15

Deserción

—¿Y los carros de abastos? —preguntó Caramon en el tono monótono, calculado de quien conoce de antemano la respuesta.

—Todavía no hemos recibido ninguna noticia, señor —repuso Garic, evitando la intensa mirada del general—. Pero esperamos su llegada.

—No vendrán. Han sufrido una emboscada, no finjas ignorarlo —le atajó el guerrero.

—Al menos hemos encontrado agua —apuntó el caballero.

El guardián hizo un valiente esfuerzo para infundir ánimo a sus palabras, pero fracasó estrepitosamente. Incapaz de disfrazar su consternación, fijó la vista en el mapa que había extendido en el escritorio y, nervioso, trazó un círculo alrededor de un punto coloreado de verde.

—Un pozo que se habrá vaciado antes del mediodía —comentó Caramon con un fatalismo poco habitual en él—. Quizá por la noche vuelva a llenarse, pero mi sudor sabe mejor. Su gusto salobre es más agradable que el de ese manantial alimentado por corrientes marinas.

—Aun así, es potable. Habrá que racionarla, aunque no creo que se seque la fuente. He apostado centinelas en el paraje —informó el soldado.

—Bien hecho —le aplaudió su superior—. De todas maneras, dentro de unas horas no quedarán hombres suficientes para agotar ni siquiera el contenido de un barril.

Mientras profería tan pesimista augurio, el general apartó de su rostro los ensortijados y largos mechones de su cabello. Hacía calor en la sala, un calor asfixiante. Un criado demasiado celoso del deber había acumulado un haz entero de leña en el hogar antes de que Caramon, acostumbrado a vivir al aire libre, pudiera detenerle. El hombretón había abierto el ventanal a fin de admitir la fresca brisa, mas la fogata que ardía a su espalda parecía dispuesta a tostarle la carne.

—¿Cuántos desertores se han registrado hoy? —inquirió.

—Un centenar, señor —dijo Garic en actitud reticente, tragando saliva.

—¿Adonde han ido? ¿Quizá a Pax Tharkas?

—Eso creemos.

—¿Qué más has de comunicarme? —indagó el guerrero, que no había cesado de estudiar el rostro de su oponente—. Me ocultas algo, lo leo en tus ojos.

El joven caballero se sonrojó. Se adueñó de él el deseo repentino de que mentir no contraviniese todos los códigos del honor que tan arraigados tenía, habría sacrificado su vida con tal de no apenar a aquel hombre admirable e incluso meditó sobre la posibilidad de engañarle, de ahorrarle un disgusto. Vaciló, pero, al mirar a su ídolo, constató que no era necesario incurrir en aquella falta. Caramon estaba al corriente.

—Se trata de los bárbaros, ¿no es cierto? —ayudó al titubeante soldado.

Garic bajó la cabeza, un ademán más expresivo que cualquier asentimiento verbal.

—¿Todos?

—Sí, señor.

El mandamás entornó los párpados y, con un suspiro, agarró uno de los pequeños peones de madera que había distribuido sobre el mapa para reproducir el emplazamiento y la disposición de sus tropas. Perdido en sus cavilaciones, jugueteó con la figurilla hasta que, de pronto, exhaló un improperio y la arrojó a las llamas. Tras unos momentos de silencio, hundió la faz en sus manazas y declaró:

—No culpo a Darknight por lo que ha hecho. Él y sus hombres se tropezarán con múltiples vicisitudes, ya que los Enanos de las Montañas deben de haber bloqueado los pasos. Ése es sin duda el motivo de que no hayan llegado los suministros, y significa también que nuestro aliado habrá de batallar para franquearse el acceso a su patria. ¡Los dioses le guarden de todo mal!

Permaneció callado unos instantes antes de exclamar, apretando el puño:

—¡Maldito sea mi hermano! No se ha inventado un castigo digno de su vileza.

Garic se agitó en un escalofrío y se apresuró a escudriñar la estancia, temeroso de que el nigromante se materializara entre las sombras.

—Nada lograremos lamentándonos —razonó el hombretón, al mismo tiempo que se enderezaba y volvía a consultar su cartografía—. En mi opinión, nuestra única esperanza reside en agrupar al menguado ejército en el llano y obligar a los enanos a salir, a combatirnos en campo abierto, de tal modo que podamos utilizar la caballería. Nunca asaltaremos su refugio en el seno de la tierra —añadió, prendida de su voz una nota de amargura—, pero al menos nos batiremos en retirada con todas nuestras fuerzas intactas. Una vez en Pax Tharkas, la fortificaremos y…

—¿General? —Quien así le llamaba era uno de los centinelas de la entrada, azorado por tener que interrumpirle—. Disculpa mi intromisión, señor, pero un emisario solicita audiencia.

—Hazle pasar —accedió el guerrero.

Cruzó el umbral un hombre joven. Cubierto de polvo, enrojecidos sus pómulos a causa del frío, dirigió una mirada anhelante al cálido hogar, pero antes, imbuido de su deber, avanzó hacia Caramon a fin de entregarle el mensaje que portaba.

—Puedes calentarte si gustas —le ofreció éste, señalándole la fogata—. Me alegro de que alguien pueda beneficiarse de la sofocante atmósfera que crea esa horrible hoguera. En cualquier caso, su influjo no empeorará la crítica situación que, intuyo, has venido a exponerme.

—Gracias, señor —susurró el recién llegado. Se aproximó al fuego y estiró las manos para desentumecerlas, mientras explicaba—: La nueva que traigo es que los Enanos de las Colinas han abandonado Zhaman.

—¿Cómo? —vociferó Caramon, incrédulo—. Supongo que no habrán regresado a sus regiones, ¿verdad?

—Han iniciado la marcha hacia Thorbardin —le reveló el mensajero—. Les acompañan los Caballeros de Solamnia.

—¿Qué desafuero es éste? —se encolerizó el general, tanto que su puño se incrustó en el escritorio y los hitos salieron despedidos por el aire—. Mi hermano es el instigador —aseveró.

—Te equivocas, señor. Fueron los dewar —le rectificó el humano—. He recibido instrucciones de darte esta misiva.

Extrajo un pergamino de una bolsa y se lo alargó a Caramon, quien lo desenrolló precipitadamente.

General Caramon:

Espías dewar acaban de poner en mi conocimiento que las puertas de la Montaña se abrirán cuando suenen los clarines. Nuestro plan es abalanzarnos sobre el enemigo. Si partimos al alba, arribaremos antes del anochecer. Siento mucho no haberte hecho partícipe de nuestro proyecto, pero el tiempo apremia. Puedes estar seguro de que se te reservará la parte del botín que te corresponde. Brille la luz de Reorx sobre vuestras hachas.

«Reghar Fireforge».

Sin proponérselo, el hombretón recordó el pergamino manchado de sangre que sostuviera en su mano la noche en que les atacaron en la tienda. «El archimago os ha traicionado», rezaba.

—Los dewar —gruñó en voz alta—. Son espías, de acuerdo, pero no a nuestro servicio. También han dado pruebas de su deslealtad, aunque estoy convencido de que nunca perjudicarían a su propio pueblo.

—En ese caso, la única conclusión posible es que nos han tendido una trampa —comprendió Garic.

—Sí, y hemos caído en ella como conejos —ratificó Caramon, evocando el episodio no muy lejano en que Raistlin devolviera la libertad a uno de esos animales—. ¡No puede estar más claro! Nos rindieron Pax Tharkas porque recuperarla no había de resultar difícil, sobre todo si sus defensores morían antes de parapetarse. Nuestros seguidores desertan en tropel, los bárbaros de las Llanuras se van y, previamente engatusados, los Enanos de las Colinas deciden atacar Thorbardin flanqueados por los dewar. Y, cuando el sonido de las trompetas vibre en la fortaleza de la Montaña…

Retumbó un clamor musical, y el guerrero se sobresaltó. ¿Había oído un clarín o formaba parte de un sueño, de una pesadilla que cabalgaba sobre la grupa de una terrible visión? Casi vislumbraba al enano que arrancaba la ominosa nota del instrumento, y también a los dewar mientras despacio, de manera imperceptible, se desplegaban entre las filas de sus supuestos aliados. Unas descargas de hacha, varias escaramuzas hábilmente conducidas, y todo habría terminado.

Las tropas de Reghar nunca sabrían quién les había abatido, no tendrían la más mínima oportunidad de volverse.

En la mente de Caramon resonaron los gritos de guerra, los estampidos de botas con remaches de hierro, el estrépito de las armas en sus certeros lances y los aullidos ásperos, discordantes, de los agredidos. Era real, demasiado para desentenderse.

Extraviado en su alucinación, apenas reparó en la extrema lividez que había asumido el semblante de Garic. Desenvainando la espada, el joven caballero echó a correr hacia la puerta con un bramido que devolvió al general al presente. Se giró éste sobre sus talones y vio una negra marea de enanos, un bullente amasijo que se arracimaba al otro lado del umbral.

—¡Una emboscada! —anunció el fiel guardián.

—¡Recula! —le ordenó su superior con voz estruendosa—. No salgas, los caballeros han partido y esos asaltantes nos triplican, al menos, en número. Estamos solos, no podemos vencerlos. ¡Quédate en la estancia, cierra la puerta! —insistió a la vez que, de un salto, se plantaba detrás del valeroso soldado y le arrastraba hacia el interior—. ¡Centinelas, entrad!

Uniendo la acción a la palabra, el general asió por el brazo a uno de los dos hombres que, apostados en el exterior, se debatían para salvar la vida, en el momento mismo en que un dewar se arrojaba sobre él. Caramon enarboló su espada y, de una ágil estocada, hendió el yelmo del adversario. La sangre manó a borbotones, mas el guerrero no le prestó atención y, tras colocar al centinela a salvo del enemigo, embistió a la horda de enanos oscuros que se amontonaban en el corredor.

—¡Ponte a cubierto, necio! —espetó por encima del hombro al segundo guardián, quien, después de una breve vacilación, acató su mandato.

El objeto de la feroz arremetida del hombretón era desestabilizar a sus rivales. Surtió efecto. Los hombrecillos perdieron el equilibrio y retrocedieron presas del pánico frente al espectáculo que ofrecía aquella gigantesca fiera. No obstante, su pavor fue fruto de la sorpresa y, como tal, pronto se disipó. El inesperado agresor constató que, en cuestión de segundos, las abyectas criaturas recobraban la cordura y el valor.

—¡General, cuidado! —le advirtió Garic, que se hallaba en el umbral con la espada aún en la mano.

Sabedor de su inferioridad de condiciones, Caramon dio media vuelta y emprendió carrera hacia la sala del consejo. Pero su pie resbaló en el charco de sangre y se desmoronó, torciéndose la rodilla. Con un rugido ensordecedor, los dewar le acometieron.

—¡Entrad todos y atrancad el acceso, no hagáis heroicidades! —urgió el guerrero a sus hombres, y desapareció bajo los arremolinados enanos.

Desazonado, maldiciéndose por no haber intervenido, Garic irrumpió en la reyerta. El astil de un hacha se estrelló contra su brazo y sintió crujir el hueso, como si se hubiera astillado bajo el tremendo impacto. «Por fortuna —pensó, indiferente al dolor y la subsiguiente pérdida de sensibilidad—, no ha sido el de la espada». Danzó el filo en el aire, y un contrincante cayó decapitado. Rasgó el aire el canto de un pertrecho enemigo, mas erró el golpe y, para colmo de venturas, el agresor sucumbió al poderoso golpe de uno de los centinelas de la puerta.

Aunque incapaz de levantarse, el hombretón batalló con toda su energía. Un puntapié de su pierna ilesa catapultó a dos enanos oscuros contra sus compinches y, aprovechando la confusión, el forzudo luchador se inclinó de costado y cruzó de un revés el rostro de un tercero ayudado por su recia empuñadura, que, al abrir la brecha, vertió la sangre del herido. Bañado de savia vital hasta los codos, coronó su impulso en sentido inverso y hundió la hoja en el vientre de otro dewar. El súbito arranque del caballero le había proporcionado una leve ventaja, le había rescatado de la muerte, pero poco duró el regocijo.

—¡Caramon, encima de ti! —volvió a prevenirlo su esbirro.

Tumbándose de espaldas, el incansable general reconoció la figura erecta, firme de Argat con el hacha equilibrada sobre su cabeza. En un movimiento reflejo, también él blandió su arma. Mas cuatro enanos, atentos a la maniobra de su cabecilla, lo sujetaron con fuerza y lo atenazaron contra el suelo.

Al borde del llanto, con una rabia que cegaba sus ojos frente al fulgor de los aceros circundantes, el caballero intentó salvar a su adalid. Fue inútil. Eran demasiados los enanos que le separaban del cautivo, y el hacha de Argat ya había iniciado el descenso.

Concluyó el arma su recorrido, aunque no de la forma prevista. El astil se desprendió de unas manos paralizadas, y Garic observó que al dewar se le desorbitaban los ojos en señal de perplejidad. El hacha se desplomó sobre las ensangrentadas losas con un sonoro repiqueteo, y el verdugo se derrumbó sobre el pecho de la pretendida víctima. Al examinar el cadáver del enano, el guardián descubrió un pequeño cuchillo clavado en su nuca. Alzó los ojos para identificar a la criatura que le había ajusticiado, y su pasmo no conoció límites.

Sobre el cuerpo sin vida del traidor, a horcajadas, se apalancaba… ¡nada menos que un kender!

El caballero pestañeó, persuadido de que el miedo y el dolor le habían trastocado hasta el extremo de concebir fantasmas que sólo en su mente existían. Pero no había tiempo de reflexionar sobre el fenómeno. Había llegado al fin junto a su general y, a su espalda, oía el griterío de los centinelas mientras ponían en fuga a los dewar, quienes, ante la derrota de su cabecilla, habían perdido buena parte de su entusiasmo en cumplir una misión que les habían presentado como una fácil matanza.

Los cuatro enanos que sujetaban a Caramon se retiraron a trompicones cuando el musculoso guerrero comenzó a forcejear bajo el cuerpo de Argat. Agachándose, Garic izó el cadáver por una pieza metálica de su armadura y se deshizo de él para que, ya libre de la farragosa carga, su adalid pudiera incorporarse. El hombretón se levantó vacilante, entre gemidos, como si la tullida rodilla cediera al tener que soportar su peso.

—¡Ayudadnos! —urgió el caballero a los dos soldados con una vehemencia innecesaria, pues, antes de que les llamase, los dos humanos se hallaban a sus flancos.

Entre los tres, con evidente esfuerzo dada la corpulencia del herido, le transportaron hasta la sala del consejo. El general, aunque renqueaba de manera ostensible, colaboró en la ardua tarea de sus seguidores.

Una vez hubo instalado a su superior en una butaca, Garic se asomó al pasillo a fin de estudiar la escena. Los frustrados conspiradores le espiaron en una postura hosca que denotaba resentimiento y, detrás de ellos, distinguió a otros hombrecillos que identificó como Enanos de las Montañas.

En primer plano, tan quieto que se diría que había echado raíces en la piedra, estaba el singular kender que se había moldeado a partir del vacío para salvar la vida de Caramon. Cenicienta su tez, el aparecido exhibía unas sombras verdosas en torno a los labios. Sin saber a qué atenerse, el guardián le rodeó la cintura con el brazo sano y, alzándole en volandas, le condujo al interior de la estancia. Cuando hubieron cruzado el dintel, los dos soldados cerraron el acceso de un violento portazo y corrieron los postigos.

Pese a que desfiguraba su rostro una capa de sangre y sudor, el general sonrió a su joven asistente. Sin embargo, no debía permitir que la gratitud se interpusiera en la determinación que había tomado de regañarle, así que adoptó una mirada iracunda y le sermoneó:

—Eres un perfecto atolondrado, caballero. Te he mandado que te mantuvieras al margen y has desafiado mi voluntad mezclándote en…

La causa de que se interrumpiera tan bruscamente en su reprimenda era que el kender en las garras de Garic, había estirado el mentón y clavado en él sus pupilas.

—¡Tas! —susurró, anonadado, el hombretón.

—Hola, Caramon —saludó el interpelado—. Estoy muy contento de volver a verte. He de informarte de unos hechos luctuosos, de una confabulación que debes conocer sin demora, pero temo que voy a desmayarme.

Y cerró los ojos.

—Y eso es todo —concluyó Tasslehoff, húmedos sus ojos en lágrimas al enfrentarse al rostro pálido, carente de expresión, de Caramon—. Me mintió acerca del funcionamiento del ingenio mágico, que se desarticuló en el momento en que intenté activarlo. Presencié el desmoronamiento de la montaña ígnea, un espectáculo que me compensó por las desdichas padecidas y que me indujo a perdonarle su patraña, mas luego perpetró otras acciones que no tienen disculpa. Te aseguro que sacrificaría mi vida a cambio de volver a contemplar otro Cataclismo, fue algo sobrecogedor —cambió de tema, deseoso de levantar el ánimo de su amigo—. La muerte sería un precio pequeño, aunque, en realidad, nunca he estado muerto y no puedo opinar. Si se asemeja a la experiencia que viví en el Abismo, desde luego, prefiero renunciar, ya que se trata de un paraje desolador. No imagino por qué se empeña tu hermano en traspasar sus fronteras.

»Sea como fuere, he olvidado su traición; pero no puedo aceptar el asesinato del pobre Gnimsh ni lo que se proponía hacer contigo.

Obsesionado por la malignidad de Raistlin, el kender había endurecido su tono y contraído la mandíbula al referirse a él. Ahora se mordió el labio, consciente de que debería haber aliviado la tensión en lugar de aumentarla. Además, todavía no le había contado al guerrero los planes del nigromante respecto a su persona. Había cometido un desliz. Sólo le cabía esperar que al hombretón le pasase inadvertido.

—Adelante, Tas —le exhortó éste—. ¿Qué quería hacerme mi gemelo?

—N… nada —tartamudeó el hombrecillo, echándose atrás al comprender que había llegado la hora de la verdad—. No me hagas caso, ya conoces mi propensión a divagar.

—¿Qué iba a hacerme? —se obstinó el general—. No se me ocurre ninguna monstruosidad en mi contra que no haya ensayado ya.

—Por ejemplo, disponer que mueras —aventuró Tas para ver su reacción.

—¿Sólo eso? —repuso Caramon, tan inmutables sus rasgos que fue el hombrecillo quien se sorprendió—. Recibí un mensaje de un enano, pero no era lo bastante explícito. Al fin encajan las piezas —comentó.

—Te entregó a los dewar —confesó el kender sin ocultar su consternación—. Debían decapitarte y ofrecer tu cabeza al rey Duncan, como si fueras un trofeo. Alejó a los caballeros del alcázar diciéndoles que habías dado orden de emprender la marcha a Thorbardin, así te quedarías sólo con tu guardia personal y podrían poner en práctica su plan sin apenas resistencia.

Caramon nada repuso ni tampoco sintió nada, ni dolor, ni cólera ni asombro. Estaba vacío. Sin embargo, mientras permanecía encerrado en su mutismo una punzante añoranza de su hogar, de Tika, de su amigo Tanis y de aquellos otros compañeros de azares, Laurana, Riverwind y Goldmoon vino a colmar la vasta sima que se había abierto en sus emociones.

Como si hubiera leído en su mente, Tas reclinó la cabeza en su hombro y propuso:

—¿Por qué no regresamos a nuestro tiempo? Estoy terriblemente fatigado. ¿Dejarás que me aloje en tu casa una temporada? Sólo hasta que me haya restablecido. Prometo no causaros molestias y ayudar a Tika en todo cuanto desee.

Sin esforzarse en contener los sollozos, el guerrero abrazó al kender por el hombro y lo estrechó contra su pecho.

—Será un placer tenerte con nosotros, Tas, ya sabes que ambos te queremos —susurró y, prendida la mirada de las llamas, se abandonó a sus anhelos—. Terminaré el nuevo refugio. Si trabajo en firme, no tardaré más de un par de meses. Luego iremos juntos a visitar a Tanis y Laurana. De ese modo satisfaré la aspiración de mi esposa de conocer Palanthas. Una vez reunidos, convenceremos a nuestros amigos para que nos acompañen a la tumba de Sturm. No tuve oportunidad de despedirme de él.

—También iremos a ver a Elistan, y… ¡Oh, no! —Un súbito recuerdo empañó la dulce ensoñación del kender—. ¡Crysania! Traté de prevenirla contra Raistlin, pero rehusó creerme. ¡No podemos dejarla al albedrío del hechicero! Hemos de impedir que la lleve con él a ese lugar de pesadilla —declaró, a la vez que saltaba de su asiento y se retorcía las manos.

—De acuerdo, Tas —accedió Caramon—, hablaremos con ella. No nos escuchará, estoy seguro, pero al menos nadie podrá reprocharnos que no hemos hecho todo lo posible para disuadirla. Deben de hallarse frente al Portal, a mi hermano se le agota el tiempo. La fortaleza se rendirá a los Enanos de las Montañas de un momento a otro.

Se irguió dolorido, tanto en la pierna como en el corazón y, con su persistente cojera, se acercó al rincón donde estaba instalados sus tres hombres.

—¿Cómo te encuentras, Garic? —inquirió a su guardián.

Uno de los soldados acababa de vendarle el brazo herido. Le habían improvisado un cabestrillo a base de ramas secas y, tras cubrirlo con jirones de sus vestiduras, lo ataron a conciencia para inmovilizarlo. El joven caballero levantó la vista hacia su adalid y, aunque le rechinaban los dientes a causa del sufrimiento, consiguió esbozar una sonrisa.

—Bien, señor —aseveró—. No te preocupes por mí.

—¿Te quedan energías para viajar? —preguntó el general, acercando una silla y acomodándose en ella.

—Por supuesto.

—Estupendo. Lo cierto es que no tienes otra elección. El enemigo invadirá el alcázar dentro de poco rato y debéis partir ahora mismo. —Caramon hizo un alto en su discurso y, meditabundo, rascándose la barbilla, continuó—: Reghar me explicó que la llanura está surcada de túneles, de pasadizos subterráneos que comunican Pax Tharkas con Thorbardin. Mi consejo es que los busquéis, no ha de costaros mucho hallarlos. Los montículos del desierto os guiarán hasta alguna entrada si no la descubrís en el edificio. Utilizad esas vías secretas, y arribaréis sin novedad a la plaza fuerte que conquistamos.

Garic, tras consultar a los otros dos hombres con los ojos, se erigió en portavoz del grupo e indagó:

—Nos das recomendaciones, señor, como si no fueras a acompañarnos. ¿Es así?

El aludido se aclaró la garganta a fin de contestar, pero las frases no afloraron a sus labios. Había temido aquel instante durante días y, ahora que era ineludible la separación, la arenga que tan meticulosamente había preparado se borró de su mente cual una huella en la arena bajo el influjo del viento.

—Has acertado, muchacho, no iré con vosotros —logró musitar. Percibió un resplandor en los ojos de Garic y, adivinando su pensamiento, levantó la mano para imponerle silencio—. No, no soy tan insensato como para desperdiciar mi vida en aras de una causa noble y estúpida. No es mi intención cubrir vuestra retirada y rescatar de la muerte a mi flamante primer oficial.

El caballero se ruborizó al oírle mencionar su cargo, algo poco frecuente; pero dejó que prosiguiera sin importunarle.

—No pertenezco a tu Orden, gracias a los dioses —reanudó su charla el corpulento humano—. Tengo el suficiente sentido común para correr cuando presiento el fracaso y ahora, más que intuirlo, lo admito como un hecho palpable. —Se mesó el cabello, exhaló un suspiro y concluyó—: No espero que lo entiendas, es demasiado complejo, pero te garantizo que el kender y yo podemos volver a casa mediante la magia.

—¿No será la de tu hermano? —le interrumpió Garic, fruncido el ceño y con una sombría expresión en sus facciones.

—De ningún modo —protestó el hombretón, al parecer ofendido—. Aquí se acaba mi relación con el nigromante. Él ha de vivir su propia vida y yo, al fin me doy cuenta, soy libre de elegir mi destino. Id a Pax Tharkas —encomendó al guardián, apoyada la mano en su hombro— y, junto a Michael, ayudad a sus moradores a sobrevivir durante el invierno.

—Pero…

—Es una orden, caballero —se cuadró el general.

—Sí, señor.

El joven desvió la faz y se secó las lágrimas con el dorso de la mano.

Caramon, desaparecido su enfado, rodeó con el brazo a su hombre de confianza y, atrayéndole hacia él, le deseó:

—Que Paladine oriente tus pasos, Garic. Y también los vuestros —extendió su bendición a los otros.

—¿Paladine? —repitió el guardián, atónito—. ¿El dios que nos volvió la espalda?

—No pierdas nunca la fe —le reconvino el guerrero, a la vez que se ponía en pie con una mueca impregnada de abatimiento—. Aunque no puedas creer en las antiguas divinidades, haz un hueco en tu corazón donde albergar lo mejor que hay en ti. Escucha tu propia voz, ya que reniegas de la suya, por encima del Código y la Medida, y más tarde o más temprano comprobarás que ambas se funden en una sola.

—Lo haré —murmuró Garic—. Que tus dioses, aquellos que te inspiran tan bellas palabras, te acompañen en tu camino.

—Siempre han velado por mí —dijo Caramon sonriendo—, durante toda mi existencia. Mi problema es que he sido demasiado obcecado para percatarme. Vamos, no perdáis un segundo más. Desapareced.

Uno tras otro, se despidió de los caballeros. No quiso violentarlos, así que fingió ignorar sus viriles intentos de camuflar su llanto, pese a que, también él, se conmovió frente a aquellas muestras de tristeza, una tristeza que compartió hasta tal punto que él mismo habría prorrumpido en sollozos.

Con cautela, los soldados abrieron la puerta y se asomaron al corredor. Estaba vacío, salvo por los cadáveres. Los dewar se habían esfumado, mas el general, experto en las tácticas de guerra, sabía que la tregua sólo duraría hasta que se hubieran reorganizado o, quizá, hasta que llegaran refuerzos. Mejor pertrechados, los enanos oscuros atacarían la sala y matarían a sus adversarios humanos.

Blandiendo su espada, Garic precedió a los dos centinelas pasillo adelante. El kender les había impartido confusas instrucciones sobre cómo alcanzar los sótanos de la fortaleza mágica e incluso se había ofrecido a trazar un mapa, una iniciativa que Caramon desestimó arguyendo falta de tiempo, y el joven caballero proyectaba seguir tales directrices.

Cuando los últimos ecos de sus zancadas se perdieron en la distancia, el hombretón y el kender se alejaron en sentido opuesto. No obstante antes de iniciar la marcha, Tas arrancó su cuchillo del inerte cuerpo de Argat.

—En una ocasión dijiste que mi arma sólo servía para cazar conejos —acusó a su amigo mientras, orgulloso, limpiaba la sangre de la hoja y afianzaba ésta en su cinto.

—No menciones a esos animales —le atajó el guerrero con un acento tan extraño, tan seco, que el hombrecillo le miró y quedó paralizado al notar la mortal lividez que desteñía sus normalmente encarnados pómulos.