —Lo dijo con una sonrisita irónica.
—No exactamente, señorita. Tiene que entender algo sobre cómo funcionan aquí las cosas.
—¿Qué?
—Bueno, Peter y Pajarillo pueden ponerla al corriente tan bien como yo, pero, en resumen, el objetivo del hospital es hacer que las cosas vayan como una seda. Las cosas que son diferentes, que se salen de lo corriente, bueno, alteran a la gente.
—¿A los pacientes?
—Claro. Y si los pacientes se alteran, el personal se altera. Y si el personal se altera, los administradores se alteran. ¿Comprende? A la gente le gusta que las cosas vayan como una seda. A todo el mundo. A los locos, a los ancianos, a los jóvenes, a los cuerdos. Y no creo que usted vaya a propiciar que las cosas vayan como una seda, señorita Jones. Supongo que usted va a provocar justo lo contrario.
Negro Chico había hablado esbozando una ancha sonrisa, como si todo eso le resultara divertido. Lucy lo observó, se encogió de hombros y le preguntó:
—¿Y usted y su corpulento hermano? ¿Qué opinan?
—Que él sea corpulento y yo menudo no significa que no tengamos las mismas grandes ideas —dijo, y soltó una carcajada—. No, señorita. Lo que piensas no tiene nada que ver con tu aspecto. —Señaló los grupos de pacientes que recorrían el pasillo, como buscando corroborar sus palabras. A continuación, inspiró hondo y observó a la fiscal. Luego, bajando la voz, añadió—: Puede que ambos creamos que aquí pasó algo malo, y que eso no nos guste, porque, de ser así, en cierto sentido, nosotros tenemos la culpa. Y eso no nos gusta nada, en absoluto, señorita Jones. Así que, si se hiere alguna susceptibilidad, no nos parece que sea algo tan grave.
—Gracias —dijo Lucy.
—No me dé las gracias todavía —replicó Negro Chico—. Recuerde que cuando todo acabe, mi hermano, las enfermeras, los médicos, la mayoría de los pacientes, aunque no todos, y yo mismo seguiremos aquí, mientras que usted no. De modo que no dé todavía las gracias a nadie. Y todo depende de quién sea la susceptibilidad que se hiera, ya me entiende.
—Le he entendido —asintió Lucy. Alzó la mirada y añadió—: Y supongo que ése es el señor Evans.
Francis se volvió y vio al señor del Mal avanzando con rapidez en su dirección. Su lenguaje corporal expresaba una actitud de bienvenida y exhibía una ancha sonrisa. Francis no se fio ni un instante.
—Señorita Jones —dijo Evans con rapidez—, permítame que me presente. —Le dio un mecánico apretón de manos.
—¿Le ha informado el doctor Gulptilil del motivo de mi presencia? —quiso saber Lucy.
—Me dijo que usted sospecha que tal vez se detuvo a la persona equivocada en el caso de la joven enfermera, sospecha a la que no le veo demasiado fundamento. Pero el hecho es que está aquí. Según me dijo el director, se trata de una investigación ya en curso.
Lucy observó al psicólogo, consciente de que su respuesta no contenía toda la verdad pero que, a grandes rasgos, era exacta.
—¿Puedo contar con su ayuda, pues? —preguntó.
—Por supuesto.
—Gracias —dijo Lucy.
—De hecho, ¿quizá le gustaría empezar con una valoración de las historias clínicas de los pacientes del edificio Amherst? Podríamos empezar ahora mismo. Disponemos de tiempo antes de la cena y las actividades nocturnas.
—Primero me gustaría una visita guiada —repuso la fiscal.
—Pues adelante. Vamos allá.
—Esperaba que estos pacientes me acompañaran.
—No creo que sea una buena idea. —El señor del Mal sacudió la cabeza.
Lucy no dijo nada.
—Bueno —prosiguió el psicólogo—, por desgracia, Peter y Francis están actualmente limitados a esta planta. Y el acceso al exterior de todos los pacientes, con independencia de su estatus, está restringido hasta que la ansiedad que ha provocado el crimen y la posterior detención de Larguirucho se haya disipado. Y su presencia en la unidad… bueno, detesto decirlo, pero prolonga la minicrisis que estamos viviendo. De modo que en el futuro inmediato, adoptaremos las medidas de máxima seguridad. Un poco como pasaría en una cárcel, señorita Jones, pero en versión hospitalaria. Se ha restringido el movimiento alrededor del hospital. Hasta que tengamos de nuevo a los pacientes estabilizados por completo.
Lucy se pensó su réplica.
—Bueno —dijo por fin—, sin duda pueden enseñarme el escenario del crimen y esta planta, e informarme de lo que vieron e hicieron, como a la policía. Eso no iría contra las normas, ¿verdad? Y luego, tal vez usted, o uno de los hermanos Moses, pueda acompañarme por el resto del edificio y las demás unidades.
—Muy bien —respondió el señor del Mal—. Una visita guiada corta, seguida de otra más larga. Lo dispondré todo.
—Repasemos otra vez lo que pasó esa noche —dijo Lucy a Peter y Francis.
—Pajarillo —dijo Peter plantándose delante del señor del Mal—, adelante.
El escenario del crimen había sido limpiado a conciencia y, cuando Lucy abrió la puerta, se apreció el olor a desinfectante recién aplicado. A Francis ya no le pareció que contuviera nada de la maldad que recordaba. Era como si un sitio infernal hubiera vuelto a la normalidad, de repente totalmente benigno. Los líquidos limpiadores, las fregonas, los cubos, las bombillas de recambio, las escobas, las sábanas dobladas y la manguera enrollada estaban muy bien ordenados en los estantes. La lámpara del techo hacía brillar el suelo, que no contenía la menor señal de la sangre de Rubita. A Francis lo desconcertó un poco el aspecto limpio y rutinario que ofrecía todo, y pensó que devolver el trastero a su condición de trastero era casi tan espantoso como el acto que había ocurrido en él. Echó un vistazo alrededor y comprobó que era imposible saber que algo terrible había ocurrido hacía poco en ese reducido espacio.
Lucy se agachó y recorrió con el dedo el sitio donde había yacido el cadáver, como si el tacto del frío linóleo pudiera conectar de algún modo con la vida que se había perdido allí.
—Así que murió aquí —comentó mirando a Peter.
Este se agachó a su lado y respondió con voz baja y confidencial.
—Sí. Pero creo que ya estaba inconsciente.
—¿Por qué?
—Porque todo lo que rodeaba al cadáver no parecía indicar que aquí hubiera tenido lugar una pelea. Creo que desparramaron los líquidos limpiadores para contaminar el escenario del crimen, para que la gente creyera que había pasado algo distinto.
—¿Por qué iba a empaparla de líquido limpiador?
—Para contaminar las pruebas que pudiera haber dejado.
—Tiene sentido —asintió Lucy.
Peter se frotó el mentón con la mano, se levantó y sacudió la cabeza.
—En los demás casos que investiga —dijo— ¿cómo era el escenario del crimen?
—Buena pregunta —comentó Lucy con una sonrisa forzada—. Lluvia torrencial —explicó—. Aparato eléctrico. Cada asesinato se produjo a cielo descubierto durante una tormenta. Los crímenes se cometieron en un sitio y después el cadáver fue trasladado a un lugar oculto, pero a la intemperie. Muy difícil para la policía científica. El mal tiempo contaminó casi todas las pruebas físicas. O eso me han dicho.
Peter echó un vistazo al trastero y salió.
—Aquí creó su propia lluvia.
Lucy lo siguió. Dirigió la mirada hacia el puesto de enfermería.
—De modo que si hubo una pelea…
—Tuvo lugar ahí.
—Pero ¿y el ruido? —objetó Lucy tras volver la cabeza a uno y otro lado.
Francis había guardado silencio hasta ese momento, Peter lo interpeló.
—Explícaselo tú, Pajarillo —pidió.
Francis se ruborizó al verse de repente en un apuro, y lo primero que pensó fue que no tenía ni idea. Así que abrió la boca para decirlo, pero se detuvo. Pensó en la pregunta un instante, dedujo una respuesta y habló.
—Dos cosas, señorita Jones. La primera, todas las paredes están insonorizadas y todas las puertas son de acero, así que es difícil que el sonido pueda traspasarlas. Aquí, en el hospital, hay mucho ruido, pero suele ser apagado. Y más importante, ¿de qué serviría gritar pidiendo ayuda? —En su cabeza, oía un estruendo provocado por sus voces interiores, que le gritaban: ¡Díselo! ¡Cuéntale cómo es!—. La gente chilla sin cesar —prosiguió—. Tiene pesadillas. Tiene miedos. Ve cosas u oye cosas, o se limita a sentir cosas. Supongo que aquí todo el mundo está acostumbrado a los ruidos surgidos del nerviosismo. Así que si alguien gritara «¡Socorro!»… —hizo una pausa— no sería distinto a las veces en que alguien chilla algo parecido. Si gritara «¡Asesino!» o se limitara a chillar, no sería nada del otro mundo. Y nadie acude nunca, señorita Jones. Da igual el miedo que tengas y lo difícil que sea. Aquí, tus pesadillas son cosa tuya.
La fiscal lo observó y supo que el chico hablaba por experiencia. Le sonrió y vio que él se frotaba las manos, algo nervioso pero con ganas de ayudar. Pensó que en aquel hospital debía de haber toda clase de miedos. Se preguntó si los llegaría a conocer todos.
—Pareces tener una vena poética, Francis —dijo—. Aun así, debe de ser difícil.
Las voces, que habían permanecido tan calladas los últimos días, habían elevado el volumen hasta convertirse en un griterío que resonaba en la cabeza de Francis.
—Iría bien —comentó para acallarlas—, señorita Jones, que comprendiera que, aunque estamos juntos, estamos realmente solos. Más solos que en ningún otro sitio, supongo. —Lo que de verdad quería decir era más solos que en ningún otro sitio del mundo.
Lucy lo miró con atención y pensó que en el mundo exterior, cuando alguien pide ayuda, la persona que oye esa petición tiene el deber moral de actuar. Pero en aquel hospital todo el mundo gritaba todo el tiempo, todo el mundo necesitaba ayuda todo el tiempo, y sin embargo ignoran estas llamadas, por muy desesperadas y sentidas que fueran, formaba parte de la rutina diaria del hospital.
Se sobrepuso un poco a la claustrofobia que la invadió en ese instante. Se volvió hacia Peter, que tenía los brazos cruzados y una sonrisa en los labios.
—Creo que debería ver la habitación donde dormíamos cuando pasó todo esto —sugirió el Bombero, y la guió por el pasillo, deteniéndose sólo para señalarle los sitios donde se había encharcado la sangre—. La policía supuso que las manchas de sangre eran el rastro que había dejado Larguirucho —explicó en voz baja—. Pero eran un caos, porque el idiota del guardia de seguridad las había pisado. Hasta resbaló en una y la extendió por todas partes.
—¿Qué supuso usted? —preguntó Lucy.
—Que eran un rastro, desde luego. Pero que conducía a él. No que lo hubiera dejado él.
—Tenía sangre en el pijama.
—El ángel lo había abrazado.
—¿El ángel?
—Así es como lo llamó. El ángel que se acercó a su cama y le dijo que la encarnación del mal había sido destruida.
—¿Cree que…?
—Lo que creo está bastante claro, señorita Jones.
La fiscal estuvo de acuerdo. Observó la seguridad con que Peter la conducía por el pasillo.
Peter abrió la puerta del dormitorio y entraron. Francis señaló dónde estaba su cama, lo mismo que el Bombero. También le enseñaron la cama de Larguirucho, a la que le habían quitado todo, incluido el colchón, de modo que sólo quedaba el bastidor y el somier. También se habían llevado el arcón donde guardaba sus pocas ropas y objetos personales, de modo que el modesto espacio de Larguirucho en el dormitorio parecía un mero armazón. Francis vio cómo Lucy observaba las distancias, medía el espacio entre las camas, la ruta hacia la puerta, la puerta que daba al lavabo contiguo. Por un momento, le dio un poco de vergüenza mostrarle dónde vivían. En ese instante fue muy consciente de la poca intimidad que tenían y cuánta humanidad les habían arrebatado en esa abarrotada habitación, y se sintió bastante molesto al contemplar cómo la fiscal examinaba la habitación.
Como siempre, varios hombres yacían en la cama mirando el techo. Uno mascullaba entre dientes, discutiendo consigo mismo. Otro se volvió para mirar a Lucy. Otros la ignoraron, perdidos en sus pensamientos. Pero Francis vio que Napoleón se levantaba y se dirigía hacia ellos presuroso.
Se acercó a Lucy y, con una especie de floritura imperfecta, le hizo una reverencia.
—Tenemos muy pocas visitas del mundo exterior —afirmó—. Sobre todo, tan bonitas. Bienvenida.
—Gracias —contestó Lucy.
—¿La están poniendo bien al corriente estos dos señores?
—Sí. Hasta ahora han sido muy amables.
—Bueno —dijo Napoleón, que pareció algo decepcionado—. Eso está bien. Pero si necesita cualquier cosa, por favor, no dude en pedírmela. —Se palpó el atuendo hospitalario un momento—. No sé dónde he puesto las tarjetas de visita. ¿Es usted estudiante de historia?
—No exactamente —respondió Lucy encogiéndose de hombros—. Aunque seguí algunos cursos de historia europea en la universidad.
—¿Y dónde fue eso? —Napoleón arqueó las cejas.
—En Stanford.
—Entonces debería comprenderlo —repuso Napoleón y agitó un brazo con el otro pegado a un costado—. Hay grandes fuerzas en juego. El mundo está en equilibrio. Los momentos se paralizan en el tiempo ante las inmensas convulsiones sísmicas que sacuden la humanidad. La historia contiene el aliento; los dioses se enfrentan en el campo. Vivimos una época de cambios. Me estremezco al pensar en su importancia.
—Cada uno de nosotros hace lo que puede —dijo Lucy.
—Por supuesto —corroboró Napoleón—. Hacemos lo que se nos pide. Todos intervenimos en el gran escenario de la historia. Un hombrecillo puede convertirse en un gran hombre. El momento secundario se vislumbra importante. La pequeña decisión puede afectar a las grandes corrientes de la época. ¿Caerá la noche? —susurró, inclinándose hacia ella—. ¿O llegarán a tiempo los prusianos para rescatar al Duque de Hierro?
—Creo que Blücher llega a tiempo —respondió Lucy.
—Sí —dijo Napoleón, y casi guiñó un ojo—. En Waterloo fue así. Pero ¿y hoy?
Sonrió de modo enigmático, saludó con la mano a Peter y Francis y se alejó.
Peter enderezó los hombros, a modo de alivio, con su habitual sonrisa irónica en los labios.
—Seguro que el señor del Mal lo ha oído todo y que esta noche Nappy recibirá más medicación de lo normal —susurró a Francis, aunque lo bastante alto para que Lucy lo oyera, y el joven reparó en que Evans los había seguido hasta el dormitorio.
—Parece bastante simpático —comentó Lucy—. Así como inofensivo.
—Su valoración es correcta, señorita Jones —intervino el señor del Mal dando un paso adelante—. Así es la mayoría de los pacientes del hospital. Sólo se lastiman a sí mismos. El problema para el personal es saber cuál puede ser violento. Cuál tiene esa capacidad latente en su interior. A veces, es lo que buscamos.
—También es el motivo por el cual yo me encuentro aquí —contestó Lucy.
—Por supuesto —dijo Evans, y miró a Peter y Francis—, en algunos casos ya tenemos la respuesta.
Los dos pacientes se miraron entre sí, como hacían siempre. El señor del Mal alargó la mano y tomó con suavidad el brazo de Lucy Jones, un gesto de galantería que, dadas las circunstancias, parecía significar algo muy distinto.
—Por favor, señorita Jones —pidió—, permítame que la acompañe por el resto del hospital, aunque es muy parecido a lo que ve aquí. Por la tarde hay programadas sesiones en grupo y actividades, además de la cena, y mucho que hacer.
Por un instante pareció que Lucy iba a rehusar, pero finalmente contestó:
—Eso estaría bien. —Antes de salir, se volvió hacia Francis y Peter para decir—: Me gustaría hacerles más preguntas después. O quizá mañana por la mañana. ¿Les parece bien?
Ambos asintieron con la cabeza.
—No estoy seguro de que este par pueda ayudarla demasiado —soltó Evans meneando la cabeza.
—Puede que sí y puede que no —contestó Lucy—. Eso está por ver. Pero hay algo seguro, señor Evans.
—¿Qué?
—En este momento, son las únicas personas de las que no sospecho.
A Francis le costó dormirse esa noche. Los ronquidos y gimoteos habituales que constituían los acordes nocturnos del dormitorio lo ponían nervioso. O, por lo menos, eso pensaba hasta que se tumbó en la cama con los ojos puestos en el techo y se dio cuenta de que no era lo corriente de la noche lo que lo perturbaba, sino lo que había ocurrido durante el día. Sus voces interiores estaban tranquilas pero llenas de preguntas, y no sabía si sería capaz de cumplir con su cometido. Nunca se había considerado la clase de persona que observa detalles, que capta el significado de palabras y acciones, como hacía Peter y también Lucy Jones. Tenía la impresión de que ambos controlaban sus ideas, algo a lo que él sólo podía aspirar. Sus pensamientos eran incoherentes y, como una ardilla, cambiaban sin cesar de dirección, salían disparados en un sentido o en otro, iban primero hacia un lado y después hacia otro, impulsados por fuerzas interiores que no acababa de comprender.
Suspiró y se volvió. Entonces vio que no era el único que estaba despierto. A unos metros de distancia, el Bombero estaba sentado en la cama, con la espalda apoyada contra la pared y las rodillas dobladas para rodearlas con los brazos, mirando al frente. Francis vio que tenía la mirada puesta en las ventanas, más allá de los barrotes y del cristal blanquecino, para contemplar los tenues rayos de la luna y la penumbra de la noche. Quiso decir algo, pero se contuvo, porque imaginó que lo que impedía a Peter dormir esa noche era alguna corriente demasiado poderosa para interrumpirla.