3

El regreso de Caramon

Bertrem recorría sigiloso las estancias de la Gran Biblioteca de Palanthas. Sus ropajes de Esteta ondeaban alrededor de sus tobillos, en unos susurros que se acompasaban con la tonada que canturreaba en su recorrido. Había estado contemplando las fiestas primaverales desde los ventanales del regio edificio y ahora, mientras reanudaba su quehacer entre los millares de libros y pergaminos atesorados en las distintas dependencias, la melodía de un alegre madrigal resonaba en su mente.

Bertrem tarareaba la música con voz discordante, aunque en tonos apagados a fin de evitar que sus ecos perturbasen la paz en los vastos, abovedados pasillos de la Gran Biblioteca. Eran las resonancias de su timbre lo único susceptible de alterar la quietud, pues la mole estaba cerrada a piedra y lodo, como todas las noches. Los otros Estetas, miembros de una sabia hermandad que consagraban sus vidas al estudio y la conservación del inmenso acervo cultural recogido desde los albores de la historia de Krynn, se habían retirado o estaban inmersos en sus doctos menesteres.

—Mi amor tiene los ojos de una tórtola, la, la, la. Yo soy el cazador que la acecha, la, la, la —murmuraba para sus adentros, tan imbuido del ritmo que incluso se aventuró a marcar unos pasos de danza—. Tenso mi arco, saco mi flecha de la aljaba. —Dobló en ese instante un recodo, tan ensimismado que ni siquiera sabía dónde se hallaba—. Disparo, y mi dulce saeta vuela hacia el corazón amado. ¡Alto! ¿Quién eres?

Se le hizo un nudo en la garganta, estrangulándolo casi, al enfrentarse de pronto con una figura alta, de negro atavío y cabeza encapuchada, que merodeaba por un corredor marmóreo tenuemente iluminado.

El aparecido no despegó los labios, se limitó a detenerse y espiarlo en silencio.

Haciendo acopio de valor, exhortándose a la cordura y recogiendo los pliegues de sus vestiduras, el Esteta lanzó al intruso una fulgurante mirada y le imprecó:

—¿Qué asunto te trae a tan sagrado recinto? A estas horas, la biblioteca debe permanecer inaccesible incluso para un Túnica Negra. Vete y regresa por la mañana —le ordenó con un imperativo gesto de la mano—. Entrarás por la puerta principal, como todo el mundo.

—Yo no soy «como todo el mundo» —replicó el inoportuno visitante ante el sobresalto de Bertrem, quien detectó un ligero acento elfo pese a que el recién llegado se expresaba en lengua solámnica—. Y en cuanto a las puertas, su uso está restringido a aquellos que no poseen el poder de atravesar los muros. Yo tengo esa virtud además de otras muchas, que quizá no te resulten gratas si las pongo en práctica.

Un escalofrío azotó al anciano erudito. Aquélla voz suave, fría, no le amenazaba con falacias.

—Eres un elfo oscuro —aventuró, acusador, mientras su cerebro se agitaba en un torbellino de indecisión. ¿Qué hacer? Quizá debía dar la alarma, pedir socorro.

—Sí —asintió la fantasmal figura. Se desprendió acto seguido de su embozo, de tal manera que la luz capturada en los globos que colgaban del techo, un presente que hicieran los magos a Astinus en la Era de los Sueños, se derramó sobre sus delicados rasgos—. Me llamo Dalamar, y sirvo a…

—Raistlin Majere —lo atajó Bertrem.

El Esteta oteó desazonado su entorno, esperando distinguir en la penumbra al insigne hechicero. Dalamar sonrió, tan afable que se acrecentó el atractivo de sus ya bellas facciones. Pero la gélida determinación que rezumaba paralizó al viejo bibliotecario hasta tal extremo que todos sus proyectos de solicitar auxilio se desvanecieron.

—¿Qué quieres? —tartamudeó.

—Cumplir el mandato de mi señor —contestó el discípulo—. No te asustes, he venido tan sólo para recabar cierta información. Ayúdame en mi cometido y partiré pronta, calladamente.

«¿Qué pasará en el caso de que rehuse?». Tal pensamiento provocó un espasmo que sacudió la vetusta persona del Esteta, incitándole a deponer su actitud rebelde.

—Haré cuanto esté en mi mano, nigromante, pero creo que deberías hablar con…

—Conmigo —intervino un tercer personaje surgido de las sombras.

—¡Astinus! —exclamó Bertrem, tan aliviado que casi se desmayó después de la tensión sufrida—. Ésta criatura es… no le permití… se presentó… Raistlin Majere…

Le faltaban el resuello y la serenidad. No fue capaz de proferir una frase coherente.

—No te preocupes —lo apaciguó el cronista y, avanzando unos pasos, dio a su subordinado unas palmadas en el brazo—. Estoy al corriente de lo ocurrido. Reemprende tus estudios, yo atenderé a nuestro huésped —le indicó, puestos los ojos en Dalamar, quien, impávido, parecía obstinarse en ignorar la presencia del historiador.

—Sí, maestro —obedeció Bertrem, reconfortado por aquella voz de barítono que resonaba en los vacíos corredores.

El anciano giró sobre sus talones y se alejó envuelto en el revoloteo de sus ropajes, no sin lanzar furtivas miradas a aquel ser que, rígido como una estatua, no movía un solo músculo. Al llegar al final del corredor desapareció raudo tras un recodo y Astinus comprendió, al oír el inusual estrépito de sus sandalias, que había echado a correr.

El máximo dignatario de la Gran Biblioteca de Palanthas sonrió, aunque sólo en su fuero interno. Frente al elfo, su rostro imperturbable, atemporal, no exhibió más emociones que las paredes marmóreas que les circundaban.

—Sígueme, joven mago —invitó a Dalamar, a la vez que se volvía de forma abrupta y comenzaba a andar por el pasillo con unas zancadas veloces y rotundas, insólitas en un hombre de madura apariencia.

Pillado por sorpresa, el invitado vaciló. Al ver que quedaba rezagado, se apresuró a alcanzar a su guía.

—¿Cómo sabes qué busco? —indagó.

—Soy un fiel cronista de la historia —le recordó el interpelado sin inmutarse—. Mientras conversamos y nos desplazamos, tienen lugar eventos a los que no soy ajeno. Oigo cada palabra, percibo cualquier acción que se cometa, sea mundana o trascendente, buena o perversa. He asistido desde aquí a todos los episodios que han configurado el devenir de Krynn. Fui el primero en nacer y he de ser el último en morir. Y ahora, si ya he satisfecho tu curiosidad, te ruego que me acompañes. Es por aquí.

Tomó bruscamente una ramificación que discurría hacia la izquierda al mismo tiempo que, sin detenerse, alzaba un globo luminoso de su pedestal para alumbrar el camino. Hizo una pausa frente a una puerta, la abrió y penetró en una estancia de vastas dimensiones. Bajo los haces de la esfera, Dalamar vislumbró una interminable serie de libros, ordenados en hileras sobre decenas de anaqueles que se perdían en lontananza. Algunas de aquellas colecciones eran muy antiguas a juzgar por sus cubiertas, donde la rugosidad de la piel se había alisado con el uso. Sin embargo, se mantenían en excelentes condiciones merced a los desvelos del riguroso Astinus, que, además de desempolvarlas meticulosamente, restauraba las encuadernaciones más desgastadas.

—Aquí está lo que te interesa —anunció el cronista—: el registro de las guerras de Dwarfgate.

—¿He de examinar todos esos volúmenes? —inquirió el elfo.

La perspectiva de consultar aquella infinita sucesión de escritos tuvo el don de destemplarlo.

—Sí, este estante y el siguiente —terminó de desolarlo Astinus.

—Pero…

Las palabras no afloraban a sus labios. El alumno arcano estaba demasiado consternado para manifestarse. Era indudable que Raistlin no había calculado la enormidad de su tarea. Era imposible que pretendiera hacerle devorar el contenido de aquellos ejemplares en el ínfimo plazo que le había concedido. Nunca antes había asaltado a Dalamar una sensación tan lacerante de impotencia, de desvalimiento. Ruborizándose y disgustado, recurrió al cronista. Fue un mudo intercambio, mas advirtió que éste le observaba con perfecto aplomo.

—Quizá pueda ayudarte —ofreció Astinus.

Sin más preámbulos, plácido y frío, el gran maestro de la biblioteca estiró la mano hacia un volumen que extrajo de su anaquel con perfecta seguridad pese a no haber leído el título en el lomo. A continuación, lo abrió y pasó rápidamente las quebradizas páginas, mientras revisaba las líneas pulcras, precisas, formadas por caracteres de primoroso trazo.

—Aquí está —declaró al fin.

Tras rebuscar en uno de sus bolsillos, mostró al asombrado elfo un punto de marfil y lo depositó entre dos hojas.

—Puedes llevártelo —dijo, a la vez que cerraba con exquisito cuidado el libro y se lo entregaba al acólito—. Comunícale la información que contiene, mas no olvides repetirle esto: El viento sopla. Las huellas de la arena se borrarán, aunque sólo después de que él las haya seguido.

Se inclinó en una grave reverencia y se encaminó, jalonando aquellas hileras donde se encerraba el saber de todas las épocas, al pasillo. Ya en el umbral, ladeó el cuerpo para contemplar a Dalamar que, erguido, desorbitados los ojos y con la mano apretada contra el ejemplar que le había confiado, parecía inmerso en una suerte de trance.

—No es necesario, joven mago —le comentó—, que regreses para devolverlo. El libro se acomodará a su anaquel por su propia iniciativa cuando hayas concluido. No he de permitir que espantes a todos mis Estetas. El pobre Bertrem debe de hallarse ahora postrado en el lecho. Saluda al Shalafi en mi nombre.

Inclinó de nuevo la cabeza y se esfumó en las sombras. El elfo quedó de pie, abstraído en sus reflexiones y escuchando el avance firme, lento del cronista hasta que su eco se hubo disipado en la distancia. Formuló entonces un hechizo, que le catapultó a la Torre de la Alta Hechicería.

—Lo que Astinus me ha prestado, Shalafi, es un apéndice donde figuran sus comentarios sobre las guerras de Dwarfgate. Se trata de un extracto de los antiguos textos que escribió…

El cronista conoce mis inquietudes —atajó Raistlin a su aprendiz—. Adelante, te escucho.

—De acuerdo, Shalafi. Los párrafos que ha señalado comienzan así: «Y Fistandantilus, el archimago, utilizó el Orbe de los Dragones para ponerse en contacto a través del tiempo con su acólito e indicarle que se dirigiera a la Gran Biblioteca de Palanthas, a fin de estudiar sus libros de Historia y comprobar si el desenlace de su magna empresa respondería a sus anhelos».

Al elfo se le quebró tanto la voz al leer estas frases reveladoras de su propia experiencia, que tuvo que hacer una pausa.

Continúa —le urgió el hechicero.

Aunque la orden de Raistlin resonó más en su mente que en sus tímpanos, a Dalamar no le pasó inadvertida la nota de cólera que destilaba. Se apresuró pues a desviar la mirada de aquel párrafo, paradójicamente anotado siglos atrás, pese a reflejar el encargo que acababa de cumplir, y prosiguió con la lectura.

—«Es importante reseñar aquí que las Crónicas, tal como existían en aquel momento concreto, establecían…». Ésta parte ha sido subrayada —se interrumpió él mismo.

¿Qué parte?

—«En aquel momento concreto» —especificó el alumno.

El nigromante nada repuso, así que el elfo, una vez hubo aclarado su garganta, reanudó su quehacer con cierta premura.

—«Establecían que, en principio, el empeño debería haberse coronado con éxito. Junto al clérigo Denubis, Fistandantilus debería haber traspasado el umbral sin novedad dados los vaticinios favorables. Lo que había de ocurrir en el abismo, por supuesto, nunca se sabrá, ya que a despecho de las predicciones los acontecimientos se desencadenaron de un modo distinto.

«"Firmemente convencido de que su proyecto de penetrar el Portal y desafiar a la Reina de la Oscuridad no podía fracasar, Fistandantilus entabló la batalla con renovado vigor. Pax Tharkas se rindió a los ejércitos de los Enanos de las Colinas y los bárbaros de las Llanuras (consultar las Crónicas, volumen CXXVI, libro sexto, páginas 589-700). Bajo el mando de Pheragas, el mejor general del archimago —un antiguo esclavo de Ergoth del Norte que el hechicero había comprado y adiestrado como gladiador de los Juegos en la arena de Istar), el ejército de Fistandantilus forzó la retirada de las tropas del rey Duncan, que tuvieron que refugiarse en la fortaleza de las montañas de Thorbardin.

»"Poco le importaba esta guerra al archimago. Era tan sólo un pretexto para alcanzar sus designios. Tras descubrir el Portal debajo de la plaza fuerte conocida como Zhaman, instaló allí su cuartel general e inició los preparativos que habían de otorgarle el poder que su cometido requería. Se concentró pues en cruzar la puerta prohibida, delegando en su esbirro la responsabilidad de la contienda.

»"Lo que sucedió más tarde es algo que ni siquiera yo puedo describir con exactitud, porque las fuerzas arcanas que se desplegaron adquirieron una magnitud inusitada y se nubló mi visión.

»"El general Pheragas murió en una escaramuza contra los dewar, los enanos oscuros de Thorbardin. Su pérdida entrañó el desmoronamiento del ejército de Fistandantilus. Los Enanos de las Montañas abandonaron en tropel Thorbardin para atacar el alcázar de Zhaman.

«"Durante el asalto, y persuadidos de que la derrota era inminente, Fistandantilus y Denubis aprovecharon el poco tiempo del que disponían antes del desastre para correr hasta el Portal. Una vez frente a él, el archimago comenzó a invocar su hechizo.

»"En aquel mismo instante, un gnomo, prisionero de los enanos de Thorbardin, activó un artilugio para viajar en el tiempo, que había construido en un supremo intento de escapar de su confinamiento. Contraviniendo todos los anales de la historia de Krynn, por un prodigio sin precedentes, su ingenio funcionó mejor incluso de lo que el hombrecillo esperaba.

»"A partir de entonces, sólo me cabe especular, pero sin ningún género de dudas, que el invento del gnomo se inmiscuyó, desvirtuándolos, en los poderosos y complejos encantamientos que había entretejido Fistandantilus. El resultado de tal interferencia es algo que conocemos sin margen de error.

»"Se produjo una explosión de tal calibre, que las llanuras de Dergoth quedaron devastadas. Ambos ejércitos fueron barridos de la faz del mundo y la imponente fortaleza de Zhaman se hundió sobre sus cimientos, creando una montaña que recibió el nombre de La Calavera.

»«El infortunado Denubis pereció en el estallido. También Fistandantilus debería haber sucumbido, mas sus dotes arcanas eran tan sobrenaturales que logró aferrarse a un resquicio de vida. Su alma tuvo que subsistir en otro plano de existencia, donde pulularía hasta encontrar un cuerpo en el que reencarnarse. Ése cuerpo sería el de un joven nigromante llamado Raistlin Majere».

¡Ya es suficiente!

—Sí, Shalafi —murmuró Dalamar.

La voz del archimago se desvaneció y el elfo oscuro supo que estaba solo en el estudio. Comenzó a temblar violentamente, sobrecogido por lo que acababa de leer. Dio unos pasos a través de la estancia y, más dueño de sí mismo, se sentó en la butaca que en circunstancias normales ocupara Raistlin y, así acomodado, trató de extraer algún significado del intrigante relato. Se perdió en sus cavilaciones, permaneciendo absorto hasta que la grisácea luz del alba desterró las tinieblas de la noche.

Un espasmo de excitación convulsionó el enteco cuerpo del nigromante. Sus pensamientos eran confusos, necesitaría un período de estudio para verificar lo que creía haber descubierto. Una frase se había grabado con especial énfasis en su cerebro: «El empeño debería haberse coronado con éxito».

«¡Con éxito!», repitió en su fuero interno.

Inhaló aire entre ahogados jadeos, y al sentir la quemazón de sus pulmones se percató de que había cesado de respirar. Vibraron sus manos sobre la fría superficie del Orbe, mientras un entusiasmo indescriptible se apoderaba de él. Rompió a reír con aquellas singulares carcajadas a las que tan pocas veces se abandonaba, teñidas de ironía pero al mismo tiempo exultantes, pues había comprendido que las huellas de su pesadilla ya no conducían a un cadalso sino a una puerta de platino, a un Portal donde destellaban los símbolos arcanos del Dragón de las Cinco Cabezas. La hoja se abriría obediente a su mandato. Sólo tenía que hallar y destruir al gnomo.

Notó que alguien tiraba con ímpetu de sus manos y se maldijo a sí mismo por haber perdido el control.

— ¡Alto! —ordenó a las manos que lo atraían desde el núcleo de la esfera,

Demasiado tarde; los miembros no escucharon su imperiosa voz y siguieron arrastrándolo.

Advirtió, cuando comenzaba a ser absorbido, que sus aprehensoras habían experimentado un cambio. Antes eran irreconocibles, no pertenecían a una raza concreta se dibujaban en ellas los signos de la juventud o la vejez. Ahora, por el contrario, se enfrentaba a las manos suaves, sutiles de una fémina, poseedora de una aterciopelada piel blanca y de una fuerza que convertía sus dedos en la garra de la muerte.

Sudoroso, intentando dominar el arrebato de pánico que amenazaba con aniquilarlo, Raistlin hizo acopio de todo su coraje, de su energía física y mental para combatir la voluntad férrea que se insinuaba detrás de aquellas manos.

Se desplazó de manera inexorable, sin que de nada le sirvieran tales forcejeos, hacia un rostro que, a medida que se aproximaba, ganaba nitidez. Era el semblante de una mujer hermosa, de ojos oscuros, que profería palabras seductoras en un tono tan irresistible que despertaron la pasión del mago, si bien su alma se retorcía de odio al escucharlas.

Consciente de que debía evitar su proximidad, el hechicero hizo un esfuerzo desesperado a fin de desembarazarse de aquella zarpa tentadora y, al mismo tiempo, más poderosa que los nexos de su esencia vital. Hurgó en los recovecos de su espíritu, en sus zonas más recónditas, aunque ignoraba lo que en realidad buscaba. Su instinto le decía que, en alguna parte de su ser, encontraría algo susceptible de salvarlo.

Se destacó en las sombras la imagen de una sacerdotisa de túnica blanca, portadora del Medallón de Paladine. Brilló en la bruma su aureola y, por un instante, las manos que le aprisionaban parecieron ceder. Tan sólo fue eso, una liberación momentánea. Una risa estruendosa quebró el frágil contorno de la sacerdotisa, haciéndolo añicos.

—¡Mi hermano! —vociferó Raistlin a través de sus cuarteados labios, y la réplica de Caramon sustituyó a la de Crysania.

Ataviado con una armadura dorada, reverberante su espada, el guerrero se materializó en la negrura dispuesto a custodiarlo. No había dado dos pasos, sin embargo, cuando cortaron su avance desde detrás.

El torbellino lo engullía de manera implacable, ajeno a su resistencia. También la cabeza del archimago empezó a girar a un ritmo vertiginoso, tanto que a cada segundo se menguaba su fuerza y, en consecuencia, crecía su desmayo. Y entonces, de repente, brotó una figura solitaria de las más hondas simas de su memoria. No vestía de blanco ni esgrimía espada, era una criatura achaparrada con el rostro devastado por las lágrimas. Exhibía en su mano un pequeño animal: una rata muerta.

Caramon llegó al campamento cuando los primeros rayos del sol propagaban sus fulgores por el cielo. Había cabalgado toda la noche y estaba cansado, entumecido, más hambriento de lo imaginable.

La perspectiva de regalarse con un sustancial desayuno y dormir un rato lo habían animado en la última hora, así que la visión de su tienda le arrancó una sonrisa. En el momento en que se disponía a espolear a su extenuado caballo, oteó más detenidamente el panorama y, en un impulso mecánico, tiró de las riendas. Tras detenerse, ordenó a su escolta que le imitase mediante el consabido gesto de alzar la mano.

—¿Qué sucede allí abajo? —preguntó, alarmado, desvanecido su apetito.

Garic se situó a su flanco y, perplejo, meneó la cabeza.

En lugar de contemplar las volutas de humo de las fogatas matutinas, de olisquear los aromas de los guisos o de oír los gruñidos de los hombres al ser despertados de un largo sueño, los viajeros distinguieron lo que se les antojó un avispero tras recibir la visita de un oso. No atisbaron fuegos encendidos, los soldados corrían sin norte o se apiñaban en grupos hirvientes de excitación.

Alguien vislumbró a Caramon y emitió un alarido. La muchedumbre se arremolinó, echando a andar en un tropel tan decidido y multitudinario, que Garic, espantado, dio una precipitada orden a sus acompañantes. En cuestión de segundos, los subordinados del general habían formado un escudo humano en torno al cabecilla.

Era la primera vez que el guerrero veía tal despliegue de lealtad y afecto por parte de sus seguidores, motivo por el que se le hizo un nudo en la garganta. Emocionado, sin habla, hubo de aclararse la garganta antes de dirigirse a ellos.

—No es un motín —los aleccionó, al mismo tiempo que se abría paso entre la apretada formación—. Fijaos bien, no están armados y, además, hay numerosas mujeres y niños en el grupo. Pero —balbuceó— agradezco vuestra iniciativa.

Al pronunciar esta última frase, clavó sus ojos en Garic, el joven caballero, quien se sonrojó complacido, pese a no haber soltado aún la empuñadura de su espada.

Mientras dialogaban, la avanzadilla del gentío había alcanzado al hombretón. Varios pares de manos agarraron sus bridas al unísono y al hacerlo asustaron a su corcel, el cual, convencido de que se había enlabiado una batalla, irguió las orejas y, peor todavía, sus cascos delanteros, resuelto a golpear a quien osara acercársele.

—¡Retroceded! —bramó Caramon, capaz a duras penas de controlar al encabritado animal—. ¿Os habéis vuelto todos locos? Ahora sí que parecéis lo que sois, un hatajo de granjeros inexpertos. ¡Reculad os digo! ¿Se han escapado vuestras gallinas? ¿Dónde se han metido mis oficiales?

—Aquí, señor —se impuso al tumulto la voz de uno de los capitanes.

Purpúreos sus pómulos, turbado y colérico, el soldado apartó a la plebe para presentarse ante su adalid. La severa reprimenda de Caramon tuvo la virtud de calmar los ánimos, de tal suerte que el griterío se había reducido a un confuso murmullo cuando un grupo de centinelas asignados al capitán disolvió el arracimado cerco.

—Te pido disculpas en nombre de todos, señor —declaró el oficial una vez restablecida la paz.

El guerrero desmontó y acarició la testuz del equino, que, al sentir su contacto, se inmovilizó, si bien se mantuvo alerta y le miró con las pupilas dilatadas.

El capitán era un individuo de edad avanzada, un mercenario con treinta años de experiencia. Su rostro se hallaba surcado de cicatrices, le faltaba el brazo izquierdo a causa de un certero sesgo de espada y caminaba renqueante.

Aquélla mañana, su desfigurada faz se ruborizó avergonzada al someterse al grave escrutinio de su joven general.

—Los exploradores anunciaron tu venida, señor, mas antes de que pudiera salir a tu encuentro, esta manada de lobos —lanzó una fulgurante mirada a su entorno— se abalanzó sobre ti como si fueras una hembra en celo. Te suplico que les perdones —insistió—; nadie pretendía enojarte mediante esta conducta tan irrespetuosa.

—¿Qué ocurre? —indagó el hombretón, recobrada la compostura, mientras se encaminaba al campamento sujetando la rienda de su agotado caballo.

El aludido no respondió de inmediato, y Caramon comprendió que prefería hablarle a solas.

—Seguid adelante —indicó a sus hombres—. Garic, ocúpate de revisar mis pertenencias.

Cuando los soldados se hubieron alejado, en la escasa intimidad que les ofrecía el hecho de estar circundados por una multitud de hombres y mujeres que les espiaban anhelantes, el general volvió a interrogar a su oficial.

El viejo mercenario tan sólo dijo dos palabras:

—El mago.

Al aproximarse a la tienda de Raistlin, Caramon observó compungido el cerco de hombres armados que la rodeaba a fin de mantener a raya a los curiosos. Al verle aparecer, muchos de los acampados exhalaron suspiros de alivio y comentaron: «Ahora que ha llegado el general, todo se arreglará». Hubo quien se inclinó ante él, e incluso se llegaron a oír tímidos aplausos.

Exhortados por los desabridos reniegos del capitán, los que aún permanecían agrupados en su entorno abrieron una brecha para franquearle el paso. Los centinelas armados se apartaban también y cerraban de nuevo filas a su espalda en medio de los empellones de la muchedumbre, que se apretujaba y estiraba el cuello en un intento de verle. Como el oficial había rehusado darle más explicaciones sobre los acontecimientos que se habían producido en su ausencia, el guerrero no sabía a qué atenerse. No había de sorprenderle encontrar un dragón posado en la tienda de su gemelo o enfrentarse a un incendio de llamas verdes y coloradas.

En lugar de tales prodigios, sus ojos se tropezaron con un guardián apostado frente a la cortinilla y también con la sacerdotisa, que deambulaba nerviosa por delante del acceso. El luchador examinó al soldado, creyendo reconocerlo.

—Eres el primo de Garic, ¿verdad? —quiso cerciorarse—. El llamado Michael—añadió incierto, temeroso de haberse equivocado.

—Así es, general —le confirmó el joven caballero.

Se irguió en posición de firmes para dedicarle el saludo marcial que su rango merecía, mas fue una vana intentona. El centinela tenía el rostro macilento y desencajado, ribeteaban sus ojos unos círculos rojizos. Resultaba ostensible que no tardaría en desmoronarse, si bien sostuvo la lanza atravesada frente a la entrada para obstruir el avance de cualquiera que se atreviese a traspasarla.

Al oír el cavernoso timbre de Caramon, Crysania levantó la mirada.

— ¡Loado sea Paladine! —exclamó.

El guerrero advirtió su extrema palidez, el brillo atenuado de sus grisáceos iris y tuvo un escalofrío pese a caldearlo el radiante sol matutino.

—¡Deshaz de inmediato este corro! Quiero que todos reanuden en seguida su quehacer —ordenó al capitán.

El mercenario actuó sin dilación, indicando a sus soldados que dispersaran a aquella abigarrada asamblea que, entre improperios y quejas más o menos veladas, tuvo que acatar las decisiones de su mandamás. De todos modos, era evidente que sus incógnitas nunca serían despejadas.

—Caramon, escúchame —urgió la eclesiástica al fortachón, a la vez que posaba la mano en su hombro—. Éste…

Sin dejar que terminara, él la apartó y arremetió contra el acceso guardado por Michael. El joven caballero no se amedrentó. Se limitó a plantar su lanza con mayor firmeza que antes.

—¡No te interpongas en mi camino! —le amenazó el general.

—Lo lamento, señor —repuso el centinela, tajante su tono pese a que le temblaban los labios—. Fistandantilus prohibió que pasara nadie.

Exasperada por la actitud del hombretón, que había reculado para estudiar a Michael con una cólera teñida de sorpresa, Crysania intervino.

—He tratado de explicártelo, pero te obstinas en no hacer caso. La situación que presencias se ha prolongado toda la noche y sé que algo espantoso ha sucedido. Raistlin obligó a este joven a jurar por su honor, por el Código y la Norma de su Orden…

—Por el Código y la Medida —la corrigió el guerrero, meneando la cabeza y, sin poder evitarlo, pensando en Sturm—. Una ley implícita que ningún caballero de su Orden quebrantaría, aunque le fuese la vida en ello.

— ¡Todo esto es un desatino! —se revolvió la sacerdotisa.

Rota su voz, la dama se cubrió la faz con las manos. Caramon la abrazó dubitativo, persuadido de que le regañaría, mas ella se refugió agradecida en su pecho.

—¡He tenido tanto miedo! —se desahogó—. Me despertó de un sueño profundo un alarido de Raistlin. Le oí mencionar mi nombre y, al correr veloz a su llamada, distinguí unos fulgores luminosos en el interior de la urdimbre. Profería sonidos incoherentes, aunque deduje que te invocaba también a ti antes de, sin apenas transición, abandonarse a unos gemidos desesperados. Confundida, angustiada, quise introducirme en su aposento, pero él me lo impidió —explicó, al mismo tiempo que señalaba a Michael que, enhiesto frente a la cortinilla, había fijado la vista en el horizonte—. Tras un corto silencio, balbuceó unas frases y su voz empezó a fundirse. Era como si una fuerza sobrenatural le absorbiera, le arrebatara incluso el habla.

—¿Qué pasó después?

Crysania hizo una pausa.

—Dijo algo más —susurró al fin—, si bien no pude entenderle. Se extinguieron las luces, un crujido rasgó la penumbra y… sobrevino una quietud más espeluznante que el conflicto.

Cerró los ojos, todavía afectada por los ominosos sucesos.

—¿Entresacaste algo inteligible de sus desvaríos? —indagó el hombretón.

—Una sola palabra, y eso es lo más extraño de todo —contestó Crysania—. La repitió varias veces, era algo así como «Bupu».

—¿Bupu? —se asombró el general—. ¿Estás segura?

—Sí, porque si no me equivoco es el apelativo de alguien a quien el mago conocía.

—Es una enana gully, a la que mi hermano profesa cierto cariño —le reveló el hombretón a fin de refrescarle la memoria—. ¿Por qué había de acordarse de ella en una hora tan crítica?

—No tengo la más remota idea —confesó la mujer, aunque una vaga noción de haber enviado a Tas en busca de aquella criatura revoloteaba en su cerebro—. Quizá sea importante para Raistlin. ¿No fue esa enana quien le contó a Par-Salian lo muy amable que se había mostrado el hechicero con ella? —preguntó. La sacerdotisa comenzaba a atar cabos.

Cararnon meneó la cabeza negativamente, no porque no fuera cierta la presunción de su interlocutora, sino porque opinaba que no era momento de ocuparse de una enana gully. Su problema más acuciante era Michael. Escrutó al testarudo soldado y evocó las innumerables ocasiones en que había detectado la misma actitud en su amigo Sturm. Un juramento por el Código y la Medida no era algo que pudiera transgredirse. ¡Dichoso Raistlin!

El joven caballero resistiría en su puesto hasta que le venciese la fatiga y, al volver en sí, se suicidaría. Tenía que existir un medio para sortear el obstáculo sin empujarlo a la muerte; quizá si Crysania hechizaba al muchacho con sus dotes clericales quedaría justificado su desmayo y no recurriría a tal extremo.

No, era imposible, en cuanto se enterasen en el campamento quemaría a la «bruja» en la hoguera. El corpulento luchador maldijo a su hermano, a los clérigos y a los Caballeros de Solamnia con sus normas estrictas, inviolables.

Exhaló un suspiro y se acercó de nuevo a Michael. El guardián enarboló la lanza, pero Caramon levantó las manos para convencerle de que no pretendía luchar.

El general se aclaró la garganta, determinado a parlamentar pero sin saber cómo iniciar su discurso. La efigie de Sturm no se había borrado de su mente, tan nítida se dibujaba que creyó ver una vez más el rostro de su entrañable compañero. No contemplaba, sin embargo, los rasgos que ostentara en vida, impregnados de austeridad, de nobleza. Sin salir de su asombro, el guerrero intuyó que lo que visualizaba era a Sturm después de muerto. Las improntas del sufrimiento y la pesadumbre habían difuminado las líneas del orgullo y la inflexibilidad. Aquéllos ojos extraviados rezumaban comprensión e incluso le pareció atisbar una atribulada sonrisa en el semblante del caballero.

Tan real era la visión, que Caramon quedó unos instantes petrificado, mudo. Sólo cuando se esfumó la imagen, dejando en su lugar la faz de un joven espantado, exhausto y obcecado en el cumplimiento de su deber, recobró la compostura.

—Michael —declaró, alzadas aún las manos—, uno de los mejores amigos que he tenido fue un Caballero de Solamnia. Murió en una guerra lejos de aquí, en una época en que… Los detalles carecen de importancia —rectificó, entre otras razones porque semejante relato no habría hecho sino desorientar al soldado—. Sturm, mi amigo, era tan fiel como tú al Código y la Medida, estaba dispuesto a dar su vida por defenderlos. No obstante, al final de su imitable y valerosa existencia, descubrió que había algo más fundamental que las sagradas normas y códigos que os rigen.

Se endureció la expresión de su oyente, quien aferró su arma con mayor ahínco.

—La vida, ese don precioso que vuestras leyes desdeñan —concluyó el general.

Percibió un pestañeo en los enrojecidos párpados del centinela, una leve vibración que se ahogó en sendos lagrimones. Disgustado consigo mismo, Michael los enjugó y recuperó su ademán decidido, aunque ahora lo tamizaba, o así se le antojó al guerrero, un hondo desaliento.

Aprovechando esa desazón, ese desgarro que le abría una puerta, Caramon reanudó su arenga como si fuera el filo de una espada apuntada al pecho de su oponente.

—La vida, Michael, la esencia de todo y lo único que tenemos. No me refiero únicamente a las nuestras, sino a la de cuantas criaturas pueblan el mundo. El Código y la Medida fueron creados para preservar nuestra común existencia, mas tan encomiable designio acabó tergiversándose y las normas adquirieron más trascendencia que lo que debían salvaguardar.

Despacio, sin bajar las manos, dio otro paso hacia el guardián.

—No te pido que abandones tu puesto en un acto de traición, y ambos sabemos que no te mueve la cobardía —continuó—. Los dioses son testigos de los fenómenos que se han obrado aquí esta noche. Si te suplico que me franquees el acceso, lo hago apelando a tu piedad, ya que es probable que mi hermano yazca moribundo en el interior de su tienda. Cuando te arrancó aquel juramento no había previsto tan funestas consecuencias. Tengo que ir a su lado, Michael. Te ruego que me permitas entrar. No hay nada deshonroso en ello.

El aludido se puso rígido, mientras mantenía la mirada en lontananza. Sin embargo, transcurridos unos segundos se tambaleó, dobló los hombros hacia adelante y soltó la lanza. Al comprobar que se desmoronaba, que el arma se deslizaba entre sus dedos, el hombretón detuvo su caída y le sujetó con sus poderosos brazos. El cuerpo del caballero se convulsionó con un sollozo tan patético, que el general le dio unas consoladoras palmadas en el hombro.

—Que alguno de vosotros traiga a Garic —mandó a los soldados que custodiaban el recinto—. ¡Ah, estás aquí! —exclamó aliviado cuando éste se presentó a toda carrera—. Lleva a tu primo junto al fuego, dale comida caliente y hazle dormir unas horas. Tú —indicó a otro de los centinelas—, releva a tu compañero.

Mientras Garic se alejaba con su pariente, Crysania se aproximó a la recia urdimbre, pero el guerrero la detuvo.

—Será mejor que me cedas la delantera, sacerdotisa —propuso.

Preparado como estaba para la réplica, le sorprendió comprobar que la dama se apartaba con dócil sumisión. En el instante en que descorría la cortinilla, sintió la mano femenina posada en su piel y, sobresaltado, dio media vuelta.

—Eres tan sabio como Elistan, Caramon —susurró la mujer, clavados en él sus iris grisáceos—. Yo podría haberme dirigido en esos términos al caballero, pero ¿por qué no lo hice?

—Quizá porque yo he comprendido sus motivaciones —sugirió el luchador, ruborizándose.

—En efecto, mi error ha sido empeñarme en que me obedeciera sin establecer ninguna comunicación —se lamentó la dama, a la vez que, pálida, se mordía el labio.

—No me tildes de brusco, señora —le imprecó él—, si te recomiendo que analices tu alma en otra ocasión más propicia. Ahora necesito tu ayuda.

—Por supuesto.

Recuperada la confianza, la determinación, la sacerdotisa siguió al general.

Consciente de que había un guardián apostado, y de que varios pares de ojos les espiaban, el hombretón corrió de inmediato la gruesa tela que hacía las funciones de puerta. Reinaba en la estancia un silencio absoluto, una oscuridad tan intensa que al principio ninguno de los recién llegados acertó a vislumbrar nada. De repente, mientras aguardaban inmóviles que sus pupilas se acostumbraran a la penumbra, Crysania tiró del brazo de su acompañante.

—¡Le oigo respirar! —anunció.

Él asintió y echó a andar, aunque sin precipitarse. La claridad del exterior disipaba la noche perpetua de la tienda, y a cada paso mejoraba su percepción. Propinando un puntapié a una banqueta que, volcada en el suelo, obstaculizaba su avance, distinguió la figura del archimago.

—Raist —lo llamó, al mismo tiempo que se arrodillaba.

El nigromante estaba tumbado cuan largo era. Tenía el rostro ceniciento, los labios amoratados y la respiración débil e irregular, mas al menos sus pulmones trabajaban. Tras alzarlo con sumo cuidado en volandas, Caramon lo transportó hasta el lecho. Bajo la exigua luz, creyó entrever una sonrisa en sus comisuras. El yaciente se hallaba sumido en un plácido sueño.

—A juzgar por su expresión, duerme tranquilo —comentó, desconcertado, a la sacerdotisa, que estaba ocupada en extender una manta sobre la inerte forma del hechicero—. Pero resulta obvio que algo terrible ha ocurrido. Me pregunto… ¡En nombre de los dioses!

Crysania dio un respingo ante aquel súbito cambio de tono e inspeccionó el lugar por encima de su hombro.

Los soportes de madera estaban chamuscados, el resistente trenzado de las paredes se había ennegrecido y se adivinaban pequeñas grietas en algunas costuras. Era ostensible que un incendio había azotado el aposento mas, contra toda lógica, la estructura se mantenía en pie y sólo había sufrido daños menores. Sea como fuere, lo que provocó la consternación del guerrero no fue el panorama general, sino el objeto que se erguía en la mesa.

—¡El Orbe de los Dragones! —balbuceó.

Creada decenios atrás por los magos de las Tres Túnicas, la cristalina esfera que encerraba la quintaesencia de los reptiles del Bien, el Mal y la Neutralidad, y que poseía la virtud de desbordar las fronteras del tiempo, seguía apoyada en el soporte de plata.

Su luminosidad mágica, embrujadora, los fulgores que un día derramase en su derredor, se habían apagado. Se había convertido en un objeto de negrura, sin vida, como si escapasen sus efluvios a través de una fisura abierta en su centro.

—Se ha roto —constató el general en tonos apagados.