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La espada divina

Tenía el cabello crespo, negro, y una ambigua sonrisa que más tarde los hombres hallarían irresistible en su hija. Poseía la cándida honestidad que había de caracterizar a uno de sus vástagos varones y también un don, un raro y portentoso poder, que heredaría el tercer miembro de su progenie.

La magia corría por sus venas, al igual que luego bañaría las de su hijo. Pero era frágil de voluntad y de espíritu, una mácula en su naturaleza que la conduciría a morir a causa de su incapacidad para controlar sus propias facultades.

Ni Kitiara, férrea en sus emociones, ni tampoco el corpulento Caramon lamentaron en exceso la muerte de su madre. Kitiara le profesaba el odio que sólo inspiran los celos y, en cuanto al guerrero, aunque quería a la mujer que lo concibió, se sentía más vinculado a su indefenso gemelo. Además, las extrañas ensoñaciones y trances místicos que tan a menudo la transportaban eran un completo enigma para el entonces joven mercenario.

Pero su fallecimiento produjo en Raistlin un efecto devastador. Era el único de los tres que la comprendía, que se apiadaba de su debilidad pese a despreciarla por esa misma lacra. Se enfureció con ella porque se había ido, porque le había dejado solo en el mundo sin más compañía que sus dotes arcanas. Su desaparición le llenó de disgusto y al mismo tiempo de miedo, pues veía en la suerte de su madre un heraldo de su propio destino.

Al perecer su esposo, la madre del hechicero se sumió en un decaimiento obsesivo del que nunca más había de emerger. El aprendiz de mago nada pudo hacer sino asistir desvalido a su desmoronamiento, ver cómo se consumía al rechazar el alimento y volar, extraviada, hacia planos de existencia donde únicamente ella tenía acceso. Ésta indefensión la destrozó hasta lo más hondo de sus esencias.

La veló en su última noche. Sujetando entre las suyas aquella mano laxa, presenció los prodigios que invocaba en el momento crucial y, al igual que ella, contempló la manifestación de una magia distorsionada a través de unas cuencas oculares hundidas, febriles, que en nada se diferenciaban de las de la agonizante.

Se prometió a sí mismo que a nada ni a nadie le concedería la posibilidad de manipularle de aquel modo, ni a sus hermanos, ni al arte arcano ni a los dioses. Sólo él se erigiría en la fuerza viviente que había de guiar sus pasos.

Más que una promesa fue un juramento solemne, irrevocable. Pero era aún muy joven, apenas un adolescente obligado a enfrentarse a la muerte solo, envuelto en la penumbra de la alcoba. Junto a él exhaló su madre el último suspiro y, antes de que expirase, el asustado muchacho apretujó sus exánimes y largos dedos —tan semejantes a los suyos—, y le suplicó en un mar de lágrimas:

—Madre, ven a casa… ¡Ven a casa!

Y ahora, en Zhaman, escuchaba aquellas mismas palabras, aquella frase suplicante que le desafiaba trocada en una irrisoria mofa. Retumbaba en sus oídos, rebotaba contra los recovecos de su mente con un repiqueteo discorde, salvaje. Un estallido de dolor le impulsó a apoyarse en el muro más próximo.

Raistlin había visto una vez cómo Ariakas, el malvado Señor del Dragón, torturaba a un caballero que había capturado encerrándole en un campanario. Los oscuros clérigos tañeron las campanas en loa a su Reina durante toda la noche y, a la mañana siguiente, encontraron al prisionero muerto, con una máscara de terror tan espantosa sobre su rostro que incluso los más avezados a practicar la crueldad se deshicieron del cadáver sin osar examinarlo.

El archimago se sentía enjaulado en su propia torre de resonancias, era la repetición de un ruego que él pronunciara lo que le anunciaba su sino en el cráneo. Jadeante, sujetándose la cabeza entre las manos, hizo un intento desesperado por amortiguar los atronadores ecos.

«Ven a casa…, ven a casa». Mareado, ciego a causa del suplicio, buscó alivio en la huida. Corrió sin norte, sin saber adonde iba, con el único propósito de escapar. Flaquearon sus insensibles pies y, tropezando con el repulgo de su túnica, se desplomó.

En la caída, un objeto redondo salió despedido de uno de sus bolsillos mágicos y rodó por el suelo. Al reparar en él, Raistlin ahogó una exclamación de rabia y de pánico, pues aquella pequeña esfera constituía otra prueba fehaciente de su fracaso. En efecto, se trataba del Orbe de los Dragones que, resquebrajado, extinto, inútil, parecía resuelto a abandonarle en la hora de su declive. Se lanzó hacia la bola frenéticamente, mas ésta se deslizó cual una canica sobre las losas y eludió su garra. Se arrastró tras el escurridizo ingenio hasta que al fin se detuvo y, cuando se disponía a recuperarlo, también él se inmovilizó. Ante él se erguía, imponente, el Portal.

Era idéntico al de la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas: una doble hoja ovalada que se alzaba sobre una plataforma, adornada y custodiada por cinco cabezas reptilianas. Sinuosos sus cuellos, encaradas hacia dentro, las bocas de aquellas criaturas permanecían abiertas como si reclamasen en silencio el tributo debido a su soberana.

En Palanthas, la puerta estaba atrancada. Nadie podía traspasarla salvo los moradores del Abismo al salir en dirección opuesta, un evento improbable dado que ni siquiera la Reina tenía opción a desplazarse a su antojo al plano real de la existencia. Éste acceso se hallaba asimismo ajustado, pero había dos seres en el mundo capaces de cruzarlo: un clérigo de túnica blanca que ostentara el estandarte del Bien supremo y un archimago ataviado de negro, exponente de la malignidad en su más amplio sentido. Una combinación harto difícil, exigida por los grandes hechiceros con la esperanza de sellar así para siempre, la comunicación con el universo de la inmortalidad.

Cualquier persona corriente, al escrutar el Portal, no habría divisado sino un espacio de brumas, desnudo y gélido. Pero el nigromante había cesado de pertenecer a ese grupo. Tras tantos años de concentrar sus energías y estudios en la consecución de su objetivo, de acercarse a su divinidad, se hallaba ahora en suspenso entre ambos mundos. Con sólo mirar la impresionante hoja, casi podía penetrar la negrura que la escudaba, una negrura que oscilaba frente a sus ojos. Apartando sus pupilas de tan fascinador y temible reto, se afanó en recobrar el Orbe.

«¿Cómo ha podido escapárseme?», pensó, malhumorado. Guardaba la esfera en una bolsa, que, a su vez, había embutido en el fondo de un bolsillo oculto, a salvo de incidentes. No tuvo que cavilar mucho, sin embargo, ya que conocía la respuesta. Aquéllas bolas mágicas estaban dotadas de un poderoso instinto de autopreservación. La de Istar se había librado del Cataclismo engatusando a Lorac, el rey elfo, para que la robase y la llevara a Silvanesti, hasta que, al comprender que ya no le sería posible utilizar a aquel demente, se había adherido a Raistlin como una rémora. Había rescatado de la muerte a su nuevo poseedor, o poseído, en la Gran Biblioteca de Astinus, y más tarde había conspirado con Fistandantilus cuando éste pretendía entregar al joven a la Reina Oscura. Ahora presentía la vecindad del mayor peligro de su existencia, de modo que trataba de fugarse.

El hechicero no había de permitirlo. Estirando la mano, la cerró firmemente sobre el Orbe.

Oyó un ominoso rechinar y, al levantar la cabeza, advirtió que el Portal se había entreabierto. No estaba aquella brecha destinada a admitirle, sino a avisarle del castigo que entrañaba el fracaso.

Postrado sobre sus rodillas, cobijada la esfera en su pecho, Raistlin notó frente a él la egregia presencia de Takhisis, Reina de la Oscuridad. Un repentino sobrecogimiento le indujo a encorvarse, tembloroso, en una reverencia a los pies de la hacedora.

—Estás condenado —murmuró la voz de la Reina en sus entrañas—, compartirás la desdicha de tu madre. Devorado por tu magia, quedarás embrujado para toda la eternidad sin que acuda en tu socorro el dulce consuelo de la muerte.

Tan despiadado oráculo apabulló al nigromante. Su cuerpo se contorsionó como lo hiciera el marchito cuerpo de Fistandantilus al aplicar él, su inveterado adversario, el colgante del rubí a su pecho. Reclinó la cabeza en el suelo de piedra del mismo modo que, en sus pesadillas, la apoyara en el tajo de su verdugo, en un mudo reconocimiento de su derrota.

Mas, en su interior, bullía un resquicio de fortaleza. Tiempo atrás Par-Salian, el máximo dignatario de la Orden de los Túnicas Blancas, había recibido un encargo de los dioses. Necesitaban las divinidades un mago con especiales virtudes que les ayudara a contener el avance de la perversidad y el anciano, después de muchas deliberaciones, había elegido a Raistlin porque intuía la fuente inagotable de energía que atesoraba. En su juventud aquellas dotes habían sido una masa informe de hierro, pero el viejo adalid abrigaba la esperanza de que el fuego del sufrimiento, la guerra y la ambición moldeara este inservible material hasta fraguar una espada de templado acero.

El hechicero no se dio por vencido. Despacio, se enderezó de su doblegada postura.

El calor que destilaba la furia de la Reina le asedió y, bañado en sudor, el nigromante tuvo la sensación de que si respiraba, el fuego invadiría sus pulmones. La soberana lo atormentaba, se reía de él como habían hecho tantos otros y no obstante, a pesar de las convulsiones que el pavor le infligía, su alma empezó a enardecerse.

Perplejo, intentó analizar tan paradójica reacción. Se esforzó en recuperar el control hasta que, exhausto y tembloroso, desterró de sus tímpanos los zumbidos generados por la voz de la diosa, de su madre. Cerró también los ojos para conjurar la mueca socarrona de aquella figura detestable.

Le acunó la oscuridad y, en sus reconfortantes vapores, pudo discernir el temor de su Reina. ¡Sentía miedo de él!

Sin precipitarse, Raistlin se puso de pie. Un viento tórrido procedente del otro lado del Portal agitó los pliegues de sus vestiduras, tan huracanado que por un momento se creyó transportado en una nube de tormenta. Ahora podía mirar de frente a su rival, fijar la vista en aquella hoja siniestra con una sonrisa túrbida, amenazadora, en los labios. Plantado en la actitud del que presenta la réplica a un enemigo insignificante, arrojó el Orbe contra el acceso.

Al estrellarse en su diana, la esfera se hizo añicos. Invadió el aire un alarido apenas perceptible y varios pares de alas espectrales batieron vigorosas en derredor del mago antes de disolverse, tan prontamente como habían surgido, en volutas de humo.

Una fuerza descomunal, que nunca había sospechado poseer, regó su persona. El descubrimiento de un punto vulnerable en su adversaria actuaba sobre él como un elixir embriagador, su mágico influjo bajó de su mente hasta su corazón y se vertió, a través de las venas, en todo su ser. El poder acumulado, duplicado, de múltiples siglos de sabiduría constituía su más sagrada pertenencia, suya y de Fistandantilus.

Oyó en aquel instante el nítido sonido de un clarín, tan fría su música como la brisa de las níveas montañas que albergaban a los enanos. Puras y cortantes, las notas del lejano instrumento se desintegraron en mil ecos que disiparon las enloquecedoras voces y le invitaron a adentrarse en la penumbra, confiriéndole el poder de abatir a la misma muerte.

No se dejó atraer, no era su intención atravesar tan pronto el Portal. Prefería aguardar un poco más, aunque si era imprescindible estaba decidido a afrontar su destino. La aparición del kender significaba que el tiempo podía alterarse, y al desembarazarse del gnomo había adquirido la certeza de que no habría interferencias del ingenio mágico, unas interferencias que habían destruido a Fistandantilus.

Raistlin dirigió una última, prolongada mirada al acceso, antes de despedirse con una cortés inclinación de cabeza de la Reina y encaminarse de nuevo hacia el pasillo.

De rodillas, Crysania oraba en su aposento.

Después de visitar al kender había querido acostarse sin demora, pero un extraño presagio la mantuvo despierta. Flotaba en el ambiente una quietud expectante, un silencio que, lejos de calmarla, la colmaba de inquietud. El sueño no acudió a su llamada, estaba alerta, despejada como no recordaba haberse sentido en toda su vida.

El cielo se hallaba profusamente iluminado: la ígnea aureola de las estrellas ardía en la negrura y Solinari, la luna de plata, refulgía cual una daga. La sacerdotisa distinguía los objetos de la estancia con una claridad antinatural. Parecían vivos, vigilantes y tan ansiosos como ella.

Perturbada, trató de distraerse oteando el firmamento. Rastreó las constelaciones que lo poblaban, el eje central configurado por Gilean, el Fiel de la Balanza, en torno al que pululaban Takhisis, la Reina de la Oscuridad, el Dragón de Muchos Colores y de Ninguno y Paladine, el Guerrero Valiente, conocido también como el Dragón de Platino. A sus flancos se dibujaban las lunas. —Solinari, el Ojo de los Dioses y Lunitari, la Vela de la Noche—, circundadas a su vez por los dioses menores y, entre éstos, por los planetas.

En algún lugar recóndito se escondía el otro satélite, la luna negra que sólo Raistlin podía ver.

Mientras examinaba el panorama celeste, a Crysania se le enfriaron los dedos por haberlos posado en la pétrea repisa del alféizar. Se percató de que estaba tiritando y resolvió retirarse, tratar de dormir, mas el trémulo palpito nocturno la conminó a aguardar.

Fue entonces cuando oyó el clarín, un clamor prístino y punzante que se abrió paso hasta su corazón y que, cual un himno de victoria ajena, le heló la sangre en las venas.

En aquel preciso instante, se abrió la puerta de su dormitorio. No le sorprendió que fuera él. Una voz interior le había advertido de su venida, así que dio media vuelta y, sosegada, le observó.

Raistlin se silueteó en el umbral, en un limpio contraluz producido por las antorchas que alumbraban el pasillo y también por su propia luz, que brotaba de sus entrañas para derramarse sobre su atavío en una aureola nada halagüeña.

Incitada por una fuerza singular, la dama desvió de nuevo la mirada a las esferas celestiales y vislumbró, en un halo de opacidad semejante al del archimago, a Nuitari, la Luna de las Tinieblas sobre la que antes meditara.

Entornó los párpados, abrumada por el latido que se había agolpado en sus sienes y por la alteración que había sufrido su pulso. Luego, dueña otra vez de sus actos, se arriesgó a encararse con el nigromante.

Contuvo el aliento. Le había visto en el éxtasis de su magia, había presenciado su combate contra la derrota y la muerte, pero nunca se le había presentado en la plenitud de sus energías, en la majestad de su poder. Una sapiencia más antigua que el mundo y el centelleo de la inteligencia esculpían sus rasgos, se plasmaban en unas líneas que desvirtuaban su expresión hasta hacerle irreconocible.

—Ha llegado la hora, Crysania —anunció el mago, tendiéndole sus manos. La eclesiástica las asió, con los dedos aún yertos, y al entrar en contacto con su tibieza, el contraste fue tan brusco que casi se abrasó.

—Tengo miedo —confesó en un murmullo.

—Nada has de temer —la alentó el hechicero—. Tu dios te protege, no me cabe la menor duda. Es la Reina de la Oscuridad la que está asustada. ¡Siento su pánico como una vibración en mis vísceras! Juntos, tú y yo podremos transgredir los límites del tiempo y penetrar en el universo de la muerte. Juntos batallaremos contra la negrura, postraremos a Takhisis.

Sus manos la acercaron a su pecho y, abrazándola, estampó en aquellos labios sensuales, delicados, un beso que privó a la mujer del aliento.

Con los ojos cerrados, la sacerdotisa dejó que el fuego mágico, el mismo que consumiera los cadáveres en la aldea del valle, derritiera su cuerpo y, con él, el blanco caparazón de frialdad tras el que se había agazapado durante los últimos años.

Raistlin se apartó y, mientras acariciaba el contorno de la boca femenina, le alzó el mentón para que se cruzasen sus pupilas. Crysania se vio reflejada en la inmensidad de aquellos espejos, contempló la radiante aura de luz que resaltaba su belleza, su poderío. La imagen que le devolvía el alma del nigromante a través de las dilatadas pupilas era la de una criatura amada, venerada, una defensora infatigable de la verdad y la justicia que vencía para siempre las miserias, los sinsabores del mundo.

—Alabado sea Paladine —musitó.

—Alabado sea —coreó el mago—. Una vez más, te daré un talismán. Del mismo modo que garanticé tu integridad cuando atravesaste el Robledal de Shoikan te guardaré ahora, mientras atraviesas el Portal.

La sacerdotisa se puso a temblar y él, estrujándola de nuevo entre sus brazos, aplicó los labios a su frente. Un dolor lacerante se adueñó de la dama quien, pese a su momentáneo desmayo, ahogó el grito que surgía de su garganta.

—Ven —la invitó el hechicero, sonriente.

A lomos de un alado encantamiento, ambos abandonaron la estancia en busca de la noche en el instante en que los rojizos rayos de Lunitari se esparcían sobre la negrura, como ríos de sangre convocados por el hiriente cuchillo de Solinari.