Una visita inesperada
—¿Dewar? —inquirió Tas.
El guardián, poco deseoso de establecer diálogo, dio un agresivo empellón al kender para que siguiera caminando. El hombrecillo tropezó y, una vez equilibrado, echó a andar, aunque sin cesar de escrutar el subterráneo y preguntarse qué sucedía. Mientras tanto, Gnimsh, asaltado por un nuevo arranque de inspiración, disertaba sobre la «hidráulica» de su invento.
Tasslehoff se sumió en sus cábalas, pues acababa de recordar que en alguna ocasión había oído el apelativo «dewar» y no acertaba a precisar cuándo. De pronto, halló la respuesta.
—¡Son los enanos oscuros! —exclamó, alborozado—. ¡Claro!, ¡ahora sé de qué conozco ese nombre! Lucharon junto a los Señores de los Dragones, mas no vivían aquí la última vez, o supongo que he de decir la próxima, que visitamos el reino de las montañas. ¿O sería más correcto hablar en futuro? Me parece que me estoy haciendo un lío. Sea como fuere —desistió de conjugar apropiadamente los tiempos verbales—, esas criaturas no deberían alojarse en calabozos. ¿Qué crimen han cometido? —indagó de nuevo a su custodio—. Ha de ser algo terrible, puesto que les tenéis confinados en un lugar tan inmundo.
—¡Traidores! —le espetó el interrogado.
Llegaron a una celda situada en el otro extremo del pasadizo. El centinela desprendió un manojo de llaves de su cinto, insertó una en el cerrojo y abrió la puerta.
Tasslehoff espió el interior y distinguió a una treintena de dewar hacinados en todo su perímetro. Unos yacían aletargados en el suelo, otros dormían apoyados en la pared y un tercer grupo, acuclillados en corro junto a una oscura esquina, hablaban en voz baja cuando irrumpieron los recién llegados. Enmudecieron al verles, lo que hizo pensar al kender que estaban conspirando. No había mujeres ni niños en la cámara, tan sólo una asamblea de varones que miraron al trío con ojos rebosantes de rencor, de odio.
Tas asió el brazo de Gnimsh en el instante en que éste, aún obsesionado por cómo evitar que los ocupantes del ascensor quedaran atascados en el trayecto, se disponía a entrar en la mazmorra llevado de la inercia.
—Bien, bien —se encaró Tasslehoff con el soldado sin soltar al gnomo, al que había arrastrado hasta detrás de su espalda—. Ha sido un periplo muy instructivo, te lo aseguro. Pero ahora he de rogarte que nos devuelvas a nuestro calabozo que era, sin lugar a dudas, más aireado y espacioso que este cuchitril. Si lo haces te prometo que mi compañero y yo nos abstendremos de realizar excursiones no autorizadas por tu ciudad, aunque se trata de un lugar de lo más interesante y a ambos nos gustaría explorarlo.
El enano, por toda respuesta, arrojó al kender al centro de la estancia, con tal violencia que éste cayó despatarrado.
—Haz el favor de decidirte —reconvino el gnomo a su amigo, a la vez que salía catapultado detrás de él—. ¿Nos vamos o nos quedamos?
—Creo que no tenemos elección —susurró Tas, descorazonado.
Tomó asiento y estudió a los dewar, que observaban en silencio a los dos nuevos prisioneros. Los ecos de las pisadas de los guardianes en retroceso resonaron en el corredor, acompañados por las obscenidades y amenazas que les dedicaban desde las celdas circundantes.
—Hola —saludó el hombrecillo a los mugrientos enanos cuando se hubieron disipado los retumbos. Su tono era cordial, pero no les tendió la mano—. Me llamo Tasslehoff Burrfoot y éste es Gnimsh, un colega. Ya que por lo visto hemos de convivir en este agujero, será mejor que os presentéis y hagamos lo posible para que reine la concordia.
Pronunciadas estas palabras, Tas se incorporó y ojeó, desconfiado, a un individuo que también se había puesto de pie y avanzaba hacia ellos.
Se trataba de un enano de considerable estatura, cuyo rostro era apenas visible bajo el tupido velo de su barba y melena. Esbozó una aviesa sonrisa y una hoja de cuchillo refulgió en su mano, un arma surgida de la nada que blandió con aire bravucón mientras se encaminaba hacia el espantado hombrecillo. Tas, al sentirse acorralado, reculó hasta que el ángulo de los muros obstaculizó sus movimientos.
—¿Quiénes son estas personas? —vociferó Gnimsh, que le había seguido inmerso en sus cálculos y al fin se percataba del sombrío cubil donde habían ido a parar.
Sin darle opción a contestar, el dewar agarró al infortunado Tas por la cerviz y aplicó el cuchillo a su garganta.
«Ahora sí que mi muerte es inminente —recapacitó el agredido—. Flint debe de estar carcajeándose».
La afilada hoja surcó el aire en dirección a su presa, pero, con gran asombro por parte del kender, tan sólo rozó su piel. No era su sangre lo que quería el atacante, sino sus saquillos. Con mano experta, el fornido enano sesgó las correas que los sujetaban a su hombro y las sagradas pertenencias del hombrecillo se desplomaron en su derredor.
Todos los dewar se arrojaron en tropel sobre las bolsas, provocando un caos en el angosto recinto. El enano del cuchillo se apoderó de tantos objetos como pudo, sin reparar en medios o, expresado con más exactitud, repartiendo puntapiés y tajos entre quienes osaban arrebatarle alguno. A los pocos segundos, no quedaba ni un solo tesoro en el suelo.
Satisfecho de su hazaña, el ladrón se sentó y guardó ávidamente las bagatelas recogidas en los saquillos, que también obraban en su poder. Se había adueñado de un auténtico botín y no estaba en su ánimo compartirlo, si bien nada hizo para conseguir las escasas piezas que los otros obtuvieron en el forcejeo. Tras una breve inspección, regresó a su parcela, donde sus secuaces extendieron sobre la roca el fruto de su rapiña.
Tasslehoff se acomodó en un frío rincón. Aunque emitió un suspiro de alivio, no pudo por menos que preocuparse al presentir que, cuando se hubiera agotado el atractivo contenido de las bolsas, aquellas criaturas concebirían la brillante idea de registrarles a ellos.
—Y será mucho más fácil manejarnos si antes nos convierten en cadáveres —masculló.
No obstante, un súbito pensamiento cruzó su mente.
—Gnimsh —le invocó con acento apremiante—. ¿Dónde está el ingenio mágico?
El gnomo tanteó uno de los bolsillos de su mandil: estaba vacío. Hurgó acto seguido en otro, palpó algo duro, se apresuró a sacarlo a la escasa luz y, comprobando que no eran sino una doble escuadra y un carboncillo, volvió a meterlos en su lugar. Analizaba Tas la posibilidad de estrangularle cuando el hombrecillo, iluminada su faz por una sonrisa de triunfo, introdujo la mano en su bota y le mostró el artilugio.
Durante su último período de confinamiento, Gnimsh había logrado encajar y doblar los componentes móviles del artefacto de tal manera que, ahora, había reasumido la forma de un colgante común, insignificante, en lugar de exhibirse como el intrincado y bello cetro en que se metamorfoseaba al extenderlo.
—¡Manténlo oculto! —le advirtió el kender. Examinó a los dewar y constató que estaban muy atareados distribuyendo sus posesiones, así que procedió a exponer su plan—: Éste artefacto nos liberó del abismo, Gnimsh, y nos llevó junto a Caramon porque, según me contaste, sólo podía cabi… calibrarse de tal suerte que nos condujera a presencia de la persona a quien se lo había entregado Par-Salian. Sin embargo, dada nuestra actual situación lo que quiero no es viajar en el tiempo, sino dar un pequeño salto. Si mi amigo el guerrero se ha erigido en general de este famoso ejército, no puede estar lejos. ¿Crees que el ingenio nos conduciría de nuevo a su lado a través del espacio?
—¡Una excelente sugerencia! —le aplaudió el gnomo—. Pero has de concederme unos minutos para reajustarlo.
Demasiado tarde. El kender notó que alguien le tocaba en el hombro y, sin acertar a contener un respingo, giró la cabeza con los rasgos endurecidos en una expresión que esperaba se le antojase a su adversario la de un asesino implacable. Al parecer, adoptó el rictus correcto, pues el dewar que le había abordado retrocedió lleno de pánico y levantó los brazos a fin de protegerse.
Tras comprobar que se enfrentaba a un enano joven y de apariencia desvalida, poseedor además de una rara cordura que le distinguía de otros miembros de su raza, Tasslehoff se relajó. El desconocido, por su parte, comprendió que el kender no iba a devorarlo y bajó la guardia.
—¿Qué es lo que deseas? —le interrogó Tas en lengua enanil.
—Ven conmigo —le instó el otro.
Reforzó sus palabras con un gesto por el que le invitaba a seguirle, pero, al ver que el kender fruncía el entrecejo, señaló un punto recóndito de la celda y avanzó unos pasos en aquella dirección.
—Quédate aquí, Gnimsh —dijo el hombrecillo a su compañero, levantándose con mucha cautela.
El gnomo ni siquiera le oyó, concentrado como estaba en manipular y cambiar las posiciones de los diversos mecanismos que configuraban el artilugio arcano. Sabedor de que no había de abandonar su tarea, Tas desistió y caminó en pos del dewar. «Quizás este individuo ha descubierto una vía de escape —caviló—. A lo mejor ha cavado un túnel».
Cuando el kender lo hubo alcanzado en el centro de la cámara, el enigmático personaje se detuvo y extendió el índice hacia una losa donde se recortaba un curioso fardo.
—¿Puedes ayudarme? —le suplicó esperanzado.
No divisó Tas ningún pasadizo secreto, sino a un dewar acostado sobre una manta. El yaciente tenía el semblante bañado en sudor, el cabello empapado y su cuerpo temblaba en convulsiones espasmódicas. Frente a tal espectáculo, el hombrecillo se agitó en un irrefrenable escalofrío. Después de observar el resto de la estancia, clavó de nuevo los ojos en el joven y meneó la cabeza para significarle su impotencia.
—No —susurró, compungido—; lo lamento, pero no puedo socorrerlo.
El enano pareció hacerse cargo, ya que se limitó a arrodillarse junto al enfermo y se abandonó a un patético desconsuelo sin persistir en su ruego.
Tasslehoff regresó al rincón donde Gnimsh trabajaba anonadado, estupefacto. Desmoronándose sobre la gélida piedra, prestó atención a lo que antes, incomprensiblemente, le había pasado inadvertido: a los gritos de dolor, el incoherente deambular, las demandas de agua y, aquí y allí, el malhadado silencio de quienes permanecían quietos, rígidos.
—Gnimsh —anunció—, estos prisioneros han contraído una horrible enfermedad. He presenciado los síntomas en días aún por venir, y puedo dictaminar que tienen la peste.
Al gnomo se le desorbitaron los ojos, tan perplejo que casi dejó caer el ingenio.
—¡Hemos de salir en seguida de esta cueva! —continuó el kender—. En mi opinión, sólo hay dos alternativas: o nos traspasan con una daga, lo que, aunque interesante, presenta ciertos inconvenientes, o sucumbimos a una muerte lenta y tediosa a consecuencia de la plaga.
—No te apures; estoy persuadido de que funcionará —le reconfortó el aludido sin cesar de dar vueltas al falso colgante—. El único problema es que podría devolvernos al Abismo.
—Hay destinos peores —se conformó Tas—. Resulta un poco difícil adaptarse, y temo que sus moradores no nos recibirán con aclamaciones de júbilo, pero merece la pena intentarlo.
—De acuerdo. Engarzaré esta última joya…
— ¡No oses tocarla!
Tan vehemente prohibición hizo que ambos hombrecillos se incorporasen como movidos por un resorte. La había pronunciado una voz familiar, y su tono imperioso, inapelable, paralizó al gnomo con el artilugio aferrado en su mano.
—¡Raistlin! —exclamó Tasslehoff, que era quien había reconocido el timbre de voz—. Estamos aquí —apuntó para facilitar al hechicero su localización.
—Sé dónde estáis —respondió el mago, a la vez que se materializaba en la penumbra y se plantaba frente a ellos.
Su imprevista aparición arrancó a los dewar alaridos de pánico, de sorpresa. Se armó en la cámara una barahúnda ensordecedora, una confusión a la que sólo quedó incólume el individuo del cuchillo, quien, alzándose en su rincón, arremetió contra el supuesto fantasma.
—¡Raistlin, cuidado! —lo previno el kender.
El nigromante dio media vuelta. No habló, ni enarboló su temible brazo; únicamente clavó sus pupilas en el enano oscuro y éste, cenicienta la faz, se retiró y buscó refugio en las sombras. Antes de dirigirse de nuevo a Tas, Raistlin miró de hito en hito a los reos. Todos enmudecieron, incluso se disiparon las quejas de los que deliraban.
Cumplido su propósito, el archimago se volvió hacia el que fuera compañero de aventuras.
—Estoy encantado de verte —se regocijó Tasslehoff, superada la primera vacilación frente al portento que acababa de realizar—. Tienes un aspecto excelente, nadie diría que atentaron contra tu vida de una forma tan brutal. Todavía recuerdo la sangre, aquella herida en tu vientre… Pero no es momento de evocar sucesos tristes —rectificó, por miedo a disgustarle—. ¿Has venido a rescatarnos? ¡Es maravilloso!
—¡Basta de parloteos! —le atajó el hechicero y, estirando la mano, lo atrajo hacia él de un brusco tirón—. Y, ahora, cuéntame tus peripecias.
—N… no vas a creerme —balbuceó el kender, y la expresión del mago nada hizo para serenarle—. Nadie nos ha hecho el menor caso, y sin embargo es la pura verdad.
—Relátame los hechos, yo juzgaré si debo o no creerte —le ordenó Raistlin, al mismo tiempo que estrujaba de un ágil sesgo el cuello de su camisa.
—Te complaceré —contestó el hombrecillo, medio asfixiado—. Aunque no olvides dejarme respirar entre las parrafadas, de lo contrario no podré terminar, después de que me dieras el ingenio en Istar traté de impedir que sobreviniera el Cataclismo. Éste dichoso artefacto se rompió, ya que, por algún extraño azar, y conste que no pretendo hacerte reproches, te equivocaste al impartir tus instrucciones.
—Fue un acto deliberado, no un error —le corrigió el mago—. Adelante, soy todo oídos.
—Me gustaría, pero me falta el resuello y es difícil articular las frases en estas condiciones.
El mago aflojó un poco la garra, lo justo para que pudiera proseguir.
—Gracias —susurró el kender—. ¿Por dónde iba? ¡Ah, sí! Corrí tras las huellas de Crysania a través de los sótanos del Templo, descendí a las entrañas de la tierra mientras el edificio se derrumbaba y, en mi persecución, percibí que la sacerdotisa entraba en una estancia. Me figuré que se había encontrado contigo, porque repitió varias veces tu nombre, y me alegré de que hubiera dado con tu paradero. «¡Seguramente recompondrá el ingenio arcano!», pensé, y entonces yo…
—Ahórrame los detalles —lo interrumpió su interlocutor.
—Bien —claudicó Tas y, en su afán de obedecerle, se precipitó tanto que su narración se hizo casi ininteligible—. Resonó un estruendo detrás de mí y era Caramon, quien no se percató de mi presencia. De repente todo se ensombreció y, cuando desperté, os habíais ido, si bien abrí los ojos a tiempo para ver cómo los dioses lanzaban la montaña de fuego. —Se detuvo a fin de cobrar aliento—. ¡Fue algo único! ¿Quieres que te lo describa? ¿No? No importa, quizás en otra ocasión.
»Debí quedarme dormido, porque en un momento dado observé el paraje y reinaba una calma absoluta. Supuse que había muerto, pero no era así. Estaba en el Abismo, donde se sepultó el Templo después de la hecatombe.
—¡El Abismo! —repitió Raistlin, trémula su mano.
—No es un lugar grato —declaró el kender con aire solemne—, a pesar de lo que antes he comentado. Conocí a la Reina —musitó estremecido—. Si no te molesta renunciaré a evocar todas nuestras transacciones, aunque tengo una prueba que corrobora esa parte de la historia. Fíjate en esos cinco lunares blancos —le rogó al nigromante, extendiendo su miembro—. Son su estigma. La soberana de las tinieblas me reveló que había de retenerme en sus dominios porque, gracias a mí, podría alterar el curso de los acontecimientos y ganar la guerra. Yo me rebelé, aunque no me atreví a oponerme a tan poderosa señora. Deseaba ayudar a Caramon —se justificó, consciente de que al hechicero podía enfurecerle tal desacato a su ídolo—. Mientras me hallaba en el Abismo, ansioso por escapar, me tropecé con Gnimsh.
—El gnomo —especificó el mago, desviando las pupilas hacia aquel hombrecillo que le contemplaba petrificado.
—Sí —ratificó Tas, y sonrió a su amigo—. Él confeccionó el artefacto para viajar en el tiempo que nos ha traído hasta aquí. ¡Funcionó, por improbable que te parezca! Nos evaporamos en el aire y, en un santiamén, nos trasladamos a esta época.
—¿Os fugasteis del Abismo?
El personaje arcano, con ostensible pasmo, clavó en el kender sus espejos de negrura.
Tasslehoff se encogió de hombros, sin poder disimular su sobrecogimiento. Aquéllos últimos minutos en los reinos espectrales todavía presidían sus pesadillas, y eso que los de su raza no suelen soñar.
—Así fue —dijo, a la vez que dedicaba al archimago una sonrisa destinada a desarmarlo.
De nada sirvió. Raistlin se concentró en el gnomo, perturbado, y con una mirada tan penetrante que al kender se le heló la sangre en las venas.
—Antes has afirmado que el ingenio se desarticuló —siseó el hechicero.
—Cierto.
Fue una sola palabra, pero a Tas se le atragantó. Al notar que la zarpa de su aprehensor se relajaba, distraído como estaba en sus meditaciones, ensayó un débil forcejeo para desembararse, y le sorprendió que el mago nada hiciera por atenazarlo. Al contrario, le soltó de manera tan imprevista que el hombrecillo estuvo a punto de caer desplomado.
—El ingenio se rompió —persistió Raistlin en un murmullo—. En ese caso, alguien debió repararlo. ¿Quién? —interrogó al kender.
—Creo que debo ser más conciso —admitió el aludido y, receloso de su reacción, se apartó del nigromante—. Confío en que los miembros del cónclave no montaran en cólera. Gnimsh no concibió un nuevo artilugio, sino que introdujo unas ligeras modificaciones en el que tú me diste —confesó al fin—. Nada serio, te lo prometo, sólo unos pequeños ajustes. Me defenderás frente a Par-Salian, ¿verdad, Raistlin? Me horroriza la idea de meterme en más complicaciones; ya tengo bastantes asuntos que resolver. No hicimos nada que desvirtuase las dotes iniciales de ese artefacto. Gnimsh se limitó a encajar las piezas de manera que respondiera al activarlo.
—¿Lo ensambló de nuevo? —puntualizó el archimago, sin que se borrara la singular expresión de sus rasgos.
—Podría llamarse así. —Tas reculó hacia donde se erguía el gnomo, y le dio un codazo en las costillas en el instante en que éste se aprestaba a intervenir—. «Ensambló» define a la perfección lo que hizo mi amigo.
—Pero Tasslehoff —protestó Gnimsh—, ¿ya has olvidado cómo sucedió?
—Cállate —musitó el kender—. Déjame hablar a mí, yo sabré manejar la situación. ¡Nos encontramos en un grave apuro! Los magos de las Tres Túnicas, en eso son todos iguales, desaprueban que remodelen sus inventos aunque sea para mejorarlos. Estoy convencido de que Par-Salian lo comprenderá cuando se lo cuente, e incluso te felicitará al enterarse de que has ampliado sus posibilidades, pues debe de ser muy farragoso que el ingenio sólo transporte a una persona cada vez. Le haré entrar en razón, pero he de ser yo quien se lo explique. Raistlin es un poco descuidado con los pormenores, no se hará cargo de las ventajas y, por lo tanto, no se las transmitirá a su colega. Además, no es momento de hacerle recomendaciones —agregó, espiando a aquella inquisidora figura.
Gnimsh imitó a su compañero y, sensible al ominoso mensaje que destilaban los iris del hechicero, se apretujó contra él como si fuera un escudo salvador.
—Tengo la impresión de que no le caigo bien, leo en sus ojos una profunda aversión hacia mí —comentó el gnomo.
—Se comporta así con todo el mundo —le tranquilizó Tas—. Ya te acostumbrarás.
Sucedió a estos intercambios un silencio sepulcral, que aún se hizo más patente al rasgar su manto el gemido discorde de un agonizante. Tas miró incómodo a los dewar y, de un modo instintivo, estudió también al callado mago quien, de nuevo, había centrado su atención en el gnomo con la preocupación dibujada en su macilenta faz.
—Eso es todo lo que puedo decirte, Raistlin —continuó el kender en voz alta, dirigiendo una nerviosa mirada a los apestados—. ¿Por qué no salimos de este hediondo calabozo? ¿Nos teleportaremos mediante la magia? ¿Invocarás uno de aquellos hechizos tan divertidos que usabas en Istar?
—Dame el ingenio —fue la lacónica respuesta, o evasiva, del archimago.
Debido quizás a la actitud del nigromante, que parecía enajenado y al mismo tiempo delataba una aviesa determinación en las arrugas que se habían formado en las comisuras de sus labios, o quizás a la humedad del corrompido ambiente, Tas se agitó en un escalofrío. Gnimsh, que sostenía en su palma el artilugio, consultó a su amigo con los ojos.
—Permíteme que lo conserve un tiempo —le pidió el kender—. No lo extraviaré, te lo prometo.
—Dámelo.
Fue una orden tajante, irrevocable, pese a no sobrepasar en volumen a un quedo susurro.
—Será mejor que se lo entregues, Gnimsh —aconsejó Tasslehoff a su indeciso compañero.
Tragó saliva de nuevo, y reparó en el amargo sabor que ésta dejara en su boca.
El gnomo parpadeó, mas no hizo ningún otro movimiento. Era obvio que se resistía a obedecer, que se hallaba en una total ignorancia de lo que ocurría y este hecho le impulsaba a cuestionar la resolución del kender.
—No te inquietes —le dijo Tas, tratando de sonreír aunque se habían agarrotado los músculos de su faz—. Raistlin es amigo mío, guardará ese valioso objeto en un lugar seguro.
Sin saber aún a qué atenerse, el hombrecillo se encogió de hombros y avanzó unos pasos para depositar el artilugio en la mano que el mago le tendía. El colgante parecía un abalorio carente de interés bajo la luz de la única antorcha de la celda, pero Raistlin lo trató con suma delicadeza. Tras examinarlo unos segundos, lo deslizó en uno de los bolsillos secretos de su atavío.
—Acércate, Tas —invitó acto seguido al kender.
Gnimsh se hallaba aún plantado frente al hechicero y se empecinaba en contemplar, con palpable consternación, los pliegues tras los que se había esfumado su tesoro. Asiéndole por los tirantes del mandil, Tasslehoff le separó de tan poderoso rival y estrechó su mano.
—Estamos a punto, Raistlin —anunció, entusiasmado—. ¡Un estallido y abandonaremos las mazmorras! Caramon va a llevarse un susto mayúsculo.
—Te he dicho que vengas aquí —le reprendió el nigromante con voz fría, desapasionada, y los ojos prendidos del gnomo.
—No pensarás dejarle aquí, ¿verdad? —se le encaró el kender, a la vez que soltaba a su compañero y daba un paso hacia él—. Si ésos son tus designios, prefiero quedarme. No te ofendas, pero Gnimsh me necesita para salir de este atolladero y presentar a los enanos el proyecto de un ascensor mecánico que ha diseñado…
Raistlin estiró la mano, agarró a Tasslehoff por el brazo y lo atrajo hacia su cuerpo.
—No, no voy a dejarle a su suerte —le aseguró.
—¡Magnífico! Nos conducirá a ambos junto a Caramon. La magia es una fuente inagotable de sensaciones; verás cómo te gusta —arengó el kender al gnomo, con un esbozo de sonrisa distorsionado por el dolor que le infligían los dedos del hechicero clavados en su piel.
Aquél intento de infundir ánimos a su colega no fructificó. Al atisbar las facciones de Gnimsh, que denotaban un patético desconcierto, una incertidumbre que su manera de estrujar el pañuelo de Tasslehoff no hacía sino subrayar, este último trocó su alegría en compasión e hizo ademán de aproximársele. Pero Raistlin se encargó de reprimir su gesto.
—¡Vamos, Gnismh, no pongas esa cara! —imploró Tas, resignado—. Raistlin es amigo mío, ya te lo he di…
El archimago soltó el brazo de su cautivo para sujetarlo del cuello de la camisa con una mano, y con la otra señaló al gnomo y comenzó a entonar un cántico.
—Ast kiranann kair.
Un terror sin precedentes invadió al kender, que había oído aquellos versículos en multitud de ocasiones.
—¡No! —vociferó, angustiado, y buscó a Raistlin con la mirada—. ¡No, te lo suplico! —volvió a gritar, balanceándose para golpearse y forcejeando a la desesperada.
—Gardum Soth-arn, Suh kali Jalaran —concluyó el otro, indiferente a la criatura que se debatía en sus garras.
El aire se partió, se quebró en cristales sibilantes y el indefenso Tas tuvo que asistir, impotente, a la creación arcana de aquellos familiares relámpagos de fuego, que, brotados de los dedos del hechicero, habían de fulminar a su desdichado oponente. El flamígero proyectil se incrustó en el pecho de su víctima, con tal energía que Gnimsh salió despedido hacia atrás y se estrelló contra el muro.
El gnomo se derrumbó sin proferir una queja. Unas volutas de humo se elevaron de su delantal, impregnadas de ese olor entre dulzón y nauseabundo que dimana de la carne socarrada. Se retorció la mano que sujetaba el pañuelo en un espasmo reflejo, y se inmovilizó.
También Tas se había paralizado. Enmarañadas sus manos en los ropajes de su aprehensor, miró al yaciente con las pupilas desorbitadas.
—Ahora ya podemos irnos —sentenció el archimago.
—No —rehusó el hombrecillo por pura inercia, ya que aún no había salido de su trance. Sin embargo, el espectáculo que ofrecía el gnomo y las palabras de Raistlin le devolvieron a la realidad. Reanudando su lucha para desembarazarse de la zarpa de aquel maléfico humano, exclamó—: ¿Por qué le has matado? ¡Era mi amigo!
—Tengo mis motivos —replicó Raistlin, sin permitir que se deshiciese de su firme asimiento—. Debes acompañarme.
—¡No! —bramó el kender en franca rebelión—. No eres interesante, tus artes han dejado de excitar mi curiosidad. Antes me fascinabas, pero acabo de comprender que no eres más que una criatura tan abyecta como el Abismo que te engendró. Te has tornado horrendo, despreciable, y no te seguiré por mucho que te empeñes. ¡Nunca más! ¡Suéltame!
Cegado por las lágrimas, propinando puntapiés y arremetiendo con los puños cerrados, Tas emprendió una batalla desenfrenada contra el asesino de su amigo el gnomo.
Los dewar, repuestos del pavor hipnótico en que les sumiera la escena, se entregaron a un pánico más expresivo. Cundió la alarma, y los alaridos de los habitantes de la celda se propagaron entre los otros enanos confinados en el subterráneo. Uno tras otro, los reos se precipitaron sobre las puertas de barrotes de sus respectivos calabozos y organizaron una auténtica hecatombe de bramidos y reniegos.
En medio de la batahola, las voces de los guardianes se sobrepusieron a las de los amotinados para solicitar auxilio.
Pausado, imperturbable, Raistlin posó la mano en la frente de Tasslehoff y formuló un nuevo hechizo. El cuerpo del kender se relajó al instante y, al verlo inconsciente, el archimago completó su sortilegio. Ambos desaparecieron dejando a los dewar anonadados, boquiabiertos, obcecados unos en espiar el espacio vacío donde se diluyeran mientras otros se acercaban al cadáver que yacía en el suelo, reducido a un amasijo informe.
Una hora más tarde, Kharas, que se había zafado de sus custodios con extrema facilidad, se encaminó hacia la galería donde se hallaban cautivos los dewar. Una vez en el pasadizo central, lo recorrió alicaído y preguntó a uno de los celadores:
—¿Qué pasa aquí? Tanta paz me sorprende.
—Hace un rato se ha armado un tremendo revuelo —informó el otro—. No hemos podido averiguar la causa, pero al fin se han apaciguado.
El héroe se asomó al interior de algunos calabozos, asaltado por un vago resquemor. Los dewar allí recluidos le observaron en perfecto mutismo y con una expresión que no era de odio, sino de desconfianza e incluso de miedo.
Creciente su zozobra a medida que avanzaba, presintiendo que se había producido algún suceso de mal augurio, el enano aceleró la marcha hacia su objetivo, el último habitáculo de la larga hilera que se hundían en las paredes de roca.
Al distinguirlo enmarcado en los barrotes, los prisioneros que aún no estaban postrados por la peste dieron un respingo y se refugiaron en el rincón más apartado. Se arracimaron temblorosos en su recoveco y, sin cesar de murmurar entre ellos, señalaron el lugar donde, yerta y contorsionada, se perfilaba la figura del gnomo.
Kharas arrugó el entrecejo al reconocer al reo. Lanzó una furibunda mirada al centinela, un mudo pero rotundo reproche a su negligencia, e interrogó a los dewar.
—¿Quién ha cometido una acción tal vil? —inquirió—. ¿Qué ha sido del kender?
Para asombro del consejero, los interpelados, en vez de negar el crimen en hosca postura, corrieron hacia la puerta y, todos en tropel, se enzarzaron en una inextricable maraña de explicaciones. Consciente de que así no despejaría la incógnita, el héroe de los enanos los conminó al silencio con un violento e incontestable gesto de la mano.
—Tú —indicó a uno, el individuo del cuchillo, que todavía sostenía los saquillos de Tasslehoff—. ¿De dónde has sacado esas bolsas? ¿Qué ha ocurrido? ¿Quién ha asesinado al gnomo? ¿Por qué no está aquí el kender?
Mientras el dewar ponía en orden sus ideas frente al acoso de tan insigne superior, éste observó sus desencajadas pupilas y descubrió, horrorizado, que cualquier resquicio de cordura que el enano hubiera podido poseer se había volatilizado.
—La he visto —declaró el dewar con una sonrisa torcida, entre la burla y el espanto—. Vestía de negro, como le corresponde, y ha venido a buscar al gnomo. Se ha llevado al kender, y también nos tocará a nosotros el turno de ser arrastrados a sus dominios. Volverá a buscarnos a todos —insistió, estrangulándose en sus propias carcajadas.
—¿Quién era? —le urgió Kharas—. ¿A quién has visto? ¿Quién se ha llevado al kender?
—La muerte en persona —susurró el interrogado, a la vez que desviaba la cara para clavar en Gnimsh una mirada de alucinado.