La señal de los dioses
Kharas estaba plenamente concentrado en el hombre al que había prometido matar, adaptado su cerebro a asumir la mentalidad del guerrero y fijarse tan sólo en su objetivo, sin dispersarse en conceptos más abstractos. Hasta tal extremo se había imbuido de su misión que no hizo el menor caso a los dos aparecidos, suponiendo que se trataba de espectros invocados por el archimago.
Vio el enano que los centelleantes ojos de su rival se vaciaban de expresión, que sus labios abiertos para recitar el mortífero encantamiento se separaban en fláccida postura, y supo que durante unos segundos el enemigo estaría a su merced. Arremetió presto, y su daga atravesó los holgados ropajes negros para hender la carne.
Acercándose más aún a su víctima, el consejero enanil acabó de hundir su pertrecho en el enteco cuerpo del humano, y el calor extraño, abrasador de su adversario le envolvió cual un infierno llameante. Tal era la ira, el odio que dimanaba aquel ser, que Kharas sintió que le asestaba un golpe físico, una embestida que lo lanzó hacia atrás y dio con sus huesos en el suelo.
No importaba. Raistlin había recibido una herida de la que no había de recuperarse. Alzando la vista desde donde yacía, los ojos de Kharas toparon con los de su oponente y, además de su furia, advirtió en las desencajadas cuencas el estigma de un dolor lacerante. Bajo la incierta luz del candil, distinguió asimismo la empuñadura de su daga incrustada en el vientre del hechicero. Las delgadas manos del agonizante se retorcían sobre ella, como si tratara de arrancarla, y en los tímpanos del enano resonó un alarido agónico. Comprendió que no tenía nada que temer, que aquel ser perverso no volvería a lastimar a nadie.
Tras incorporarse con dificultad, el enano estiró el brazo y recuperó su daga de un tirón. Entre gritos de acerba angustia, bañado en el diluvio de su propia sangre, el mago cayó de bruces inerme.
Fue entonces, perpetrado su acto, cuando Kharas se concedió unos minutos para contemplar la escena. Sus hombres libraban una encarnizada batalla contra el general, quien, al oír el grito de su hermano, había palidecido visiblemente y se había entregado a la contienda con un ímpetu renovado, hijo del terror y la cólera. La bruja parecía haberse esfumado, su fantasmal aureola se había extinguido en la penumbra circundante.
Una exclamación ahogada, que no procedía de los litigantes, obligó al barbilampiño enano a girar la cabeza. Descubrió a los dos espectros que había llamado en su auxilio el nigromante, y no dejó de sorprenderle el pánico que desvirtuaba sus facciones mientras, rígidos, observaban al yaciente. No le cupo la menor duda de que eran criaturas de carne y hueso al comprobar su aspecto: uno era un kender ataviado con calzones azules y el otro un gnomo de incipiente calvicie que vestía un mandil de cuero, ninguno de ellos ofrecía la imagen de un espectro convocado desde el Abismo.
No tenía tiempo para reflexionar sobre el fenómeno. Había cumplido con éxito su cometido, al menos en parte. En cuanto a su otro designio, revelar a Caramon las confabulaciones de sus supuestos aliados, no era aquella la ocasión propicia, de modo que desistió y consagró todos sus esfuerzos a organizar la huida. Corrió hasta el lado de la tienda donde se desarrollaba la trifulca, recogió su mazo y, tras ordenar a sus secuaces que se apartaran, se abalanzó sobre el fornido luchador sin otro propósito que ponerle fuera de combate.
El mazo descargó su peso en el cráneo del general, dirigido certeramente por su portador para privarle del sentido. El atacado se desplomó como un fardo y, de pronto, se hizo en la tienda un letal silencio.
Asomándose por la cortinilla, Kharas verificó que el caballero que montaba guardia yacía desmayado. No percibió ningún síntoma de que los soldados que se agrupaban en torno a las lejanas fogatas hubieran detectado el alboroto.
Alzó entonces la mano, deseoso de detener el vaivén del farolillo y ver el desenlace del enfrentamiento. El archimago, sin mover un músculo, estaba tendido en un charco sanguinolento. El general se encontraba cerca de él, estirado su brazo hacia su gemelo como si socorrerle hubiera sido su último anhelo antes de perder el conocimiento. En un rincón se hallaba la bruja, tumbada boca arriba y con los ojos cerrados. Al vislumbrar sangre en su túnica, Kharas lanzó a sus hombres una mirada fulgurante.
—Lo siento —se excusó uno de ellos, a la vez que se convulsionaba en un violento temblor—. La he abatido porque su luz era demasiado brillante. Por un momento he creído que me iba a estallar la cabeza, y no se me ha ocurrido otro medio mejor para apagarla. He vacilado unos instantes porque no quería agredirla, pero el hechicero ha exhalado un alarido y, cuando ella ha respondido con otro, su aureola se ha intensificado. No lo he soportado y he tenido que golpearla, aunque sin mucha fuerza. No está malherida.
—Bien —susurró, comprensivo, el cabecilla—. Salgamos de aquí —añadió, si bien no pudo por menos que ojear al guerrero que yacía a sus pies—. Lo lamento —se disculpó y, asiendo el pergamino del cinto, lo depositó en su palma inerte—. Quizás algún día pueda darte las explicaciones que mereces. ¿Estáis todos bien? —inquirió a sus seguidores.
Los hombres asintieron y empezaron a deslizarse por la entrada del túnel, que tan hábilmente habían forzado.
—¿Qué hacemos con estos dos? —preguntó uno de los asaltantes, deteniéndose junto al kender y el gnomo.
—Les llevaremos con nosotros —decidió Kharas—. Si les dejáramos libres no tardarían en dar la alarma.
Al escuchar tal sentencia, Tasslehoff pareció volver a la vida.
—¡No! —se rebeló, estudiando al alto enano entre espantado y plañidero—. ¡No podéis hacernos esa jugada después de lo mucho que nos ha costado regresar al mundo! Hemos dado con Caramon, al fin podremos catapultarnos a nuestra casa y a nuestro tiempo. ¡Por favor, permitid que nos quedemos!
—¡Lleváoslos! —insistió el consejero, en un tono tajante que no admitía réplica.
—No —insistió también Tas en un suplicante gemido, mientras forcejeaba en los brazos de su aprehensor—. No comprendes lo sucedido. Estábamos en el Abismo y logramos escapar…
—Amordazadlo —bramó Kharas impaciente, a la vez que espiaba el túnel abierto bajo la tienda para cerciorarse de que todo estaba en orden.
Tras indicar a los otros mediante un gesto que se apresurasen, el héroe de los enanos se arrodilló en el borde del agujero para dirigir las operaciones. Sus secuaces emprendieron el descenso arrastrando al enmudecido kender, si bien, frente a su desesperada resistencia, que se manifestó en puntapiés y arañazos sin tiento, tuvieron que detenerse y embroquelarlo como un pollo antes de arriarlo.
En compensación, el otro cautivo no les causó molestias. El pobre gnomo estaba paralizado por el miedo y se sumió en una especie de trance hipnótico en el que, extraviada la vista y con el labio colgando, obedeció al mandato de aquellos extraños sin chistar.
Kharas fue el último en partir. Antes de saltar a la seguridad del túnel, dio una postrera ojeada a la tienda.
El farolillo, que había cesado de oscilar, alumbraba con su tenue luz una escena dantesca. La mesa estaba resquebrajada, las sillas volcadas, la cena se había diseminado en incontables fragmentos. Un riachuelo de sangre fluía debajo del cuerpo del nigromante, formando una pequeña laguna en el margen del boquete y vertiéndose despacio, gota a gota, sobre el pasadizo subterráneo.
Tras zambullirse en la oscuridad del corredor, el enano que cerraba la comitiva se alejó del lugar en rápidas zancadas hasta que, una vez hubo interpuesto cierta distancia, frenó su marcha. Agarró entonces un cabo de cuerda que serpenteaba por el suelo, y tiró de él enérgicamente. El otro extremo estaba atado a una de las vigas sustentadoras del techo, justo debajo de la morada de campaña del general, que se desmoronó al recibir la sacudida. Se produjo un zumbido de derrumbamiento y las rocas circundantes empezaron a salir de sus encajes, aunque Kharas no pudo ver las consecuencias de su acción por culpa de la polvareda que provocaron los bloques al desprenderse.
Sabedor de que el túnel se había obstruido y cubría así su retirada, el consejero emprendió carrera en pos de sus hombres.
—General…
Caramon estaba de pie, con las manos extendidas en busca de la garganta de su enemigo y el rostro desfigurado por la ferocidad.
Garic, que era quien llamaba al confuso guerrero reculó asustado.
—General, soy yo —repitió el centinela.
La familiar voz del caballero penetró cual un doloroso dardo la mente del hombretón quien, con un gemido, estrujó su cráneo entre las manos y se tambaleó. El noble soldado detuvo su caída y logró reclinarlo en una silla.
—¿Y mi hermano? —inquirió el maltrecho luchador, todavía en el límite del desvanecimiento.
—Verás, Caramon… —titubeó el otro.
—¡He preguntado por mi hermano! —se encolerizó el general.
—Lo hemos llevado a su tienda —musitó el caballero—. Su herida es…
—¿Cómo? —le apremió el hombretón, al mismo tiempo que alzaba la cabeza y observaba a Garic con los ojos inyectados en sangre.
Éste no sabía qué responder. Abrió la boca, la cerró de nuevo y, al fin, acertó a explicar:
—Mi padre me describió en alguna ocasión la naturaleza de esos tajos, que someten a quienes los sufren a interminables agonías.
—Lo que, en otras palabras, significa que el arma ofensiva ha traspasado el vientre del mago —apostilló Caramon.
El joven confirmó esta presunción con un tímido asentimiento, y se cubrió el rostro con la mano. Al espiarlo de cerca, el general percibió su exagerada lividez y, entornando los párpados, hizo acopio de valor para vencer su propio mareo, la náusea que había de asaltarle cuando abandonase su apoyo. Se enderezó y, en efecto, la negrura se arremolinó a su alrededor en una nube palpitante. Se forzó a resistir, a permanecer firme, y abrió los ojos.
—Y tú, ¿cómo te encuentras? —interrogó a su seguidor.
—Bien —se apresuró a contestar el caballero, enrojecidos sus pómulos por la vergüenza—. En el momento en que me disponía a socorreros, alguien me propinó un fuerte golpe.
—Sí, es evidente —ratificó Caramon al estudiar la sangre coagulada que teñía la sien del infortunado guardián—. No se puede prever todo, no te inquietes. También a mí me pillaron desprevenido —le tranquilizó con un asomo de sonrisa. Garic agradeció mediante un segundo asenso que intentara infundirle ánimos, pero su expresión evidenciaba hasta qué punto le obsesionaba su derrota.
«Lo superará —pensó el guerrero—. Nadie se libra del fracaso, antes o después tenemos que enfrentarnos a él».
—Voy a ver a mi hermano —dijo en voz alta, a la vez que se aproximaba a la cortinilla con paso bamboleante—. ¿Y Crysania? —preguntó de pronto, deteniéndose en el umbral.
—Duerme. Tenía un corte en las costillas, como si un cuchillo le hubiera rozado el costado. Se lo vendamos lo mejor que pudimos, hubo que rasgar su vestido —relató el caballero, y su rubor fue en aumento—. Le dimos unos sorbos de coñac…
—¿Está al corriente de lo que le ha sucedido a Raist… Fistandantilus? —lo interrumpió su superior.
—Él prohibió que se lo comunicásemos.
Caramon enarcó las cejas y, al cabo de un instante, arrugó la frente. Examinó la maltratada estancia, distinguió el purpúreo reguero en el pisoteado suelo y, tras emitir un suspiro, descorrió la cortinilla y salió al exterior, llevando a Garic a sus talones.
—¿Y el ejército? —indagó mientras caminaban.
—Todos se han enterado, era inevitable que se extendiera la noticia —declaró el centinela, encogiendo los hombros en un gesto de impotencia—. Necesitábamos refuerzos para cuidaros y perseguir a los enanos.
—Supongo que ellos habrán bloqueado el túnel —aventuró el general, si bien la migraña le impidió continuar y tuvo que sellar sus labios.
—Sí —corroboró el caballero—. Intentamos cavar, pero fue tan inútil como pretender vaciar el desierto de arena. No hubo manera de rastrearlos.
—¿Cómo está la moral de los hombres?
El fornido luchador hizo una pausa al formular esta demanda, pues habían llegado a la tienda de Raistlin. Oyó en el interior un ahogado lamento.
—Atribulados; reina un gran desconcierto entre las tropas —confesó Garic.
Caramon comprendió y, en silencio, oteó la oscuridad que anidaba a perpetuidad en el refugio de su hermano.
—Entraré solo —resolvió el guerrero—. Gracias por todo lo que has hecho, muchacho. Ahora acuéstate y descansa —aconsejó a su subordinado en tono paternal—, antes de que te desplomes. Más tarde requeriré tus servicios, y poco vas a ayudarme si enfermas.
—Sí, señor.
Obediente, el joven guardián echó a andar con paso vacilante. No tardó, sin embargo, en volver sobre sus pasos y aproximarse de nuevo a su adalid. Tras hurgar bajo el peto de su armadura, retiró un pergamino empapado en sangre y se lo tendió.
—Lo hallamos en tu mano, general. El trazo es, indiscutiblemente, de un enano.
El guerrero ojeó el objeto que le presentaba, lo desenrolló, lo leyó y, sin proferir ningún comentario, lo ajustó a su cinto.
Una legión de centinelas cercaba ahora las tiendas de los cabecillas. Indicando a uno de ellos que se acercara, le dio instrucciones de conducir a Garic a un lugar tranquilo donde pudiera reposar. Tras asegurarse de que se cumplía su orden, reunió todo el coraje que atesoraba y se adentró en el recinto que cobijaba al hechicero.
Una vela ardía sobre la única mesa, al lado de un libro de encantamientos que se mantenía abierto y demostraba el propósito de Raistlin de enfrascarse en sus estudios una vez concluida la cena. Un enano de mediana edad, que exhibía en su piel las cicatrices de mil batallas y que el general reconoció como uno de los esbirros de Reghar, estaba agazapado en las sombras lindantes con el lecho. El hombre que había apostado dentro de la estancia saludó al mandamás cuando éste cruzó el umbral.
—Aguarda fuera —le ordenó Caramon, y el soldado desapareció.
—No consiente que lo toquemos —murmuró el enano, señalando al archimago—. Hay que lavar esa herida y contener la hemorragia, aunque no creo que tenga remedio. Un buen vendaje mitigaría el dolor; así por lo menos…
—Yo le atenderé —le atajó el guerrero, lacónico e incluso abrupto.
Afianzando sus rodillas, el hombrecillo se incorporó y se aclaró la garganta, en la actitud de quien no acierta a decidir si es preferible hablar o callar. Al fin optó por lo primero, si bien escrutó al colosal humano con ojillos perspicaces mientras se manifestaba.
—Reghar me dijo que debía proponértelo: si quieres, puedo acortar su agonía. Poseo mucha experiencia en estos menesteres, ya que ostento el oficio de carnicero desde hace años y me doy buena maña en rematar a los animales.
—Vete.
—De acuerdo —se sometió el enano que, a pesar de su falta de tacto, abrigaba las mejores intenciones—. Tú tienes la última palabra. Pero si fuera mi hermano…
—¡Sal! —vociferó Caramon, al borde de la enajenación.
No miró a la escurridiza criatura, ni siquiera oyó el ruido de sus botas cuando abandonó la tienda. Todos sus sentidos confluían en Raistlin.
El nigromante yacía en el camastro, todavía vestido y con las manos recogidas sobre la tremenda herida. Ennegrecido más de lo habitual por la sangre, el terciopelo de sus ropajes se adhería a la carne en un fantasmal amasijo y, en cuanto a su estado, era obvio que traspasaba una fase crítica. El mago se revolvía en espasmos involuntarios, cada aliento que inhalaba era un incoherente gemido y, al expulsar el aire, su suplicio se hacía patente en un siniestro gorgoteo.
Para el hombretón, no obstante, lo más espantoso de aquel cuadro eran los destellos que animaban las pupilas del moribundo, la forma en que le espiaba, consciente de su presencia, a medida que avanzaba hacia el lecho. Raistlin estaba despierto.
Arrodillándose a su lado, el guerrero posó la mano sobre la febril frente del hechicero.
—¿Por qué no has permitido que venga Crysania? —inquirió en un susurro. El enfermo asumió un rictus de dolor y, rechinando sus dientes, logró articular una frase a través de sus labios amoratados.
—Paladine no me curará —dijo, estrangulada su garganta por el esfuerzo.
— ¡No puedes sucumbir! —protestó e] general, consternado—. Tú mismo me contaste que el destino estaba escrito.
—El tiempo ha sido alterado —le reveló su gemelo.
Los ojos giraban en enloquecidas órbitas, la cabeza se agitaba, la sangre chorreaba por su boca.
—Pero…
—Ha llegado mi hora, ¡déjame morir en paz! —exclamó el yaciente entre horribles convulsiones, corroído de ira.
Caramon se estremeció. Miró a su hermano, deseoso de conmoverse, pero aquella faz macilenta, desvirtuada, se le antojó la de un extraño. La máscara de sabiduría e inteligencia había sido brutalmente arrancada de sus facciones para poner al desnudo las líneas más sinuosas del orgullo, la ambición y la avaricia, todas ellas ribeteadas por la huella de una insensible crueldad. Era como si, al escudriñar un rostro que conocía desde su nacimiento, el guerrero descubriera de pronto a una criatura abyecta e ignota.
«Quizá Dalamar vislumbró lo mismo que veo yo ahora en la Torre de la Alta Hechicería —conjeturó—, cuando su maestro le imprimió en la carne el estigma de sus manos castigadoras. Quizás el mismo Fistandantilus contempló este rostro espeluznante antes de morir».
La repugnancia, el pavor, le indujeron a desviar la mirada de aquel semblante cadavérico y ominoso. Endurecida su expresión, estiró el brazo.
—Te vendaré la herida —anunció más que pedirlo.
Raistlin meneó la cabeza con vehemencia. Separó la garra que parecía encerrar en sus entrañas la poca vida que le restaba y, aun a riesgo de que se le escapara el último soplo, vapuleó el robusto brazo del guerrero.
—¡No! Quiero terminar cuanto antes —aseveró—. He fallado, no soporto que los dioses se burlen de mí.
El hombretón estudió unos segundos al yaciente y, de manera repentina, irracional, una cólera irrefrenable se apoderó de él. Tan hostil sentimiento era producto de su perenne servilismo, de los innumerables años de convivencia en que no había sido sino un títere vilipendiado, humillado por las chanzas despiadadas de aquel ser monstruoso. Era la furia que vengaba a los amigos muertos a causa de su desmedida sed de poder, que rehabilitaba a su propia persona después de haber sido arrojado a la pendiente de la destrucción. Era el rencor frente a una criatura que había devorado, negado el amor. En la cumbre del paroxismo, Caramon aferró las negras vestiduras y levantó la cabeza de su gemelo de la almohada donde se complacía en su sufrimiento.
— ¡Por los dioses que no he de permitir que mueras! —explotó, temblorosa su voz debido a la rabia—. No perecerás, ¿me oyes bien? Durante toda tu existencia, has pensado únicamente en ti mismo, en salvaguardar tus intereses, y ahora, en tu lecho de muerte, buscas la salida más cómoda. Has sido un egoísta, pero ahora no actuarás según tu conveniencia. No quedaré atrapado en esta guerra insensata, ni abandonarás a Crysania. ¡No, hermano! ¡Vivirás, maldita sea! Vivirás para mandarme de regreso a casa. Lo que pase después es algo que no me concierne.
Raistlin le observó y, a pesar de su comatoso estado, se dibujó en sus labios una grotesca parodia de sonrisa. Se diría que iba a carcajearse, mas una burbuja sanguinolenta obstruyó su boca. El general aflojó la zarpa con la que atenazaba la túnica y, con una violencia más querida que real, lanzó hacia atrás a su oponente, ignorando la emoción que le consumía. En efecto, el mago se desmoronó en su cojín y fijó en el guerrero unas pupilas rezumantes de odio.
—Voy a advertir a Crysania —masculló Caramon, indiferente por completo a aquel feroz escrutinio—. Merece al menos una oportunidad de ejercer sus dotes curativas sobre tu persona. Sé que si las miradas matasen, ahora mismo caería fulminado —apuntó, para darle a entender que se había percatado de su actitud y nada le importaba—. Escúchame bien, Raistlin, Fistandantilus o quienquiera que seas: si es voluntad de Paladine que mueras antes de cometer más atrocidades en este mundo, acataré sus designios, y también lo hará la sacerdotisa. Pero en el caso de que decida prolongar tu existencia, tanto tú como nosotros respetaremos esa resolución.
El mago, casi agotadas sus energías, mantuvo la mano apretada contra el brazo de su hermano, asiéndole con unos dedos yertos que comenzaban a asumir el rigor de la muerte.
Firme, comprimidos los labios, el hombretón se deshizo de aquella mano que se obstinaba en retenerle y, poniéndose de pie, se alejó del lecho. Oyó a su espalda un plañido discorde, un chillido de tormento que se abrió paso hasta su alma y detuvo su avance. Evocó en aquel instante la imagen de Tika, del hogar, y halló el remedio que sus vacilaciones necesitaban.
Salió a buen ritmo al desolado paraje nocturno, en dirección a la tienda de la sacerdotisa, cuando descubrió al enano sentado de modo displicente en las sombras, ocupado en tallar un leño con su afilado cuchillo. La visión de aquella pequeña criatura trajo a su memoria el asalto de que habían sido objeto y, sin apenas darse cuenta, rebuscó bajo su armadura hasta extraer el pergamino que le entregara Garic. Lo releyó, aunque el conciso mensaje se había grabado en su mente.
«El archimago os ha traicionado a ti y a tu ejército. Envía un emisario a Thorbardin para averiguar la verdad».
Tiró al suelo el papiro y siguió su camino.
¡Qué broma tan cruel! ¡Cuan vejatoria y retorcida!
En medio de su suplicio, Raistlin oía las risas de los dioses. «Me ofrecen la salvación con una mano y me la arrebatan con la otra —se dijo—. ¡Cómo deben regocijarse de mi derrota!».
Los ataques espasmódicos de su cuerpo eran livianos comparados con los de su espíritu, que se contorsionaba en una ira inerme, al recibir el acoso de su conciencia, de una voz interior que le repetía lo ridículo de su fracaso.
—¡Eres un humano débil e insignificante! —le gritaban las divinidades—. Nosotros, en nuestra superioridad, hemos querido recordarte que eras un simple mortal.
No se enfrentaría al triunfo de Paladine, se negaba a contemplar desvalido la complacencia y la glorificación que el hacedor hallaba en su caída. Era mejor morir en el acto y buscar refugio en las oscuras esferas que se lo brindasen. Pero aquel condenado hermano suyo, aquella otra mitad de sus propias esencias que tanto envidiaba y despreciaba y que, por derecho, le habría correspondido encarnar, se empecinaba en privarle del anhelado solaz.
—¡Caramon! —vociferó, solo en un mundo de tinieblas—. ¡Caramon, socórreme! ¡Protégeme, no me abandones! —Rompió en sollozos y se agarró el vientre, que había adquirido la dura tensión de una piedra—. No dejes que me encare en soledad con mi sino.
Se extravió su cerebro en un torbellino, perdido el hilo del raciocinio, y sufrió alucinaciones mientras la vida escapaba entre sus dedos agarrotados. Visualizó alas de reptiles del Mal, un Orbe de los Dragones roto, a Tasslehoff, a un gnomo… «La salvación está en la muerte», le susurraba en su delirio un ente incorpóreo.
Una luz blanca, pura y lacerante como una espada abrió una brecha en su interior. Sintiendo su asedio, el hechicero trató de sumergirse en el bálsamo cálido y acogedor de la negrura. Oyó que alguien, él mismo, suplicaba a Caramon que acabara con él y con su dolor, que extinguiera el intangible puñal luminoso.
Era él quien profería estas exhortaciones, pero no en obediencia a un dictado de su albedrío. Sólo supo que hablaba a una criatura real porque, en la aureola de la prístina luz, vislumbró la espalda vuelta de su gemelo.
El fulgor se incrementó y moldeó hasta transformarse en un rostro translúcido, en una faz hermosa, serena, dotada de unos ojos grises y fríos. Unas manos gélidas tocaron su ardiente piel.
—Te curaré —dijo una voz femenina.
—¡Vete!
—¡Te curaré! —se impuso la dama, que no era otra que Crysania.
Un agotamiento sin límites envolvió a Raistlin. Estaba cansado de luchar, de debatirse contra el dolor físico, contra la irrisión, contra el tormento que había sido su inseparable compañero a lo largo de toda su existencia.
«De acuerdo, me resignaré. Que ría su Dios; al fin y al cabo se lo ha ganado —pensó—. No corro ningún riesgo, rehusará sanarme y podré hallar reposo en la penumbra, en las mullidas tinieblas».
Con los ojos cerrados, para obstruir así la hostigante luz, aguardó las carcajadas… y, repentinamente, vio el semblante de la divinidad.
Caramon estaba junto a la entrada de la tienda de su hermano, presa de una migraña que nacía de su desesperación. Los ruegos de Raistlin reclamando el golpe justiciero, definitivo, habían traspasado todas sus vísceras y tuvo que correr en busca de aire. No obstante, tampoco resistía la espera. Le pareció evidente que la sacerdotisa había fallado, así que, con la mano cerrada en torno a la empuñadura de su espada, el guerrero penetró en la estancia y se encaminó hacia el lecho.
En aquel preciso momento, cesaron las quejas del nigromante. Crysania se volcó sobre su cuerpo y apoyó la cabeza en su pecho.
«Ha muerto —se dijo el hombretón—. Raistlin ha dejado de existir».
Al observar el rostro de su gemelo no sintió pesar, sino un estupor indefinible, que le impulsó a murmurar:
—La muerte ha congelado sus facciones en una máscara grotesca.
El hechicero tenía el semblante rígido como el de un cadáver, la boca abierta y desencajada, la tez pálida, sus ojos ciegos, fijos en las hundidas cuencas, se habían petrificado en la contemplación de un punto lejano.
Tras aproximarse un poco más, tan anonadado que era incapaz de convocar emociones tan naturales como el decaimiento, la pesadumbre o incluso el alivio, el general estudió mejor la expresión del yaciente y comprendió, con un terror insuperable, que no había exhalado su último suspiro. Aquéllas pupilas desorbitadas no veían el mundo porque se habían asomado a otro.
Un alarido ensordecedor agitó el cuerpo del mago, más espeluznante que sus gemidos agónicos. Movió levemente la cabeza y sus labios inarticulados vibraron, como para dar forma a un sonido gutural de su garganta.
Y entonces, sin que lograra pronunciar una palabra, Raistlin entornó los párpados. Ladeó el rostro, se relajaron sus músculos y, por arte de encantamiento, se difuminaron las huellas del dolor hasta no dejar más vestigio de su presencia que una extrema palidez. Respiró en una honda inhalación, expulsó la bocanada que alimentara sus pulmones y volvió a sorber el gas de la vida.
Asombrado por el prodigio al que acababa de asistir, indeciso sobre si debía alegrarse o abandonarse a un mayor desaliento, Caramon observó cómo el cuerpo ensangrentado de su gemelo reanudaba sus funciones.
Desechando el embotamiento que le atenazaba, similar al que se experimenta cuando alguien nos despierta de un profundo letargo, el hombretón se arrodilló junto a Crysania y, tras rodearla con su brazo, la ayudó a erguirse. La sacerdotisa le miró parpadeante, sin dar muestras de reconocerle. Desvió acto seguido los ojos hacia Raistlin. Una sonrisa ensanchó su faz y, en un susurro apenas audible, elevó una loa a su dios. No pudo concluir su plegaria, una punzada en el costado la forzó a estrujarse contra Caramon quien, al recogerla, atisbo una mancha de sangre en su blanca túnica.
—Deberías cuidarte —le aconsejó el guerrero, a la vez que la conducía al exterior y prestaba el apoyo de su robusto brazo a sus pasos inciertos.
Ella levantó la frente al oír sus recomendaciones. Aunque débil, la satisfacción del triunfo confería a la mujer una belleza nueva, exultante y sosegada a un tiempo.
—Quizá mañana —contestó—. Ésta noche he obtenido una victoria mayor que la que me proporcionaría sanarme. ¿No lo entiendes? Mis oraciones han sido escuchadas.
Capturado por su sereno embrujo, al hombretón le afloraron lágrimas a los ojos.
—¿Es ésta la culminación de todos tus deseos? —preguntó taciturno, espiando de soslayo el campamento.
Las fogatas se habían reducido a montículos de cenizas y rescoldos. Ajeno al escrutinio del general, uno de los hombres se alejó a toda carrera; sin duda, adivinó Caramon, para difundir la noticia de que el mago y la bruja habían conseguido, al unir sus diabólicos poderes, restituir la vida a un cadáver.
El amargo sabor de la bilis inundó la boca del hercúleo humano. Imaginó la excitación, los comentarios, las especulaciones, los ademanes recelosos u hostiles que tal rumor había de provocar, y se encogió su alma. Tan sólo quería acostarse, mecerse en el olvido del sueño.
—También tú has recibido una respuesta, Caramon —dijo la sacerdotisa con fervor, retomando el hilo de su conversación—. Ésta es la señal de los dioses que ambos aguardábamos. ¿Estás todavía tan ciego como en la Torre? —le imprecó, plantada de manera repentina delante de él—. ¿Acaso este portento no te incita a creer? Nos pusimos en manos de Paladine y el hacedor nos ha hablado. Raistlin está destinado a vivir, a realizar su hazaña. Juntos, él y yo lucharemos hasta vencer el Mal del mismo modo que, hace unos minutos, he desterrado a la muerte. ¡Únete a nosotros!
El guerrero clavó en ella sus pupilas, inclinó la cabeza y bajó los hombros.
«Yo no quiero combatir la perversidad —pensó—, sino regresar a mi casa. ¿Es pedir demasiado?».
Se llevó la mano a las sienes para aplacar sus palpitaciones, mas se detuvo con el brazo en alto, pues, bajo la tenue luminosidad de los primeros albores del día, columbró las improntas que dejaron en su carne los sangrantes dedos de su hermano.
—Apostaré un centinela en tu tienda —declaró secamente—. Intenta dormir un rato. Esquivo, el general echó a andar.
—Caramon —le invocó Crysania.
—¿Qué se te ofrece? —indagó el aludido, con toda la gentileza de que fue capaz.
—Te sentirás mejor dentro de poco; yo rezaré por ti. Buenas noches, amigo. Acuérdate de agradecer a Paladine la benevolencia que ha demostrado al infundir en el cuerpo de tu gemelo un nuevo hálito vital.
—Descuida, lo haré —musitó Caramon.
Estaba turbado, incómodo, su migraña se había acentuado. Sabedor de que no tardaría en aparecer la náusea en su estómago, en lugar de acompañar a la dama hasta su tienda, como tenía previsto, giró sobre sus talones y, raudo, corrió hacia la recia urdimbre que debía cobijarle.
Solo en la oscuridad, la náusea acudió puntual a su cita. Vomitó en un rincón hasta vaciar sus entrañas de alimentos, de sinsabores, y se desplomó sobre el lecho, rendido de fatiga.
Pero, antes de que la clemente penumbra lo acunara, resonaron en su cerebro las palabras de la sacerdotisa: «Agradece a Paladine…». La efigie de Raistlin flotó en la atmósfera de su refugio, y murió en su garganta la acción de gracias.