La batalla de Pax Tharkas
Amaneció. El sol de Krynn se encaramó por detrás de las montañas despacio, como si supiera cuan fantasmales iban a ser las visiones que su luz proyectaría aquel día. Una vez hubo aparecido sobre las cumbres recibieron al astro las ovaciones y el repiqueteo de espada contra escudo de quienes contemplaban el alba, acaso para no volver a verla nunca más.
Entre los que aplaudieron se encontraba Duncan, rey de los Enanos de las Montañas. Erguido en las almenas de la inexpugnable fortaleza de Pax Tharkas, rodeado por sus generales, el monarca oyó cómo las voces de sus seguidores se alzaban en su entorno y sonrió satisfecho. Ésta sería una gloriosa jornada.
Sólo un enano no se unió a la algazara. Duncan no necesitó mirarle para tomar conciencia de su silencio, que retumbaba en su corazón con mayor intensidad que los vítores de sus otros súbditos.
Kharas, el héroe del pueblo enanil, se hallaba apartado de sus compañeros. Alto, espléndido en su reluciente armadura y con el descomunal mazo aferrado en sus manos, observó sin un pestañeo la salida del sol aunque, de haberle espiado, más de uno habría distinguido las lágrimas que fluían de sus ojos.
Nadie reparó en Kharas. Los enanos presentes se obstinaban en ignorarle y no porque llorase, pese a que el llanto era tenido por un signo de pueril debilidad. La causa de que le rehuyesen no era que derramase aquellas lágrimas, sino que los acuosos riachuelos se deslizaban a través de una faz desnuda. El insigne enano se había rasurado la barba.
Mientras los ojos de Duncan inspeccionaban los llanos que se extendían en los aledaños de Pax Tharkas, ávidos de determinar en el yermo paraje las posiciones enemigas, las tropas desplegadas en una ancha línea donde despuntaban las lanzas con sus fulgores metálicos, el thane revivió el impacto sufrido al personarse Kharas en la torre. Afeitado y apenas reconocible, su más leal subordinado apareció sosteniendo las rizadas trenzas que adornasen su barbilla y, ante el atónito escrutinio de todos, las arrojó al vacío.
La barba es para un enano un derecho innato, su orgullo y el de su familia. Cuando siente un hondo pesar, como la pérdida de un ser querido, deja de atusársela durante el período de duelo, pero sólo un motivo puede inducirle a arrancársela: la vergüenza. Se priva de tan sagrado don a quien ha caído en desgracia por asesinar, robar, actuar cobardemente o desertar: su pérdida nunca es el fruto de una decisión voluntaria.
—¿Por qué? —fue lo único que atinó a preguntar el atónito soberano.
Abstraída su vista en los aserrados picos, con una voz tan quebradiza como una roca al partirse, el aludido explicó:
—Participo en esta batalla porque tú me lo ordenas, thane. Te juré fidelidad y mi honor me obliga a no quebrantar tal promesa pero, mientras lucho, quiero que todos sepan que va en contra de mis principios matar a mis congéneres, incluidos los humanos que, en múltiples ocasiones, han combatido a mi lado. Todos han de comprender que me avergüenzo de cumplir con tan triste deber.
—Serás un ejemplo magnífico para los soldados encomendados a tu mando —replicó Duncan en tono acerbo.
El siervo no respondió al reproche, se limitó a cerrar la boca y refugiarse en su mutismo.
—¡Fíjate en eso, thane!
Eran varios los hombrecillos que, al unísono, reclamaron la atención de su adalid. Su grito se debía a que, en el llano, cuatro figuras diminutas a causa de la distancia se habían destacado del ejército rival y cabalgaban en dirección a la fortaleza. Tres de ellas llevaban estandartes y la última sólo portaba una vara de la que manaba una luz brillante, diáfana a pesar de la creciente luminosidad ambiental y del tramo que les separaba.
El rey de los enanos reconoció los símbolos de dos de las banderolas. Una era la de sus adversarios de las Colinas, con el yunque y el hacha que, en diferentes colores, representaban asimismo a su pueblo. La otra era la de los bárbaros que, aunque nunca la había visto, la identificó al instante porque la imagen que exhibía del viento meciendo la hierba de las praderas se ajustaba a la perfección a su talante. Y, en cuanto al tercer estandarte, presumió que pertenecía a aquel enigmático general que había surgido de la nada.
—A juzgar por las noticias que de él nos han llegado —gruñó Duncan mientras estudiaba desdeñoso la estrella de las nueve puntas—, debería figurar en su diseño el signo de la hermandad de los ladrones y, superpuesto, el contorno de una vaca mugiendo.
Los generales estallaron en carcajadas ante semejante ocurrencia.
—O unas rosas muertas —sugirió uno de ellos—. Tengo entendido que engrosan sus filas de salteadores y granjeros unos cuantos caballeros renegados.
La avanzadilla enemiga cruzó la planicie al galope, en medio de la nube de polvo que levantaban los cascos de sus caballos y bajo el revoloteo de sus banderolas.
—Imagino que el cuarto, el de negras vestiduras, es el mago Fistandantilus —aventuró el monarca enanil, arrugado su ceño hasta tal extremo que las hirsutas cejas casi ocultaron sus ojos. Los enanos no poseen el menor talento para la hechicería y, por consiguiente, la desprecian y recelan de sus manifestaciones.
—Sí, thane —corroboró uno de los oficiales.
—A él es a quien más temo —musitó Duncan.
—No te dejes amedrentar por esa criatura —le aconsejó un anciano general, a la vez que se acariciaba la barba en actitud de complacencia—. Nuestros espías nos han informado de que su salud es delicada. Casi nunca recurre a sus dotes arcanas, pasa el tiempo escondido en su tienda. Además, se necesitaría una legión de nigromantes tan poderosos como él para tomar nuestro alcázar.
— Supongo que estás en lo cierto —repuso el soberano. Al igual que su interlocutor, se llevó la mano a la pelambre de su barba con el objeto de atusarla, pero al atisbar de soslayo a Kharas, se detuvo. Incómodo, enlazó ambas manos detrás de su espalda al mismo tiempo que añadía—: De todos modos, sometedle a una estrecha vigilancia. ¡Arqueros! —vociferó—, ¡daré una bolsa de oro a aquel que ensarte una flecha en el corazón del archimago!
El alegre tumulto que provocaron sus palabras se disipó cuando el cuarteto se plantó frente a la fortaleza. El cabecilla, que no era otro que Caramon, alzó su palma abierta en un gesto que indicaba su deseo de parlamentar. Tras jalonar las almenas y trepar a un bloque de piedra colocado a tal efecto, Duncan puso los brazos en jarras, separó las piernas y se encaró con el recién llegado.
—Queremos dialogar —anunció el hombretón, y su voz retumbó en las paredes del risco que flanqueaba el vetusto edificio.
—Ya se ha dicho todo —le atajó el thane, tan vigoroso su timbre como el del general, pese a que su tamaño era muy inferior.
—Os damos una última oportunidad —siguió Caramon impertérrito—. Restituid a vuestros hermanos de raza lo que legítimamente les corresponde. Devolved también a los humanos lo que les habéis sustraído, compartid con ellos vuestra vasta riqueza. Después de todo, ¡muertos no podréis gastarla!
—Vosotros vivos sí hallaréis el modo de hacerlo, ¿verdad? —le recriminó el enano desde su atalaya, entre burlón y acusador—. Todo cuanto poseemos lo hemos obtenido a través del trabajo honrado, laborando sin descanso en nuestras casas subterráneas en lugar de dedicarnos, como otros, a saquear aldeas en compañía de una horda de bárbaros salvajes. Creo que no he podido hablar más claro.
Levantó la mano y los arqueros, dispuestos y a la espera de instrucciones, tensaron las cuerdas de sus armas. Cuando volvió a bajarla, centenares de flechas rasgaron el aire y los enanos de las almenas rieron de buen grado, convencidos de que los atacados huirían en desbandada.
Pero las risas se helaron en sus labios. Las figuras nada hicieron para evitar los proyectiles, una reacción del todo imprevista. En medio del estupor general, el mago de Túnica Negra estiró sus dedos y las puntas de las saetas ardieron en llamas que, al propagarse por las astas, las disolvieron en pleno vuelo.
—También nuestra respuesta es elocuente —declaró Caramon con acento severo, frío.
Tiró el fornido guerrero de las riendas de su corcel y se alejó al galope en busca de su ejército, escoltado por el nigromante, Reghar y el hombre de las Llanuras.
Al oír que sus seguidores murmuraban entre sí y advertir que intercambiaban miradas dubitativas, taciturnas, Duncan descartó sus propias vacilaciones y giró la faz hacia ellos. Su barba temblaba de ira.
—¿Qué significa esto? —les reprendió—. ¿Os asustan acaso los trucos de un ilusionista ambulante? ¿Qué es lo que conduzco, unas tropas aguerridas o un grupo de niños?
Al comprobar que los amonestados bajaban la cabeza y se sonrojaban, el monarca descendió de la roca. Tras encaminarse de nuevo al puesto que ocupaba antes de producirse el incidente, oteó el ancho patio de la fortaleza, que estaba formado no por muros de manufactura enanil, sino por las paredes naturales de la montaña. Numerosas grutas se alineaban en la piedra, aberturas que habitualmente daban libre curso a densas humaredas y a los ecos que despedía el mineral al ser extraído y transformado en acero. Ése día, sin embargo, las minas y las fraguas estaban cerrados.
El patio que contemplaba el thane era un auténtico hervidero de hombrecillos que, ataviados con pesadas armaduras, tanteaban sus escudos o revisaban sus hachas, pertrecho elegido por la infantería. Todas las cabezas se alzaron al asomarse Duncan al parapeto y las aclamaciones que se habían interrumpido al arribar el adversario renacieron con nuevo ímpetu.
— ¡Esto es la guerra! —bramó el rey, imponiéndose a la batahola. Se hizo un breve silencio hasta que, todos a una, los enanos entonaron un cántico.
Bajo las montañas,
del hacha la esencia brota de las cenizas,
del alma, de un fuego apagado.
Templado su astil, anuncia su presencia,
pues las montañas el hálito de la guerra han fraguado.
El corazón del soldado domina y anima la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
Salidas de las cuevas, al surcar el aire, en una
pirueta, las hachas sueñan, sueñan con la roca,
con metal vivo que nació de una generosa veta.
Metal y piedra, piedra y metal, cual lengua y boca.
El corazón del soldado anhela, desea la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
El rojo del hierro, sangre vengadora de lo inmundo,
el verde del bronce, del cobre siempre fiel,
creados en el fuego de la fragua del mundo,
consumen la injusticia al hender la piel.
El corazón del soldado descansa,
completa la acción.
Vuelve glorioso, o sobre el blasón.
Excitado por la tonada, el thane sintió que desaparecía su resquemor como antes se desvanecieran las flechas. Sus generales abandonaron las almenas a fin de ocupar sus posiciones de batalla, todos salvo Argat. Además del mandatario de los dewar, quedaron en la torre Kharas y el propio Duncan, quien, tras clavar sus pupilas en el héroe y consejero, despegó los labios resuelto a hablar.
El respetado súbdito refrenó tal intento mediante una mirada sombría, que ponía de manifiesto sus alteradas emociones. Sin pronunciar una palabra, se inclinó en una reverencia y siguió a los otros oficiales para situarse, también él al frente de su batallón de infantería.
—¡Que Reorx le confunda y haga crecer en su faz una barba de llamas! —farfulló Duncan mientras se aprestaba a descender al patio, ya que debía estar presente cuando se abrieran las puertas y su ejército emprendiera la marcha—. ¿Quién es él para tratarme así? Ni siquiera mis hijos osarían comportarse con tan poco respeto. Ésta situación no puede continuar. En cuanto regrese de la batalla pondré los puntos sobre las íes.
Sin cesar de rezongar, el mandatario se aproximó a la escalera que conducía a la planta inferior del recinto, pero, en el momento en que se disponía a acometerla, le retuvo una mano en su brazo. Levantando el rostro, descubrió a Argat.
—Te suplico, mi rey —dijo el dewar en su tosco lenguaje—, que recapacites sobre el plan que te propuse. No les arrojes ese amasijo de piedra inútil, permíteles que se enseñoreen del alcázar y, como no han de fortificarlo por estar persuadidos de su triunfo —señaló las formaciones que se organizaban en el llano—, nos retiraremos a Thorbardin y ellos se lanzarán a perseguirnos. Una vez hayan salido a las praderas, recuperaremos Pax Tharkas —entrechocó sus manos en una siniestra palmada— y les venceremos. Nada podrán hacer atrapados entre nuestros dos flancos, el del norte y el meridional.
El monarca estudió fríamente a su interlocutor. Argat había expuesto su estrategia ante el consejo, y todos sus miembros se asombraron de que pudiera ocurrírsele semejante idea. Los dewar no solían mostrar el menor interés por los asuntos militares. Lo único que les preocupaba era establecer el reparto del botín y asegurarse una buena porción. ¿Era Kharas quien le había susurrado estas maquinaciones, en su empeño de evitar el conflicto?
—¡Pax Tharkas nunca se rendirá! —rugió el thane, a la vez que se desembarazaba de su garra—. Tu táctica es la del cobarde. ¡No entregaré nada a esa turba, ni una moneda de cobre ni un guijarro del suelo! Prefiero morir aquí mismo.
Sin más preámbulos, el soberano inició el descenso a grandes zancadas. Tan furioso estaba, que su barba se erizó en crespos mechones.
—Eso es lo que va a sucederte, rey Duncan —murmuró Argat con el labio retorcido en una mueca sarcástica—. Pero yo no he de quedarme para compartir tu suerte.
Giróse hacia dos subordinados de su tribu, que habían asistido a la escena agazapados en sendos recovecos del muro, y asintió tres veces con la cabeza. Los dewar, tras repetir la señal, desaparecieron.
Solo en las almenas, el enano oscuro observó la trayectoria del sol durante unos minutos. Absorto en sus pensamientos, comenzó a frotar sus manos sobre la armadura como si pretendiera limpiárselas.
El Highgug tenía la rara sensación de que algo iba mal, aunque no adivinaba qué podía ser.
Su capacidad perceptiva no constituía una de sus mejores virtudes, ni tampoco comprendía las complejas estrategias bélicas, pero no por ello dejó de ocurrírsele que unos enanos que regresasen victoriosos del campo de batalla no entrarían en la fortaleza bamboleantes, cubiertos de sangre y cayendo muertos a sus pies uno tras otro.
Si se hubieran producido uno o dos casos los habría considerado simples víctimas de la fortuna, mas el número de combatientes que se derrumbaban aumentaba a un ritmo alarmante. El Highgug decidió averiguar qué pasaba.
Dio dos pasos al frente pero al oír una espantosa conmoción a su espalda se detuvo. Tras exhalar un hondo suspiro, giró la cabeza, pues acababa de caer en la cuenta de que había olvidado a su compañía.
—¡No, no! —bramó encolerizado, ondeando las manos—. ¿Cuántas veces habré de decíroslo? Quedaos aquí, ¿entendido? El rey me lo ha ordenado claramente. «Vosotros, los gugs, quedaos aquí», me ha especificado. ¿Acaso no entendéis lo que eso significa?
Escrutó a sus subordinados con ojo centelleante —el otro ojo le faltaba—, tan enfurecido que aquellos que todavía estaban de pie y se enfrentaron a la mirada de su pupila empezaron a temblar. Los gully encomendados a su mando que habían tropezado contra sus picas, los que las habían soltado y los que, en la confusión del momento, habían traspasado accidentalmente a su vecino o habían caído de bruces en el suelo, así como los desorientados que se habían vuelto y ahora contemplaban el parapeto en actitud obstinada, escucharon la imperiosa voz de su cabecilla y se amilanaron.
—Os lo explicaré, lombrices de los hongos —gruñó el Highgug—. Me propongo investigar sobre lo que ha ocurrido, porque se me hace extraño que nuestras tropas regresen a la fortaleza en esas condiciones. No cantan, sólo sangran, y el thane no me anunció nada semejante. Voy a informarme, y vosotros os quedaréis aquí —persistió—. ¿Habéis captado el mensaje? Veamos, repetidlo.
—Voy a informarme —obedecieron los aludidos—, y vosotros os quedaréis aquí.
Y, orgullosos de su inteligencia, todos echaron a andar en distintas direcciones.
—¡No! —los retuvo el mandamás, próximo a la desesperación—. Soy yo, el Highgug, quien se va mientras vosotros, mi compañía, aguardáis instrucciones. ¡Quietos, no mováis una pestaña! —concluyó al comprobar que, cuanto más se esforzase, menos le entenderían.
Cuando se alejaba, vibró de nuevo en sus tímpanos el estrépito de las picas al chocar contra la piedra. Pero optó por ignorarlo y seguir su camino.
Fue sin duda una suerte que no tuviera que ausentarse mucho tiempo, ya que, de haberlo hecho, al volver habría encontrado a la mitad de sus hombres ensartados en las puntas de sus propias armas. Tal como se desarrollaron los acontecimientos, descubrió lo que deseaba saber y retornó a su puesto antes de que las bajas sobrepasasen la media docena.
Avanzó unos veinte pasos, dobló un recodo y casi se estrelló contra Duncan. El soberano no advirtió su presencia, pues estaba de perfil y enzarzado en una animada conversación con Kharas y otros oficiales. Apresurándose a recular, el Highgug aguzó el oído.
A diferencia de los otros enanos reunidos en el cónclave, que presentaban en sus petos metálicos tantas abolladuras que parecían haberse precipitado por una ladera rocosa, la armadura de Kharas únicamente exhibía algunas muescas dispersas en los cantos. El héroe tenía las manos y los brazos ensangrentados hasta los codos, pero era la savia del enemigo, no la suya, la que manchaba sus miembros. Existían muy pocas criaturas capaces de resistir el embate de su gigantesco mazo. Fue ingente el número de infortunados que sucumbieron a su implacable ataque, si bien más de uno se preguntó, antes de expirar, por qué tan egregio guerrero derramaba amargas lágrimas al asestar el golpe mortal.
Ahora no sollozaba. Se habían secado los torrentes de sus ojos, su único empeño era conferenciar con su rey.
—Hemos sido derrotados, thane —declaró—. El general Mano de Hierro ha obrado con prudencia al ordenar la retirada. Si pretendes conservar Pax Tharkas, debemos concentrarnos y atrancar los accesos como planeamos. Recuerda, señor, que ya habíamos previsto este desenlace.
—Lo cual no lo hace menos humillante —repuso el monarca, defraudado—. ¡Nos ha vencido una cuadrilla de ladrones y granjeros!
—Para empezar, thane, esos individuos a los que tanto desprecias han sido adiestrados a conciencia —le corrigió el interpelado, en medio de la aprobación de los generales que le circundaban—. Además, engrosan sus filas los hombres de las Llanuras y nuestros parientes, que se han debatido con el arrojo innato en nuestra raza. Y por último, respaldando a los belicosos bárbaros y los valientes Enanos de las Colinas, se han abalanzado sobre nuestras huestes los Caballeros de Solamnia a lomos de sus corceles.
—Manda que cierren las puertas, thane —apremió a Duncan uno de los oficiales—, o prepárate a morir junto a tus súbditos.
—De acuerdo, clausurad las entradas —accedió el soberano a regañadientes—. Pero no activéis el mecanismo hasta el último segundo. Quizá no sea necesario. Les costará sudores y trabajos resquebrajar las gruesas hojas, y me gustaría poder abandonar luego el recinto sin verme obligado a desplazar toneladas de roca.
—¡Cerrad los accesos! —corearon varias voces.
Todos cuantos se hallaban en el patio, los vivos, los heridos e incluso los agonizantes, contemplaron cómo se iniciaba el ajuste de los macizos batientes. También el Highgug, agazapado en su rincón, observó la escena. Había oído comentar en innumerables ocasiones con cuánta delicadeza aquellas colosales puertas se deslizaban sobre sus no menos enormes goznes que, siempre lubricados, funcionaban tan suavemente que dos enanos a cada lado bastaban para accionarlos. Al retumbar en sus oídos el chirriar de la madera, del metal, se dijo que era una lástima que no pusieron en funcionamiento el manubrio de las piedras. El espectáculo que ofrecían los peñascos al caer en un auténtico alud debía de ser portentoso, lamentaba perdérselo.
No obstante, antes de que concluyera la operación, lanzó una postrera mirada al exterior, y lo que vio le sobrecogió hasta tal punto que casi se estranguló a sí mismo al contener el resuello, paralizados todos sus músculos. Un ingente tropel de criaturas armadas corría hacia él, ¡y no se trataba de su ejército!
Tras cavilar unos instantes, decidió que en aquel conflicto sólo había dos bandos, el suyo y el del adversario, por lo que dedujo horrorizado que era el enemigo quien se acercaba.
El sol, en su cenit, reverberaba en las armaduras de los Caballeros de Solamnia, arrancaba fulgores de sus escudos e incendiaba las espadas que esgrimían. Tras ellos, la infantería reclutada por el poderoso Fistandantilus marchaba hacia la fortaleza antes de que sus defensas le obstruyesen el paso. Los escasos Enanos de las Montañas que tuvieron agallas para interponerse fueron reducidos en un santiamén, pereciendo bajo los destellos del acero y el estampido de los cascos hostiles.
El ejército rival se aproximaba sin tregua. Nervioso, el Highgug tragó saliva. Nada sabía de maniobras militares, pero se le antojó que aquél era el momento propicio para terminar de aislar el recinto y, al parecer, los generales coincidían en esta opinión, ya que todos se precipitaron en dirección a la entrada entre gritos e improperios.
—En nombre de Reorx, ¿qué les retiene? —apuntó Duncan al constatar la anomalía.
Kharas palideció de manera ostensible, antes de responder:
—Thane, hemos sido traicionados. Tienes que huir sin demora.
—¿C… cómo? —balbuceó el soberano al mismo tiempo que, alzándose de puntillas, intentaba ver qué ocurría en el patio. Fue inútil; la muchedumbre que allí se había arremolinado le impedía distinguir cualquier movimiento revelador—. ¿Traicionados? —repitió.
—Por los dewar, mi señor —insistió Kharas que, merced a su insólita estatura, podía otear el panorama mejor que el mandatario—. Han asesinado a los custodios y ocupan su lugar, ingeniándoselas para mantener los accesos abiertos.
—¡Matadlos! —La boca del monarca espumeaba a causa de la ira, la saliva goteaba por su barba—. ¡Acabad con todos ellos! Si no me obedecéis —añadió, a la vez que desenvainaba su espada—, yo personalmente me encargaré de que reciban su merecido.
—No, thane —le rogó el héroe de los enanos, asiéndole por la nuca cuando echaba a andar en un impulso desenfrenado—. ¡Es demasiado tarde! Vayamos en busca de los grifos y huye a Thorbardin. ¡Tienes que salvarte, mi rey!
Pero Duncan no estaba en situación de razonar. Cegado por la rabia, se debatió entre los brazos de su consejero y éste, aunque detestaba la violencia, cerró el puño y lo incrustó en la mandíbula de su superior. El soberano retrocedió a trompicones, sin derrumbarse.
—¡Te haré decapitar por insubordinación! —amenazó al leal Kharas—. Mejor aún, yo mismo me cobraré tu cabeza.
Aferró la empuñadura de su arma, todavía bajo los efectos del impacto, mas fue la supuesta víctima quien zanjó el enfrentamiento. Con expresión pesarosa, el héroe propinó un nuevo golpe a su oponente que le privó del sentido.
Inclinándose sobre el monarca, que yacía desmayado en el suelo, Kharas lo levantó en volandas sin molestarse en quitarle la pesada armadura y, con un gemido, se lo cargó al hombro. Tras llamar a algunos de los enanos que aún podían luchar y cubrirle, partió hacia el lugar donde aguardaban los grifos. El rey, en estado comatoso, balanceaba los brazos en un desordenado vaivén.
El Highgug, mientras tanto, seguía espiando al enemigo en una suerte de fascinación. No tardaría en irrumpir en el alcázar, pero él tenía las manos atadas porque no quería desacatar la explícita orden de su soberano: «Quedaos aquí».
En efecto, eso era lo que debía hacer. Dio pues media vuelta y regresó junto a su tropa.
Aunque merecen su reputación de ser la raza más cobarde de cuantas pueblan Krynn, los enanos gully, si alguien intenta acorralarles, pueden desplegar una ferocidad que desconcierta a sus rivales.
A pesar de esta singular capacidad, la mayoría de los ejércitos suelen relegar a tales tribus a las posiciones de refuerzo, dejándolos en la retaguardia para evitar males mayores. Lo cierto es que un regimiento de enanos gully inflige tantas pérdidas a su bando como al contrario, o quizá más por tenerlo a su alcance.
Conocedor de tal circunstancia, Duncan había apostado al único destacamento de hombrecillos de este clan que vivían en Pax Tharkas, donde trabajaban como mineros, en el muro lateral del patio y les había prohibido abandonarlo, con la única finalidad de eludir posibles complicaciones. Aunque temeroso de sus reacciones, el thane les había provisto de picas por si, contra todo pronóstico, el enemigo conseguía atravesar las puertas. Su misión consistía en desarticular a la caballería, que entraría en primer lugar.
Eso era, precisamente, lo que estaba sucediendo. Al ver la arremetida de las huestes de Fistandantilus, sabedores de que estaban atrapados y derrotados, todos los enanos que habitaban Pax Tharkas se sumieron en la confusión.
Algunos conservaron la cordura. Los arqueros de las almenas descargaron una lluvia de flechas sobre los asaltantes y lograron aminorar su marcha, mientras los oficiales supervivientes reunían a sus compañías y se aprestaban a luchar antes de refugiarse en las montañas. Pero la mayoría se dieron a la fuga, ansiosos de salvaguardar sus vidas en el cobijo de las cumbres circundantes.
Transcurridos los primeros minutos de desorden, sólo un grupo quedó en el patio. Los enanos gully, al mando del Highgug, eran los únicos que se interponían en el camino del adversario.
—Ha llegado la hora de la verdad —dijo el cabecilla, que aún resoplaba por la carrera.
Tenía el rostro blanquecino debajo de la capa de suciedad, pero se mostró tranquilo y compuesto. Se le había dicho que no se moviera de su puesto, y por la barba de Reorx que no había de hacerlo. Ni siquiera los regimientos más organizados que, ante la imposibilidad de defenderse, habían iniciado la retirada le inducirían a mudar su actitud.
Lo que más inquietaba al Highgug era que el pánico ya había impreso su huella en algunos de sus hombres, que miraban boquiabiertos a los caballos y se arrebujaban en los recovecos de la pared. Al percatarse de que, a un galope ensordecedor, los corceles hollaban la tierra lindante con la fortaleza, cerca de las puertas abiertas, el mandamás decidió que debía infundir moral a su compañía.
Además de adiestrarlos para actuar en momentos críticos como el que ahora se avecinaba, el Highgug les había enseñado una divisa guerrera de la que se sentía muy orgulloso. Pero todavía no se la habían aprendido, a pesar de los repetidos ensayos.
—¿Qué me debéis? —vociferó para dar el pie.
— ¡La muerte! —exclamaron todos al unísono, renacido su ánimo.
— ¡No, no! —protestó el cabecilla, exasperado. Pateó el suelo, y sus seguidores intercambiaron compungidas miradas—. Lo que tenéis que contestar, larvas sin seso, es…
— ¡Lealtad eterna! —se adelantó uno en triunfante postura.
Los otros le regañaron, mascullando insultos como «pelotillero». Uno, conocido por su carácter celoso, incluso le azuzó con la pica, lo que no causó ninguna desgracia porque la sostenía del revés y sólo hundió en su costado el extremo romo del mango.
—Correcto —le felicitó satisfecho el Highgug, quien, mientras así les entretenía, procuraba ignorar el creciente estruendo de los casos—. Probemos de nuevo, espero que ahora salga bien. ¿Qué me debéis?
—Lealtad imper… ili… ¡eterna!
Más que una respuesta, aquello fue un trabalenguas. Ante la dificultad de las palabras los enanos sólo emitían sonidos discordes y, aunque al fin dieron con el término exacto, no le confirieron la cadencia, ni el entusiasmo, del alumno aventajado.
Alguien levantó la mano.
—¿Qué deseas, gug Snug? —inquirió el Highgug con una mueca de impaciencia.
—¿Te debemos lealtad eterna después de muertos? —preguntó el llamado Snug.
El mandamás lo estudió con un fulgor furibundo en su único ojo.
—No, gusano rastrero —le espetó entre el rechinar de sus dientes—. La muerte o lealtad eterna, en el orden que exija la necesidad.
Los gully se carcajearon, tremendamente divertidos por el comentario. Pero el cabecilla, consciente de que el enemigo se hallaba a ínfima distancia, interrumpió la jocosidad para ordenar, vuelto el rostro hacia la rugiente caballería:
—¡Equilibrad las picas!
Fue un error del que se percató antes casi de concluir, al oír el torbellino de reniegos y gemidos de dolor que se produjo a su espalda.
A estas alturas, no obstante, poco importaba.
El sol se puso inmerso en una neblina sanguinolenta, zambulléndose tras los silenciosos bosques de Qualinost.
Reinaba una calma absoluta en Pax Tharkas, ya que la colosal e inexpugnable fortaleza había caído poco después del mediodía. Durante la tarde los asaltantes habían tenido que debatirse en las escaramuzas organizadas por grupúsculos de enanos que, aunque resueltos a retirarse a las montañas, habían mostrado su resistencia hasta el último instante. Muchos de los hombrecillos escaparon ilesos, pues los piqueros lograron contener la carga de la caballería al, testarudos, rehusar moverse de sus posiciones de combate y cubrir así a sus compañeros más afortunados.
Kharas, con el rey aún inconsciente en sus brazos, huyó a Thorbardin a lomos de un grifo, escoltado por algunos oficiales supervivientes de la hecatombe.
Los miembros del ejército enanil que se salvaron en los repetidos enfrentamientos, y que se habían refugiado en las grutas secretas de los nevados pasos montañosos, iniciaron también su andadura hacia Thorbardin bajo el amparo de los escondrijos naturales. Mientras se desarrollaba el éxodo los dewar, traidores a su pueblo, bebían la cerveza requisada a Duncan y se pavoneaban de su hazaña, sin advertir que los seguidores de Caramon los escuchaban con desdén.
Después del crepúsculo, el patio se llenó de Enanos de las Colinas y hombres que celebraban su victoria, así como de oficiales que se afanaban sin excesivo éxito en aplacar la marea de la ebriedad, una marea susceptible de engullir a los desprevenidos y menguar las tropas. Entre gritos, amenazas y algunos oportunos golpes en las cabezas de los soldados, que entrechocaban en un alarde de autoridad, estos abnegados oficiales consiguieron reunir a suficientes criaturas para montar la guardia y formar escuadrones de enterradores.
Crysania se había sometido a la prueba de la sangre. Pese a haberse mantenido al margen de la batalla bajo la vigilante mirada de Caramon, después de tomar el alcázar se las había ingeniado para eludirlo. Ahora, envuelta en su capa y su embozo, se deslizaba entre los heridos y sanaba a aquellos a los que podía acercarse sin llamar la atención. Años más tarde los escogidos relatarían a sus nietos que habían visto a una figura ataviada de blanco, con una aureola luminosa en el cuello, que posaba las manos en sus llagas y mitigaba de inmediato su sufrimiento.
Mientras cada uno se dedicaba al quehacer que le había sido asignado, el general se reunió con algunos de sus más leales adeptos en una estancia de Pax Tharkas. Debían elaborar una estrategia, si bien el hombretón estaba tan exhausto que apenas atinaba a pensar.
En medio del ajetreo, fueron pocos los que repararon en el solitario personaje que, vestido de negro, cruzó el umbral de la mole poco antes de anochecer. Cabalgaba un corcel de pelaje tan oscuro como su atuendo, que respingaba cada vez que los efluvios de la sangre se adherían a sus ollares. Al constatar su zozobra el jinete hizo una pausa y le cuchicheó algo, sin duda frases destinadas a sosegarlo. Quienes advirtieron su presencia tuvieron un espasmo de terror, persuadidos en su estado febril, o etílico, de que la muerte en persona venía a reclamar los cadáveres que no habían recibido sepultura.
—Es el mago —murmuró alguien, y todos reanudaron su trabajo. Unos exhalaron suspiros de alivio, otros rieron agitados.
Ensombrecidos sus ojos en las profundidades de la capucha, pero observando su entorno atentamente, Raistlin no se detuvo en su avance hasta llegar al paraje donde se desplegaba la visión más extraordinaria del campo de batalla improvisado en el patio. Se apilaban allí los despojos de varios enanos gully en hileras regulares, una sobre otra. Algunos sostenían todavía sus picas —muchas invertidas—, que sus manos yertas aferraban con firmeza. Entre los hombrecillos yacía también algún que otro caballo herido, de manera accidental, por las salvajes embestidas y sesgos de los desesperados defensores del alcázar. Al retirar a los animales, se apreciaron en sus cuartos delanteros numerosas huellas de mordeduras. Los gully, al comprobar la ineficacia de sus armas, habían recurrido al método que mejor conocían de debatirse: las uñas y los dientes.
«Eso no consta en las historias —caviló el hechicero, estudiando los maltrechos cuerpos con el ceño fruncido—. Quizá este espectáculo signifique que el tiempo ha sido alterado».
Pasó largos minutos inmóvil, absorto en sus meditaciones. De pronto, comprendió.
Nadie distinguió su faz, oculta en los pliegues del embozo, mas de haberlo hecho cualquiera habría detectado la oleada de pesar y furia que la azotó.
—No —susurró al rato—, si el lamentable sacrificio de estas criaturas no figura en los anales no es porque no ocurrieran así los hechos, sino porque…
Hizo un alto para examinar una vez más a los mutilados cadáveres, grotescos pese al horror que inspiraban.
—Porque a nadie le importó su suerte —terminó.