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Una travesía azarosa

El ejército de Fistandantilus jalonó el Estrecho de Schallsea en una desordenada flota constituida por barcas de pesca, botes sin aparejo, balsas de tosca manufactura y embarcaciones de recreo vistosamente decoradas. Aunque la distancia no era excesiva, se necesitó más de una semana para transportar hombres, animales y enseres.

Cuando Caramon inició los preparativos de la travesía, sus levas habían aumentado en tal proporción que no pudo encontrarse una nave capaz de llevarlos a todos. Así, pues, contrató una serie de pequeños balandros para que fueran y vinieran en diversas etapas y aprovechó los de mayor envergadura como cuadras o corrales flotantes del ganado. Convertidas en auténticas granjas, sus bodegas fueron provistas de compartimientos destinados a los caballos y de casillas donde albergar a los cerdos.

La expedición se desarrolló sin novedad en su mayor parte, si bien el general tan sólo dormía dos o tres horas cada noche. Estaba siempre atareado en resolver problemas que ningún otro podía manejar, complicaciones que iban desde atender a los animales mareados hasta rescatar un baúl repleto de espadas que salía despedido por la borda. Y, para colmo de desventuras, se desató una tempestad cuando avistaban su destino y se creían a salvo. El mar embravecido, el manto de arremolinada espuma, volcó dos embarcaciones que, al soltarse sus amarras, naufragaron e interrumpieron la singladura durante un par de días.

Por fortuna, a pesar de los contratiempos, fondearon en condiciones aceptables. Sólo se registraron algunos casos de enfermedades propias de la navegación, la pérdida de un niño que fue salvado antes de que las aguas lo engulleran y un caballo que se rompió una pata al cocear la partición de la cuadra y que, lamentablemente, hubo de ser sacrificado.

Tras desembarcar en los llanos de Abanasinia, el ejército fue recibido por el cabecilla de las tribus bárbaras que habitaban las regiones septentrionales del país y ansiaban apoderarse del codiciado oro atesorado en Thorbardin. También acudieron a darles la bienvenida los representantes de los Enanos de las Colinas, un hecho que produjo tal impacto en el hombretón, que tuvo los nervios desquiciados durante varios días.

—Reghar Fireforge y su escolta —anunció Garic desde la entrada de su tienda. Haciéndose a un lado, el caballero invitó a pasar a un grupo formado por tres enanos.

Vibrantes sus tímpanos con la resonancia de aquel apellido familiar, Caramon estudió anonadado al hombrecillo que encabezaba la comitiva. Los delgados dedos de Raistlin aferraron su brazo.

— ¡Ni una palabra! —le susurró.

— ¡Pero se le parece tanto! Y se llama igual que él —protestó el general en voz baja.

—Por supuesto —asintió el hechicero como si fuera lo más natural—, es el abuelo de Flint.

¡Un ancestro de su viejo amigo! Del compañero que muriera en la Morada de los Dioses en brazos de Tanis, de aquella criatura gruñona e irascible, tierna y sabia. ¡Pensar que siempre le asombró su tremenda ancianidad y que ahora todavía no había nacido! En presencia del guerrero se hallaba nada menos que su abuelo.

De pronto se le reveló, más punzante que un golpe físico, el alcance de su proyecto y lo que significaba estar en aquel lugar. Hasta entonces había vivido la marcha de sus tropas como una aventura en su propia época; no se había tomado en serio la guerra que iba a desencadenarse. Incluso la idea de que Raistlin lo enviase al hogar le había parecido tan sencilla como reservar un pasaje en una goleta y despedirse del archimago en un muelle cualquiera. Y, en cuanto a la cuestión de alterar el tiempo, la había descartado desde el principio. Le desconcertaba. Para él, significaba deambular sin rumbo en un círculo cerrado e infinito.

Se sintió acalorado y, sin apenas transición, su sudor se tornó gélido. Tanis no existía, ni tampoco Tika, ni él mismo. ¡Era demasiado improbable, demasiado abstracto!

La tienda empezó a girar de tal modo ante sus ojos, que temió perder el conocimiento. Le salvó del desvanecimiento su siempre alerta gemelo, que, al advertir su lividez y adivinar con su plecaro instinto lo que estaba tratando de asimilar, se puso de pie y prodigó corteses frases a sus invitados enaniles, con el único objeto de darles unos segundos, durante los cuales pudieran restablecerse. No dejó, sin embargo, de dirigir al luchador una penetrante mirada por la que le conminaba a cumplir con su deber.

Ya más sosegado, Caramon logró desembarazarse de tan perturbadores pensamientos. Se dijo para sus adentros que no le faltarían oportunidades de reflexionar, que se ocuparía de resolver sus contradicciones en la soledad de su aposento. En las últimas semanas, había forjado a menudo estos propósitos, si bien la quietud que precisaba no acababa de materializarse debido a las continuadas interrupciones que sufría en su descanso.

Incorporándose a su vez, el general fue capaz incluso de estrechar la mano del resuelto enano de barba cana.

—Nunca imaginé —declaró Reghar en hosca actitud, mientras se instalaba en la silla que le ofrecían y aceptaba una jarra de cerveza, que bebió de un solo trago— que algún día pactaría con humanos y hechiceros, y menos aún en contra de mis congéneres.

El guerrero examinó, taciturno, el recipiente vacío. Luego hizo un escueto gesto al muchacho que le atendía para que volviera a llenarlo. Sin perder su mueca de disgusto, el hombrecillo aguardó hasta que se hubo posado la espuma y entonces, con el brazo en alto, brindó frente a su colosal oponente.

— Durth Zamish och Durth Tabor. Las circunstancias singulares crean lazos también singulares —tradujo.

—Me acojo a ese axioma —respondió Caramon, quien, de nuevo acomodado en su butaca, alzó un vaso de agua y lo ingirió.

Observó a Raistlin de soslayo y éste, consciente de su mensaje y diplomático cuando le convenía, se humedeció los labios con el vino que le habían servido.

—Mañana nos reuniremos para discutir nuestros planes —manifestó el guerrero—. El adalid de los bárbaros de las Llanuras, que llegará esta misma tarde, participará en la asamblea. —Se acentuó el enfado en las facciones de su huésped y el general suspiró, previendo un serio conflicto. Mas no queriendo exteriorizar su recelo, continuó en el mismo tono alegre y despreocupado—: Cenemos juntos esta noche y sellemos nuestra alianza.

—Quizá tenga que luchar en el mismo bando que esos hombres —replicó el enano—. Pero, ¡por la barba de Reorx, no me sentaré a su mesa! Ni tampoco a la tuya —dictaminó.

Caramon se levantó. Embutido en una espectacular armadura de gala, obsequio de los caballeros, constituía una visión imponente. Reghar no pudo por menos que pestañear al contemplarlo.

—Presumes de grandullón, ¿no es cierto? —le imprecó—. Me pregunto si tu cabeza no albergará más músculos que raciocinio —agregó, con un dubitativo movimiento de cabeza.

Lejos de sentirse ultrajado, el fornido humano esbozó una sonrisa. Era la similitud con las expresiones habituales de Flint lo que le encogía el corazón, no la pretendida ofensa.

A Raistlin, por el contrario, no le hizo ninguna gracia aquel comentario.

—Mi hermano posee una inteligencia privilegiada para las tácticas militares —salió en su defensa de manera inesperada—. Cuando abandonamos Palanthas, éramos tres. Tan sólo la pericia y la perspicacia del general Caramon han obrado el prodigio de trasladar este numeroso ejército hasta vuestras costas. Opino que deberías someterte a su liderazgo.

Reghar emitió un resoplido y espió al nigromante con la frente arrugada por encima de sus pobladas y grisáceas cejas. Envuelto en el matraqueo de su pesada armadura, dio vuelta y se encaminó hacia la cortinilla para, ya en el umbral, hacer una pausa.

—¿Tres en Palanthas y ahora este enjambre? —inquirió.

Clavó sus fulminantes ojos en el guerrero y ondeó su mano en un gesto por el que intentaba abarcar la tienda, los caballeros de noble apariencia que montaban guardia en los flancos de ésta, los centenares de hombres que había visto descargar las provisiones de las naves y aquellos otros que practicaban las técnicas bélicas, sin olvidar las interminables hileras de fogatas donde se guisaba el alimento.

Anonadado por la insólita alabanza que le dedicara su gemelo, Caramon no pudo contestar y tuvo que contentarse con asentir. El representante de las Colinas lanzó un nuevo resoplido, pero una mal velada admiración animaba sus pupilas en el momento en que traspasó el acceso entre el estruendoso repiqueteo de sus piezas metálicas.

Antes de alejarse, Reghar reculó sobre sus pasos y asomó la cabeza por la abertura.

—Os acompañaré en la cena —accedió reticente, y desapareció.

—Yo también me retiro, hermano —se despidió el mago.

Con aire ausente, el hechicero se dirigió hacia la salida. Enlazadas las manos bajo los pliegues de su pectoral, no despertó de sus hondas cavilaciones hasta que unos dedos rozaron su brazo. Molesto, irritado con el hombretón por osar distraerle, le espetó secamente:

—¿Qué quieres?

—Darte las gracias —balbuceó el luchador—. Nunca antes habías ensalzado así mis virtudes, ni en la intimidad ni en presencia de extraños.

El nigromante sonrió complaciente. Ninguna luz en sus ojos confirmaba esta muestra de cordialidad, pero Caramon se sentía demasiado feliz para percatarse.

—Lo que he aseverado es la pura verdad —insistió Raistlin—. Además contribuirá a la consecución de nuestro objetivo, ya que necesitamos a esos enanos. He dicho incontables veces que tienes recursos ocultos, que sólo has de tomarte la molestia de desarrollarlos. Después de todo, somos gemelos —añadió, sarcástico—; no nos separan tantas diferencias como tú supones.

Echó a andar, pero de nuevo se lo impidió la mano del guerrero al agarrarle por la manga. Conteniendo un suspiro de impaciencia, el archimago se detuvo.

—Traté de matarte en Istar, Raistlin —recordó el hombretón, al mismo tiempo que se lamía los resecos labios—. Estaba convencido de que me sobraban razones, basadas en hechos que se me antojaban pruebas irrefutables de tu perversidad. Ahora no sé a qué atenerme —confesó, ajeno al sonrojo que inflamaba su rostro—. Me gustaría pensar que colocaste a los miembros del cónclave arcano en una situación en que no les quedó otro remedio que catapultarme al pasado con el único propósito de rehabilitarme. No fueron ésas tus intenciones —se apresuró a añadir al observar cómo apretaba los labios su interlocutor y endurecía sus rasgos—, al menos no exclusivamente. Estoy persuadido de que has maquinado todo esto en tu propio beneficio, mas vislumbro que en una recóndita parte de tu ser anida un resquicio de afecto hacia mí. Intuiste que estaba en apuros y algo te indujo a socorrerme.

El hechicero estudió a su oponente entre divertido e irónico, antes de desencantarlo, encogiéndose de hombros.

—Si esa romántica noción que has concebido te ayuda a luchar con mayor ahínco, te inspira mejores estrategias, desentumece tu mente y, sobre todo, me permite salir de esta tienda para consagrarme a mi tarea, te exhorto a acunarla en tus entrañas. Poco me importa.

Tras deshacerse, con una brusquedad no inferior a la que desplegara en su discurso, de la garra que le sujetaba, se plantó junto a la cortinilla. No obstante, algo refrenó su arranque, porque se inmovilizó y, ladeada su encapuchada cabeza, susurró:

—Nunca me comprenderás.

Aunque nervioso, pronunció tal sentencia con acento más triste que enojado.

Reanudó el hechicero la marcha, con un fustigar de negros pliegues en torno a sus tobillos.

El banquete nocturno se celebró en el exterior, bajo unos auspicios funestos.

Se dispusieron los manjares en largas mesas de madera, construidas de forma precipitada a partir de las balsas que se utilizaran en la travesía del estrecho. Reghar llegó con un nutrido séquito de unos cuarenta enanos mientras que Darknight, cabecilla de los bárbaros —un individuo de descomunal estatura y porte altivo cuya gravedad le asemejaba a Riverwind, al menos en la memoria de Caramon—, lo hizo acompañado de otros tantos guerreros. El general, por su parte, eligió el mismo número de hombres entre los soldados que más confianza le merecían debido a su talante moderado.

El hombretón había imaginado que, al ordenarse las filas, los enanos se sentarían aislados y los bárbaros también. No se entablarían conversaciones susceptibles de mezclarlos. Y así fue. Una vez organizados, cada grupo estudió al otro en un tenso silencio, apiñados los unos en torno a Reghar y alrededor de Darknight los otros, con los seguidores de Caramon en una incómoda posición intermedia.

Caramon se situó, equidistante, en el centro de las comitivas. Se había vestido con sumo celo: lucía el yelmo y piezas doradas de su época de gladiador, además de la armadura nueva que le habían regalado y que encajaba a la perfección con los antiguos adornos. Su piel broncínea, su incomparable físico y sus rasgos cincelados y fuertes le conferían una autoridad que hasta los enanos reconocieron. En efecto, aquellas criaturas obstinadas en su hostilidad intercambiaron miradas con las que significaban su aprobación.

—¡En primer lugar, quiero saludar a mis huéspedes! —exclamó el general con su resonante voz de barítono—. Sed bienvenidos a este ágape de camaradería, que ha de simbolizar la alianza y, espero, una incipiente amistad entre nuestras respectivas razas.

Éste prólogo suscitó murmullos despreciativos, resoplidos que denotaban escarnio. Uno de los enanos incluso escupió en el suelo, un acto deliberado que hizo que varios bárbaros agarrasen sus arcos y dieran un paso al frente, por considerarse en su tribu una ofensa digna del peor castigo. Su adalid los detuvo y, sin conceder mayor importancia al incidente, el hombretón prosiguió.

—Vamos a combatir juntos, quizás a morir en el mismo campo de batalla. Por lo tanto, demostremos nuestra buena predisposición en esta primera noche compartiendo el alimento como los hermanos que hemos de ser. Sé que os disgusta separaros de vuestros congéneres y amigos, pero es mi deseo que trabéis conocimiento con quienes sin duda se transformarán en nuevos compañeros. Para ayudaros a romper el hielo, he preparado un pequeño juego. No os inquietéis; es del todo inocente.

Al oír estas palabras, los enanos quedaron boquiabiertos. Desorbitados los ojos, muchos de ellos se acariciaron la barba y emitieron quedos susurros que rasgaron el aire por su violencia. ¡Los adultos de su pueblo no jugaban! Cierto que lanzaban piedras o mazos, mas tales actividades eran definidas como deportes y no como entretenimientos pueriles.

Los bárbaros, con Darknight a la cabeza, tuvieron la reacción opuesta. Los habitantes de las Llanuras vivían para las justas, los certámenes y otras diversiones, que incluso juzgaban más emocionantes que declarar la guerra a sus vecinos.

Ondeando la mano, el anfitrión señaló una tienda enorme, de forma cónica, que se hallaba plantada detrás de las mesas y había sido objeto de curiosas miradas, algunas teñidas de resquemor, por parte de todos. La coronaba, a unos veinte pies de altura, el estandarte del guerrero. La sedosa bandera con la estrella de nueve puntas se agitaba en la brisa nocturna, bajo la luz de una hoguera encendida en su proximidad.

Mientras los presentes espiaban perplejos la tienda, Caramon estiró un brazo y tiró de una cuerda. Se desprendieron al instante las paredes de cañamazo que la configuraban y que, obedientes a la señal de su adalid, retiraron sin demora unos jóvenes sonrientes.

—¿Qué majadería es ésta? —rezongó Reghar, acariciando su hacha.

Un solitario poste se erguía en un mar de fango, negro y burbujeante. Su superficie había sido alisada, de tal suerte que refulgía alumbrada por las llamas. Cerca de su cúspide había una plataforma redonda, confeccionada con sólida madera, salvo en algunos puntos donde se habían abierto agujeros de irregular contorno.

No fue la visión del pilar, ni del entarimado, ni tampoco del fango, lo que arrancó frases de asombro tanto de los enanos como de sus oponentes, sino los objetos que, incrustados en la madera, se dibujaban en la cumbre. Reverberantes en la aureola luminosa de la fogata, cruzados sus destellantes metales, se destacaban en la oscuridad del poste una espada y un hacha guerrera. No eran aquéllas las toscas armas que portaban la mayoría de los soldados de ambos ejércitos. Su acero estaba templado por manos expertas, sus exquisitas tallas resplandecían frente a quienes las contemplaban incluso a cierta distancia.

—¡Por la barba de Reorx! —se admiró Reghar en un susurro ahogado, tembloroso—. Ésa hacha es más valiosa que todo nuestro poblado. Renunciaría a cincuenta años de mi vida a cambio de poseer un arma tan espléndida.

Darknight, clavadas sus pupilas en la espada, tuvo que parpadear al asomar a sus ojos unas lágrimas de ansiedad que nublaban sus sentidos.

—¡Éstos pertrechos son vuestros! —anunció Caramon, complacido.

Los dos cabecillas le consultaron con la mirada, con una expresión de sorpresa que ninguno se molestó en disimular.

—Si lográis apoderaros de ellos y bajarlos —concluyó el general.

Un tumulto de entusiasmo se propagó entre los componentes de ambos bandos, que corrieron prestos hasta la orilla del lodazal. Tanto creció el vocerío, que el guerrero tuvo que gritar con todas sus fuerzas para acallarlo.

—Reghar y Darknight, escuchadme bien. Cada uno de vosotros puede escoger a nueve miembros de su escolta para ayudarle en su empeño. El primero que acceda a los trofeos pasará a ser su único dueño.

El bárbaro no necesitó que le apremiasen. Sin preocuparse de seleccionar a ninguno de sus soldados, saltó sobre el barro y comenzó a vadearlo en dirección del madero. Pero a cada zancada se hundía en el viscoso terreno, ya que el fango ganaba en profundidad a medida que se acercaba a su objetivo. Cuando llegó al pie del pilar, la negra sustancia le llegaba hasta las rodillas.

Reghar, más cauto, se tomó unos minutos para observar a su contrincante. Tras llamar a nueve de sus seguidores más robustos, el hombrecillo de las Colinas entró en la laguna junto a los elegidos, aunque con escaso éxito, pues todo el contingente se desvaneció bajo el peso añadido de sus armaduras, que les empujaron hacia el fondo. Sus compañeros los arrastraron hasta la superficie, siendo el dignatario el último en emerger.

El enano exhaló una retahíla de reniegos, en los que no olvidó mencionar a ninguno de los dioses que conocía, a la vez que se limpiaba la barba y procedía a desanudar las trabas y las hebillas de su metálica vestimenta. Ya más ligero, alzada el hacha por encima de su cabeza, realizó una segunda intentona sin esperar a su escolta.

Entretanto, Darknight había comprobado que en las inmediaciones del poste, el suelo era más firme que en el recorrido. Abrazado ahora al madero, se dio impulso y cruzó las piernas por detrás para asirse mejor. En esta postura, consiguió escalar hasta cierta altura con una sonrisa de triunfo dedicada a los integrantes de su tribu, que le vitoreaban y animaban a continuar. De pronto, cuando creía próxima la victoria, empezó a deslizarse hacia abajo y, apretados los dientes, forcejeó a la desesperada a fin de no perder el terreno ganado. Fue inútil, a los pocos segundos el gran cacique de los bárbaros se encontraba de nuevo en la base, entre las despiadadas mofas de los enanos. Sentándose en el barro, estudió el engañoso pilar y constató que, como sospechaba, lo habían untado con grasa animal.

A nado más que a pie, Reghar alcanzó la misma posición que su adversario. El fango le cubría hasta la cintura, pero su extraordinaria voluntad le ayudó a sostenerse.

—Hazte a un lado —ordenó al frustrado hombre de las Llanuras—. Hay que aguzar el ingenio en estos casos —lo aleccionó—. Si no podemos subir, derrumbaremos la estructura y los trofeos caerán en nuestras manos.

Con una mueca de orgullo en su faz barbuda, salpicada de lodo, el enano descargó un contundente golpe con su pertrecho sobre la pértiga.

Caramon, que había urdido a conciencia su estratagema, sonrió en su fuero interno y encogió el cuerpo en anticipación de lo que había de ocurrir.

Retumbó en el aire un tintineo ensordecedor. La hoja del hacha rebotó contra el poste como si hubiera acometido la ladera rocosa de una montaña y el agresor averiguó entonces que el pilar no era sino un tronco desbastado del árbol llamado «férrea corteza», inmune a los golpes. Mientras el arma salía despedida de sus pegajosas manos, el hombrecillo fue también catapultado hacia atrás, dando con sus huesos en el charco. Ahora fueron los bárbaros quienes se carcajearon, aunque ninguna de sus risotadas fue tan sonora como las de su cabecilla.

El representante de los pueblos de las Colinas intercambió una mirada fulgurante con su rival humano, y creció la enemistad entre los bandos. Murió el alborozo, sustituido por hostiles murmullos que inquietaron al general. Al fin, Reghar apartó la vista de su oponente para contemplar la vieja hacha que se zambullía en el cieno antes de, fruto de una lógica asociación de ideas, admirar el codiciado tesoro que se erguía sobre su cabeza. Debía adueñarse de aquel espléndido objeto que centelleaba en la ígnea aureola de la fogata, exprimirse el cerebro hasta forjar un plan.

Mientras así discurría, sus seguidores, despojados de sus armaduras, se abrieron camino hasta él. Con su desabrido temple, el enano les indicó mediante imperativas voces y gesticulaciones que se alineasen en la base del madero. Una vez reunidos, les mandó que formasen una pirámide. Tres se enlazaron en un círculo inicial, dos más se encaramaron por sus espaldas para crear el segundo soporte y otro, más delgado, ocupó el tercero. El trío que constituía los cimientos se hundió hasta el pecho al recibir la presión de los de arriba, pero los valerosos hombrecillos lograron apalancarse en el sólido fondo y resistieron el peso.

Darknight los examinó unos momentos en afligido silencio y convocó a nueve de sus guerreros. Poco después, los humanos construían su propia pirámide, con más posibilidades en apariencia, de alcanzar los trofeos. Los enanos, debido a su inferior estatura, tuvieron que alargar su castillo a base de colocar un solo individuo en cada nivel a partir del tercero, reservándose Reghar el privilegio de trepar el último. Tras coronar el pináculo sobre unos apoyos vivientes que se mecían y gemían bajo sus pies, estiró los brazos en pos de la plataforma. No logró asirse a ella.

El bárbaro, en cambio, se subió sobre sus hombres y pronto se situó cerca del entarimado. Burlándose de la mueca distorsionada de su rival, el mandatario trató de introducirse en una de las dispares aberturas. Pero era demasiado corpulento y únicamente pudo asomar la cabeza.

Se comprimió, renegó, contuvo el resuello, todo sin resultado. Su recia constitución le impedía atravesar el angosto agujero. Animado por su fracaso, el ágil contrincante dio un enérgico brinco.

En lugar de posarse en la plataforma como pretendía, aterrizó en el fango con un estrepitoso chapaleo. A causa de su impulso, la pirámide entera se desmoronó y sus componentes volaron en todas direcciones.

En esta ocasión, sin embargo, los humanos no se rieron. Al ver en peligro al infortunado Reghar, Darknight dio un salto al vacío y, tras incorporarse en medio de la viscosa laguna, asió por la nuca a su semiasfixiado enemigo y lo arrastró hasta la superficie.

Apenas se les distinguía, rebozados como estaban en el negro limo. Sin proferir una palabra, ambos adalides se observaron mutuamente.

—Sabes —dijo al rato el enano, quitándose el fango de los ojos— que yo soy el único que puede filtrarse por el hueco.

—Y tú sabes —repuso el bárbaro con los dientes rechinantes— que sin mí no llegarás a la base de la plataforma.

Entrechocaron sus manos y corrieron juntos hasta el castillo erigido por los guerreros. Darknight tomó la delantera en la escalada para configurar su último eslabón y, ya aposentado, hizo una señal al hombrecillo, que, entre las ovaciones de los presentes, se encaramó sobre los hombros del que fuera su rival y accedió sin más novedad a la cima del madero.

Gateando por la abertura, Reghar se plantó en los gruesos listones y se apresuró a asir primero el astil del hacha, la empuñadura de la espada después, en medio de una lluvia de aclamaciones. Pasado el instante de júbilo, los espectadores enmudecieron de modo repentino y los dos cabecillas se espiaron recelosos.

«Ha llegado la hora de la verdad —pensó Caramon—. ¿Es tu parecido con Flint mera coincidencia física, Reghar? ¿Hay algo de Riverwind en ti, bárbaro? Todo depende de que no defraudéis mis expectativas».

El enano vislumbró a través del agujero el severo rostro de su oponente.

—Ésta hacha, quizá fraguada por el mismo Reorx, te la debo a ti, hombre de las Llanuras —admitió—. Será para mí un honor combatir a tu lado. Y, si vas a luchar en mis filas, necesitarás un arma decente.

Coreado por los aplausos de todo el campamento, el dignatario de los enanos entregó la espada al satisfecho Darknight.