7

Kharas concibe un plan

—¡Tengo que ver al general!

La voz que pronunció estas palabras penetró la cálida, blanda nube que arropaba el sueño de Caramon como envolvía su cuerpo la colcha de la cama, la primera de verdad donde podía descansar desde hacía meses.

—Vete —masculló el guerrero.

Oyó que Garic decía al inoportuno visitante algo similar, aunque formulado con más cortesía.

—Imposible. El general duerme y no debemos molestarle.

—He de hablar con él —insistió el otro—. ¡Es urgente!

—Durante cuarenta y ocho horas no ha gozado de un respiro —arguyó el caballero.

—Lo sé, pero…

El volumen de la discusión se redujo a un siseo y el hombretón pensó que ahora podría abandonarse a su sopor. Sin embargo, el hecho de que aquellos individuos conferenciasen en tonos apagados no hizo sino acabar de desvelarle. Era evidente que algo iba mal. Con un lamento, dio media vuelta y colocó la almohada sobre su cabeza, más consciente que nunca del dolor que había infligido en sus músculos cabalgar casi veinte horas seguidas. Sin duda, Garic zanjaría el problema.

Se abrió sigilosamente la puerta de la estancia. Caramon se forzó a cerrar los ojos y se arrebujó aún más en el lecho de plumas. Se le ocurrió entonces que, doscientos años más tarde, el perverso Señor del Dragón llamado Verminaard dormiría en aquel lugar. ¿Le despertarían del mismo modo la mañana en que los héroes de la Lanza libertaran a los esclavos de Pax Tharkas?

—General —le llamó el guardián en un susurro.

Surgió un gruñido amortiguado por el cojín.

«Cuando parta pondré una rana entre las sábanas —caviló el guerrero con traviesa agresividad—. Dentro de dos siglos estará rígida y putrefacta».

—General —persistió Garic—, siento mucho importunarte pero te necesitan sin tardanza en el patio.

—¿Para qué? —rezongó el aludido, a la vez que apartaba las mantas y se incorporaba.

Intentó ignorar el calambre de sus muslos y su espalda, que protestaban así por tan brusco movimiento.

—El ejército se va, señor —anunció el joven.

—¿Cómo? Has perdido el juicio —le reprochó Caramon, frotándose los ojos antes de dirigirle una mirada fulminante.

—N… no, señor —balbuceó un soldado, que había entrado en el aposento junto a Garic y ahora se erguía tras él, dilatadas las pupilas por el sobrecogimiento que le provocaba hallarse en presencia del máximo mandatario de las tropas y sin que, al parecer, la desnudez y el atontamiento de éste menoscabasen su admiración—. Han comenzado a reunirse en el patio, señor. Los enanos, los bárbaros de las Llanuras y algunos otros…

—No los caballeros —se apresuró a intervenir el centinela.

—Lo he comprendido —atajó el general al soldado cuando éste se disponía a continuar—. Ordenadles que se dispersen, ¡maldita sea! —exclamó con un gesto de la mano—. ¡En nombre de los dioses, tres cuartas partes de mis hombres estaban borrachos como cubas la noche pasada!

—Ésta mañana han recobrado la sobriedad, señor —explicó Garic—. Creo que deberías ir; es tu hermano quien los conduce.

—¿Qué significa esto? —inquirió Caramon.

El aire que expulsó al hablar formó una nubécula blanca en el gélido aire. Era aquélla la mañana más fría del otoño, un delgado manto de escarcha cubría las piedras de Pax Tharkas y, al hacerlo, desdibujaba compasivo las purpúreas manchas de sangre que salpicaban su superficie. Abrigado en una gruesa capa de lana, vestido tan sólo con unos calzones de cuero y calzado con las botas que se había embutido a toda prisa, el general oteó el recinto. Se hallaba atestado de enanos y hombres, todos ellos distribuidos en ordenadas formaciones, quietos, sombrío su talante, atentos a la orden de marchar.

El guerrero clavó su mirada en Reghar Fireforge para desviarla después hacia Darknight, cabecilla de los bárbaros.

—Ayer convinimos en que era preferible aguardar —les recordó a ambos. Impregnada su voz de una cólera mal disimulada, se plantó frente al adalid de los Enanos de las Colinas—. Los carros de provisiones no llegarán hasta dentro de dos días y, según tu mismo me informaste, no nos quedan víveres suficientes para el viaje, así que tendremos que esperar refuerzos. No encontraréis ni siquiera conejos en los llanos de Dergoth.

—No nos importa racionar el alimento si es necesario —repuso Reghar, poniendo especial énfasis en el «nos» para dejar constancia de su intención. De todos era conocido el desmesurado apetito de Caramon.

Tal comentario no contribuyó precisamente a mejorar el humor del general, quien, sonrojado, bramó:

—¿Y qué me dices de las armas, necio barbudo? Además, aunque vosotros resistáis sin comer, los caballos han de refrescarse de vez en cuando. Carecemos de forraje, de agua fresca, y no podremos proporcionarles cobijo. ¿Crees que aguantarán?

—No es tan larga la travesía de los llanos como para preocuparse de esos detalles —contestó inconmovible el hombrecillo, destelleantes sus ojos—. Los Enanos de las Montañas, Reorx maldiga sus almas de roca, se han desperdigado. Hemos de atacarlos antes de que reagrupen sus fuerzas.

—Todo eso se especificó ya en el cónclave —repitió el guerrero, exasperado—. Nadie ignora que sólo nos hemos enfrentado a una parte de sus huestes, ni que en estos momentos Duncan debe de haber destacado un ejército al pie de la montaña, presto a abalanzarse sobre nosotros.

—Quizá sí, quizá no —replicó Reghar, huraño, puesta la vista en el sur y con los brazos cruzados sobre el pecho—. En cualquier caso, hemos cambiado de opinión. Nos iremos de aquí hoy mismo, contigo o sin ti.

El hombretón consultó en silencio a Darknight, que no había despegado los labios durante el intercambio. El bárbaro se limitó a asentir levemente con la cabeza. Sus hombres, alineados a su espalda, se mostraban graves y callados, aunque Caramon descubrió algunos rostros macilentos y dedujo que no todos se habían recuperado de la celebración de la víspera.

Por último, el atónito guerrero buscó con los ojos a una figura que, enlutada, se hallaba sobre la grupa de un equino, de crin azabache. Aunque la capucha nada dejaba traslucir de su expresión, el fornido luchador había sentido su mirada entre penetrante y divertida desde que atravesara la puerta interior de la gigantesca fortaleza.

Abandonando al enano a sus auspicios, el hombretón se dirigió de manera abrupta hacia Raistlin. No le sorprendió distinguir junto a él a Crysania, montada también a caballo y envuelta en su capa de viaje. Al aproximarse se apercibió de que el repulgo de sus ropajes presentaba vestigios de sangre y que su semblante, apenas visible detrás del pañuelo que se había anudado en torno a la barbilla y el cuello, estaba pálido pero sereno. Se preguntó qué había estado haciendo durante la larga noche, mas decidió concentrarse, de momento, en su gemelo.

—Todo esto es obra tuya —le acusó sin alzar la voz, al mismo tiempo que extendía la mano sobre la cerviz del animal del nigromante.

Raistlin sonrió y se inclinó por encima del pomo de la silla para dialogar con su hermano. Ahora el guerrero pudo vislumbrar su rostro, tan frío y blanco como la escarcha que alfombraba el suelo bajo sus pies.

—¿Qué te propones? —lo interrogó el general en tono confidencial—. ¿Cuál es el propósito de este alzamiento? No podemos avanzar, y menos para entablar una batalla, sin abastos.

—Has hecho tus cálculos muy a la ligera —reprendió el hechicero a su hermano antes de agregar, encogidos los hombros—: Los carromatos nos darán alcance y, en cuanto a los pertrechos, los hombres se han apoderado de los sobrantes del conflicto además de contar con los suyos. Reghar tiene razón, hay que abatirse sobre el enemigo antes de que se reorganice.

—¿Por qué no lo discutiste conmigo? —se encolerizó Caramon, cerrando el puño—. ¡Soy yo quien está al mando de las tropas!

Raistlin rehuyó su escrutinio. Irguió de nuevo la espalda, ladeada la faz, y el hombretón se percató de que su cuerpo temblaba bajo la negra túnica.

—No había tiempo —se disculpó frente a su encolerizado gemelo—. Anoche soñé que Takhisis, mi reina… Sea como fuere —se interrumpió—, reviste una capital importancia que arribe a Zhaman cuanto antes.

El general estudió al archimago en un súbito arranque de clarividencia.

—¡Ésas criaturas nada significan para ti! —le recriminó, mientras señalaba a los hombres y enanos que, en posición de firmes, esperaban órdenes—. Lo único que te interesa es ganar acceso a tu precioso Portal.

Enmudeció unos segundos, en los que contempló a Crysania. La sacerdotisa lo miró con perfecta calma, si bien sus ojos grises se habían oscurecido tras una interminable noche de vigilia consagrada a ayudar a los heridos y moribundos.

—¿Vas a respaldarle? —la imprecó Caramon.

—He vivido la experiencia de la sangre —respondió ella sin perder la compostura—. Hay que terminar para siempre con tantos errores; he sido testigo del daño que la humanidad puede infligirse a sí misma.

—¡Lo dudo! Me temo que aún no has visto nada —murmuró el guerrero entre dientes, espiando al nigromante.

Estirando sus huesudas manos, Raistlin desprendió el embozo de su cabeza con el fin de exhibir sus pupilas. El musculoso luchador retrocedió al columbrar su propia efigie, recortada en aquellos delatores espejos que le devolvían la imagen de un hombre de tez cenicienta, desaseado, con el cabello sin peinar y encrespado por la inclemente brisa. Se cruzaron entonces sus voluntades y el archimago, tan intensas las chispas de sus iris como la serpiente que hipnotiza a su presa, le arengó a través de la telepatía.

—Me conoces bien, hermano. La sangre que fluye por tus venas habla en ocasiones con más elocuencia que tus manifestaciones verbales. Has acertado, esta guerra no me incumbe en lo más mínimo. He luchado con un único objetivo, traspasar el Portal, y necesito que tus huestes me franqueen el paso. Una vez cumplidas mis ambiciones, ¿qué más me da que ganen o pierdan?

»Te he dejado jugar a soldaditos, Caramon, porque gozabas invistiéndote como general. Y, he de reconocerlo, tu habilidad me ha causado un gran asombro. Has servido mi propósito, mas todavía no ha concluido tu misión. Guía al ejército hasta Zhaman y, cuando Crysania y yo estemos a salvo entre sus paredes, te devolveré a tu hogar. No olvides, hermano, que en la batalla de Dergoth nuestras fuerzas serán derrotadas como lo fueron las de Fistandantilus. ¡No puedes cambiar la Historia!

—¡No te creo! —se revolvió el guerrero con la boca pastosa y las facciones desencajadas—. Tú nunca te precipitarías así la muerte, hay algo que sabes y que yo ignoro. Algo que…

Se interrumpió, medio asfixiado. El hechicero se había aproximado a él, se diría que arrancaba las palabras de su garganta.

—Mis acciones sólo me atañen a mí —continuó—. La información que pueda poseer es asunto mío, así que no te devanes los sesos en inútiles especulaciones.

—¡Les revelaré la verdad!

El hombretón estaba enloquecido, una vez más le cegaban la desesperación y el odio que le inspiraba la malignidad de su gemelo.

—¿Qué vas a contarles que has visualizado el futuro y están condenados? —apuntó irónico el mago, que no pudo contener una sonrisa ante la angustia del general—. No, hermano, de nada te serviría. Y, ahora, si quieres regresar a casa, te sugiero que subas a tu aposento, te pongas la armadura y conduzcas a tus seguidores.

Levantó de nuevo las manos y cubrió su semblante con la capucha. Caramon contuvo el resuello, como si alguien le hubiera arrojado un cubo de agua glacial, y contempló a la enigmática figura sin atinar a moverse, paralizado por una rabia invencible que dominaba todo su ser.

La única imagen que logró invocar en su cerebro fue la de Raistlin riendo a pleno pulmón junto al árbol del que él estaba suspendido, o acariciando al conejo. Aquélla camaradería había sido real, estaba dispuesto a jurarlo, y sin embargo también lo era lo que ahora sucedía. Real, espantoso y punzante cual el filo de un cuchillo expuesto a los luminosos haces solares.

Despacio, aquel puñal fraguado por su fantasía comenzó a adentrarse en el confuso torbellino que invadía la mente del guerrero y, de un sesgo certero, cercenó otro de los nexos que le vinculaban a tan perversa criatura.

El arma actuaba lentamente, eran muchas las ligaduras que tenía que cortar. Había asestado su primer golpe en la ensangrentada arena de Istar y, tras varias acometidas en otras etapas de su periplo, volvía a dar en su diana en aquel patio escarchado de Pax Tharkas.

—Según parece no me queda más alternativa que obedecer —cedió, nublados sus ojos por las lágrimas de la cólera y una honda consternación.

—En efecto —confirmó el hechicero, a la vez que asía las riendas para hacerse a un lado—. Debo atender algunas cuestiones. Por supuesto Crysania cabalgará a tu lado en la avanzadilla. Yo me rezagaré. No os inquietéis si no os acompaño durante todo el trayecto.

«He sido despachado», reflexionó Caramon. Mientras observaba los movimientos de su gemelo, cesó de acosarle la ira; tan sólo era consciente de un dolor sordo, insoportable, que le corroía sin lacerarle. En más de una ocasión había oído decir que tal era la fantasmal sensación que uno recibía al serle amputado un miembro.

Girando sobre sus talones, ajeno a la losa de silencio que había caído en el patio, el general se encerró en su alcoba y procedió a ajustarse la armadura.

Cuando Caramon volvió, engalanado con sus habituales guarniciones doradas y ondeando la capa al viento, los enanos, los bárbaros y sus hombres alzaron sus voces en un resonante clamor.

No admiraban de manera incondicional a aquel fortachón pero todos le concedían una inteligencia superior para la estrategia, que había culminado en la victoria de la víspera. Al general le sonreía la fortuna, quizá contaba con la bendición de algún dios. ¿No era acaso su buena suerte lo que había impedido a los enanos cerrar las puertas?

Muchos se habían sentido incómodos al rumorearse que emprenderían viaje sin él. Fueron innumerables las miradas reprobatorias que convergieron en la persona del mago de Túnica Negra, pero ¿quién se atrevía a expresar su disconformidad?

Al guerrero aquellas ovaciones se le antojaron en extremo reconfortantes y, al principio, fue incapaz de proferir una sola palabra. Necesitó unos minutos para recuperar el habla y, una vez lo hubo conseguido, impartió sin entusiasmo las instrucciones pertinentes.

Lo primero que hizo fue indicar a uno de los caballeros que se acercase.

—Michael, te quedarás aquí y asumirás el mando en mi ausencia —le encargó mientras se enfundaba los guantes.

El aludido se ruborizó complacido frente al inesperado honor que se le otorgaba, si bien no pudo por menos que mirar el espacio vacío que había dejado en su fila.

—Señor, ostento una baja graduación —intentó protestar—. Estoy seguro de que habrá alguien más capacitado…

Caramon lo atajó mediante un gesto de la mano y, con una amabilidad que no logró disfrazar su tristeza, lo aleccionó:

—Permite que sea yo quien juzgue tus virtudes, Michael. Ya he tenido una prueba fehaciente de ellas, ¿recuerdas? Habrías aceptado gustoso la muerte con tal de no defraudar a mi hermano, y hallaste en tu ánimo la suficiente compasión para desobedecerle. ¿Qué más necesito? No será fácil la tarea que te encomiendo, limítate a cumplirla lo mejor que puedas —añadió sin más preámbulos—. Las mujeres y los niños, como es natural, permanecerán en la fortaleza, y te enviaré a los posibles heridos que requieran tratamiento. Cuando lleguen los carros de abastecimiento, ocúpate de hacernos llegar los enseres, aunque quizá sea ya demasiado tarde. —Hizo una pausa y concluyó—: Resistirás bien el invierno si es preciso. No te preocupes por nosotros.

Al ver que los caballeros más próximos intercambiaban unas miradas que destilaban asombro y curiosidad, el general optó por morderse la lengua. No deseaba que su conocimiento de los sucesos aún por venir trasluciera en su discurso, así que fingió una alegría que estaba lejos de sentir y, tras dar unas palmadas en el hombro de Michael, montó sobre su caballo en medio de los vítores de los presentes. Incluso pronunció algunas frases intrascendentes pero plenas de la valentía propia del soldado, para disimular mejor.

El vocerío aumentó en el momento en que el portaestandarte izó su enseña y la estrella de nueve puntas refulgió bajo el sol. Los caballeros formaron detrás de Caramon y Crysania se colocó entre dos de ellos, que, apartándose con su habitual galantería, le hicieron sitio. Aunque los miembros de esta Orden no apreciaban a la «bruja» más que los otros integrantes del ejército, era una mujer y su Código les exigía salvaguardar su vida a cualquier precio.

—¡Abrid las puertas! —exclamó el mandamás.

Empujadas por manos anhelantes las dos hojas, que habían pasado la noche atrancadas, se deslizaron sobre sus goznes. El guerrero hizo un último reconocimiento del recinto para asegurarse de que todos estaban a punto y, al fijarse en un rincón, sus pupilas se cruzaron con las de su gemelo.

Raistlin, sin apearse de su corcel, se había retirado a un lugar donde se proyectaban las sombras de los descomunales accesos. No había intervenido en los preparativos desde que su hermano tomara la alternativa, sólo observaba en una extraña inmovilidad.

Durante un tiempo no superior al que se tarda en exhalar el aire de las vías respiratorias, los hermanos se examinaron mutuamente. Al fin, fue Caramon quien desvió los ojos.

Extendida su mano, arrebató el estandarte a su portador y, sosteniéndolo en alto, emitió un único grito:

—¡Thorbardin!

El sol matutino, que había asomado su rostro majestuoso entre las cumbres, prendió en la áurea armadura del cabecilla como para arrancarle destellos aún más deslumbradores. Bajo su influjo se tornaron de oro las hebras que configuraban la estrella de la banderola y también adquirieron matices dorados las puntas de las espadas de los soldados alineados en el patio.

—¡Thorbardin! —repitió el adalid y, espoleando a su equino, atravesó las puertas al galope.

—¡Thorbardin! —corearon las tropas, entre atronadores alaridos y el fragor de espadas contra escudos. Los enanos, por su parte, entonaron un cántico que, dada la calidad cavernosa de sus voces, a más de uno se le antojó sobrenatural—: Roca y metal, metal y roca, el arma con la piedra se forja.

Echaron a andar, y el estampido de sus pies inmersos en férreas botas marcó el ritmo de la melodía.

A los hombrecillos, los siguieron los bárbaros de las Llanuras, con porte menos marcial. Envueltos en sus pieles a fin de resguardarse del frío, caminaban sin una cadencia predeterminada afilando sus pertrechos, trenzando plumas en sus cabezas o pintándose singulares símbolos en los pómulos y la frente. No transcurriría mucho tiempo antes de que, cansados de la rigidez de la marcha, abandonasen la senda para viajar en los acostumbrados grupos de cazadores.

En tercer lugar, avanzaban los granjeros y los ladrones reclutados por Caramon, muchos de ellos a trompicones por hallarse aún bajo los efectos del festín de la victoria. Y, en la retaguardia, cerraban el desfile los dewar, los nuevos aliados.

Argat trató de llamar la atención de Raistlin antes de salir al exterior, pero el mago parecía haberse fundido en las sombras y apenas distinguió su caballo, menos todavía su camuflado semblante. La única parte visible de su persona eran los blancos dedos con los que aferraba las riendas.

El hechicero no miraba al dewar ni tampoco al ejército, sino a la figura que, refulgente en su dorada aureola, cabalgaba en cabeza. El hombrecillo tendría que haber poseído una aguda percepción para notar que sus manos asían las riendas más tensas de lo normal o que los ropajes temblaron un breve segundo, como respondiendo a un entrecortado suspiro.

Cuando los últimos dewar cruzaron el umbral, el patio quedó vacío salvo por los familiares de los alistados. Las mujeres enjugaron sus lágrimas y, sin cesar de conversar entre ellas, iniciaron sus quehaceres de la jornada, mientras los niños se encaramaban a los muros a fin de despedir a los viajeros y alentarles hasta que la distancia les impidiera oír sus voces. Se atrancaron las puertas, que se movieron sobre sus engrasados goznes tan silenciosas como al abrirse.

Solo en las almenas, Michael contempló aquella serpiente multicolor que se alejaba hacia el sur y admiró el brillo de los metales realzados por el astro celeste, las volutas de humo que expulsaban los alientos y el canto de los enanos, que retumbaba en las rocosas inmediaciones.

Tras las tropas, solitaria y vestida de negro, se destacaba una siniestra figura. Al reparar en su oscuro contorno, el caballero sintió un repentino júbilo. Consideraba un buen presagio que la muerte fuera detrás, y no delante, de las huestes.

El sol alumbró el patio de Pax Tharkas al separarse las monumentales hojas que constituían su acceso, y empezaba a declinar unas jornadas más tarde, cuando se ajustaron las del gran alcázar montañoso de Thorbardin. Gimió y matraqueó el mecanismo que, alimentado por agua, accionaba las puertas, y pareció como si una parte de la montaña misma se hubiera clausurado, obediente a una orden. Una vez selladas, era materialmente imposible distinguir las planchas de la roca, tan primoroso era el arte de los enanos, que habían consagrado largos años a su construcción.

El cierre de las puertas significaba guerra inminente. Se había difundido la noticia de la marcha del ejército de Fistandantilus, llevada por espías sobre las rápidas alas de los grifos. En la plaza fuerte bullía desde entonces una insólita actividad. De las fraguas de los armeros surgían auténticas bengalas de chispas, que no se disiparon hasta que los atareados hombrecillos cayeron dormidos, todavía con el martillo en la mano. También en las tabernas reinaba una desbordante animación, que se prolongó toda la noche, ya que los moradores del lugar acudían en tropel a fin de jactarse de las hazañas que realizarían en el campo de batalla.

Tan sólo una gruta del enorme reino subterráneo permaneció en reposo, y fue allí donde se encaminó el héroe de los enanos, con resonantes zancadas, dos días después de que Caramon abandonara Pax Tharkas.

Al entrar en esa gruta, que no era sino la sala de audiencias del rey de las tribus de las Montañas, Kharas oyó los estridentes ecos de sus botas en la bóveda de la cámara, que, de forma cóncava, había sido horadada a partir de los accidentes naturales del terreno. La estancia se hallaba vacía, excepto por un grupo de hombrecillos que se hallaban sentados sobre un estrado de piedra.

El recién llegado jalonó las hileras de bancos donde la víspera centenares de miembros de su tribu habían aprobado, en un enfervorecido griterío, la decisión del thane de declarar la guerra a sus hermanos de sangre.

Hoy se celebraba un consejo especial para ultimar los pormenores de la contienda, al que sólo asistían las altas dignidades. No era necesaria la presencia de los ciudadanos, e incluso Kharas se sorprendió sobremanera al comunicársele que había sido invitado. El héroe había perdido el favor del soberano, todos los sabían, no faltando los especuladores que auguraban su próximo exilio,

Al acercarse a la asamblea, el alto servidor intuyó que Duncan le escrutaba en actitud hostil, aunque este hecho podía imputarse a la desfiguración de su rostro. En efecto, el monarca tenía el ojo izquierdo y el pómulo de ese mismo lado ennegrecidos, magullados, a consecuencia del golpe que le propinara su consejero antes de huir de Pax Tharkas.

—Levántate, Kharas —le indicó el rey cuando aquel súbdito de exagerada estatura, y ahora barbilampiño, se inclinó en una profunda reverencia.

—No hasta que me perdones, thane —repuso el interpelado sin mudar su postura.

—¿Qué he de perdonarte?, ¿que infundieras un poco de sentido común en un viejo estúpido como yo? —admitió Duncan—. Lo que debo hacer no es disculpar tu acción, sino agradecértela. «El deber es a veces doloroso», afirma el proverbio —dijo, frotándose la mandíbula—. Te aseguro que ahora lo comprendo. Pero olvidemos ese asunto.

Al ver que Kharas se enderezaba, el rey le alargó un pergamino.

—Te he rogado que vengas por otro motivo. Lee este mensaje —le instó.

Desconcertado, el consejero examinó el rollo que le tendían y que estaba atado con una cinta negra, pero no sellado. Tras lanzar una furtiva mirada a los distintos thanes, sentados en butacas de roca un poco más bajas que la del monarca, se detuvo su vista en el único asiento que permanecía desocupado, el de Argat, cabecilla de los dewar. Arrugado el ceño, el héroe enanil deshizo el nudo y leyó el mensaje en voz alta, sin más interrupción que la que le imponía el tosco y en ocasiones ininteligible lenguaje de su autor:

A Duncan, rey de los enanos de Thorbardin.

En primer lugar, recibe el respetuoso saludo de aquel al que ahora tildas de traidor.

Te enviamos este pergamino quienes sabemos que castigarás a los dewar alojados bajo la montaña por lo que hicimos en Pax Tharkas. Si algún día llegan a entregártelo, significará que logramos mantener las puertas abiertas.

Desdeñaste nuestro plan ante el consejo. Quizás a estas alturas ya habrás escuchado la voz de la prudencia. Desde la confrontación de Pax Tharkas, conduce al ejército el mago en persona. El mago es nuestro amigo. Él guía a las tropas por las llanuras de Dergoth y nosotros marchamos con ellas, como aliados. Cuando llegue la hora, aquellos a los que consideras traidores entrarán en acción. Atacaremos al enemigo desde dentro y lo postraremos bajo el filo de vuestras hachas.

Si abrigas alguna duda de nuestra fidelidad, guarda como rehenes a los miembros de nuestro pueblo que viven contigo y espera nuestro regreso. Te prometo un gran regalo en prueba de mi total sinceridad.

«Argat, thane de los dewar».

Kharas revisó un par de veces aquel enigmático escrito, y su entrecejo no se ensanchó. Si algo hizo fue hundirse en surcos todavía más hondos.

—¿Y bien? —indagó Duncan.

—No me conmueve la palabrería de un renegado —repuso el alto súbdito, enrollando de nuevo la misiva y restituyéndosela a su dueño con un gesto que denotaba repulsa.

—Pero si dice la verdad podría otorgarnos la victoria —insinuó el monarca.

Kharas alzó sus pupilas y las clavó en las de su superior, que estaba acomodado en el centro de la plataforma.

—Si en este mismo momento, mi thane, se me ofreciera la oportunidad de conferenciar con Caramon Majere, general de nuestro adversario y a todas luces un hombre probo y honorable, le advertiría del peligro que corre, aunque mis revelaciones entrañaran nuestra derrota.

Los cabecillas resoplaron y gruñeron, todos a una.

—Deberías haber nacido Caballero de Solamnia —murmuró uno, si bien tal sentencia nada tenía de cumplido.

Duncan conminó al silencio a la asamblea y, aunque reticentes, los thanes obedecieron.

—Kharas —invocó a su servidor con infinita paciencia—, conozco tus sentimientos acerca del honor y te aseguro que merecen mi encomio. Pero tus elevadas miras no alimentarán a los huérfanos de quienes mueran en la batalla, ni impedirán a nuestros parientes roernos hasta los huesos si somos nosotros quienes sucumbimos. No —continuó, más severo su tono—, existen situaciones en que los principios han de someterse al deber. Tú mismo me lo enseñaste —añadió, y de nuevo se tanteó los moretones del rostro.

Compungido, el interpelado contrajo sus facciones. Tras alzar, en un impulso reflejo, la mano para atusarse la ondulante barba que ya no adornaba su mentón, la dejó caer laxa sobre el costado y, con evidente sonrojo, bajó la cabeza.

—Nuestros exploradores han verificado este informe —prosiguió el soberano—. El ejército rival ha emprendido viaje hacia Thorbardin.

—¡No puedo creerlo! —exclamó Kharas, alzados otra vez los ojos y con creciente disgusto—. Yo también he oído tales rumores, pero no les di crédito ni por un segundo. ¿Han partido antes del arribo de sus carros de provisiones? En ese caso debe ser cierto que el hechicero ha asumido el mando, pues ningún militar cometería semejante error.

—Estarán en la planicie dentro de dos días —se ratificó el rey, sin hacer caso de tan elocuentes aseveraciones—. Su objetivo es, según nuestros espías, la fortaleza de Zhaman, donde instalarán su cuartel general. Tenemos allí una reducida guarnición, que realizará un simulacro de defensa y se dará a la fuga para atraerlos a campo abierto.

—Zhaman —repitió pensativo el consejero, rascándose la mandíbula ahora que ya no podía mesarse la barba. De pronto avanzó unos pasos y, anhelante, propuso—: Thane, si consigo exponerte un plan factible para zanjar esta guerra con el mínimo derramamiento de sangre, ¿me escucharás?

—Lo haré —accedió el otro, rígidas todas sus vísceras.

—Dame un escuadrón de hombres especialmente seleccionados, mi señor, y yo mismo me ocuparé de matar a ese endemoniado Fistandantilus. Después de destruirle, mostraré el pergamino al general y a nuestros congéneres. Comprenderán entonces que han sido traicionados, y no podrán sustraerse al predominio de nuestras huestes levantadas contra ellos. ¡Se rendirán, estoy convencido!

—¿Qué haremos con ellos si se rinden? —le preguntó Duncan irritado, pese a que mientras hablaba no cesaba de dar vueltas en su cabeza al proyecto.

Los demás dignatarios reunidos en el cónclave, por su parte, habían abandonado los susurros entre dientes para proceder, ahora, a consultarse unos a otros mediante ademanes en los que los pelos de sus hirsutas cejas se confundían en una sola franja irregular.

—Entrégales Pax Tharkas, thane —sugirió Kharas, más vehemente a cada segundo—. A quienes quieran vivir allí, por supuesto. Nuestros hermanos de raza volverán a sus hogares, y nosotros les haremos algunas concesiones. Unas pocas bastarán —se apresuró a puntualizar al ver que el rostro del monarca se ensombrecía—. Quedarán establecidas al discutir los términos de su claudicación, sí bien hemos de prometerles cobijo durante el invierno, a ellos y a los humanos. Pueden trabajar en las minas…

—Reconozco que tu plan tiene posibilidades —le atajó el soberano—. Una vez te encuentras en el desierto, siempre te resta la alternativa de ocultarte en las dunas.

Enmudeció, deseoso de reflexionar, y transcurrieron varios minutos antes de que reanudara su conversación.

—Se trata de una misión muy peligrosa, Kharas—objetó—, que quizá no dé el fruto esperado. Aunque logres aniquilar al Ente Oscuro, y te recuerdo que sus poderes han alcanzado una reputación difícil de desmentir, es más que probable que te eliminen sin contemplaciones en cuanto descubran tu acción. Quizá no llegues a hablar nunca con Caramon Majere. Se rumorea que el nigromante es su hermano gemelo.

El leal senador esbozó una sonrisa, extendidos aún sus dedos sobre la rasurada tez.

—Moriré gustoso, señor, si con ello evito sacrificar a mis semejantes.

Duncan le observó iracundo, pero, al rozar su inflamada faz, suspiró y recobró la calma.

—De acuerdo —dijo—, te autorizo a intentarlo. Elige con celo a los hombres que han de acompañarte. ¿Cuándo piensas partir?

—Ésta misma noche, thane.

—Os abriremos las puertas de la montaña, y luego las ajustaremos. De ti dependerá que vuelva a accionarse el mecanismo para admitir a tu grupo victorioso o para vomitar las fuerzas armadas de los Enanos de las Montañas. ¡Alumbre tu mazo la llama de Reorx!

Con una reverencia, Kharas dio por concluido el parlamento y salió de la cámara, más rápido y vigoroso su paso que el que adoptara al entrar.

—Ahí va alguien a quien mal podemos renunciar —comentó uno de los dignatarios, fijos sus ojos en la figura en retroceso del inteligente consejero.

—Estaba perdido para la causa desde el principio —replicó el rey con tono hosco, pese a que había palidecido y en su semblante se dibujaban las líneas de la tribulación—. Y, ahora, ultimemos los preparativos de la guerra.