La odisea de Tas
Durante varias centurias, nadie se había aventurado en la fortaleza de Zhaman. Los enanos le profesaban una inquina invencible por diversas razones, siendo las principales que había pertenecido a las órdenes arcanas y, más abominable aún, que su mampostería no era de factura enanil. Según leyendas ancestrales, la habían construido mediante la magia, había surgido de la tierra y se mantenía en pie merced a un duradero sortilegio.
—Tiene que ser así —rezongó Reghar, al mismo tiempo que oteaba las esbeltas torres del alcázar en actitud evasiva—. De otro modo, su simientes habrían cedido hace ya muchas décadas —dictaminó, y señaló a Caramon el portentoso y bien conservado edificio.
Los Enanos de las Colinas, tras negarse a asomar ni siquiera los rizos de la barba al interior del recinto, montaron su campamento al aire libre, en las llanuras. Los bárbaros les imitaron, no tanto por miedo a la magia que pudiera anidar en la mole —aunque la observaron con resquemor e intercambiaron secretos comentarios en su lengua— como porque se sentían incómodos en cualquier lugar cerrado.
Los humanos, mofándose de tan burdas supersticiones, entraron en la fortaleza en un tumulto de chanzas sobre espectros y muertos vivientes. Sólo pernoctaron una noche. A la mañana siguiente, se instalaron en la planicie y arguyeron, frente a los enanos, que se dormía mejor bajo las estrellas.
—¿Qué ocurrió ahí dentro? —preguntó el general a su gemelo en el momento de su arribo, mientras cruzaban el patio—. Dijiste que no era una de las Torres de la Alta Hechicería y, sin embargo, es ostensible su origen arcano. La erigieron miembros de tu Orden y, además, flota en el ambiente una extraña amenaza, un halo que no es mágico, como en Wayreth, sino que produce, más bien, sensación de… —Calló, al no encontrar el término apropiado.
—De violencia —le ayudó Raistlin paseando su mirada penetrante, aguda, por todos los objetos que le rodeaban—. De violencia y de muerte, hermano. Los magos concibieron este alcázar como un centro de experimentación y si lo alzaron lejos del mundo civilizado, fue porque eran conscientes de que los encantamientos aquí invocados podían escapar a su control. Y así sucedió, en más ocasiones de las que habían previsto. Pero también en este rincón apartado surgieron grandes prodigios, susceptibles de contribuir al perfeccionamiento de su arte y al bienestar de todas las criaturas de Krynn.
—¿Por qué fue abandonado? —intervino Crysania, que tuvo que arroparse en su capa de pieles a causa de la brisa gélida, rica en aromas de polvo y piedra, que fluía sin trabas por los angostos corredores.
Raistlin arrugó el entrecejo y permaneció callado durante un largo espacio de tiempo. Despacio, en silencio, los tres adalides avanzaron por los sinuosos pasillos. Las blandas botas de cuero de la sacerdotisa no hacían ruido al andar, si bien las contundentes zancadas de Caramon arrancaban ecos de las vacías cámaras y los ropajes del archimago susurraban quedamente, a un ritmo acompasado con los estampidos del bastón en el que se apoyaba. Aunque intentaron amortiguar sus propios sonidos, eran casi los fantasmas de sí mismos en su deambular. Cuando el nigromante se decidió a hablar, el timbre de su voz sobresalto a sus compañeros.
—Desde los albores de la Historia —comenzó—, los hechiceros se han dividido en tres grupos: los bondadosos, los neutrales y los perversos. Pero, por desgracia, no siempre se ha preservado el equilibrio. No ignoráis que en una época ya remota la plebe se volvió contra nosotros. Pues bien, al desatarse la ira popular los Túnicas Blancas se retiraron a sus Torres y se consagraron a salvaguardar la paz, mientras los Túnicas Negras fraguaban su venganza. Para organizar el contraataque, tomaron esta fortaleza, donde buscaron la manera de crear un ejército imbatible. A tal propósito, realizaron múltiples experimentos, ensayos esotéricos que, aunque entonces no dieron ningún fruto, culminaron con la aparición de los draconianos en nuestra era.
»A consecuencia de este fracaso, los magos comprendieron que su situación era irreversible y dejaron el alcázar para unirse a sus colegas en las que se ha dado en llamar Batallas Perdidas.
—Pareces conocer todos los recovecos de este edificio —apuntó el guerrero.
Raistlin sometió a su gemelo a un escrutinio avasallador, pero topó con una faz lisa, cándida, si bien una velada sombra ribeteaba sus ojos pardos.
—¿Todavía no lo has entendido? —reprendió el hechicero al hombretón, deteniéndose bruscamente en un lúgubre pasillo azotado por las corrientes—. No he estado nunca aquí, mas ya he atravesado estas salas. La alcoba que ocupo me ha cobijado innumerables veces, pese a que nunca he pasado una velada completa en el alcázar y, en definitiva, soy un extraño que recuerda la localización de todas las estancias, desde las que se utilizan para el estudio en el nivel superior hasta los salones de banquetes de la primera planta.
También Caramon cesó de caminar. Examinó su entorno, el empolvado techo y los vacíos pasadizos donde la luz solar, que se filtraba por los elaborados ventanales, se remansaba en cuadrículas sobre los suelos de roca. Su errante mirada se posó, al fin, en las pupilas del nigromante.
—En ese caso, Fistandantilus —sentenció con voz ronca—, sabrás que éste ha de ser tu mausoleo.
El general vislumbró una diminuta fisura en las córneas del archimago y leyó, no cólera como esperaba sino burla, triunfo. Cerróse la vidriada superficie y, en los diáfanos espejos que configuraban aquellos ojos insondables, el hombretón vio reflejada su imagen, aureolada por un débil fulgor de luz invernal.
Crysania se acercó a Raistlin, que se había reclinado en su bastón, e introdujo la mano bajo su brazo mientras contemplaba a Caramon con la frialdad dibujada en sus grises iris.
—Los dioses están de nuestra parte —dijo—; nos prestan un respaldo que nunca dieron a Fistandantilus. Tu hermano es firme en su arte, yo en mi fe, así que no podemos fallar.
Observando pertinaz al guerrero, reteniendo su efigie en los refulgentes globos de sus ojos, el nigromante sonrió.
—Sí —confirmó, en un siseo más sutil de lo acostumbrado—, los dioses nos acompañan.
En la primera planta de la inmensa, mágica fortaleza de Zhaman, había una serie de salas de piedra cincelada donde, en un tiempo remoto, se habían celebrado fastuosos banquetes y ceremonias. También subsistían, en el piso intermedio, cámaras que en su día estuvieron atestadas de libros y que habían servido para el estudio y la meditación. Separadas de ambas alas, en el extremo posterior del edificio, se hallaban las cocinas y despensas, ahora vacías y cubiertas por el mantillo de los siglos.
Por último, en el nivel más elevado, se sucedían unas dependencias llenas a rebosar de anticuados y roídos muebles, con unos lechos cubiertos de fundas de lino que los protegían del seco viento del desierto. Caramon, Crysania y los oficiales de alto rango dormían en tales alcobas. Si su sueño no fue profundo, si se despertaron en la madrugada convencidos de oír voces entonando esotéricos cantos o de haber distinguido etéreas figuras deslizándose a través de la penumbra, del claroscuro que la luna poblaba de sombras, nadie mencionó tales fenómenos durante el día.
Sea como fuere, al cabo de unas pocas noches de estancia se olvidaron tales cuitas en favor de otras más apremiantes, tales como la falta de abastos, las reyertas entre humanos y enanos o los informes que traían los espías, a tenor de que los moradores de Thorbardin estaban reclutando un contingente numeroso y bien pertrechado.
También había en Zhaman, en el primer nivel, un pasillo que parecía ser un error. Cualquiera que se adentrase en él descubría que se ramificaba a partir de un corto corredor para desembocar, de manera abrupta, en un muro desnudo, y sacaba la ineludible conclusión de que quien lo construyó desechó, disgustado, sus herramientas y desistió de su inútil obra.
Sin embargo, no era producto de ninguna equivocación. Cuando la criatura predestinada posara las manos en la pared, cuando pronunciara los versículos adecuados y trazara las runas correctas en el punto conveniente, aparecería una puerta que conducía a una ancha escalinata cavada en los graníticos cimientos de la fortaleza.
Ésa persona elegida descendería así al Reino de las Tinieblas, a las entrañas de la tierra, después de internarse en los calabozos de Zhaman.
—Una vez más.
La voz que pronunció esta frase era susurrante, tranquila, poseedora de una facultad corrosiva que la asemejaba a una serpiente y, como tal, se enroscaba en derredor de Tasslehoff. Apresándole en su viscosidad, el incorpóreo animal hundía los colmillos en su carne y, despiadado, succionaba su vida.
—Empecemos de nuevo —repitió aquella voz, cargada de paciencia—. Háblame del Abismo. Cuéntame todo lo que recuerdes, cómo entraste, qué aspecto tiene el paisaje, a quién viste. Descríbeme a la Reina, su apariencia, repíteme sus palabras.
—Te prometo que lo intento, Raistlin —protestó el kender—. No hemos hecho otra cosa en los dos últimos días que rememorar los pormenores, hasta los más nimios. ¡No se me ocurre nada más susceptible de interesarte! Me arde la cabeza, mis pies se congelan y esta habitación no cesa de dar vueltas. Si consiguieras detener ese vaivén insoportable, quizá podría concentrarme.
Al sentir en su pecho la mano del nigromante, Tasslehoff se arrebujó en el lecho.
—¡No! —gimió, tratando desesperadamente de rehuir su contacto—. Me portaré bien, haré lo imposible por refrescar mi memoria. ¡No me fulmines como hiciste con el pobre Gnimsh!
La mano del hechicero sólo rozó el cuerpo del asustado hombrecillo, antes de desplazarse a sus sienes. Su piel abrasaba, pero la textura de aquellos dedos rezumaba un fuego mucho más calcinante.
—Debes guardar cama —prescribió Raistlin, a la vez que lo incorporaba por los brazos y estudiaba sus hundidas cuencas oculares.
Al fin, el mago acostó al paciente y, farfullando maldiciones, se puso de pie.
Tendido en su almohada, sudoroso y débil, Tas vislumbró apenas la figura de su aprehensor. Enlutada a perpetuidad, la maléfica criatura se volcó un instante sobre el paciente y salió de la estancia en un remolino de pliegues aterciopelados. En un esfuerzo sobrehumano, el kender levantó la cabeza para comprobar adonde se dirigía. Pero tuvo que renunciar a causa de su febril estado.
«¿Por qué no responden mis músculos? —se preguntó—. ¿Qué me ocurre? Quiero dormir, un buen descanso mitigará el dolor. —No había entornado los párpados cuando volvió a abrirlos, tan deprisa como si le hubieran atado alambres al copete—. ¡No puedo hacer eso! —pensó, amilanado hasta la demencia—. Hay entes en la oscuridad, monstruosos espectros que esperan que concilie el sueño para abalanzarse sobre mí. ¡Los he visto, me acechan desde todos los rincones!».
A una distancia que se le antojó insondable, oyó el familiar timbre de Raistlin en conciliábulo con alguien y, deseoso de ahuyentar el sopor, decidió escuchar la conversación. Quizás averiguaría algo importante, lo que se proponía el archimago respecto a él.
No tuvo más que ladear el rostro para percibir el contorno de la ominosa túnica y otro más pequeño, de una criatura achaparrada. Era obvio que discutían sobre su persona, así que aguzó sus sentidos en una lucha denodada contra los desvaríos de su mente, que se obstinaba en errar de un lado a otro sin invitar a su cuerpo a acompañarla. En tales circunstancias, aunque lograra enterarse de su plática no sabría si la había escuchado o formaba parte de una pesadilla.
—Adminístrale esta pócima, le relajará y le sumirá en un letargo prolongado —murmuró Raistlin a su pequeño y sombrío interlocutor—. Es poco probable que nadie detecte sus gritos, pero no puedo correr riesgos.
El otro individuo contestó algo indescifrable. Tasslehoff cerró los ojos y dejó que las refrescantes aguas de un lago muy azul, el de Crystalmir, acariciasen su cuerpo incendiado. Después de todo, su cabeza había resuelto admitir que sus dañadas vísceras le siguieran en aquellos absurdos vagabundeos.
—Cuando yo me haya ido —surgió la voz del hechicero de las profundidades del lago—, atranca la puerta y apaga la luz. Mi hermano abriga ciertas sospechas y, si encontrara la puerta mágica, no dudaría en bajar hasta aquí. No puede descubrir más que unas celdas desocupadas.
El oyente asintió, y el acceso chirrió sobre sus goznes.
Las aguas de Crystalmir empezaron a bullir en torno a Tas. Unos tentáculos serpentearon sobre su superficie en busca de su garganta y, desorbitadas sus pupilas, el indefenso hombrecillo suplicó:
—¡Raistlin, socórreme! ¡No me abandones!
La puerta se ajustó, implacable, en el dintel y la figura achaparrada, que había quedado dentro, corrió junto al lecho. Mirándole en un arrebato de pánico, irreal y punzante a un tiempo, creyó reconocer a un enano.
—¿Flint? —murmuró a través de sus labios cuarteados—. ¡No, eres Arack!
Hizo ademán de huir, pero los tentáculos habían atenazado sus pies. En un frenesí que le privaba del raciocinio, volvió a llamar al nigromante y se acurrucó en el extremo más alejado del camastro. Quería recoger sus piernas, doblarse sobre sí mismo, si bien todos sus esfuerzos fueron inútiles, pues las imaginarías ventosas se habían adherido a sus miembros. Aulló y bramó, presa de un pánico sin parangón en la historia de su raza.
—¡Cállate, gusano inmundo! Bébete este elixir. —Los tentáculos abrazaron su cráneo y le obligaron a exponer su boca a una copa llena de líquido—. Traga hasta la última gota o te arrancaré la melena de raíz.
Asfixiado, auscultando a la figura que le martirizaba, Tas dio un sorbo. El brebaje tenía un regusto amargo, pero se le antojó tonificante y, como además le acosaba la sed, arrebató el recipiente al enano y agotó su contenido de una sentada. Se recostó entonces en la almohada y, aún entre sollozos, notó que los ondulantes brazos acuáticos aflojaban su garra. Aliviado su dolor, se entregó sin resistencia al arrullo de las transparentes, dulces aguas del lago Crystalmir, que no tardaron en cerrarse sobre su cabeza.
Crysania despertó de su sueño con la vaga impresión de que alguien la había invocado por su nombre. Aunque no recordaba haber oído ningún ruido, su certeza era tan intensa, tan apremiante, que se incorporó ansiosa antes de tomar conciencia de lo ocurrido. ¿Formaba aquella misteriosa llamada parte de una pesadilla? No, cuanto más se despejaba mayor era su seguridad de que había sido real.
¡Había alguien en su aposento! Paseó una mirada de reconocimiento por la estancia, pese a que la luz de Solinari, un tenue rayo que penetraba casi a hurtadillas a través de una ranura en los postigos, poco contribuía a iluminarla. Nada vio, pero percibió un fugaz movimiento y abrió la boca a fin de pedir socorro al centinela.
Una mano selló sus labios. Era Raistlin, quien, materializándose en la penumbra nocturna, se sentó en el borde de su cama.
—Discúlpame si te he asustado, Hija Venerable —dijo en un suspiro que era poco más que una exhalación—; necesito tu ayuda y no deseo atraer a los celosos guardianes.
—No me has asustado —contestó Crysania cuando el hechicero hubo retirado su palma—. Sólo estoy sorprendida. Divagaba en mi letargo, y tu voz se ha mezclado con las imágenes de mis sueños.
Se ruborizó, consciente de que el nigromante se hallaba demasiado cerca para pasar por alto sus temblores.
—Naturalmente —contestó él sonriendo—. Nos encontramos en la vecindad del Portal y, en consecuencia, de los dioses; de ahí tu estremecimiento.
«No es la proximidad de los hacedores lo que me sobrecoge», pensó la sacerdotisa, afectada por el calor abrasador, por la intoxicante fragancia que despedía aquel cuerpo y que embargaba todos sus sentidos. Disgustada, la mujer se apartó a fin de sofocar sus anhelos sensuales. El era incólume a tales veleidades, y su orgullo de fémina no le permitía mostrarse más débil.
—Has afirmado que precisabas mi auxilio. ¿Para qué? —indagó de su visitante—. ¿Acaso ha empeorado tu herida?
Asaltada por una súbita aprensión, en un impulso involuntario, asió la mano del nigromante.
Un espasmo de dolor cruzó el semblante de Raistlin y arrasó sus facciones hasta conferirles una expresión acerba y dura.
—Estoy bien —respondió con sequedad.
—Loado sea Paladine —se tranquilizó la dama, posada aún la mano en la de su interlocutor.
—Tu dios no recibirá mi agradecimiento —masculló el archimago, entrecerrando los ojos. Ahora fue él quien apretó una mano de Crysania con tal fuerza que la lastimó.
La sacerdotisa comenzó a tiritar. Por un instante tuvo la sensación de que aquella tibieza que le transmitía el contacto de Raistlin procedía de ella, que el hechicero absorbía sus esencias vitales en su propio beneficio y, al hacerlo, la congelaba. Intentó recuperar la mano, pero él, interrumpida su ensoñación a causa de tan esquivo gesto, la contempló en actitud conciliadora.
—Perdóname, Hija Venerable —se justificó, soltándola—. El sufrimiento era insoportable. Recé para que se me concediera la gracia de morir y me fue negado el acogedor olvido.
—Ya conoces el motivo —le reconvino la dama, perdidos sus resquemores en aras de la compasión. Tras un breve titubeo, depositó la palma junto a un tembloroso brazo del mago, aunque no lo tocó.
—Sí, y lo acepto —confirmó Raistlin—. No obstante, me resulta imposible vencer el resentimiento. Algún día tendrán que mediar explicaciones entre tu dios y yo —añadió en tono reprobatorio.
La sacerdotisa se mordió el labio, antes de confesar:
—Yo, por mi parte, acato el agravio que me ha sido infligido. Lo merecía.
Hubo unos momentos de mutismo, en el que ninguno dio muestras de sentirse inclinado a hablar. Las líneas que surcaban la faz del nigromante se acentuaron y Crysania, para evitar que se recreara en oscuras cábalas, indagó:
—Anunciaste a Caramon que las divinidades nos acompañaban. ¿Significa eso que te avienes a comulgar con Paladine?
—Por supuesto —asintió Raistlin, y sus labios se torcieron en una sonrisa llena de ambigüedad—. ¿Acaso te sorprende?
La interpelada suspiró y agachó la cabeza, dejando que el cabello se derramara sobre sus hombros. El claro de luna, distante y frío, confería un tinte azulado a su negra melena, daba una prístina pureza a su alba tez. Su perfume impregnó la estancia, embriagó la noche sin que la mujer se percatara. Notó el roce de unos dedos en uno de los mechones que le enmarcaban el semblante y, al alzar los ojos, topó con los del hechicero. Consumía aquellos iris una pasión que procedía de una fuente interior, una fuente que no alimentaba la magia, y Crysania contuvo el resuello. Pero él, descartando sus impulsos humanos, se levantó para alejarse de sus tentaciones.
—En ese caso —retomó la dama el hilo del diálogo—, ahora te relacionas con dos dioses antagónicos.
—Con los tres —corrigió Raistlin, aunque sin la afectación de que solía rodearse.
—¿Tres? —repitió ella, sobresaltada—. ¿Te refieres a Guilean?
—¿Quién es Astinus sino el portavoz de la Neutralidad? A menos que, como algunos especulan, sea la reencarnación viviente de este dios —apuntó el archimago, desdeñoso—. A fin de cuentas, tú y yo no somos tan diferentes.
—Yo nunca me he comunicado con la Reina de la Oscuridad —se defendió Crysania.
—¿De verdad? —le opuso el hechicero, con una mirada tan penetrante que desestabilizó a la sacerdotisa en sus mismas entrañas—. ¿No conoce Takhisis los secretos deseos del alma? ¿No es ella quien te los ha inculcado? ¿Quieres mayor comunión que la que mi hacedora te brinda?
Consciente de que el deseo al que aludía el mago, un deseo nacido quizá en su espíritu pero que esclavizaba sus sentidos, la inundaba en una peligrosa oleada, la mujer optó por callar. Estuvo unos segundos ausente, necesitada de sosiego, pero él la observaba sin un pestañeo, se recompuso lo mejor que pudo y dijo, en un murmullo inseguro:
—Me los ha otorgado con una mano para arrebatármelos con la otra.
Oyó un leve crujido de la túnica, como si su acompañante hubiera dado un respingo. Sus facciones, ahora visibles bajo el indirecto reflejo de la luna, se contrajeron en un rictus de preocupación.
—No he venido aquí para discutir sobre teología —declaró, esbozando de nuevo una ominosa sonrisa—. Me ha traído un asunto más urgente.
—Claro, lo había olvidado. —La sacerdotisa se sonrojó, y echó hacia atrás los bucles que semiocultaban su rostro—. Cuéntame lo que sea, te escucho.
—Tasslehoff está en Zhaman.
—¿Tasslehoff? —exclamó la sacerdotisa con patente perplejidad.
—Sí, muy enfermo además —le reveló el nigromante—. Lo cierto es que le ronda la muerte; por eso preciso de tus facultades curativas.
—No lo comprendo —balbuceó Crysania—. ¿Cómo ha podido llegar hasta nosotros? Aseguraste que había regresado a su tiempo, a Solace.
—Estaba persuadido de que era así —repuso Raistlin en grave postura—, pero, según parece, me equivoqué. Ha deambulado por el mundo a la manera de los kenders, disfrutando a pleno pulmón hasta que, al tener noticia de la guerra que se avecina, decidió unirse a la aventura. Lo que ignoraba era que en su vida errabunda había contraído la peste.
—¡Paladine nos asista! —se horrorizó la sacerdotisa—. ¿Adonde he de ir?
Asiendo la capa de piel, que yacía extendida a modo de colcha, la colocó sobre sus hombros si bien, mientras se arropaba, no le pasó inadvertido que el hechicero ladeaba el cuerpo como si pretendiera eludirla. No se resignó, estiró el cuello y descubrió en el perfil del inefable humano, de nítido trazo por haberse vuelto hacia la ventana, que se tensaban sus músculos faciales en una lucha consigo mismo.
—Estoy a tu disposición —se limitó a informar a su meditabundo visitante con un acento inocuo, casi impersonal.
Raistlin salió de su ensimismamiento y le tendió su mano, sumiéndola en el desconcierto.
—Debemos recorrer las sendas de la noche —le explicó al detectar su incertidumbre—. Como antes te he comentado, no conviene alertar a la guardia.
—¿Por qué? ¿Qué importancia tiene? —porfió la mujer.
—¿Qué voy a decirle a mi hermano? —continuó él.
Crysania nada contestó, aunque el interrogante de su mirada hacía superfluas las palabras.
—Hazte cargo de mi dilema —le rogó el archimago, a la vez que la examinaba con una vehemencia que no era precisamente de súplica—. Si le comunico que el kender se halla en la fortaleza, lo único que conseguiré es aumentar su inquietud, en un momento en el que no puede permitirse cargar con más responsabilidades de las que ya le abruman. Tas ha roto el ingenio arcano, un incidente que desazonará a Caramon aunque sepa que yo me propongo restituirlo a su hogar cuando todo esto haya terminado. En contrapartida, tengo la obligación moral de hacerle saber que su amigo está aquí.
—En estos últimos días, tu gemelo ha perdido el entusiasmo. Está alicaído, sus más mínimos gestos denotan disgusto —se lamentó la sacerdotisa con sincero pesar.
—Los augurios no pueden ser peores —ratificó el nigromante—. Se aproxima la contienda definitiva, y el ejército se desmorona a su alrededor. Los bárbaros amenazan con abandonarnos cada vez que se les presenta la ocasión, los enanos de Fireforge son unos atolondrados que presionan al general a atacar antes de estar preparado, los dewar no inspiran confianza a nadie y la caravana de provisiones se ha evaporado en el aire, sin que nadie conozca su paradero. Y, en cuanto a los caballeros, aunque están bien dispuestos no deja de afectarles la inestabilidad reinante. En tales circunstancias, sólo le falta al pobre Caramon que ese entremetido kender se pase el día yendo de un lado para otro, cotorreando y distrayéndole. Sin embargo, la conciencia me dicta prescindir de tales consideraciones y advertirle de la presencia del hombrecillo.
—No, Raistlin —replicó Crysania—, no es prudente que se entere. Después de todo, el guerrero nada puede hacer por él —le razonó al leer la duda en sus ojos—. Si, como sospechas, Tasslehoff está en una situación crítica, mis dotes le salvarán, pero tardará un tiempo en recobrar las energías y de nada servirá que el general esté pendiente de él. Tú y yo atenderemos al kender y, cuando se haya restablecido por completo, le daremos libertad para reunirse con su amigo en el campo de batalla si tal es su deseo.
El hechicero torció el labio, remiso a seguir tan sabio consejo. Era evidente que se debatía entre sus principios y los condicionantes externos, o al menos así se le antojó a la mujer.
—De acuerdo, Hija Venerable —se rindió al fin—. Tu sensatez me ha convencido, ocultaremos a mi gemelo el retorno del kender.
Se acercó a la sacerdotisa, que, al sentir su vecindad, lo espió de soslayo y vislumbró en sus rasgos una extraña expresión que, excepcionalmente, se manifiestaba tanto en su boca como en sus refulgentes pupilas. Alarmada, sin atinar a definir la causa de su repulsa, retrocedió, pero el archimago la rodeó con sus brazos y la envolvió en los aterciopelados pliegues de sus mangas, en unas garras firmes y acogedoras.
Crysania entornó los párpados y olvidó aquella mueca. Acurrucada, abrigada por su calidez, oyó el rápido palpito de su corazón en perfecta armonía con la cadencia de los versículos.
Ambos se desvanecieron, se fundieron con las tinieblas. Sus sombras vibraron unos segundos bajo el haz lunar para, también ellas, disolverse en el vacío.
—¿Lo escondes en los calabozos? —preguntó Crysania, temblando en el gélido y húmedo ambiente.
—Shirak. —Ésta sola palabra de Raistlin bastó para que la bola cristalina del Bastón de Mago alumbrara la celda con suave luminosidad—. Está ahí —anunció, extendido el índice hacia un rincón.
Un destartalado camastro se erguía adosado al muro. Dirigiendo a su acompañante una mirada cargada de reproche, la sacerdotisa corrió hasta el enfermo, se arrodilló a su lado y posó la mano en sus sienes devastadas por la fiebre. Tas emitió un alarido, antes de abrir los ojos y buscar, sin verla, a la criatura que perturbaba su descanso.
—Sal —ordenó el mago al enano oscuro que guardaba al yaciente, y que ahora estaba agazapado en una esquina.
Cuando se hubo cerrado la puerta a su espalda, el nigromante se situó detrás de la sacerdotisa.
—¿Cómo puedes confinarle en esta atmósfera tenebrosa? —le interrogó la dama.
—¿Has tratado alguna vez a las víctimas de la plaga? —desafió Raistlin a aquella mujer que osaba cuestionar sus decisiones.
Ella le observó fijamente y, ruborizada, desvió el rostro. Con una amarga sonrisa, el hechicero respondió en su lugar.
—No, claro que no. La peste nunca asoló Palanthas, no cometió el ultraje de corromper su inmaculada belleza.
No hizo el menor esfuerzo para disimular su desprecio, tan ostensible que Crysania sintió que su faz se incendiaba como si fuera ella quien padeciese las fiebres.
—A nosotros, en cambio, sí se atrevió a visitarnos —prosiguió el mago—. Se ensañó con los más pobres, los que vivían en los arrabales de Haven, sin que hubiera curanderos capaces de combatirla. Ni siquiera los familiares de los apestados se ocuparon de sus postrados parientes; huyeron de aquellas patéticas criaturas que podían contagiarles el mal. Yo hice cuanto estuvo en mi mano, administrándoles pociones de hierbas cuyas virtudes había aprendido a reconocer gracias a las enseñanzas de mis libros. No podía sanarles, pero al menos paliaba el dolor. Mi maestro desaprobó que les dedicara tantos cuidados —recordó, y la sacerdotisa comprobó que había escapado a un tiempo remoto—. Y también Caramon, según decía porque temía por mi salud. ¡Simplezas, mentiras! Era a sí mismo a quien pretendía preservar. La epidemia le causaba más espanto que un ejército de goblins. No les hice caso, ¿cómo iba a negar mi apoyo a aquellos desdichados? No tenían a nadie, se enfrentaban solos a su cruel destino.
Impresionada por el relato del mago, Crysania notó el punzante afluir de las lágrimas. Pero él no se apercibió, su mente había volado a aquellas paupérrimas chozas que se arracimaban en los aledaños de la ciudad como si sus moradores hubieran huido del mundo de los escogidos para zafarse del menosprecio. Se vio a sí mismo, investido de su Túnica Roja, moviéndose entre los más perjudicados, embutiendo la medicina en sus gargantas, abrazándoles en sus últimos momentos y acompañándoles en el tránsito. Trabajó con denuedo sin esperar muestras de agradecimiento, sin desearlas. Su faz, la última que muchos veían antes de que unos ahogados estertores preludiasen su viaje al más allá, no expresaba piedad ni aflicción, pero reconfortaba a los agonizantes. Unos se rebelaban frente a lo que les aguardaba, otros se acoplaban al sufrimiento y aguantaban en pie hasta el final. Los más traspasaban una fase de pánico y, al ver la muerte de cerca, se resignaban e incluso la acogían con los brazos abiertos, agotados del suplicio.
Raistlin atendió a las víctimas de la peste aun a riesgo de perder su propia integridad, pero ¿por qué? Por un motivo que él mismo ignoraba, que todavía tenía que comprender. Por un motivo, quizás, olvidado.
—En cualquier caso —sentenció, de vuelta al presente—, descubrí que la luz dañaba sus ojos. De los pocos que se recuperaron, algunos quedaron ciegos por culpa de un simple resplandor…
Un estridente gemido de Tasslehoff interrumpió su plática.
—Por favor, Raistlin, ten paciencia. ¡Te prometo que intento acordarme de toda la historia! No me mandes a los dominios de la Reina de la Oscuridad.
Mientras así vociferaba, el trastocado hombrecillo se aferró a la pared, cual si quisiera trepar por su superficie.
—Cálmate, Tas —le apuntó la sacerdotisa, al mismo tiempo que atenazaba sus manos—. Soy yo, Crysania, ¿no me reconoces? Voy a socorrerte.
El kender, que hasta entonces no había apartado sus desencajadas pupilas del mago, contempló a la dueña de aquella voz tranquilizadora. Permaneció mudo unos instantes, para luego agarrarse a ella y musitar entre sollozos:
—No permitas que me mande al Abismo, señora, ni le sigas tampoco tú. Es un paraje infernal, espeluznante. Todos moriremos como mi amigo Gnimsh. La soberana me lo advirtió.
—Delira —murmuró la mujer, tratando de desembarazarse de aquellos dedos anhelantes y acostar a Tas en el camastro—. ¡Cuan singulares desvaríos! ¿Es corriente en las víctimas de esta dolencia?
—Sí —se apresuró a responder el hechicero, e hincó la rodilla al pie del jergón—. En ocasiones es mejor llevarles el humor en sus digresiones; así se apaciguan.
Extendió la mano sobre el pecho del kender, quien se desplomó de nuevo y se retrajo del contacto de su verdugo en medio de escalofríos convulsivos provocados tanto por la temperatura como por el pavor.
—Seré bueno, Raistlin —se empecinaba en repetir el sufriente—. No me fulmines como a Gnimsh, ¡no me arrojes tus relámpagos!
—Tas, basta ya de desatinos —le atajó el archimago, con un ribete de cólera y exasperación en su voz que impulsó a Crysania a mirarle de manera reprobatoria.
Sin embargo, sólo percibió un sombrío interés en sus rasgos y supuso que había malinterpretado el timbre con que censurara al hombrecillo. Cerrando los ojos, la sacerdotisa tanteó el Medallón de Paladine y acometió una plegaria curativa.
—No está en mi ánimo lastimarte, Tas, procura sosegarte —le siseó Raistlin tras cerciorarse de que la sacerdotisa conferenciaba con su dios—. Recítame las frases de la Reina de la Oscuridad, con la mayor fidelidad posible.
La piel del postrado perdió el brillo flamígero que le infundía la fiebre al bañar todo su ser las preces de la dama, más dulces y frescas que las aguas forjadas por su exacerbada imaginación. Su tez, ahora que habían disminuido los ardores, se tornó cenicienta y a un atisbo de cordura prendió en sus pupilas. Pero no cesó en ningún momento de espiar al nigromante.
—Me dijo, antes de que nos fuéramos… —tartamudeó sin aliento.
—«¿Nos fuéramos?» —puntualizó su implacable aprehensor—. ¡Me contaste que os habíais fugado!
Tasslehoff palideció todavía más y se lamió los labios exangües, pastosos. Se esforzó en romper el influjo hipnótico que los iris del hechicero ejercían sobre él, en rehuir su escrutinio, mas aquellos ojos que centelleaban bajo la luz del bastón le capturaron a fin de sonsacarle toda la verdad, contra su voluntad si era preciso. El kender tragó saliva, estragado su gaznate.
—Dame de beber —solicitó.
—No hasta que hables —rehusó Raistlin, al mismo tiempo que miraba de soslayo a Crysania y verificaba que seguía absorta en sus rezos al hacedor del Bien.
—Yo creí que estábamos escapando —se reafirmó Tas, a pesar de que cada sílaba era como un hiriente puñal que se clavaba en sus llagas interiores—. Utilizamos el artilugio y comenzamos a elevarnos sobre el Abismo, ese universo llano, monótono y yermo que había habitado. Cuando lo examiné desde la altura, se había transformado. Ya no era una extensión desierta, se había poblado de espectros y… —Meneó la cabeza en un arrebato de terror—. ¡No me obligues a evocarlo, Raistlin! No me hagas regresar.
—Chiten —le conminó el mago, sellando su boca con la palma.
La sacerdotisa alzó la vista al vibrar en sus tímpanos aquel murmullo, mas lo único que distinguió fueron las aparentes caricias que el hechicero prodigaba al paciente en los pómulos y, también, la lividez y el estigma del miedo que deformaban el semblante de éste.
—Mejorará —vaticinó, salida de su éxtasis—. Pero unas sombras maléficas flotan en su entorno, impidiendo que el halo restaurador de Paladine haga su labor. Son los fantasmas de su peregrinar, un producto de su fantasía que él discierne como algo real e insuperable. Debe haber vivido una experiencia desoladora para caer en ese histerismo tan discorde con su talante de kender —aventuró, frunciendo su sedoso entrecejo—. ¿No podrías tú averiguar algo más, hallar un sentido a sus alucinaciones?
—Quizá, si nos dejaras solos, se sentiría más cómodo y se sinceraría conmigo —sugirió Raistlin—. Después de todo, somos viejos amigos.
—Tienes razón —accedió la dama antes de incorporarse, sonriente.
—¡No me abandones, señora! —plañó el kender para sorpresa de la sacerdotisa—. ¡Ésa criatura asesinó a Gnimsh! Yo presencié su muerte, socarrado por una llama mágica que brotó de las yemas de sus dedos. No quiero correr la suerte de mi infortunado compañero. Quédate a mi lado. ¡Por favor!
—Vamos, Tas, no te alteres —le aconsejó la mujer y, con ternura, le ayudó a tenderse en el camastro—. Quien quiera que destruyera a Gn… Gnimsh —vaciló, desconocedora de aquel nombre— habrá de enfrentarse a nosotros antes de acercársete. Estás a salvo; Raistlin te cuidará.
—Mis dotes arcanas son poderosas —apostilló el mago—. Seguro que recuerdas su alcance ¿verdad, Tasslehoff?
—Sí —contestó el aludido inmovilizándose, atenazado por la mirada inclemente de su interlocutor.
—Hagamos lo que has propuesto —cuchicheó Crysania al oído del nigromante—. Ésos temores, ficticios o no, se han apoderado de él y dificultarán el proceso de su curación. Volveré a mi alcoba por mis propios medios; tú quédate e intenta desentrañar el misterio.
—¿Estamos de acuerdo en no informar a Caramon? —quiso asegurarse Raistlin.
—Desde luego —ratificó ella con firmeza—. No lograríamos sino trastornarle innecesariamente. Mañana vendré a visitarte —prometió al doliente—. Aprovecha estas horas de intimidad para descargar tu alma con el hechicero, y procura dormir. Paladine te velará —susurró, depositando su mano en la sudorosa frente del kender.
—¿Habéis mencionado a Caramon? —preguntó Tas, esperanzado—. ¿Está aquí?
—Sí. Cuando hayas reposado y comido, te llevaremos a su presencia —le garantizó la sacerdotisa.
—¿No podría verle ahora mismo? —rogó el hombrecillo, si bien desvaneció su entusiasmo la conciencia de que el nigromante había fijado en él sus turbulentas pupilas—. Si no os causa mucha molestia avisarle, claro.
—Está muy ocupado —le espetó Raistlin—. Ahora se ha convertido en general, Tasslehoff —añadió, dulcificando su exabrupto para no poner al descubierto sus maquinaciones frente a la sacerdotisa—. Tiene un ejército que conducir y una guerra inminente que ganar, de modo que no le sobra el tiempo.
—Lo comprendo —tuvo que conformarse el enfermo, reclinado en la almohada y con los ojos fijos en su verdugo.
Tras dar una palmada en el hombro del amedrentado kender, Crysania se enderezó y, sabedora de que no podía regresar a su alcoba por el camino normal, recurrió a Paladine. Asió el talismán, masculló una plegaria y se diluyó en la noche.
—Al fin solos, mi querido Tas —se regocijó el archimago, tan cordial su acento, tan solícito mientras arropaba al convaleciente con las mantas y disponía la arrugada almohada bajo su nuca, que el hombrecillo no pudo por menos que estremecerse—. ¿Te encuentras a gusto?
Tasslehoff no consiguió articular una respuesta, ni aun un monosílabo. No tuvo más opción que observar a su visitante, paralizado, preso de una indescriptible asfixia en todas sus vísceras. Raistlin, ajeno a sus cuitas, se sentó en el camastro y paseó la mano por su apelmazado cabello, que apartó de la húmeda frente.
—¿Te has tropezado alguna vez con Dalamar, mi aprendiz? —indagó el nigromante en tono coloquial—. ¡Qué necio soy, claro que sí! Si no me equivoco coincidisteis en la Torre de la Alta Hechicería —rememoró, y sus dedos se deslizaron cual arañas sobre la piel del paciente—. Tú estabas allí cuando el elfo oscuro se rasgó las vestiduras y exhibió las cinco cicatrices de su pecho. ¡Ajá! Leo en tu mirada que no lo has olvidado —constató frente al extravío agónico que, de nuevo, se adueñaba de los ojillos desorbitados de su prisionero—. Fue su castigo, Tas, el castigo que le impuse por haber omitido el relato de ciertos hechos trascendentales.
Sus yemas cesaron de serpentear por la epidermis del kender para detenerse en un lugar determinado de sus sienes y ejercer, de momento, una ligera presión. El amenazado, que captó el mensaje que el otro le transmitía, tuvo que morderse la lengua a fin de no gritar.
—Lo recuerdo bien, Raistlin.
—¿No te gustaría experimentar las mismas sensaciones que mi acólito? —le ofreció el hechicero en la misma actitud casual, aunque sin disfrazar su sarcasmo—. Puedo chamuscar tu carne con un simple roce, de igual modo que derretiría la mantequilla con un cuchillo precalentado. Tengo entendido que los kenders os sentís atraídos por todo lo nuevo.
—No todo —le corrigió Tasslehoff en un susurro desesperado—. Te narraré lo ocurrido, hasta los detalles anecdóticos. —Hizo una pausa para recapitular y, partiendo del punto donde Crysania les interrumpiera, reanudó su historia—. No fuimos nosotros quienes nos elevamos sobre el Abismo, sino éste el que se zambulló bajo nuestros pies. Luego, como ya te he dicho, vislumbré unas sombras que al principio tomé por espectros si bien, al estudiarlas más atentamente, deduje que eran valles y montañas. ¡También me confundí en esta segunda apreciación, Raistlin! —Exclamó, sobrecogido—. Los umbríos fantasmas eran sus ojos, el irregular paisaje su nariz y su boca. Nos estábamos elevando desde su mismo rostro y, al interponerse la distancia, comprobé que me examinaba con unas pupilas inyectadas en sangre, en fuego, y que separaba sus labios como si pretendiera devorarnos.
»No lo hizo —continuó, todavía afectado por el espectáculo que le había sido dado presenciar—. Subimos más y más, mientras ella se hundía en simas insondables metamorforseada en un torbellino, en un huracán de llamas hasta que, antes de disolverse en su relampagueante aureola, pronunció tres palabras que se me antojaron una condena.
—¿Qué palabras? —demandó el nigromante—. Estoy persuadido de que iban dirigidas a mí. Tiene que ser así, por eso te catapultó a esta época y al reino de Thorbardin! ¿Qué misiva me envía la Reina de la Oscuridad?
—Una enigmática invitación —farfulló el hombrecillo, más ronco a cada segundo—. Dijo textualmente: «Ven a casa».