La promesa de Kharas
Tamborileando los dedos sobre el brazo del pétreo banco para visitantes que habían instalado en la sala contigua a las dependencias de Duncan, Kharas aguardaba ansioso una respuesta. No tardó en recibirla. La puerta se abrió y apareció el rey.
—Bienvenido, Kharas —le saludó—. Puedes entrar —le invitó, a la vez que tiraba de su brazo.
Con un molesto sonrojo, el consejero penetró en los aposentos privados de su monarca, quien, al percibir su turbación, le dedicó una afable sonrisa antes de conducirlo a su gabinete.
Construido en el seno de la montaña, lejos de la superficie, el hogar de Duncan era un complejo laberinto de estancias y túneles atestados de muebles de esa madera sólida, oscura, que tanto admiran los enanos. Aunque más espacioso que la mayoría de las viviendas de Thorbardin, en todos los otros aspectos aquel intrincado refugio era idéntico a los de sus súbditos. De no ser así, se habría criticado severamente el mal gusto del soberano, puesto que el hecho de gobernar no le autorizaba a tener ínfulas de grandeza. Nadie censuraba que le atendiese un nutrido grupo de criados, pero las leyes que regían a su tribu exigían que él mismo acudiese a la puerta y atendiera a sus huéspedes. Al ser viudo, el dignatario vivía en compañía de sus dos hijos, ambos solteros a causa de su corta edad (unos ochenta años).
El gabinete en que introdujo a Kharas era, sin lugar a dudas, su habitación preferida. Decoraban los muros varias hachas y escudos guerreros, además de una variopinta serie de espadas de hoja curva capturadas a los hobgoblins, un tridente de minotauro que había sido ganado en justa lid por un ancestro del adalid y, cómo no, martillos, cinceles y otras herramientas para trabajar la roca.
Duncan agasajó al héroe haciendo gala de auténtica hospitalidad. Cumplió con todos los requisitos: le ofreció la mejor butaca, sirvió la cerveza y azuzó el fuego siempre que fue preciso, pero sus atenciones no obstaron para que el consejero, que había estado múltiples veces en aquella sala, se sintiera de pronto tan incómodo como si hubiera irrumpido en la intimidad de un extraño. Quizá su desasosiego se debía a que Duncan, pese a dispensarle el trato cortés que solía presidir sus intercambios, lanzaba miradas furtivas, penetrantes, a su rasurada faz.
Al advertir aquel singular brillo en los ojos de su superior, menos habitual que su obsequiosidad, a Kharas le resultó imposible relajarse y se sentó en el borde de la silla, retirando de sus comisuras la espuma del brebaje más a menudo de lo que era imprescindible. Y así, aplicado el dorso de la mano a su boca, esperó que concluyesen las formalidades.
Los preámbulos, por fortuna, no se prolongaron demasiado. Tras agotar de un solo trago el contenido de la jarra, el rey depositó el recipiente en un velador que se erguía junto a su butaca y, acariciándose la barba mientras estudiaba al héroe en sombrío ademán, dijo:
—Kharas, me aseguraste que el mago había muerto.
—Sí, thane —respondió perplejo el aludido—. Le asesté un golpe letal, al que ningún hombre habría sobrevivido.
—Él lo hizo —fue el tajante comentario del monarca.
—¿Acaso insinúas, me acusas de…? —empezó a exaltarse el consejero.
—¡No, amigo mío! Nada más lejos de mi intención —se apresuró a apaciguarlo Duncan—. Estoy persuadido de que creíste firmemente haberlo ajusticiado, aunque más tarde los acontecimientos se revelasen diferentes. En efecto, nuestros exploradores informan haberle visto en el campamento. Estaba herido o, al menos, no podía cabalgar. El ejército prosigue su marcha hacia Zhaman, con el hechicero alojado en un carro.
—¡Eso es imposible! —protestó Kharas, purpúreos sus pómulos al sumarse el enfado a la congoja—. Su sangre bañó mis manos, arranqué la daga de lo más hondo de su vientre. ¡Por Reorx! —blasfemó—. En sus pupilas vidriosas había anidado la muerte; yo mismo lo comprobé.
—No lo dudo, hijo. —Compadecido por la vehemente angustia de su súbdito, el monarca estiró una mano para darle unas paternales palmadas en un brazo—. Nunca tuve noticia de que una criatura se sobrepusiera a una herida como la que describiste, salvo cuando los clérigos habitaban Krynn.
Al igual que todos los sacerdotes verdaderos, los de la raza enanil también se esfumaron poco antes del Cataclismo. Sin embargo, este pueblo se distinguía de los otros que poblaban el país en que nunca perdió la fe en su antiguo dios. Reorx, el Forjador del Mundo, permaneció presente en sus vidas pese a que sus siervos se sintieron defraudados por su evidente complicidad en el desencadenamiento de la hecatombe. Su disgusto les llevó a dejar de adorarle en público, mas su creencia estaba demasiado arraigada, el concepto de la divinidad se hallaba demasiado vinculado a sus costumbres, como para renegar de él a consecuencia de tan liviana infracción.
—¿Tienes idea de lo que ha podido ocurrir? —indagó el rey, fruncido el ceño.
—No, thane —admitió el héroe—. Pero me extraña que no hayamos recibido una contestación del general Caramon. ¿Habéis interrogado a los dos individuos que apresamos? Quizá sepan algo.
—¿Un kender y un gnomo? No digas sandeces —le espetó el dignatario—. ¿Qué pueden comunicarnos? No me interesa en lo más mínimo la sarta de embustes que puedan contarnos ni, si he de serte franco, me preocupan los tejemanejes del mago. La razón por la que te he hecho venir, Kharas, además de darte a conocer la recuperación de esa criatura, es insistir en que debes olvidar tus arengas en favor de la concordia y prepararte para la guerra.
—Algo se oculta bajo ese par de barbas —farfulló el consejero, parafraseando un viejo proverbio. Quedaba patente que no había escuchado la parrafada de su interlocutor—. En mi opinión, tendrías que…
—Adivino lo que piensas —lo interrumpió el thane—, que esos hombrecillos son apariciones invocadas por el nigromante. ¡No seas ridículo! ¿Qué hechicero que se precie se valdría de un kender, aunque se hallara en un terrible apuro? No, son criados o algo semejante. En la tienda reinaba el caos, tú mismo lo mencionaste.
—Hay algo que me intriga, y que también suscitaría tu curiosidad si hubieras visto la expresión del mago cuando se materializaron —replicó Kharas sin alzar la voz—. Su rostro en nada difería del de un viajero que, al atravesar una planicie yerma, descubre de pronto a sus pies un cofre repleto de oro y de joyas. Autorízame a llevarlos a presencia del consejo, thane. Habla con ellos, es lo único que te pido.
Duncan suspiró y miró al héroe con impaciencia.
—De acuerdo —accedió a regañadientes—; supongo que no me perjudicará. Pero voy a ponerte una condición —agregó, y dirigió a su súbdito una mirada imperiosa, ineludible—. En el caso de que resulten infructuosas nuestras pesquisas, rechazarás tus absurdas nociones y te concentrarás en las tácticas bélicas. Será una lucha cruenta, hijo —preconizó, suavizado su tono al detectar la pesadumbre que surcaba las acciones de su subordinado—. Te necesitamos.
—Sí, thane —contestó el otro, sumiso—. Acepto el compromiso.
El monarca llamó a su guardia personal y, de manera abrupta, salió de su morada seguido por Kharas. El héroe caminaba despacio, absorto en sus meditaciones.
Después de atravesar el vasto reino subterráneo, doblando callejas y avenidas, cruzaron en un bote el Mar de Urkhan y llegaron al fin a los calabozos. En el primer nivel se hallaban confinados los delincuentes menores, aquellos que habían incurrido en transgresiones, como no pagar sus deudas, mostrarse irrespetuosos con padres o cabecillas, hurtar objetos sin importancia o emborracharse y organizar pendencias. Y también en este plano se encontraban el kender y el gnomo. Al menos, allí les dejaron la noche anterior.
—El problema radica en que carecemos de un mapa —se lamentó Tasslehoff, mientras el celador le hostigaba a andar.
—Si no recuerdo mal, dijiste que ya habías estado antes en estos parajes —refunfuñó Gnimsh.
—Antes no, después —le corrigió el kender—. O quizá la expresión adecuada sería «más tarde». Voy a sacarte de tu error, y espero que lo comprendas. Visitaré este reino escondido dentro de doscientos años, si no me equivoco en mis cálculos, aunque para mí el futuro es pasado. Lo cierto es que se trata de una historia fascinante. Vine con unos amigos. Fue después de que se casaran Goldmoon y Riverwind y antes de emprender viaje a Tarsis. ¿O habíamos pasado ya por esa ciudad? No, no puede ser, porque fue en Tarsis donde me cayó encima aquel edificio…
—Eso que tu calificas de «historia fascinante», y que es un tremendo galimatías, me resulta más que familiar. Conozcoeseepisodiodememoria.
—¿Cómo? —preguntó Tas confundido.
—Co… noz… co ese epi… so… dio de me… mo… ria —repitió el gnomo, espaciando ahora las sílabas hasta asumir la lentitud de un caracol.
Tan exasperado estaba Gnimsh, que pronunció de nuevo la frase, ahora en un sonoro grito. Su tono chillón se dispersó en mil ecos por las cámaras de roca y más de un enano se volvió para recriminarle su conducta.
—¡Oh! —se entristeció Tas—. Pero el rey lo ignora, y estoy seguro de que despertará su interés —apuntó, recobrada la jovialidad.
—Convinimos en que no le contarías a nadie que procedes del futuro —le amonestó el gnomo, envuelto en el aleteo de su largo mandil—. Decidimos actuar como si perteneciéramos a este tiempo.
—Eso fue cuando todo parecía funcionar según lo previsto —repuso Tasslehoff—. Admito que en un principio nuestros planes se desarrollaron con éxito. Activaste el artilugio, escapamos del Abismo…
—Nos dejaron escapar —puntualizó su compañero.
—Ése es un detalle insignificante —se rebeló el kender, irritado—. Salimos de allí, que es lo que cuenta. Gracias al ingenio arcano, dimos con Caramon, tal como tú habías vaticinado —apostilló para complacer a Gnimsh, quien sonrió orgulloso—; el mecanismo había sido cali… cala…
—Calibrado —le ayudó el gnomo.
—Exacto, calibrado de tal forma que apareciéramos donde estaba el guerrero. Pero, por alguna razón inexplicable, nuestra suerte sufrió un vuelco —constató, y al evocar su desgracia comenzó a mordisquear un mechón de pelo que se había desprendido del copete—. Raistlin ha sido apuñalado, quizás hasta la muerte, y esos soldados nos llevan prisioneros sin darme oportunidad de indicarles que cometen una grave injusticia.
En este punto, enmudeció y continuó avanzando en actitud meditabunda. Arrastraba los pies, tan abstraído que ni siquiera se molestó en observar su entorno. Transcurridos unos minutos, alzó la cabeza y expuso a su nuevo amigo el resultado de sus elucubraciones.
—Lo he pensado meticulosamente, Gnimsh. Sé que es un acto desesperado, al que nunca recurriría por voluntad propia, pero la situación se nos ha ido de las manos y no me queda otra alternativa. Debemos decir la verdad —terminó, con un solemne suspiro.
La drástica resolución del kender no pudo por menos que alarmar al otro hombrecillo, hasta tal punto que se pisó el repulgo del delantal y cayó de bruces al suelo. Los centinelas, que no hablaban la lengua común, levantaron al gnomo y lo transportaron en volandas durante el resto del recorrido. No tardaron en detenerse frente a una descomunal puerta de madera donde otros soldados, que espiaron a los dos cautivos con mal disimulado desdén, tomaron el relevo de los guardianes.
Al desajustarse la doble hoja y exhibirse ante los ojos de Tas una vasta habitación, ocupada por varios enanos, el kender exclamó:
— ¡Reconozco esta estancia!
—Será una gran ayuda —masculló Gnimsh.
—Es la sala de audiencias —ratificó Tasslehoff al examinarla—. La última vez que entramos aquí, Tanis se mareó. Pertenece a la raza elfa o, para ser más exacto, es una mezcla de elfo y humano, pero en cualquier caso estos recintos cerrados le producen claustrofobia. ¡Ojalá estuviera ahora a mi lado! —añadió, exhalando un nuevo suspiro—. A él se le ocurriría una solución. Necesito el consejo de una criatura prudente como él.
Los soldados les empujaron al interior de la inmensa cámara y, al hacerlo, pusieron fin a sus disquisiciones.
—Por lo menos —susurró el kender al oído de su compañero de infortunio—, no estamos solos. Nos tenemos el uno al otro.
—Tasslehoff Burrfoot —se presentó el kender, haciendo una reverencia al rey de los enanos y repitiendo su saludo frente a cada uno de los thanes que había sentados en la sala, en butacas de piedra más bajas y un poco retiradas respecto al trono de su adalid—. Mi amigo se llama…
—Gnimshmari… —intentó intervenir el gnomo, que también se había acercado a la asamblea.
—¡Gnimsh! —vociferó Tas, antes de que se lanzara a recitar su nombre completo—. Deja que hable yo —le reprendió, al mismo tiempo que le pellizcaba en el costado a fin de conminarlo al silencio.
Taciturno, dolido por semejante afrenta, el interpelado obedeció. Tas, del todo ajeno a los sentimientos que había provocado en su compañero, escrutó la estancia con su proverbial entusiasmo.
—Veo que en los próximos doscientos años no se harán reformas en esta cámara. No habéis planeado cambiar nada, ¿me equivoco? Su aspecto será idéntico salvo por esa grieta que…, no, aquella otra. Si no me engaña la memoria, dentro de dos siglos se habrá ensanchado de manera ostensible. Os recomiendo que la rellenéis antes de que…
—¿De dónde vienes, kender? —le interrumpió Dunca con un resoplido.
—De Solace —repuso el hombrecillo, que tuvo que recordarse a sí mismo su determinación de no falsear los hechos—. No os preocupéis si no habéis oído hablar de mi patria, ya que todavía no existe. En Istar también ignoraban que ha de construirse esa ciudad, pero a nadie le importaba. Ninguno de sus habitantes sentía el menor interés por otra urbe salvo la suya. Me refiero a Istar, no a Solace —clarificó, conciente de que sus palabras podían resultar desconcertantes—. El lugar donde resido habitualmente, es decir, Solace, está situado al norte de Haven, que tampoco figura en los mapas, porque aún no ha sido edificada, aunque, espero que lo comprendáis, se erigirá antes que Solace.
El soberano inclinó el cuerpo hacia el insólito narrador, clavó en él una fuminante mirada que más se adivinaba que apreciaba bajo sus hirsutas cejas y denunció:
—¡Mientes!
— ¡No! —se indignó el kender—. Nos catapultamos al pasado utilizando un ingenio mágico que me prestó un…, un conocido. Al principio funcionó sin contratiempos, pero cuando me disponía a regresar a mi época, se rompió. Fue un accidente; yo no tuve la culpa de que fallara. Sea como fuere, sobreviví al Cataclismo y acabé en el Abismo. Un paraje ingrato, puedo asegurarlo, aunque allí conocí a Gnimsh y él lo arregló. El artilugio, claro, no el Abismo. Es un excelente amigo —continuó en tono confidencial, palmoteando el hombro de su vecino—. A pesar de ser un gnomo, todo cuanto inventa funciona.
—Así que habéis surgido del Abismo —recapituló el rey de los enanos—. ¡Confesión de parte no admite duda! Sois apariciones del Reino de las Tinieblas. Os invocó el mago de Túnica Negra y acudisteis, prestos, a socorrerle.
Tan asombrosa acusación dejó a Tas sin habla.
—P… pero… —balbuceó, perdida por un momento la coherencia. Tuvo que hacer una pausa a fin de hilvanar sus pensamientos y devolver el timbre a su voz—. ¡Nunca me habían insultado con tanta impunidad! Excepto, quizá, cuando en Istar un guardián me tildó de ratero. No imagino a Raistlin convocando a espectros del más allá, ya que no era ése su estilo, mas de haberlo hecho os garantizo que no nos habría elegido a nosotros. Y eso me trae a colación… ¿Por qué le mataste de un modo tan brutal? —imprecó a Kharas, desbordante de furia—. Estoy de acuerdo en que no era una persona bondadosa, e incluso admito que casi me destruyó al hacer que se desarbolara el mecanismo arcano y abandonarme a mi suerte poco antes de que los dioses arrojaran la montaña ígnea, mas su desconsiderado acto no significa que no fuera una de las criaturas más sabias que nunca pisaron Krynn.
—No te hagas el desentendido, fantasma; sabes de sobra que tu mago no ha muerto —le espetó Duncan.
—¡No soy un tantas…! ¿Dices que no ha muerto? —rectificó, al tomar cuerpo en su mente la revelación que el monarca acababa de hacerle—. ¿De verdad? —insistió, iluminadas sus facciones—. ¿No sucumbió a tu puñalada, a la ingente pérdida de sangre? El artífice de tal prodigio no pudo ser otra que Crysania —aseveró, después de recapacitar unos segundos.
—¿La bruja? —indagó Kharas, hablando casi para sus adentros, mientras los thanes murmuraban entre ellos.
—Aunque en ocasiones se comporte de un modo frío, impersonal —se rebeló Tas—, no te autorizo a usar tan horrendo apelativo en mi presencia. No tienes derecho a menospreciarla, después de todo es una Hija Venerable de Paladine.
—¿Insinúas que esa mujer es una sacerdotisa? —se mofaron los cabecillas enaniles, incapaces de creer tan descalabrado argumento.
—Ahora ya conoces la respuesta —comentó el adalid a su consejero, desviada la vista de aquel hombrecillo que no cesaba de urdir patrañas—. Brujería.
—Cierto, thane —se resignó Kharas—. Pero…
—¿Por qué no me dejáis libre? —interrumpió el kender—. Desde que me apresasteis no he hecho otra cosa que intentar convenceros de vuestra equivocación. ¡Debo conferenciar con Caramon sin demora!
Ésta última frase provocó una reacción inmediata en la asamblea. Los representantes de los clanes, que todavía cuchicheaban entre ellos, enmudecieron.
—¿Es que conoces al general Caramon? —inquirió Kharas.
—¿General? —Tas no salía de su pasmo—. ¡Caramba! Tanis estará encantado cuando se entere y Tika estallará en carcajadas. ¡Su esposo general! Por supuesto que conozco a Ca…, al general Caramon —repitió de nuevo para seguir la corriente, a la vez que el arrugado ceño de Duncan le impulsaba a reanudar su relato—. Es mi mejor amigo. Gnimsh y yo hemos venido en su busca con el único propósito de activar el ingenio y llevarlo a casa. Estoy persuadido de que él se encuentra a disgusto, así que el gnomo ha recompuesto el mecanismo de forma que pueda trasladar a más de una persona.
—¿Qué hogar es ése?, el Abismo? —bramó el rey de los enanos—. ¡Aún resultará que el nigromante lo invocó también a él!
—¡No! —gritó Tasslehoff en el límite de su paciencia—. Me refiero a Solace, naturalmente. Si lo desea, Raistlin podrá acompañarnos en el viaje. No comprendo qué hace aquí. La última ocasión en que visitamos Thorbardin, y que será dentro de doscientos años, pasó todo el tiempo tosiendo y quejándose de la humedad. Flint afirmó… Flint Fireforge, un viejo colega —aclaró.
—¡Fireforge! —Duncan saltó de su trono y sometió al prisionero a un escrutinio que nada bueno presagiaba—. ¡Y le llamas «colega»!
—No veo la necesidad de alterarse —le regañó el kender, aunque sospechaba que el asunto iba de mal en peor—. Flint tenía sus defectos, sobre todo aquella manía de protestar por cualquier nimiedad o acusarme de robar objetos, como el famoso brazalete, cuando mi única intención era restituirlos a su dueño, pero no hay motivo para encolerizarse.
—Fireforge —persistió el monarca— es el adalid de nuestros enemigos. ¡Y no finjas ignorancia; de nada te servirá!
—¡No finjo! —porfió Tas con creciente disgusto—. ¿Cómo iba a saberlo, si no he tenido oportunidad de averiguar lo que está ocurriendo? En cualquier caso, debe tratarse de otro Fireforge —determinó tras una breve meditación—. Faltan unos cincuenta años para que nazca Flint; quizá tu adversario sea su padre. Raistlin opina…
—¡Otra vez ese nombre! —rugió el rey de los enanos—. ¿Quién es Raistlin?
—No me prestas atención —se lamentó el kender, y clavó en el demandante una mirada llena de reproche—. Raistlin es el mago, el hechicero contra cuya vida atentasteis. El que había de morir pero no murió porque le curó la sacerdotisa.
—Ése ser maléfico no se llama Raistlin, sino Fistandantilus. —Duncan volvió a acomodarse en su asiento mientras interponía esta rectificación y permaneció callado largos minutos, en los que espió tenazmente al cautivo a través de su enmarañado ceño—. Resumamos —declaró al fin—: lo que pretendes hacer es transportar a ese nigromante, que ha sido sanado por una sacerdotisa en una época en que todos los clérigos han desaparecido del mundo, y a un general que, según tú, es tu mejor amigo, a un lugar que no existe, para reuniros con mi más enconado rival, que aún no ha nacido, utilizando el artilugio infalible —recalcó este adjetivo— de un gnomo.
—¡Exacto! —exclamó Tas en actitud de triunfo—. Salvo en un pequeño detalle, que renuncio a explicar porque no afecta a tus conclusiones —añadió al evocar la imagen del fallecido Flint—. Convendrás conmigo en que se aprende mucho escuchando.
—¡Guardias, lleváoslos! —ordenó el mandatario a los soldados que custodiaban a los dos hombrecillos. Giró entonces la faz hacia Kharas y le dijo—: Empeñaste tu palabra. Preséntate en la sala del consejo dentro de media hora para ultimar los preparativos de la guerra.
—Pero, thane, si es cierto que conoce al general Caramon…
—¡No hay peros que valgan! —dijo el monarca indignado—. El conflicto es inevitable, y tu noble chachara contraría al sacrificio de nuestros congéneres no impedirá que estalle. O sales al campo de batalla o escondes ese rostro rasurado que a todos nos avergüenza en las mazmorras, junto a los traidores de nuestro pueblo. Elige, o la lealtad o los dewar.
—Es a ti a quien sirvo, thane —contestó el consejero, contraídos sus rasgos—. Con mi vida si es preciso.
—Recuérdalo en todo momento —le exhortó Duncan—. Y, para evitar que tus delirios te induzcan a ejecutar planes contrarios a mi voluntad, quedarás confinado en tus aposentos salvo cuando celebremos reuniones en la cámara. Además, los prisioneros —señaló a Tas y Gnimsh— serán encerrados en un rincón seguro, de manera que su paradero se mantenga en secreto hasta que concluya la guerra. Cualquiera que contravenga mi mandato será condenado a muerte.
Los thanes intercambiaron miradas aprobatorias, aunque uno de ellos masculló que era ya demasiado tarde. Se levantó acto seguido la sesión y los centinelas agarraron por el pescuezo a los interrogados para retirarlos de la estancia.
—He dicho la verdad —proclamó Tas, forcejeando en la zarpa de sus aprehensores—. Me figuro que toda esta historia os habrá parecido algo inverosímil, pero es sólo porque no estoy acostumbrado a tanta sinceridad. Concédeme tiempo y adquiriré soltura.
Tasslehoff nunca habría imaginado que fuera posible descender tanto bajo la superficie de la tierra. Recordó que en una ocasión Flint le había explicado que Reorx vivía en simas profundas, desde donde fraguaba el mundo con su hacha y un misterioso mazo.
—Debe de ser una criatura amena y alegre ese dios de los enanos —masculló, temblando hasta que le rechinaron los dientes mientras los guardianes los conducían por lóbregos vericuetos—. Si se ha aposentado en estos parajes, al menos podría haberlos caldeado un poco.
—Confíaenlasabiduríaenanil —le susurró Gnimsh.
—¿Cómo?
El kender tenía la sensación de haber pasado el último tercio de su vida iniciando cada parlamento que sostenía con el gnomo por la fórmula «¿cómo?».
—He dicho que confíes en la sabiduría enanil —repitió éste con un grito estentóreo—. En lugar de construir sus casas en los volcanes activos, los cuales, aunque altamente inestables, constituyen una estupenda fuente de calor, lo hacen en las montañas muertas. A veces me cuesta creer que seamos primos —apostilló, y meneó la cabeza en ademán negativo.
Tas no contestó, enfrascada su mente en otras cuestiones más apremiantes. «¿Cómo saldremos de ésta? ¿Adonde iremos si conseguimos escapar? ¿A qué hora van a servirnos la cena?», se preguntó si bien, dado que no parecía haber respuesta a tan intrigante incertidumbre —incluida la del alimento—, el hombrecillo se encerró en un abatido silencio.
Por fortuna, durante el trayecto se produjo un episodio emocionante, que tonificó al kender. En un punto del recorrido tuvieron que ser arriados a lo largo de un rocoso túnel vertical, que había sido horadado aprovechando una brecha de la roca. Para descolgarlos utilizaron una canasta denominada «ascensor», palabra de origen gnomo según Gnimsh, y Tas comentó que aquel término resultaba un tanto inapropiado cuando lo que hacían era bajar, no «ascender».
La pequeña aventura del ascensor tuvo el don de despertar el interés de Tasslehoff, quien decidió que, como de momento no había de hallar solución a sus múltiples problemas, era mejor no perder el tiempo en devanarse los sesos y estudiar su entorno. Así pues, disfrutó del viaje en el artilugio a pesar de que, en algunos lugares particularmente escabrosos, la desvencijada cesta —manipulada por musculosos enanos, que tiraban de los largos cabos de cuerda mediante ingeniosas poleas— rebotó en los aserrados cantos de piedra, zarandeando a sus ocupantes e infligiéndoles cortes y magulladuras en todo el cuerpo.
Tales incidentes fueron en realidad un acicate dentro de la monotonía del periplo, más aún porque los guardianes que escoltaban a los dos cautivos mostraban el puño cerrado e imprecaban en lengua enanil a los encargados de la cuerda siempre que se estrellaban.
En cuanto al gnomo, la experiencia le excitó hasta lo impensable. Tras arrancar un carboncillo de las paredes de la montaña y pedir prestado a Tas uno de sus pañuelos, se acurrucó en el suelo del aparato y comenzó a diseñar los planos de un nuevo ascensor, perfeccionado de acuerdo con sus conocimientos técnicos.
—El sistema de poleas ha de ser propulsado por vapor y activarse mediante cables —reflexionó, pletórico de entusiasmo, a la vez que esbozaba lo que al kender se le antojó una gigantesca trampa sobre ruedas para langostas—. Arriba y abajo, inclinación hacia la parte trasera, capacidad treinta y dos. ¿Se atora? Alarma. Campanillas, silbatos o cuernos de caza.
Cuando llegaron al fin al plano inferior, Tasslehoff resolvió observar con extrema atención por dónde andaban a fin de encontrar la salida en el caso de que consiguieran fugarse. Pero Gnimsh le impedía concentrarse, obstinado en enseñarle el boceto e instruirle sobre los pormenores.
—Es fantástico, amigo —contestaba, distraído, a la inagotable verborrea de su acompañante, con el corazón más deprimido que la oquedad donde se hallaban—. ¿Una música suave, interpretada por un flautista en un rincón resonante? Una idea espléndida, digna de ti.
Espiando los subterráneos mientras los guardianes les azuzaban, el kender suspiró. Aquél laberinto no sólo era tan tedioso como el Abismo, sino que además olía mucho peor. Una hilera de hediondas celdas surcaba los muros, iluminadas por humeantes antorchas y abarrotadas de enanos hasta el límite de su capacidad. El aire viciado, los efluvios de los prisioneros, asfixiaban al desalentado hombrecillo.
Estudió los habitáculos, con creciente pasmo, en su peregrinar por el pasadizo que separaba los calabozos. Aquéllos cautivos no tenían aspecto de criminales, eran familias enteras de criaturas que, arropadas en mugrientas mantas, se apiñaban en deterioradas banquetas o se asomaban a los barrotes.
—¿Qué es esto? —inquirió a uno de los centinelas, vapuleando su manga. Había aprendido algunas frases en lengua enanil en el curso de sus transacciones con Flint, que le permitían comunicarse con sus aprehensores—. ¿Por qué están encerrados aquí todos esos desdichados?
Esperaba haberse expresado con corrección, ya que existía la posibilidad de que hubiera preguntado sin proponérselo por el paradero de la taberna más próxima. Mas el soldado le sacó de dudas al anunciar escuetamente, furibundos sus ojos:
—Dewar.