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Mazmorras, escaleras… y un descubrimiento

El efecto de sus revelaciones en el talante de Raistlin asombró a Tasslehoff más de lo que nada había logrado impresionarle en toda su existencia. Había visto al hechicero disgustado, complacido, había presenciado recientemente su más abyecto crimen, había observado cómo se desfiguraba su rostro cuando Kharas, el héroe de los enanos, hundió la certera daga en su carne, pero nunca había sido testigo de una expresión semejante en su faz.

El semblante del mago asumió una lividez tan intensa que el kender creyó por un momento que había muerto, que el impacto le había fulminado de manera instantánea. Los espejos de sus ojos parecieron hacerse añicos, el mudo espectador atisbo su propio e irregular reflejo en las astillas de una visión desmembrada. Sus pupilas cesaron de reconocer su entorno, se tornaron vidriosas al extraviarse en la ciega búsqueda del más allá.

También la mano que descansaba sobre la cabeza de Tas fue víctima de una reacción violenta, en forma de temblores espasmódicos que se propagaron por toda su persona. Raistlin se marchitaba, envejecía a una velocidad de vértigo. En el instante en que se puso de pie, azotó su enteca figura un vendaval invisible pero evidente en sus nefastas consecuencias.

—¿Qué te ocurre? —cuestionó el hombrecillo, feliz por haberse zafado de su indivisa atención, aunque también inquieto ante la singular apariencia que ofrecía.

El convaleciente se sentó en el camastro y comprobó que su mareo se había desvanecido, al igual que el insólito aguijonazo del miedo. Casi volvía a ser el de siempre.

—Raistlin, no pretendía causarte ningún malestar —se disculpó—. ¿Vas a caer enfermo, ahora que yo me siento mejor? Tienes un aspecto lamentable.

El archimago no contestó. Bamboleándose hacia atrás, se desplomó sobre el rocoso muro y permaneció apoyado sin poder evitar que se acelerase su pulso cada vez que inhalaba o intentaba moverse. Después de cubrirse el rostro entabló una encarnizada lucha para recuperar el control de sí mismo, una batalla contra un adversario intangible pero que Tasslehoff visualizó como si de un espectro se tratara.

Emitió el asediado un grito guerrero, impregnado de furia y angustia, y se dio impulso hacia adelante. Agarró el Bastón de Mago y, en el mismo arranque, huyó a través de la puerta abierta envuelto en el fustigador revuelo de su túnica.

Paralizado, perplejo, el kender advirtió cómo, en su enloquecida marcha, el nigromante propinaba un empellón al enano oscuro que montaba guardia en la entrada del calabazo. El centinela ojeó al cadavérico ser que pasaba por su lado en una carrera sin rumbo y, tras exhalar un salvaje alarido, se alejó en sentido opuesto.

Tan repentinamente se habían desarrollado los acontecimientos, que Tasslehoff tardó unos minutos en percatarse de que era libre.

«Crysania estaba en lo cierto —se dijo para sus adentros, llevándose la mano a la frente—. Ahora que me he desahogado me he quitado un peso de encima y aunque, por desgracia, lo he volcado sobre los hombros de Raistlin, no me importa que sufra un poco. Nunca le perdonaré que matase al pobre Gnimsh a sangre fría, no cejaré hasta que me explique sus motivos.

»Pero centrémonos en la acción —se estimuló—. Lo primero que he de hacer es encontrar a Caramon y comunicarle que obra en mi poder el ingenio arcano. Así regresaremos sin demora al hogar. Hogar —repitió, mientras estiraba las piernas en dirección al suelo—: nunca imaginé que este vocablo despertara en mi alma tan dulces asociaciones».

Se disponía a levantarse cuando sus piernas, avezadas a la holgazanería del lecho, se replegaron y rehusaron trabajar.

—¡No os lo consentiré! —se encolerizó Tas con aquellas desvergonzadas—. Sin mí no sois nada, recordadlo bien. Yo soy el jefe, de modo que si os ordeno caminar no os queda otro remedio que obedecer, ¿está claro? Me incorporaré de nuevo, y exijo colaboración por vuestra parte —ordenó, puesta en sus piernas una mirada furibunda.

El alegato no resonó en el desierto. Las piernas se comportaron mejor en la segunda intentona y el kender, aunque todavía fluctuante, consiguió cruzar la lóbrega cámara hacia el corredor iluminado por antorchas que se insinuaban al otro lado de la puerta.

Al llegar al umbral, se asomó, cauteloso, al pasillo. No había nadie, y tampoco al salir divisó sino celdas vacías, tenebrosas, similares a la que él ocupara. Después de avanzar unos pasos, no obstante, atisbo una escalera ascendente en un extremo del túnel y, como en el sentido contrario reinaba una noche perpetua, resolvió probar suerte con la única posibilidad de escape que parecía viable.

«Me pregunto dónde estoy —reflexionó, aunque, en lugar de arredrarse, optó por refugiarse en su filosofía—. De todos modos, una de las ventajas de haber habitado el Abismo es que cualquier otro sitio, aunque sea una cueva inmunda, se nos antoja paradisíaco en comparación».

Tuvo que detenerse en su recorrido a fin de reprender a sus piernas, tercas en su afán de volver a la cama, mas pronto se impuso al motín y arribó sin más novedad al pie de la escalinata. Aprestó el oído y percibió unas voces.

—Alguien departe ahí arriba —susurró con fastidio, al mismo tiempo que se camuflaba en las sombras—. Supongo que son guardianes y, a juzgar por su acento, pertenecen a uno de los clanes enaniles. ¿Cómo se llamaban? ¡Ah, sí, dewar! —Se quedó muy quieto, deseoso de discernir alguna de las frases que intercambiaban aquellas criaturas de timbre cavernoso—. Al menos podrían expresarse en una lengua civilizada —protestó al rato, incapaz de comprenderlas—. Lo único que saco en claro es que reina entre ellos cierta excitación.

La curiosidad pudo más que él. Ascendiendo el primer tramo de peldaños, aventuró la cabeza alrededor del ángulo que formaba el rellano y volvió a recular.

«Son dos —recapituló con un suspiro de desaliento—. Obstruyen la escalera; no hay forma de sortearlos».

Sus herramientas y armas le habían sido arrebatadas en las mazmorras de Thorbardin, junto a sus otras pertenencias, pero le quedaba el cuchillo en el cinto. «De nada me servirá contra sus pertrechos», admitió, al perfilarse en su mente la imagen de una de las descomunales hachas que había visto en manos de los custodios.

No desesperó. «Quizá se vayan pronto», se alentó, y aguardó. Los enanos parecían exhaustos, mas sin duda les habían dado instrucciones de defender sus puestos y no los abandonarían aun a costa de echar raíces.

«No puedo pasarme aquí todo el día o toda la noche, sea cual fuere la hora —rezongó—. Como mi padre solía comentar, «dialoga siempre antes de recurrir a la argucia». Lo peor que pueden hacerme, sin contar el asesinato, es encerrarme de nuevo, lo que no sería muy grave dado el estado de los candados. Forzarlos no me llevaría más que unos minutos. ¿Era mi progenitor quien citaba este dicho —meditó mientras se encaramaba en el tramo siguiente—, o mi tío Saltatrampas?».

Una vez en la cúspide se enfrentó, como había augurado, a dos dewar, que se sobresaltaron al reparar en su presencia.

—Hola —les saludó el kender con su habitual desenfado—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, y les alargó la mano—. ¿Cuáles son vuestros nombres? ¿No queréis revelármelos? No importa, lo más probable es que nunca llegue a pronunciarlos correctamente. Soy un prisionero —informó— y busco al individuo que me tenía confinado en una de esas celdas del sótano, un mago de Túnica Negra. Me estaba interrogando cuando le relaté algo que debió de pillarlo desprevenido, pues sufrió una especie de ataque y salió a toda prisa de la estancia. Olvidó atrancar la puerta, así que… ¡Sois unos groseros!

Le arrancó esta exclamación la insultante actitud de los dewar, quienes, después de espiarlo con creciente alarma, emitieron un aullido apenas articulado, giraron sobre sus talones y se batieron en retirada.

—Antarax! —gritaban al alejarse, dejando al kender mudo de estupor.

—¿Qué significará ese término? —caviló Tasslehoff—. Veamos, es la versión enanil de «muerte ardorosa» —descompuso la palabra, gracias a los conocimientos recibidos de Flint—. ¿Muerte ardorosa? ¡Ya lo tengo! Se refieren a la peste, creen que todavía padezco ese mal y por eso me temen. Podría explotar la circunstancia, aunque no estoy seguro de que sea una buena idea.

Abstraído en su dilema, no se había percatado de que se hallaba en otro pasillo de considerable longitud, tan desangelado y deprimente como el que acababa de dejar. «Sigo ignorante de mi paradero —pensó al examinarlo—, y nadie parece inclinado a ponerme en antecedentes. Las únicas vías practicables son la escalera del subterráneo y el camino que han tomado los dewar, de modo que iré tras ellos por si averiguo dónde se ha instalado Caramon. No puede estar muy lejos».

Pero sus piernas, que ya habían registrado una primera queja contra el mandato de caminar, manifestaron mediante un signo inequívoco que no estaban en disposición de correr. Avanzó Tas a trompicones en persecución de los enanos que, más prestos, habían desaparecido de su radio de mira cuando alcanzó la zona intermedia del pasillo. Resoplando, un poco débil pero resuelto a encontrar a su amigo, el kender acometió unas nuevas escaleras por donde intuyó que se habían esfumado los escurridizos hombrecillos, ya que no había otras ramificaciones en el corredor y, de haber jalonado los prófugos toda su extensión, no habría perdido su rastro. Una vez hubo coronado su ascensión, dobló una esquina y se detuvo de manera súbita.

—¡Cuidado! —se alertó, y se agazapó en las sombras—. ¡Cállate, Burrfoot! —se amonestó con severidad, sellando su propia boca—. ¡Es todo el ejército de los dewar!

Ciertamente, esa impresión daba la asamblea con la que casi había topado. Los dos centinelas que había espantado estaban difundiendo la noticia entre una veintena de compañeros de su clan y, oculto en su rincón, el kender oyó su estruendosa cháchara y quedó convencido de que no tardarían en arrojarse sobre él. Sin embargo, no sucedió tal cosa.

Esperó, atento a la más mínima señal de movimiento, hasta que, harto de tanta incertidumbre, oteó el panorama con la mayor precaución posible. Constató entonces que algunos de los enanos reunidos no eran dewar, que su pulcritud, sus cuidadas barbas y las brillantes armaduras que les cubrían en nada se asemejaban a los raídos portes exhibidos por sus contertulios. Los hombrecillos más dignos estaban contrariados, sometían a uno de los centinelas a un escrutinio amenazador que hizo encogerse a éste como si fueran a desollarle.

—¡Enanos de las Montañas! —les reconoció Tasslehoff en la cumbre del estupor—. Según Raistlin son el enemigo, deberían estar en sus laberintos y no en los nuestros. Suponiendo que nos hallemos en una de esas fortalezas cavadas en la roca, claro, lo que resulta obvio a la vista de las recias paredes y grutas que me circundan. Pero, si es así, ¿qué pintan esas criaturas en el terreno contrario?

Uno de los Enanos de las Montañas habló, y Tas se regocijó.

—¡Al fin, uno que usa un vocabulario inteligible!

El motivo de su júbilo era que el desconocido, debido a las diferencias lingüísticas de ambas razas, se expresaba en una tosca mezcla de idioma común y enanil.

Su parrafada versó, por lo que el kender pudo entender, sobre lo poco que le interesaban un mago chiflado o un prisionero errabundo y apestado.

—Hemos hecho esta incursión para cobrarnos la cabeza del general Caramon —declaró el cabecilla de los habitantes de las Montañas—. Según tú el hechicero nos la prometió y, como en principio todo debe estar arreglado, prescindiré de entrevistarme con el Túnica Negra, que no me inspira ninguna confianza. Y ahora, Argat, respóndeme: ¿Estáis preparados? ¿Atacaréis al ejército desde dentro? ¿Mataréis al mandamás, o era sólo una estratagema? En este último caso, las familias que dejasteis en Thorbardin serán ajusticiadas sin piedad.

—¡No hay estratagema que valga! —bramó el llamado Argat, apretando el puño—. Entraremos en acción en seguida. El general se encuentra en la sala del consejo, ultimando la estrategia, y el mago nos garantizó que se las ingeniaría para que no le acompañase más que su guardia personal. Mientras, nuestros hombres incitarán a la batalla a los Enanos de las Colinas y, cuando cumpláis vuestra parte del trato y se anuncie que han sido abiertas las puertas de Thorbardin…

—En este mismo momento suenan los clarines —espetó el infiltrado—. Si estuviéramos por encima de la superficie podrías oír su clamor, tal como convinimos. ¡Las tropas han emprendido la marcha!

—¡Vamos sin demora! —propuso el dewar y añadió, inclinándose en una burlona reverencia—: Invito a su señoría a estar presente cuando decapitemos al general.

—Acepto gustoso —repuso el otro—, aunque sólo sea para asegurarme de que no habéis conspirado otra vez contra nuestro pueblo.

Tas cesó de escuchar. Apoyado en el muro, no era consciente sino del hormigueo de sus piernas y un ominoso retumbo en sus tímpanos.

«¡Caramon! —vociferó para sus adentros, intentando ordenar sus confusas ideas—. ¡Quieren matarle, y Raistlin es el artífice de la traición! ¡Mi desdichado amigo a punto de sucumbir en un plan urdido por su propio gemelo! Si se enterase caería víctima del pesar; esos enanos no precisarían de sus hachas».

De pronto el abatido kender levantó la cabeza y se recriminó, casi en un bramido audible:

—Tasslehoff Burrfoot, ¿qué haces aquí como un pasmarote o, peor aún, como un enano gully que ha hundido un pie en el fango? Tienes que salvarle, prometiste a Tika que te ocuparías de él.

«¿Salvarle tú, botarate? —zumbó en su interior una voz que se parecía sospechosamente a la de Flint—. ¡Ahí se han congregado una veintena de enanos, y tú sólo estás armado con un cuchillo apto para matar conejos!».

—Ya se me ocurrirá algo —se rebeló el kender—. Tú quédate sentado en tu árbol y no te interfieras en mis asuntos.

Oyó un gruñido inconfundible; pero, ignorándolo, enderezó la espalda, desenvainó su pequeño cuchillo y echó a andar por el corredor con ese perfecto sigilo que tan sólo un kender puede conseguir.