16

El Portal

Aquél era su gran momento, el que estaba predestinado a vivir desde que naciera. Por él había soportado el dolor, las humillaciones, la angustia; para poder saborearlo, había estudiado, luchado, y matado. Era su fin último, el que justificaba todos los medios.

No se precipitó, dejó que el poder se enseñorease de su espíritu, de sus órganos, que le cercase y elevase. Ningún sonido, ningún objeto, nada en el mundo existía salvo el Portal y la magia.

Sin embargo, aunque estaba exultante, no descuidó su tarea. Sus ojos examinaron el acceso, todos sus detalles por insignificantes que fueran. No era necesaria tanta concentración, lo había visto un millar de veces en sueños y en sus largos períodos de duermevela. Además, los sortilegios que habían de abrirlo eran sencillos. Lo único que debía hacer era propiciar mediante la frase correcta a cada uno de los cinco dragones que lo custodiaban, elaborar un orden adecuado. En cuanto pronunciase sus hechizos y la sacerdotisa suplicase a Paladine que mantuviera franca la entrada, podrían traspasarla.

La hoja se cerraría luego tras ellos, y se enfrentaría al mayor desafío que jamás pudo imaginar.

Ésta idea le excitaba. Los acelerados latidos de su corazón proporcionaban un ritmo inaudito a su sangre, palpitaban en sus sienes y en su garganta. Miró a Crysania para indicarle, mediante un gesto de asentimiento, que había llegado la hora.

La dama, arrebolada la faz y con el éxtasis de sus plegarias reflejado en el brillante lustre de sus pupilas, ocupó su lugar bajo el dintel mismo del Portal, frente a Raistlin. Requería tal movimiento que depositara en él una confianza absoluta, inalterable. Un simple error en la cadencia de una sílaba, una pausa a destiempo al recitar los versículos, un desliz en la inflexión o un gesto inapropiado significaría el fracaso, entrañaría un fatal desenlace para ella y, también, para el nigromante.

De ese modo habían pretendido proteger la puerta los antiguos magos, guardarla de incursiones, ya que ellos, en su necedad, no habían sabido sellarla. En efecto, un practicante de las artes oscuras que hubiera cometido las infames acciones en las que, no les cabía la menor duda, debía incurrir antes de arribar a este punto, y un clérigo de Paladine —puro en su fe y en su alma— no podían aliarse nunca. Al menos, a ellos se les antojó una suposición irrisoria que criaturas tan opuestas se apoyasen implícitamente en este ni en ningún otro empeño.

Había ocurrido en una ocasión cuando, vinculados por el falso embrujo de uno y la pérdida de le del otro, Fistandantilus y Denubis se presentaron en el linde del más allá. Las precauciones de los hechiceros no habían producido entonces el fruto deseado y, por lo que podía deducirse, pronto volverían a frustrarse sus esperanzas. A pesar de su sapiencia, no habían sido capaces de prever que un sentimiento como el amor, un amor impío y prohibido, obraría el milagro de unir a dos humanos antagónicos.

Mientras se situaba en el marco del Portal, Crysania contempló a Raistlin por última vez en aquel plano de existencia y le dedicó una sonrisa. El nigromante respondió a su saludo, al tiempo que se formaban en su mente las palabras del primer sortilegio.

La sacerdotisa extendió los brazos. Su vista no recogía ya la imagen del mago sino que, a través de él, se extraviaba en busca del reino intangible que habitaba su divinidad. Había escuchado las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes, conocía su falta, la arrogancia que le había llevado a reclamar lo que debería haber suplicado con humildad.

En aquel instante, comprendió por qué los dioses, en su justa ira, habían dictaminado la destrucción de Krynn. Una voz en sus entrañas le decía que Paladine respondería a sus preces, que no permanecería indiferente como cuando profiriera sus imperiosas órdenes el dignatario de Istar. Aquél era el momento de mayor gloria de Raistlin, y también el suyo.

Al igual que Huma, el Gran Caballero, había superado sus pruebas, el fuego, la oscuridad, la muerte y la sangre. Ahora se sentía en plenas facultades.

—Paladine, tu leal sierva acude a tu presencia y te ruega que le concedas tu bendición —oró—. Abro los ojos a tu luz; al fin he asimilado las enseñanzas que, en tu infinita sabiduría, has tenido a bien impartirme. Oye mis rezos, no me desampares. Abre el Portal para que pueda adentrarme en el Abismo blandiendo tu antorcha. Camina a mi lado cuando luche para disolver definitivamente la negrura.

El hechicero contuvo el aliento. ¡Todo dependía de ella! ¿Se había equivocado al juzgarla? ¿Poseía aquella mujer la fuerza, la fe y la erudición que demandaba su empresa? ¿Era la elegida de Paladine?

Un aura luminosa, sagrada, envolvió a la sacerdotisa. Su negro cabello irradiaba chispas, su albo hábito refulgía como las nubes iluminadas por el sol y, también en sus pupilas, prendieron unos ribetes argénteos similares a los que destilaba Solinari. Su belleza, en aquel trance, se tornó sublime.

—Gracias por atender mi plegaria, dios de la Luz —murmuró la dama, inclinada la cabeza. Las lágrimas centelleaban cual estrellas en su pálido semblante—. Me haré merecedora de tu benevolencia.

Hechizado por su hermosura, Raistlin olvidó su objetivo. Sólo acertaba a observarla ensimismado, tanto que hasta su magia se diluyó unos segundos. Reaccionó presto. Nada ni nadie podría detenerle.

—¡Mira, Caramon! —musitó Tas, fascinado por la escena que se desplegaba ante ellos.

—Demasiado tarde —apuntó el general.

Después de recorrer a toda carrera las mazmorras, los dos personajes habían alcanzado los cimientos del alcázar y descubierto el rincón donde se ocultaba el Portal arcano. Mas hubieron de refrenar su impulso y hacer un brusco alto al vislumbrar a Crysania que, al fondo del corredor que acababan de acometer y circundada por un aura de plata, se erguía en el centro del acceso con los brazos extendidos y el rostro alzado hacia el lejano cielo. Su belleza, que había cesado de ser de este mundo, atravesó como una daga el corazón del fornido luchador.

—¡No puede ser! —se rebeló el kender—. ¡Aún estamos a tiempo!

—Fíjate en sus ojos, Tas —le reconvino el guerrero—. Los entela una ceguera tan insondable como la que me eclipsó a mí en la. No puede vernos a causa del escudo que ella misma ha forjado.

—Intentemos hablarle, Caramon —insistió el hombrecillo en un frenesí anhelante—. No debemos permitir que se vaya. Todo esto ha sucedido por mi culpa, fui yo quien mencioné a Bupu y la aboqué a un destino que no era el suyo. ¡La obligaré a recapacitar!

Dio un salto hacia adelante y comenzó a gesticular a fin de llamar la atención de la dama. Pero el hombretón le agarró por el copete y le forzó a retroceder. Dolorido y furioso, el kender gritó de tal modo que Raistlin, alertado, dio media vuelta.

El archimago espió unos instantes a los intrusos sin reconocerles. Cuando salió de su aturdimiento, la expresión que adoptó no fue de alegría.

—Cállate, Tasslehoff —instó el guerrero a su acompañante—. Tú no eres responsable de lo acaecido. Y ahora, quédate quieto y no te interfieras.

Arrojó a su cautivo, de un empellón, detrás de un pilar de granito, y le ordenó:

—No te muevas; manténte a resguardo. Tas abrió la boca para discutir, pero al estudiar la faz de Caramon, vencido el arrebato que le indujera a correr hacia la sacerdotisa, y reparar en la figura de Raistlin al otro extremo del pasillo, le asaltó el temor. Se sentía como en el Abismo.

—Sí, amigo —claudicó—, te aguardaré aquí.

Apoyándose en la columna, tembloroso y desazonado, el kender evocó el recuerdo del infortunado Gnimsh en el momento en que se desplomara sobre el suelo de aquella hedionda celda.

Tras lanzar al hombrecillo una última mirada, que no era sino una tajante advertencia, el general se alejó por el pasadizo en dirección a su hermano.

El mago examinó su avance.

—Así que has sobrevivido —comentó, una vez el hombretón se hubo plantado frente a él.

—Gracias a los dioses, no a ti —repuso Caramon.

—Gracias a uno de los dioses —corrigió el hechicero con una perversa mueca—. O, para ser más exactos, a una diosa —puntualizó—. A la Reina de la Oscuridad. Fue ella quien te envió al kender y, según presumo, ese pequeño entremetido alteró el curso de los acontecimientos y te salvó. ¿Te incomoda pensar que le debes la vida a Takhisis?

—¿Te incomoda a ti deberle tu alma? —contraatacó el guerrero.

Por unos segundos, los espejos que cubrían los ojos de Raistlin se resquebrajaron como si los hubiera hendido un proyectil. No obstante, pronto recobró la compostura, y desvió el cuerpo hacia el Portal para, ignorando a su gemelo, extender la palma y reanudar sus ritos. En postura grave, solemne, el nigromante invocó a la cabeza reptiliana situada en la parte inferior derecha del ovalado acceso.

—Dragón Negro —entonó con tono acariciador—, desde la oscuridad a las tinieblas, mi voz resuena en el vacío.

No había terminado su cántico cuando una aureola de penumbra empezó a formarse alrededor de Crysania, un espectro de luz tan negra como la joya nocturna que, en su día, el hechicero entregara a Kitiara, como los efluvios de Nuitari.

Sintió el archimago la mano de Caramon en su muñeca. Disgustado, trató de desembarazarse de aquella garra, pero fue inútil, los dedos que le apresaban eran poderosos.

—Restitúyeme el ingenio, Raistlin, y volvamos a casa —le exhortó el hombretón.

El aludido escrutó a su hermano, olvidada la cólera en favor del asombro.

—¿Cómo has dicho? —quiso cerciorarse.

—Volvamos a casa —repitió su ofrecimiento el luchador.

El hechicero estalló en desdeñosas carcajadas, y espetó a su gemelo:

—¡Eres un sentimental!, tu altruismo raya en la estulticia! A estas alturas, ya debes saber lo que hecho. No dudo que el kender te habrá relatado el episodio del gnomo y mi traición hacia ti. Eres consciente de que te habría abandonado a los dewar, a tu decapitación, y todavía pretendes que te siga.

—Te pido que me acompañes porque las aguas de la maldad se cierran sobre tu cabeza, Raistlin —contestó el otro sin soltar la mano del mago.

Posó la vista en su propia mano, que, fuerte, bruñida por el sol, aferraba a aquella criatura de huesos más frágiles que los de un pájaro, de piel tan blanca y delgada que casi parecía transparente. Incluso imaginó que, de proponérselo, podría divisar la palpitación de la sangre en sus azuladas venas.

—Mis dedos sobre tu muñeca, eso es todo cuanto nos queda —sentenció. Hizo una pausa y, cavernoso su timbre a causa de la pena, continuó—: Nada puede borrar lo que has hecho, Raist. Nunca más reinará la concordia entre nosotros. Se han abierto mis ojos. Ahora te conozco tal como eres.

—Entonces, ¿por qué quieres que vaya contigo? Te bastaría con activar el artilugio arcano, no precisas de mí para regresar —le recordó el archimago y, hundiendo el brazo libre en uno de sus bolsillos secretos, extrajo el colgante y se lo dio.

—Podría aprender a vivir con la constancia de tu vileza y tu capacidad para hacer el mal —declaró el hombretón, prendiendo sus pupilas de aquellos pozos de negrura—. Tu caso es peor, Raistlin, pues has de convivir contigo mismo, y supongo que la aceptación de tu pervertido carácter debe convertirse en una insoportable pesadilla en esas horas de la noche en que te enfrentas a tu propia desnudez.

Raistlin no despegó los labios. Su rostro era una máscara impenetrable, ilegible, mientras observaba cómo su hermano embutía el ingenio en su cinto.

Caramon tragó saliva, deseoso de que con ella desapareciera el sabor a hiel. Apretó su zarpa, más ineludible que la de la muerte, y reanudó su discurso.

—Sin embargo, hay algo sobre lo que conviene que medites. A lo largo de tu vida has tenido momentos generosos, quizá más que todos nosotros. Es cierto que yo he ayudado a mis semejantes, pero es fácil hacerlo cuando se recibe el reconocimiento de aquellos a los que se ha socorrido. Tú, en cambio, has auxiliado a quienes sólo te devolvían burlas y reproches, a quienes menos lo merecían. Has protegido a los demás en situaciones desesperadas, en las que tus servicios caían en el desierto. Aún te resta un resquicio de bondad, Raistlin, que a la larga podría paliar el influjo de ese aspecto negativo de tu naturaleza. Abandona tu proyecto, ven a casa.

«Ven a casa…, ven a casa». El archimago entornó los párpados, el dolor que hostigaba su corazón era apenas resistible. Movió los dedos de la mano que no atenazaba su gemelo y rozó con sus delicadas yemas el dorso de aquella familiar manaza, tan suave su tacto como las patas de una araña. En la frontera de lo real, oyó las fervorosas oraciones de Crysania. La reconfortante luz que dimanaba la sacerdotisa le hizo pestañear. «Ven a casa».

Cuando Raistlin habló, su voz había asumido una suavidad mayor que la textura de su epidermis.

—Tu ingenuidad, hermano, te impide concebir los crímenes que empañan mi alma. Si te los revelara, me volverías la espalda lleno de aversión, de odio. Y has acertado —admitió, trémulo su acento—; en la soledad nocturna, reniego de mí mismo. Tal es mi espanto, que no aguanto mi propia presencia.

Abriendo los ojos, sometió a su oyente a uno de aquellos intensos escrutinios que le caracterizaban.

—Pero he de confesarte —prosiguió— que todos los actos reprobables que perpetré fueron intencionados. Y me aguardan otros peores, atrocidades que llevaré a cabo con plena conciencia.

Se interrumpió y miró a Crysania que, en el Portal, absorta en su comunión con Paladine, vibraba en la resplandeciente aura de su hermosura y su poder. Caramon le imitó, y se ensombreció su ceño al adivinar que Raistlin se refería a ella al augurar nuevas iniquidades.

—Sí, hermano, la sacerdotisa entrará conmigo en el Abismo —ratificó el hechicero—. Caminará delante de mí y librará mis batallas, se enfrentará en mi lugar a clérigos oscuros, a nigromantes despiadados, a los espíritus de los muertos condenados a vagar por esos inhóspitos parajes y, en definitiva, a los inverosímiles tormentos que le depare mi Reina. Tantos avatares lastimarán su cuerpo, devorarán su mente y desgajarán su alma. Al fin, cuando se agote su resistencia, se derrumbará en el suelo, a mis pies, sangrante y moribunda.

»Con sus últimas energías, me tenderá la mano, buscará mi consuelo. No pedirá que la rescate; es demasiado fuerte para eso. Sacrificará su vida gustosa, feliz, y no solicitará sino que permanezca a su lado mientras expira.

»Pero, yo, Caramon, pasaré sobre ella sin detenerme. La dejaré tundida e indefensa, no le dedicaré una frase amable ni me molestaré en mirarla. ¿Por qué? Porque ya no la necesitaré. Aceleraré la marcha hacia mi objetivo, fortalecido merced a la sangre que ella habrá derramado en mi nombre».

Colocándose de perfil, levantó de nuevo la mano con la palma hacia fuera y, puesta ahora la vista en la cabeza que se silueteaba en el arco del Portal, masculló su segundo himno.

Dragón Blanco, de este mundo al otro, mi voz exulta de vida.

Presa del pavor y de una revulsión asfixiante, el guerrero contempló de hito en hito el acceso a Crysania. Mas no cesó de estrujar el brazo de su hermano, no renunció a su afán de convencerle. Sintió que el enteco brazo se retorcía bajo su asimiento, y no obstante, vaciló. Era la oportunidad que acechaba Raistlin: aprovechando el momentáneo titubeo de su aprehensor, trazó un sesgo rápido, ágil, con la mano, y destelló el acero de un daga de plata que, surgida de su manga, pellizcó el cuello del hombretón en el punto donde se abultaba la yugular.

—Suéltame, hermano —ordenó el nigromante.

Aunque no ejerció mayor presión con su daga, manó la sangre, una savia vital que no brotaba de la carne, sino del alma. Limpia, diestramente, el filo cercenó el último nexo espiritual que unía a los gemelos. Caramon sufrió un espasmo frente a la punzada, pero el dolor no se prolongó más tiempo que el que había empleado la daga en romper el vínculo. Libre al fin, el general obedeció sin rechistar al que fuera su ser más querido.

Dio media vuelta y, todavía renqueante, retrocedió en dirección al pilar donde se agazapaba Tas.

—Permíteme una última advertencia —ofreció el archimago con cortés frialdad, a la vez que restituía la daga a su escondrijo.

El guerrero no aflojó el paso, ni siquiera giró la faz para escucharle.

—Sé precavido con ese artilugio —continuó Raistlin a pesar de tan esquiva actitud—. Lo recompuso Su Oscura Majestad para mandar al kender junto a ti, así que, cuando lo uses, podrías ser transportado a un universo poco agradable.

—No fue ella quien lo arregló —le desengañó Tas, saliendo de su parapeto—. Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo al que asesinaste.

—En ese caso, probad suerte —aconsejó el hechicero—. Idos cuanto antes de este subterráneo y de esta época. Pero —agregó, todavía receloso—, no olvides nunca que te he avisado, Caramon.

El kender, renacido su rencor al evocar la figura de su compañero del Abismo, quiso abalanzarse sobre el arcano adversario. El hombretón le retuvo.

—Tranquilízate, Tas —le rogó—. Ya nada importa.

Girándose, el guerrero se encaró con su gemelo. Aunque rígido a causa del sufrimiento y el cansancio, su expresión denotaba la paz interior de aquel que ha llegado a conocerse a sí mismo. Acarició el copete del hombrecillo y le invitó, en un susurro:

—Vamos a casa, mi buen Tas. Adiós, hermano.

Raistlin no le oyó. Erecto frente al Portal, se hallaba de nuevo inmerso en su magia, lo que, sin embargo, no impidió que atisbara por el rabillo del ojo cómo el forzudo luchador iniciaba las manipulaciones que habían de transformar el colgante en un cetro de inconmensurable poder.

«Cuanto antes se esfumen, mejor —pensó—. Al fin me deshago de esa humanidad sin cerebro que me ha tenido atrapado todos estos años».

Resuelto, se consagró en cuerpo y alma a completar los preparativos de su viaje a las esferas infernales. En la entrada, Crysania estaba rodeada por un círculo luminoso que despedía fulgores similares a los del sol al reverberar en la nieve. La invocación que hiciera el nigromante al Dragón Blanco había producido el efecto deseado. Le tocaba ahora el turno al reptil de la zona inferior izquierda, de modo que, plenamente concentrado, siseó su letanía:

Dragón Rojo, a ti apelo desde la oscuridad a las tinieblas. Bajo mis pies el suelo es firme.

Unos haces encarnados surcaron la aureola de la sacerdotisa, a través del cerco de negrura y también del etéreo anillo albo. Ardientes como la sangre, cubrieron el tramo que separaba a Raistlin del Portal en forma de puente, de un sólido paso al más allá.

Intensificado el volumen de su voz, el hechicero procedió a llamar a la cuarta criatura tan pronto como se hubo materializado el anterior encantamiento.

Dragón Azul, detén en su curso la Historia.

Unos rayos de tonalidades marinas comenzaron a arremolinarse en derredor de la sacerdotisa y generaron una masa semejante a un mar embravecido. Cual si flotase en su cresta, abiertos los brazos en toda su envergadura, la dama inclinó la cabeza hacia atrás y su cabello fue agitado por las corrientes del tiempo. El vaporoso hábito se meció en las ondas, fustigándola sin que ella se percatase.

Raistlin vio que el Portal temblaba, prueba inequívoca de que se había creado el campo magnético que debía doblegarse a su mandato. Su alma rebosaba un júbilo que Crysania compartió. Sus pupilas brillaron en un sollozante rapto, separó los labios para exhalar un dulce suspiro. Estiró entonces las manos y, bajo su contacto, el acceso se desencajó.

El archimago quedó sin resuello. La energía arcana que se acumulaba en sus entrañas casi le ahogó al exteriorizarse. Ahora vislumbraba el plano de existencia que se ocultaba al otro lado; las esteras prohibidas a los mortales se insinuaban ante él.

En lontananza, su hermano pronunció los versículos que activarían el artilugio. Su acento retumbó en los tímpanos del nigromante.

Tu tiempo te pertenece, aunque viajes por él… Aferra firme el final y el comienzo… Sobre tu testa descansa el porvenir.

Aquél porvenir era el hogar. «Ven a casa».

Acometió Raistlin el quinto cántico, el último, intentando no afectarse por la turbadora interferencia.

Dragón Verde, ya que el destino postra bajo su yugo hasta los mismos dioses, lloremos, lamentémonos todos juntos.

Se quebró su voz. ¡Algo iba mal! La magia que palpitaba dentro de él perdió vigor, se tornó espesa como si rehusara circular a través de sus venas, de sus músculos. Logró tartamudear las últimas sílabas, si bien cada una suponía un esfuerzo, mientras que su corazón dejó de latir y, cuando volvió a hacerlo zozobró su frágil osamente.

Desconcertado, el archimago fijó sus pupilas en el Portal para constatar si la última fase del sortilegio se había desencadenado. No; la luz que irradiaba Crysania estaba a punto de extinguirse y, en cuanto al campo, su fuerza parecía próxima a disiparse.

Más que recitarlas, Raistlin vociferó a la desesperada las palabras del postrer conjuro, el definitivo. Pero su cadencia no era la adecuada y, además, los sonidos salían de su garganta cual látigos que restallaran contra su persona, imposibilitando todo intento de conferirles el poderío que había de normalizar el proceso. Notaba que sus virtudes le rehuían, que se le escapaba el control.

«Ven a casa».

Resonaban en sus oídos las risas burlonas de la Reina, el acento suplicante y pesaroso de su gemelo. En aquel instante, un tercer timbre se mezcló con los otros, el chillón parloteo de un kender, que antes apenas percibiera por hallarse ocupado en asuntos más trascendentales. Ahora, la imagen de Tas se moldeó en su cerebro cegador contorno.

«Lo reparó Gnimsh, mi amigo, el gnomo…».

Tan lacerantes como la hoja del enano que traspasara su vulnerable carne en el campamento, le apuñalaron, en la memoria, los párrafos escritos en las Crónicas de Astinus:

«En aquel mismo instante un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo… El invento del gnomo se inmiscuyó de alguna manera, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus… Se produjo una explosión tal que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas».

Raistlin apretó los puños, corroído por la ira. Neutralizar al hombrecillo no había servido de nada. Su víctima ensambló el artefacto antes de sucumbir. ¡La historia se repetiría! Huellas en la arena…

Perforando el Portal con la mirada, el nigromante vio surgir de su umbral al verdugo de sus premonitorias pesadillas. Su propia mano apartó la capucha, el hacha descendió implacable para ajusticiar, por su voluntad a aquella réplica de sí mismo.

El campo magnético se resquebrajó, y las bocas de los dragones lanzaron bramidos de triunfo. Un espasmo de terror convulsionó a Crysania y en sus ojos apareció una expresión mortificante, idéntica a la que adoptaran los de su madre cuando, en el duro trance de morir, volaran hacia planos remotos.

«Ven a casa».

En el interior del Portal, el abigarrado abanico de luces se desintegró en un enloquecido vaivén. Carentes de un amo que guiase sus evoluciones, los remolinos se elevaron sobre el flagelado cuerpo de la sacerdotisa como prendieran las llamas en la aldea estragada por la epidemia. Crysania gimió dolorida, su piel empezó a marchitarse en el bello, mortífero fuego que provocara la magia desbocada.

Deslumbrado por los resplandores, las lágrimas afloraron a las pupilas de Raistlin mientras presenciaba la espeluznante escena. Una nueva ojeada al acceso le reveló que se estaba cerrando. Tras arrojar al suelo su bastón, el hechicero dio rienda suelta a su cólera en un amargo e incoherente aullido.

En respuesta a su desarticulado grito, emergieron del Portal los ecos de unas carcajadas rítmicas, escarnecedoras, que le humillaron hasta lo indecible.

«Ven a casa».

Una sensación de calma inundó al archimago, la fría tranquilidad de la desesperanza. Había fracasado, pero no daría a la Reina el gusto de rebajarse, de implorar clemencia. Si tenía que morir, lo haría abrigado en el escudo de sus dotes.

Levantó la cabeza, enderezó la espalda y, valiéndose de todos sus poderes, de facultades heredadas de la antigüedad y otras que nunca había intuido atesorar, pese a que se originaban en algún recoveco de su alma, emitió un nuevo alarido. Mas ahora su manifestación no fue el plañir discorde del que se sabe indefenso, sino una voz de mando ribeteada de una autoridad que nadie antes había ostentado en el mundo.

Ésta vez sus frases fueron concisas, tan inconfundibles para las fuerzas a las que iban destinadas como aquellos misteriosos dones que acababa de descubrir y que, hasta ahora, eludieran su propia introspección.

El campo magnético, en lugar de volatilizarse, se reintegró. ¡Él había sido el artífice del fenómeno! En su radio de acción, Raistlin ordenó al Portal que cesara en su recorrido y éste acató su mandato.

Exhaló un suspiro prolongado, tembloroso. Durante la breve tregua en que reinó la inmovilidad, un destello a su derecha le obligó a desviar la faz y comprobó que el ingenio había entrado en actividad.

El campo onduló y se combó salvajemente. A medida que crecía, que se propagaba la magia del artilugio, sus vibraciones arrancaron esotéricos cantos de las rocas donde se asentaba la fortaleza. En una marea devastadora, los sones de la incorpórea música trazaron torbellinos alrededor de la figura del hechicero mientras los dragones, iracundos, rugían su contestación. Lucharon los coros atemporales de la piedra y de los reptiles hasta que, en su coincidente fluir, se combinaron en una cacofonía capaz de partir en dos la mente más cuerda.

El estruendo era ensordecedor, la fusión de aquellos dos poderosos hechizos hizo que la tierra se estremeciese bajo los pies del nigromante, quien asistió, inerme, al desmembramiento de la gruta. Se abrieron fisuras en los cantarines muros, en las metálicas cabezas de reptil que festoneaban el arco del Portal. Incluso éste, que parecía indestructible, comenzó a desmoronarse.

Raistlin, desequilibrado, hincó las rodillas. El campo magnético se estaba rasgando, se hacía jirones como la osamenta del mundo. Se rompía, se astillaba y, dado que el mago se aferraba a él, también su cuerpo sufrió las consecuencias del desastre.

Un agudo dolor laceró su ser, se convulsionó y retorció en una insoportable agonía.

Se enfrentaba a un terrible dilema. Si soltaba su agarradero caería sin remisión, se precipitaría en una nada absoluta a la que la más abyecta negrura era preferible. Mas, por otra parte, de intentar resistir, se dividiría su persona en dos mitades, desencajada bajo el embate de las esencias mágicas que él mismo había despertado y ya no controlaba.

Sus músculos se hacían trizas, las cavidades óseas oscilaban, las vísceras y los tendones se dislocaban.

—¡Caramon! —gimoteó en un llanto desgarrado.

Pero su hermano y Tas se habían desvanecido. El artefacto mágico, reajustado por el único gnomo del universo cuyos inventos funcionaban, había cumplido su misión. Los dos compañeros no podían ayudarle.

Le restaban unos segundos de vida, unos momentos para reaccionar. No obstante, el suplicio era tan penoso que no conseguía ordenar sus ideas.

Los huesos se despegaban de sus músculos, los ojos se proyectaban en sus cuencas prestos a desprenderse, el paro cardíaco era inminente y su cerebro, succionado por las fuerzas en conflicto, amenazaba con estallar dentro de su cráneo.

Oyó un grito cercano y a la vez remoto, un sonido estridente en el que reconoció su propio estertor. La muerte cerraba filas, pero, como hiciera durante toda su vida, presentó batalla.

—Me sobrepondré —balbuceó, y tal decisión brotó de sus labios bañada en sangre.

Estirando una mano, asió el bastón que antes rechazara y reiteró su sentencia para reafirmarse.

—Me sobrepondré. ¡No me arrebatarán el poder!

Se elevó en el vacío, catapultado por una oleada multicolor hacia un túnel que, acuoso, hirviente, había de desembocar en…

«Ven a casa… ven a casa».