8

La penosa marcha

—Ha vuelto a agotarse el agua —anunció Caramon, poniéndose de pie.

Reghar rezongó para sus adentros. Pese a que el timbre de voz del general había sido voluntariamente desapasionado, el enano sabía que le hacía responsable de tan serio contratiempo. El hecho de admitir que, en parte, tenía razón, no le ayudaba a sentirse mejor, pues sólo existe algo más insoportable y descorazonador que la culpabilidad: reconocer que los reproches son merecidos.

—Hallaremos otro pozo antes de que termine el día —refunfuñó el hombrecillo, convertida su faz en una máscara de granito—. En los viejos tiempos los había por todos los rincones, como marcas de viruela dibujadas en la tierra.

Extendió el índice, y el general estudió su entorno. Hasta donde alcanzaba la vista no se distinguía nada, ni árboles, ni aves, ni siquiera los matojos habituales de las zonas desérticas. Nada salvo una interminable superficie de arena, cuya monotonía rompían unas extrañas dunas de forma abovedada. En la distancia, los oscuros perfiles de las montañas de Thorbardin vibraban en el aire como el recuerdo persistente de una pesadilla.

El ejército de Fistandantilus empezaba a perder antes de entablarse la batalla.

Tras unas jornadas de dificultosa marcha habían abandonado el paso montañoso de Pax Tharkas y, ahora, estaban en las llanuras de Dergoth. Los abastos no habían llegado y, debido al rápido paso que imprimieron a la marcha, el hombretón sospechaba que las cargadas carretas tardarían más de una semana en alcanzarlos.

Raistlin insistió frente a los oficiales en la necesidad de acelerar el avance y, aunque Caramon se había enfrentado a él sin disimulo, Reghar respaldó al archimago y consiguió que los bárbaros se pusieran también de su lado. Una vez más, al general no le quedó otra opción que seguir adelante.

Como todos los días, los soldados se levantaron antes del alba. Tras recoger el campamento, caminaron, sólo con una breve pausa a primera hora de la tarde, hasta el crepúsculo, ese momento en que la luz comenzaba a declinar y todavía era posible acampar sin tener que gatear en la negrura.

No ofrecían la imagen de un ejército victorioso. La camaradería, las chanzas y los juegos vespertinos se habían evaporado en la tensa atmósfera. Tampoco se cantaba, ya que incluso los enanos preferían reservar su aliento para el penoso periplo. Y, por la noche, los hombres se derrumbaban literalmente en el lugar donde posaban los pies, engullían sus magras raciones y se sumían en un pesado sueño hasta que les despertaban los zarandeos y los puntapiés de sus inmediatos superiores.

En tales circunstancias, la moral estaba por los suelos. No se oían sino quejas y gemidos, que se tornaban más frecuentes a medida que menguaba el alimento. En las montañas no habían sufrido tales carencias, ya que abundaba la caza, pero al descender a la planicie se cumplieron las profecías de Caramon y las únicas criaturas, vivientes que uno veía eran sus compañeros. Se nutrían de pan duro, horneado sin levadura, y de carne desecada que sólo probaban dos veces al día, en el desayuno y en la cena. Las porciones eran irrisorias, y el general era consciente de que habría que reducirlas a la mitad si no recibían pronto refuerzos.

El guerrero tenía que resolver otros conflictos además de la escasez de víveres, dos de ellos de la mayor importancia. Uno era la falta de agua. Aunque Reghar le había asegurado con jovial talante que había manantiales en el llano, los dos que habían descubierto no les proporcionaron ni una gota de líquido potable. Hasta aquel momento el viejo enano no confesó, a regañadientes, que la última ocasión en que visitó tales parajes fue antes del Cataclismo. El otro asunto que inquietaba al adalid era el deterioro que estaban experimentando las relaciones entre los aliados.

La unión de los distintos bandos, que en los instantes de máxima euforia tan sólo estuvo hilvanada, se rasgaba ahora en las mismas costuras. Los humanos del norte acusaban de sus penurias a los enanos y los bárbaros, puesto que habían colaborado con el hechicero. Los hombres de las Llanuras, que no estaban acostumbrados a las regiones montañosas, protestaban porque cubría el terreno a perpetuidad una capa de nieve y también porque, como le espetó su cabecilla a Caramon, «no hay más que rugosidades y pendientes».

Ahora, al divisar las imponentes cumbres de Thorbardin en el horizonte, los bárbaros no pudieron por menos que pensar que todo el oro y el acero del mundo no era tan hermosos como las doradas y lisas praderas de su hogar. Al hombretón no le pasó inadvertido que a menudo volvían la cabeza hacia el norte, y se dijo que una mañana, al levantarse, constataría que se habían ido mientras dormía.

Siguiendo con la enumeración de las fricciones que surgían a cada paso, no puede dejar de mencionarse la actitud de los enanos respecto a los otros grupos. En su opinión, los humanos eran un hatajo de cobardes que corrían llorosos en busca de su madre cuando debían someterse a la más ínfima incomodidad. Ellos trataban la casi ausencia de comida y agua como una molestia intrascendente, y aquel que se atrevía a insinuar que tenía sed se transformaba en el blanco de sus más despiadadas burlas.

En todo ello pensaba Caramon, y en las innumerables cuestiones de otra índole que bullían en su cerebro, mientras oteaba el desierto en la hora del ocaso y pateaba la arena con la punta de su bota.

De manera repentina, el guerrero alzó los párpados y clavó sus ojos en Reghar. Persuadido de que Caramon lo desafiaba en una suerte de reto, el enano perdió aquella serenidad que lo asemejaba a una estatua de piedra y, caídos sus hombros, emitió un prolongado suspiro. Su parecido con Flint era tan intenso, que el general sentía una punzada de dolor siempre que se encaraba con él. Avergonzado de su cólera, consciente de que iba dirigida más contra sí mismo que contra el hombrecillo, rectificó lo mejor que pudo, sin rebajarse.

—No te preocupes, nos queda agua suficiente para pasar la noche. Lo más probable es que mañana nos tropecemos con uno de esos manantiales subterráneos, ¿no crees? —dijo, conciliador, a la vez que daba unas torpes palmadas en la espalda de su acompañante.

El viejo enano levantó la vista hacia el hombretón, sorprendido y receloso ante tal cambio de actitud. Temía que su amabilidad fuese fingida y pretendiese ganar su confianza para luego aguijonearle con un sarcasmo; pero, al atisbar una sombra de sonrisa en su demacrado rostro, se relajó.

—Sí —contestó con una mueca por la que intentaba demostrar afabilidad—; dentro de unas horas, habremos encontrado un pozo.

Y, rehuyendo el seco agujero que, cargado de presagios, se abría a sus pies, regresaron al campamento.

El ocaso era temprano en las llanuras de Dergoth. El sol se zambulló rápidamente tras las montañas, como si le hastiara el espectáculo de aquellas tierras desoladas, yermas, a una hora en que todavía no negaba el calor de sus rayos a otras regiones más verdeantes. Pocas fueron las fogatas que prendieron en el paraje elegido para acampar; los hombres estaban extenuados y, por otra parte, tampoco había alimentos que guisar. Se arracimaron los soldados en grupos aislados, desde donde se vigilaban unos a otros, llenos de resquemor. El único punto en que los miembros del clan de las Colinas, los humanos y los bárbaros estaban de acuerdo era en esquivar a los traicioneros dewar.

Aunque las tropas dormían al raso, Caramon al igual que Raistlin y Crysania, se hacía montar la tienda en un rincón apartado cada vez que se detenían. También él se mantenía al margen de sus seguidores, en un ansia de soledad por la que denotaba su distanciamiento.

Caminaba junto al enano hacia su refugio, abstraído en sus elucubraciones, cuando le vino a la memoria una antigua leyenda que circulaba por Krynn desde tiempo inmemorial. Contaba la historia que, en una ocasión, un hombre cometió un acto tan abyecto que incluso los dioses se reunieron en cónclave para infligirle un castigo. Decidieron los hacedores que, a partir de entonces, el condenado adquiriría la capacidad de predecir el futuro. Al serle comunicada la sentencia el reo estalló en carcajadas, convencido de que su ingenio y sus facultades habían de sobrepasar a los de todas las criaturas, incluidas aquellas que tan neciamente le otorgaban un don en lugar de imponerle una pena. Sin embargo, el humano sucumbió poco después a una muerte torturada, algo que el guerrero nunca había comprendido.

Ahora, en cambio, sí discernía la moral del relato, y lo hacía con honda consternación. No había nada peor para un ser mortal que conocer de antemano el desenlace de una empresa destinada al fracaso, ya que esta clarividencia le privaba del mayor incentivo que a todos impulsa a perseverar: la esperanza.

Al principio, Caramon había abrigado tan estimulante sentimiento; un resquicio de fe en su hermano le incitaba a pensar que éste urdiría un plan salvador. No podía consentir que su ejército se precipitase a un desastre; algo haría para impedirlo. Pero, tras la conservación telepática que sostuvieron el día en que partieron de Pax Tharkas, sabía a ciencia cierta que al nigromante nada le importaba lo que pudiera suceder a sus aliados, a ellos y a las familias que dejaban en la fortaleza o en su patria. En aquel momento se extinguió la única llama interior que le empujaba a seguir, pues las palabras de su gemelo, le revelaron la impotencia en que se hallaba de alterar los acontecimientos. Lo que había pasado volvería a pasar.

Abatido por tan cruel certidumbre, intuyendo el dolor en que había de sumirle la muerte de quienes comenzaban a crecer en su estima, el guerrero se alejó involuntariamente de ellos. Inició así una vida solitaria en la que no cesaba de evocar remembranzas de su hogar.

¡Su hogar! Pese a su anterior empeño en olvidarlo, en arrinconarlo en los más oscuros recovecos de su mente, en esta hora de desaliento las imágenes conjuradas le invadían con tal vivacidad que, a veces, en sus interminables veladas, contemplaba el fuego sin poder verlo a causa de las lágrimas.

Perdidas las ilusiones, la añoranza era lo único a lo que podía aferrarse a fin de no flaquear. A medida que su ejército se aproximaba a la inevitable derrota, con cada paso que daba, él se acercaba a su tiempo, a su morada, a Tika.

—¡Cuidado! —exclamó Reghar aquella tarde, asiéndolo por el brazo y desvaneciendo su ensoñación.

Sobresaltado, el general parpadeó y comprobó entonces que estaba a punto de dar un traspié contra una de las singulares dunas que se erguían en la planicie.

—¿Qué son en realidad esos malditos montículos? —inquirió. Nunca había tenido oportunidad de estudiar uno y, ahora que lo hacía, adivinó que no se trataba como él creía de un accidente del terreno, sino de una suerte de madriguera—. ¿Quizá cubiles de animales? He oído comentar que, en los llanos de Estwilde, existen unas ardillas sin cola que viven en promontorios similares a éstos. —Ojeó la estructura, que medía casi un metro de alto y una anchura semejante, y meneó la cabeza—. No me gustaría enfrentarme a una ardilla de un tamaño proporcional a esta construcción.

—Ardillas, ¡qué ocurrencia! —se burló el enano—. Sólo los de mi raza son capaces de edificar algo tan perfecto. Fíjate bien en su trabajo, es una obra de artesanía—le instó, mientras pasaba suavemente la mano por la lisa cúpula—. ¿Desde cuándo la naturaleza concibe tales maravillas?

—¡Enanos! —repitió Caramon a su vez—. ¿Con qué objeto? Ni siquiera los enanos aman tanto el trabajo como para realizar esfuerzos gratuitos. ¿Por qué pierden el tiempo en erigir falsas dunas en el desierto?

—Son puestos de vigía —fue la sucinta explicación.

—¿Y qué observan desde ellas?, las serpientes? —indagó el guerrero en tono socarrón.

—La tierra, el cielo, los ejércitos como el nuestro —lo atajó el hombrecillo. Pateó acto seguido la superficie adyacente, levantando una nube de polvo—. ¿Oyes eso? —preguntó a su interlocutor, que estaba más perplejo a cada segundo.

—¿Qué tiene de particular?

—Escucha atentamente —lo apremió el enano, y estampó de nuevo el pie en el arenoso suelo—. Suena hueco.

—¡Túneles! —vociferó el general, boquiabierto, antes de examinar la sucesión de lomas que se desplegaba a través del llano.

—Hay kilómetros de ellos —confirmó Reghar, al mismo tiempo que asentía con la cabeza—. Se edificaron hace tantos años que en la época de mi tatarabuelo ya estaban como ahora, aunque también es verdad que durante siglos nadie los ha utilizado. Según la leyenda, en los albores de nuestra era había varias fortalezas entre este punto y Pax Tharkas, moles defensivas que se comunicaban mediante accesos subterráneos. Su largo entramado llegaba hasta los montes Kharolis, de tal modo que los enanos podían viajar del alcázar que hemos conquistado a Thorbardin sin exponerse a la luz del sol.

»Las fortalezas han desaparecido, al igual que muchos de los túneles. El Cataclismo los obstruyó o derrumbó por completo, aunque no me extrañaría —agregó, echando de nuevo a andar— que Duncan se haya servido de los que aún se conservan para mandar a sus espías y estar así informado de nuestros movimientos.

—Desde arriba o desde abajo, no dejarán de percibir nuestro avance —susurró Caramon, puestos sus escrutadores ojos en el desnudo llano.

—En efecto —admitió el enano con resuelto ademán—, pero no será eso lo que les conceda la victoria.

El guerrero nada respondió. Dando unas largas zancadas para alcanzar a su acompañante, reanudó la marcha junto a él hasta arribar al campamento, donde el humano se dirigió a su tienda y el hombrecillo al lugar donde se habían instalado los de su tribu.

En una de las engañosas dunas, no muy lejos de la tienda de Caramon, varios pares de ojos espiaban al ejército. Sin embargo, no era el conjunto de las tropas el centro de su interés, sino tres criaturas determinadas, sólo tres.

—Ya no falta mucho —dijo Kharas, que oteaba el panorama a través de unas rendijas excavadas en la roca con tan absoluta minuciosidad que permitían divisar el exterior a los que se agazapaban en la estructura sin ser vistos desde fuera del montículo—. ¿Has calculado la distancia?

El interpelado era un enano viejo, de innoble apariencia, el cual, tras asomarse a una hendidura con aire tedioso y estimar también de una ojeada la longitud del túnel, dictaminó:

—Doscientos cincuenta y tres pasos y te hallarás en el punto justo.

Kharas volvió a examinar el llano y, con especial atención, el enclave donde se alzaba la tienda de Caramon, alejada de las fogatas. Se le antojó prodigioso que el anciano pudiera medir tan exactamente la distancia que les separaba de su objetivo. Habría expresado sus dudas de tratarse de otro, pero Smash, el antiguo ladrón al que había sacado de su retiro para esta empresa, gozaba de gran predicamento como artífice de hechos extraordinarios, de un renombre parangonable al del héroe mismo.

—El sol se pone —informó el cabecilla, si bien era innecesario pues las postreras sombras del día, que se filtraban a través de las grietas, se proyectaban en largos hilillos sobre las paredes de roca del túnel—. El general regresa, entra en su tienda. Por la barba de Reorx —rezongó—, espero que no decida mudar sus costumbres esta noche.

—No lo hará —lo tranquilizó Smash. Acurrucado en un confortable rincón, el enano hablaba con la certeza de quien, durante largo tiempo, ha vivido de sus dotes para observar las idas y venidas, sobre todo las idas, de su congéneres—. Lo primero que uno aprende cuando se dedica a asaltar las casas ajenas es que todo el mundo se crea una rutina y procura no cambiarla. El tiempo es apacible, no han surgido imprevistos y lo único que se ha impreso en su retina es arena y más arena. No, no alterará sus hábitos.

Kharas frunció el entrecejo, disgustado por la alusión que había hecho su secuaz a su turbulento pasado. Consciente de sus limitaciones, el consejero había elegido a Smash para esta misión porque necesitaba a un experto en el arte del sigilo, avezado a moverse deprisa y en silencio, a atacar en plena noche y fundirse luego en la negrura.

El recto y ahora barbilampiño enano, que tanto había admirado los Caballeros de Solamnia por su alto sentido del honor, no era inmune al aguijón de la conciencia. Serenó su alma diciéndose en su fuero interno que Smash había pagado el precio de sus crímenes años atrás y que, incluso, había prestado ciertos servicios al soberano que le habían convertido, si no en un personaje respetable, sí al menos en un héroe de segunda categoría.

«Además —recapacitó—, son muchas las vidas que va a salvar».

Al pensar en su encomiable proyecto exhaló un suspiro de alivio. En voz alta, concedió:

—Tenías razón, Smash. El mago y la bruja acaban de salir de sus tiendas.

Tras estudiar el mazo, que había depositado junto al muro, Kharas se valió de una mano para colocar la daga que había embutido en su cinto en una postura más cómoda, mientras, con la otra, hurgaba en su saquillo y extraía un pergamino. Impregnada su faz desnuda de una expresión entre solemne y meditabunda, guardó el rollo en un bolsillo que quedaba oculto bajo su pectoral de cuero.

Volvióse entonces hacia los cuatro enanos apostados a su espalda, a fin de hacerles las últimas puntualizaciones:

—Insisto en que no debéis lastimar a la mujer ni al general más de lo imprescindible para someterlos. El hechicero, en cambio, ha de morir. No olvidéis que es muy peligroso; conviene actuar con la máxima celeridad.

Smash esbozó una mueca de satisfacción y se arrellanó en su improvisado asiento de roca. El no les acompañaría; era demasiado viejo. Si en otro tiempo le hubieran excluido, se lo habría tomado como un insulto, mas a su edad lo consideró una deferencia y, además, sufría últimamente un molesto crujir en sus rodillas.

—Dejad que se aposenten —les recomendó—, que inicien relajados su cena. Una vez se hayan reunido en torno a su ágape —continuó, llevándose la mano a la garganta en un expresivo gesto—, contad doscientos cincuenta y tres pasos…

Garic, que montaba guardia en la entrada de la tienda del general, no oía sino silencio en su interior. Aquélla quietud le angustiaba, parecía dimanar ecos más sonoros que una violencia trifulca.

Aguzó la vista para entrever lo que ocurría en la estancia a través de la cortinilla, que no estaba corrida del todo, y distinguió a sus tres ocupantes sentados como cada noche, absortos en sus respectivas cábalas y sin romper apenas el tenso mutismo.

El mago había reemprendido sus estudios con renovado ahínco, y corría el rumor de que estaba preparando un poderoso hechizo destinado a abrir de un arcano estallido las puertas de Thorbardin. En cuanto a la bruja, ¿quién era capaz de imaginar sus pensamientos? Garic se alegró al comprobar que Cararnon no la perdía de vista.

Los hombres hablaban sin cesar de aquella enigmática mujer. El caballero les había oído comentar en incontables ocasiones los supuestos milagros que obró en Pax Tharkas restituyendo la vida a los muertos mediante el simple contacto de su mano o haciendo crecer miembros sanos sobre los supurantes muñones de los heridos. No daba crédito a tales cuchicheos, desde luego, pero había algo en el talante de la sacerdotisa, especialmente en los últimos días, que le incitaba a preguntarse si no sería acertada la impresión que le había causado en un principio.

Él joven se agitó desazonado bajo el frío viento que cruzaba el desierto. De las tres personas que había en la tienda quien más le inquietaba era su general, un humano al que había llegado a reverenciar, a idolatrar, en el curso de sus campañas. Tan leales sentimientos le habían inducido a observarle, razón por la que había detectado la profunda depresión en que se hallaba inmerso, pese a la máscara de compostura tras la que intentaba cobijarse. Para el caballero, su nuevo adalid reemplazaba a la familia perdida, de tal suerte que se identificaba con su infelicidad como si la sufriera un hermano mayor, de su misma sangre.

—Son esos condenados enanos dewar —masculló, a la vez que pateaba el suelo para cortar el cosquilleo de sus ateridas piernas—. No confío en ellos. Desearía desembarazarme de su presencia, y estoy seguro de que el general ya lo habría hecho de no interponerse su gemelo…

Se interrumpió y contuvo el resuello, alerta todos sus sentidos. Nada percibió y, no obstante, habría jurado que alguien merodeaba por los alrededores.

Cerrada la mano en torno a la empuñadura de su espada, el joven centinela escrutó el paraje. Aunque durante el día el calor se hacía sofocante, por la noche aquellas yermas extensiones se tornaban gélidas y amenazadoras. Columbró en la distancia las fogatas y las sombras de los soldados que pasaban frente a ellas, nada fuera de lo normal.

Empezaba a relajarse, cuando oyó un ruido más preciso que el que le había sobresaltado segundos antes. Era un repiqueteo metálico que resonaba a su espalda, acaso el estampido amortiguado de unos pares de botas pesadas, recubiertas de hierro.

—¿Qué ha sido eso? —se alarmó Caramon, alzando la cabeza.

—El vendaval —aventuró Crysania, fijos sus ojos en las paredes de la tienda y sin atinar a refrenar un escalofrío al tropezarse con aquella urdimbre que se rizaba y abultaba cual los pulmones de una criatura viva—. Su embate parece ser perenne en este horrible lugar.

—No ha sido el viento —replicó el guerrero, quien se había incorporado y asido su arma—. Su ulular es monótono y lo que yo he oído producía unos retumbos más materiales.

—¡Siéntate, te lo ruego! —lo urgió Raistlin en un siseo ribeteado de furia—. Termina de cenar, no puedo entretenerme en fruslerías cuando me aguardan en mi refugio menesteres de suma importancia.

El archimago se hallaba atareado en descifrar las incógnitas de un complicado cántico arcano. Había pasado jornadas enteras tratando de descubrir el ritmo exacto, la inflexión necesaria para desvelar el misterio de las frases, pero el hechizo se obstinaba en eludirle. No lograba pronunciar sino incongruencias sin sentido.

Apartó el plato todavía lleno e hizo ademán de levantarse, mas no pudo completar su acción porque, en aquel mismo instante, el mundo se hundió literalmente bajo sus pies.

Como la cubierta de una nave que se deslizase por la pendiente de una ola embravecida, el arenoso terreno escoró hacia el abismo. Al bajar la mirada, el nigromante reparó perplejo en el vasto agujero que se había abierto delante de él. Una de las estacas que soportaban la tienda se zambulló en el insondable vacío, desarticulando toda la estructura, y el candil del techo comenzó a balancearse en su argolla en un enloquecido vaivén que deformó las sombras de los objetos hasta convertirlas en seres animados, en saltarines demonios.

En un impulso instintivo, Raistlin se agarró a la mesa y evitó así que lo tragase el torbellino. Pero, mientras se debatía para afianzarse a su tabla de salvación, atisbo unas figuras que se encaramaban por el borde de la ancha fisura, unos entes achaparrados y barbudos. Durante unos breves segundos, la danzante luz alumbró unos filos acerados, brilló en varios pares de pupilas que despedían chispas feroces. Luego, de repente, los aparecidos se desvanecieron en la penumbra.

—¡Caramon! —gritó el hechicero, necesitado de auxilio.

No persistió en su llamada, pues un cavernoso reniego y el chirriar de una hoja de espada al abandonar la vaina le revelaron que su gemelo era consciente del peligro.

También asaltó los tímpanos de Raistlin el timbre de una voz femenina que invocaba a Paladine, al mismo tiempo que se recortaba en su flanco el espectro de una luz blanca, prístina. Supo que Crysania se aprestaba a la defensa, pero no tuvo opción de ocuparse de la sacerdotisa porque un enorme mazo enanil, moldeado en una esfera astral, resplandeció bajo la llama del farolillo y se equilibró sobre su cabeza.

Formulando el primer encantamiento que acudió a su mente, el mago permaneció inmóvil y comprobó satisfecho que una fuerza invisible arrancaba el pertrecho de las manos de su portador. Obediente a su mandato, el fantasma de ultratumba transportó el mazo a través de la estancia y lo arrojó con un baque sordo en un lóbrego rincón.

Aunque al principio quedara aturdido por la sorpresa del ataque, tras esta victoria inicial, el cerebro del hechicero entró en una febril actividad. Tal era el dominio que ejercía sobre sus emociones, que juzgó la escaramuza una simple interrupción de sus estudios y resolvió ponerle fin cuanto antes, en lugar de ceder al pánico. Se enfrentó sin tardanza a su enemigo, una criatura que, plantada a escasa distancia, lo miraba con firme determinación.

Sabedor de que no podía matarle, dado que semejante evento no figuraba en los anales de la Historia, Raistlin entonó su conjuro sin precipitarse. Sintió cómo una poderosa energía se acumulaba en sus entrañas, experimentó el éxtasis, el placer sensual que siempre le invadía al discurrir aquella por sus venas. Decidió que, después de todo, no resultaba desagradable que le distrajeran de sus cuitas y que se le ofrecía la oportunidad de practicar un ejercicio interesante. Estiró parsimonioso las manos, dispuesto a pronunciar los versículos que debían de lanzar relámpagos de luz azulada contra el retorcido cuerpo de su rival.

No llegó a completar la primera sílaba. Con la sobrecogedora virulencia de un fragor de trueno, otras dos figuras se materializaron ante él, como si hubieran surgido de la nada o caído de una estrella.

Una de las nuevas apariciones, que había tropezado y yacía a los pies del archimago, irguió el rostro hacia él y vociferó, presa de una indecible excitación:

—¡Pero si es Raistlin! ¡Gnimsh, lo hemos conseguido! ¿Cómo estás, amigo? —saludó al hechicero—. Sin duda asombrado, ya que no esperabas verme. Tengo que relatarte mis aventuras, he vivido una experiencia curiosísima y ardo en deseos de explicártela. Yo estaba muerto o, mejor dicho, en otro plano…

—¡Tasslehoff! —lo reconoció al fin el nigromante.

Una serie de pensamientos surcaron su mente, con la misma velocidad con que los rayos arcanos que nunca creó habrían cruzado el recinto de la tienda. El primero fue que, si el kender estaba allí, era posible alterar el curso de los acontecimientos, una lógica secuencia de ideas que le indujo a concluir que, de ser ciertas tales asunciones, él podía morir, puesto que ya no le protegía la Historia.

El impacto de tales cavilaciones desestabilizó por completo su mente, arrebatándole la serenidad que tanto precisaba para realizar sus sortilegios.

Al comprobar que su mayor problema se había solventado sin que participase su voluntad y también, que este hecho podía acarrearle un conflicto todavía más irreversible, Raistlin perdió el control. Se desdibujaron las palabras del hechizo destinado a destruir a su rival, quien, sin embargo, avanzaba impertérrito hacia él.

En una reacción instintiva, con mano trémula, el archimago extendió la palma, a fin de recibir la pequeña daga plateada de su manga.

Su gesto fue tardío; su arma, insignificante.