5

Raistlin pacta una alianza

El festín se prolongó hasta muy entrada la noche. El campo circundante adquirió nueva vida con el bullicio y las innumerables bromas de las tropas, proferidas tanto en dialectos enaniles o tribales como en lengua solámnica y común.

A Raistlin le resultó fácil escabullirse sin que nadie se apercibiera. En la excitación general, no echaron en falta al callado y cínico mago.

Se encaminó el hechicero hacia su tienda, que Caramon había mandado restaurar, sin apartarse de las sombras. Embutido en sus enlutadas vestiduras, no era sino uno de esos fugaces fantasmas que a veces se intuyen, más que verse, por el rabillo del ojo.

Evitó a Crysania que, en la entrada de su refugio, escuchaba la algarabía con expresión nostálgica. No osaba unirse a la fiesta, sabedora de que la presencia de la «bruja» podía perjudicar al general.

«Resulta irónico —recapacitó Raistlin— que en esta época de la Historia se tolere a un mago y se vitupere, se escarnezca, a una sacerdotisa de Paladine».

Mientras atravesaba sigiloso, calzado con sus botas de piel, el paraje donde había acampado el ejército, sin imprimir apenas sus huellas en la húmeda hierba, el archimago reflexionó que la situación de la Hija Venerable no dejaba de ser divertida. Alzando la vista hacia las constelaciones del cielo descubrió a los dos Dragones, el de Platino y el de las Cinco Cabezas, que se acechaban desde sus órbitas astrales. «Divertida y cruel», concluyó.

Pronto abandonó tales cábalas para concentrarse en su problema. El conocimiento obtenido a través de las Crónicas de que, si no se hubiera interferido accidentalmente un gnomo, Fistandantilus habría conseguido su propósito, tuvo el don de levantar el ánimo del oscuro hechicero. Según sus cálculos, el intruso era una pieza clave. Había alterado el tiempo y, aunque el mago no se explicaba cómo lo hizo, no le restaba sino ganar acceso al alcázar montañoso de Zhaman a fin de, una vez allí, introducirse en Thorbardin, hallar al dichoso gnomo y desarticular su ingenio.

El tiempo volvería a discurrir por sus cauces normales. Sólo se modificaría este detalle, algo que favorecía la ejecución de sus designios pues le conferiría el triunfo donde fracasara Fistandantilus.

Por consiguiente, como hiciera su arcano predecesor, Raistlin volcó en la guerra todo su interés y atención para asegurarse la entrada en Zhaman. Caramon y él pasaron largas horas consultando los mapas, estudiando las fortificaciones, cotejando sus respectivos recuerdos sobre los viajes que realizaran en aquel territorio en un período aún futuro y especulando acerca de los cambios que podían haberse producido.

El factor esencial para lograr la victoria en la batalla era la toma de Pax Tharkas. Y esta hazaña, repetía el general siempre que lo mencionaban, era poco menos que imposible.

—Duncan debe de haber apostado una nutrida guarnición de hombres en la fortaleza —comentó el guerrero en una de sus múltiples veladas, puesto el dedo sobre el lugar donde estaba representada cartográficamente—. Ya sabes cómo es, Raistlin, no habrás olvidado que se construyó entre dos elevadísimos picos montañosos. ¡Ésos enanos pueden resistir el asedio durante años si se lo proponen! No tienen más que atrancar las puertas y liberar las rocas mediante su hábil mecanismo. Se precisó la fuerza de varios Dragones Plateados para levantar aquellas piedras —apostilló en sombrío ademán.

—Traza un rodeo —sugirió su hermano.

—¿Por dónde? —protestó el aludido—. Al oeste se encuentra Qualinost, los elfos que la habitan no vacilarían en cortarnos en pedazos y ponernos a secar al sol. Al otro lado —desplazó el índice hacia levante— no hay sino mar y montaña. Nuestras naves son insuficientes para realizar la travesía y, además, si desembarcamos aquí —ahora su yema señalaba al sur—, en ese desierto, quedaremos atrapados en medio con ambos flancos desprotegidos. Nos expondríamos a un ataque desde Pax Tharkas en el norte y Thorbardin en el extremo opuesto.

El hombretón echó a andar por la tienda, haciendo breves pausas en las que lanzaba impacientes miradas al mapa.

El hechicero bostezó, se puso de pie, apoyó la mano en el brazo del general y apuntó despacio, sereno:

—Lo cierto es, Caramon, que Pax Tharkas sucumbió.

—Sí —concedió el interpelado, ensombrecidos sus rasgos. Le enojaba sobremanera pensar que todo aquello no era sino un siniestro juego, y él un peón manipulado por el nigromante—. Supongo que no recuerdas cómo.

—No —confesó Raistlin—. Pero se rendirá —insistió.

Calló unos instantes, antes de repetir en una suerte de cántico:

—Pax Tharkas se rendirá.

Al abrigo de las luces de las fogatas del campamento y también de los astros nocturnos, surgieron del bosque tres figuras achaparradas. Una vez en los aledaños de la explanada titubearon, como si no abrigaran una total certeza sobre cuál era su destino. Al fin, uno de aquellos seres estiró la mano hacia un punto determinado y masculló unas palabras. Los otros dos asintieron en silencio y, a paso ligero, se adentraron en el llano.

Se movían deprisa, pero no cautelosamente. No existía en el mundo un enano capaz de caminar con sigilo, y estos tres parecían todavía más ruidosos de lo acostumbrado. Sus ropas crujían, las piezas metálicas matraqueaban y pisaban cuantas ramas se interponían en su marcha, exhalando además sonoras imprecaciones cada vez que tropezaban contra un obstáculo.

Raistlin, que les aguardaba en la negrura de su tienda, les oyó acercarse desde lejos y meneó la cabeza en actitud reprobatoria. Pero al forjar sus planes había previsto esta contingencia, había fijado la hora del encuentro de tal modo que la algarabía del banquete mitigase los ecos de sus torpes zancadas.

—Adelante —susurró cuando el desordenado estrépito de varios pares de piernas cubiertas por piezas de hierro se detuvo al otro lado de la cortinilla.

Respondió a su invitación un intervalo de quietud, festoneada por un resuello entrecortado y unos cuchicheos que denotaban controversia, ya que ninguno de los enanos quería ser el primero en tocar la misteriosa urdimbre. Alguien emitió un insulto y al fin se abrió el tejido, con una violencia que casi lo rasgó. Entró uno de los recién llegados, sin duda el cabecilla si había que atenerse a su contoneo, mientras que los otros dos, pegados a sus talones, se mostraban nerviosos y contraídos.

El enano que ocupara la avanzadilla se dirigió a la mesa colocada en el centro de la estancia, sin el menor balbuceo, pese a la oscuridad reinante. Avezados a vivir en subterráneos, los dewar habían desarrollado una excelente visión nocturna. Se rumoreaba que algunos incluso poseían la extraña virtud sensorial de los elfos, que les permitía discernir el aura de otras criaturas en la penumbra.

Pero, por muy aguda que fuera la vista del enano, nada distinguió del personaje que se hallaba sentado detrás del escritorio. Era como si, al escrutar la noche cerrada, hubiese topado con un ente aún más negro, con una sima insondable dispuesta a devorarlo. Aquél dewar era fuerte y arrojado, hasta podía tildársele de temerario al igual que a su padre, quien murió convertido en un lunático delirante. Sin embargo, el hombrecillo no atinó a reprimir el escalofrío que, iniciándose en la nuca, surcó toda su espina dorsal.

—Vosotros —ordenó en idioma enanil a sus secuaces—, montad guardia.

Los dos subordinados se retiraron a trompicones, más que aliviados por esta oportunidad de rehuir la vecindad de la espectral criatura, y se acuclillaron junto al umbral para espiar el nocturno panorama. Pero un repentino estallido de luz les obligó a incorporarse, alarmados. Su adalid, no menos sorprendido, escudó sus ojos poniendo la mano en visera.

—¡Que alguien apague ese resplandor! —suplicó en lengua común.

La lengua se le adhirió al paladar y, durante unos instantes, no pudo proferir sino un gorgoteo inarticulado. La razón de su desasosiego era que la luminosidad no procedía de una candela o una antorcha, sino de la llama que ardía en la palma puesta en pocillo del hechicero.

Todos los enanos son, por naturaleza, desconfiados en materia de magia. Incultos, dados a la superstición, los dewar se espantan de manera especial frente a las manifestaciones arcanas, hasta tal extremo que incluso aquel sencillo encantamiento, más propio de un ilusionista callejero que del nigromante que lo había invocado, inspiró al espectador un terror infinito.

—Me gusta ver a aquellos con quienes trato —anunció Raistlin en uno de sus siseos—. No temas, nadie detectará la luz o, si lo hacen, supondrán que estoy inmerso en mis estudios.

Despacio, el dewar bajó el brazo sin cesar de pestañear debido al dolor que aquel destello, para él deslumbrador, infligía a sus ojos. Sus dos asociados volvieron a sentarse, ahora más cerca todavía de la salida.

El enano que encabezaba esta reducida comitiva era el mismo que había asistido a la audiencia de Duncan. Aunque en su semblante se hallaba marcado al fuego la impronta de la crueldad que, entre demente y calculadora, caracterizaba a su raza, en sus pupilas se reflejaba un atisbo de inteligencia, que le confería cierto aire de peligrosidad.

Aquéllas pupilas escudriñaron ahora al mago que le había convocado con la misma intensidad, o casi, con que él examinaba al visitante. El dewar quedó impresionado. Tenía de los humanos una opinión semejante a la que compartían las otras tribus enaniles y el hecho de que su oponente poseyera, además, virtudes arcanas le hacía doblemente sospechoso. Mas el dewar era un experto juez del carácter ajeno y adivinó en los delgados labios de su interlocutor, en su rostro demacrado y en sus fríos ojos una ilimitada sed de poder que era capaz de comprender. Su pánico se disipó, nació la confianza.

—¿Eres Fistandantilus? —indagó con un áspero gruñido.

—En efecto —confirmó el hechicero. Cerró su palma y la llama se extinguió, restituyendo una penumbra a la estancia que el hombrecillo no dejó de agradecer—. Si lo deseas, podemos conversar en tu dialecto enanil; los conozco casi todos y no me representa ningún esfuerzo. A decir verdad, lo preferiría; así evitaremos cualquier malentendido.

—¡Espléndido! —se congratuló el dewar y se inclinó hacia adelante para susurrar, en tono confidencial—: Soy Argat, el thane de mi clan. He recibido tu mensaje, y estoy interesado, pero necesito saber los pormenores.

—Lo que, formulado en otras palabras, significa que he de explicarte cómo os beneficiará a vosotros participar en mis designios —replicó Raistlin socarrón, antes de extender el índice hacia uno de los lóbregos rincones de la tienda.

Al desviar la vista en la dirección indicada, Argat nada vislumbró. Pero pronto un objeto comenzó a refulgir en aquel recoveco, al principio tenuamente y luego con un brillo que no paraba de crecer. El thane contuvo otra vez el aliento, si bien más incrédulo que espantado.

Lanzó al archimago una mirada penetrante, llena de resquemor, y éste le ofreció:

—Vamos, inspecciónalo tú mismo. Puedes llevártelo después de nuestra charla, siempre que nos pongamos de acuerdo.

No había concluido su frase cuando el enano saltó de su silla para correr hasta el rincón. Hincando la rodilla, hundió las manos en un cofre de monedas de acero que rodeaba la calidad aureola creada por el nigromante y permaneció mudo varios segundos, en los que contempló el tesoro con un ávido centelleo en sus ojos. Tras tantear algunos de los discos, manipularlos y aferrarlos, exhaló un suspiro tembloroso, se levantó y regresó a su asiento.

—¿Has forjado un plan?

Raistlin asintió. El fulgor mágico de las monedas se desvaneció, pero su secuela, un débil hálito apenas perceptible, atrajo la atención del dewar en repetidas ocasiones a lo largo del conciliábulo.

—Nuestros espías nos han informado —declaró el hechicero— de que Duncan saldrá al encuentro de nuestra tropas en las llanuras que se extienden delante de Pax Tharkas. Pretende derrotarnos o, en el caso de que no logre la supremacía, causarnos tantas bajas como le sea posible. Si, aunque mermados, vencemos, reculará hasta la fortaleza, atrancará las entradas y accionará el mecanismo concebido para arrojar varias toneladas de rocas sobre los accesos, obstruyéndolos.

»Con las provisiones de comida y armas que ha acumulado, puede esperar hasta que desistamos o hasta que lleguen refuerzos desde Thorbardin, una eventualidad que acorralaría a nuestro ejército en el valle. ¿Es exacto mi planteamiento?

Argat se mesó la negra barba, antes de desenvainar su cuchillo, lanzarlo al aire y recogerlo en su caída. Pero al espiar de solayo al mago y advertir su disgusto, se detuvo de forma abrupta y estiró las palmas.

—Discúlpame —le rogó—, es un hábito nervioso. Espero no haberte alarmado —agregó con una aviesa sonrisa—. Si te sientes incómodo…

—Si me siento incómodo —le atajó el archimago, aunque en tono afable— lo solventaré por el método más infalible. Adelante —le incitó—, vuelve a intentarlo.

Encogiéndose de hombros, pero, al mismo tiempo, turbado por el escrutinio de aquellos iris que, ocultos en las sombras de la capucha, destilaban una fuerza pavorosa, Argat arrojó el cuchillo hacia el techo.

El arma nunca terminó su recorrido. Una mano enteca, blanca, salió de la negrura, asió su mango y, con asombrosa destreza, clavó la afilada hoja en el escritorio que separaba a los interlocutores.

—Magia —farfulló el thane.

— Pericia —le corrigió Raistlin—. ¿Podemos reanudar nuestra amable discusión, o quieres que practiquemos los juegos que, ya en la niñez, me hicieron sobresalir?

—Tus noticias son correctas —corroboró Argat, a la vez que guardaba el cuchillo en su funda—. Me refiero a los planes de Duncan, claro.

—Bien. Yo he urdido otro, muy simple como comprobarás. Tu rey permanecerá en el alcázar; no acudirá al campo de batalla. En un momento dado, ordenará que se cierren las puertas.

El hechicero calló y juntó las yemas de sus largos dedos. Arrellanado en su butaca, apostilló:

—Su mandato no será obedecido. Los accesos se mantendrán francos.

—¿Así de fácil? —inquirió, perplejo, el enano.

—Sí —se reafirmó Raistlin—. Los soldados encargados de guardarlos habrán muerto. Lo único que has de hacer es impedir que otros los atranquen durante unos minutos, hasta que embistamos nosotros. Pax Tharkas se rendirá, y tu pueblo depondrá las armas para unirse a los vencedores.

—Existe sólo un inconveniente —replicó Argat, clavando en su oponente una mirada astuta—. Nuestros hogares, nuestras familias, están en Thorbardin. ¿Qué será de ellos si traicionamos a nuestro soberano?

—No les ocurrirá nada —contestó el archimago. Tras hurgar en uno de sus bolsillos, extrajo un pergamino enrollado y atado mediante una cinta negra—. Ocúpate de que esta misiva le sea entregada a Duncan. Pero antes, léela —le indicó.

Le alargó el papiro. El hombrecillo, fruncido el ceño y sin descuidar la vigilancia de aquella enigmática criatura, lo asió, deshizo la ligadura y se acercó al cofre repleto de monedas a fin de estudiar su contenido bajo el mágico fulgor que dimanaba.

— ¡Está escrito en el lenguaje secreto de mi pueblo! —vociferó, anonadado.

—Naturalmente, ¿qué esperabas? De otro modo, tu monarca nunca lo creería —le espetó Raistlin con una impaciencia mal disimulada.

—Pero tan sólo conocen este dialecto los dewar y otros pocos, como el rey…

—¡Lee! —le interrumpió el nigromante, exasperado—. No dispongo de toda la noche.

Con un reniego dedicado a Reorx, su dios, el enano acató la voluntad de aquel imperioso humano. Aunque al ojearlo le había parecido fácil descifrarlo, tardó un rato en asimilar las escasas frases que lo formaban. Concluida la lectura, se concentró en sus cavilaciones sin cesar de acariciarse su hirsuta, enmarañada barba. Al fin enderezó la espalda, enrolló de nuevo el mensaje y, asiéndolo, lo hizo tamborilear sobre su palma.

—Tienes razón, esto lo resuelve todo. —Se sentó y fijó sus pupilas en el supuesto Fistandantilus, contraídos los párpados en estrechas rendijas—. Quiero darle algo más a Duncan. Algo convincente.

—¿Qué pueden juzgar «convincente» tus congéneres? —lo interrogó el mago, torcido el labio—. ¿Unas docenas de cuerpos despedazados?

—La cabeza de tu general —murmuró Argat con una perversa mueca.

Se produjo un prolongado silencio. Ni un crujido, ni un murmullo de sus pliegues delató los pensamientos del hechicero, que incluso dejó de respirar. Tan densa era la quietud que el enano tuvo la impresión de que constituía una entidad independiente, poderosa y amenazadora.

Un temblor agitó su cuerpo, y titubeó. Pero no, persistiría en su demanda. Era el único medio de rehabilitarse, de que Duncan lo proclamara héroe igual que al despreciable Kharas.

—Concedido.

La voz de Raistlin resonó vacua, desapasionada, sin un acento inusual que tradujera sus emociones.

Al hablar se inclinó sobre el escritorio y Argat, amedrentado, se retrajo. Ahora veía sus refulgentes iris, aquellos espejos hendidos que le atraían hacia diabólicas simas y, por un efecto reflejo, traspasaban sus entrañas.

—Concedido —repitió el nigromante—. Cumple tu parte del trato y yo te prometo que obtendrás tu recompensa.

—Tu apelativo de Ente Oscuro no es fruto del azar, ¿verdad, amigo mío? —aventuró el cabecilla enanil. Ensayó una carcajada, que no pasó de ser un grotesco amago.

Embutió el pergamino en su cinto y sin aguardar respuesta de su oponente, el cual manifestó su asentimiento mediante un ominoso crujir del embozo, hizo un gesto a sus compañeros por el que les conminaba a recoger el cofre. Los dos secuaces se apresuraron a ajustar la tapa y aplicaron a la cerradura la llave que les tendió Raistlin, después de buscarla en un saquillo prendido de sus vestiduras. Aunque los enanos estaban acostumbrados a cargar fardos de peso considerable, ambos gimieron al izar el colmado objeto. Argat, que no tenía que transportarlo, no cabía en sí de gozo.

Los porteadores precedieron a su cabecilla al salir de la tienda y, soportando entre ambos el codiciado premio, se deslizaron prestos hacia la penumbra del bosque. El adalid observó cómo se alejaban, antes de volverse en dirección al mago para constatar que, al igual que en el momento de su llegada, se confundía con la penumbra de su morada. Era una mancha de tinieblas en la noche.

—No te preocupes, amigo. No te fallaremos.

—No, puedes estar seguro —siseó el aludido. A Argat no le gustó aquel tono y pidió una explicación.

—El dinero que acabo de entregarte está sometido a un maleficio, mi querido colega —le reveló Raistlin—. Si intentas engañarme, tanto tú como todos aquellos que lo hayan tocado sufriréis un terrible castigo. La piel de vuestras manos se amoratará y pudrirá y, cuando se hayan transformado en una masa de carne maloliente, la llaga se propagará por vuestras extremidades. Éstas se tornarán negras y tomarán una textura tumefacta que, a su vez, se extenderá al resto del cuerpo. Asistiréis indefensos a vuestra propia podredumbre, se os quebrarán las piernas y moriréis.

—¡Mientes! —lo acusó el enano en un bramido que brotó estrangulado de su garganta, tan discorde que era apenas inteligible.

El nigromante nada dijo. Absorbido por su entorno, parecía haberse diluido en los vapores circundantes. En medio de la negrura, el pequeño conspirador no le veía ni sentía su presencia, así que, sobrecogido, traspasó la cortinilla. En vivido contraste con la escena que acababa de presenciar, divisó la bullanguera fiesta que tenía lugar en el exterior. Las risas de hombres y enanos retumbaron en sus tímpanos, la luz de las llamas alumbró el recinto donde los trasnochadores, ebrios en su mayoría, se bamboleaban de un lado a otro mientras sus desafinadas voces entonaban alegres canciones.

Abandonó el campamento malhumorado, frontándose las manos violentamente en las perneras de su armadura.