Escarceos amorosos y conspiraciones
Dalamar cerró el libro de hechicería y, frustrado, descargó el puño sobre la mesa. Estaba seguro de haber cumplido con todos los requisitos, de haber recitado los versículos sin el más mínimo error en su énfasis ni, tampoco, en el número de veces que debía repetir el cántico. Los ingredientes eran los adecuados, había visto cómo Raistlin los manipulaba en infinidad de ocasiones. Sin embargo, no logró el efecto deseado.
Enterrando la cabeza entre las palmas, entornó los ojos y evocó el recuerdo de su Shalafi hasta que pudo oír su voz susurrante. Intentó recordar el tono, el ritmo exacto, revisó todas las fases al objeto de detectar su fallo.
De nada le sirvió; cada detalle se le antojó idéntico. «Bien —se dio por vencido—, tendré que aguardar su regreso».
Tras levantarse, el elfo oscuro pronunció una palabra mágica y el hechizo de luz perpetua en que había sumido una bola de cristal, colocada en el escritorio de la biblioteca del archimago, se desvaneció. No ardía ninguna fogata en la chimenea, la noche primaveral en Palanthas era tan benigna y agradable, que el aprendiz incluso se había atrevido a entreabrir el ventanal.
La salud de Raistlin era frágil hasta en los mejores momentos. No toleraba la más mínima brizna de aire fresco, prefería sentarse en su estudio arropado por el calor del fuego y los aromas de rosas, especies y podredumbre. En general, a su acólito no le importaba, pero cuando llegaba la primavera su alma elfa solía añorar el hogar boscoso que había abandonado para siempre.
Erguido junto al batiente, aspiró el perfume de vida renovada que ni siquiera los horrores del Robledal de Shoikan lograban alejar de la Torre y se concedió a sí mismo la licencia de pensar en Silvanesti.
Un elfo oscuro, un ser a quien le ha sido negada la luz. Eso representaba él para su pueblo. Al sorprenderlo investido de la Túnica Negra, un hábito que ningún miembro de su raza podía mirar sin estremecerse, al descubrir que practicaba las artes prohibidas a los de su condición inferior, los mandatarios le ataron los pies y las manos, amordazaron su boca y vendaron sus ojos. En tan triste estado, lo arrojaron a una carreta y lo condujeron a las fronteras de su territorio.
Privado como se hallaba de la visión, sólo guardaba en su memoria la fragancia de los álamos, de los brotes florales y de la rica tierra. Lo desterraron en la misma estación que ahora renacía.
¿Regresaría, si pudiera hacerlo? ¿Renunciaría a lo que ahora tenía a cambio de volver? ¿Sentía remordimientos, pesadumbre acaso? Sin proponérselo, Dalamar se llevó la mano al pecho y, debajo de sus ropajes, tanteó sus heridas. Aunque hacía ya una semana desde que el archimago le imprimiera su huella en la carne en forma de cinco abrasadoras llagas, no se había iniciado el proceso de cicatrización. Nunca lo haría, reflexionó resignado.
El dolor le hostigaría durante el resto de su vida. Siempre que se desnudara, vería aquellos estigmas, surcos que la piel no había de cubrir. Era el castigo que debía sufrir por traicionar al Shalafi.
Merecía su suerte, como le dijera a Par-Salian, máximo dignatario de la Orden, señor de la Torre de la Alta Hechicería de Wayreth y, en cierto modo, también de su persona, puesto que había aceptado convertirse en el espía de aquel grupo de magos que temían a Raistlin y desconfiaban de él más que de cualquier mortal.
¿Dejaría este peligroso lugar? ¿Deseaba reencontrarse con su hogar de Silvanesti?
Se asomó al exterior con una sonrisa sombría, reminiscente de la mueca de su maestro arcano, y, sin darse cuenta, desvió la mirada del pacífico, estrellado cielo hacia la estancia, hacia las interminables hileras de volúmenes encuadernados de azul que atestaban los anaqueles de la biblioteca. Visualizó, en una secuencia retrospectiva, las maravillosas, espeluznantes escenas a las que tuviera el privilegio de asistir en su calidad de aprendiz del archimago. Sintió el influjo devastador del poder en sus entrañas, un placer que se sobreponía al dolor.
No, nunca regresaría.
Interrumpió su ensoñación el repicar de una campana de plata. Sólo tañió una vez, con un sonido quedo y armonioso; sin embargo para quienes habitaban la Torre —tanto los que vivían en este plano como los que pululaban en el de ultratumba—, produjo el efecto de un gong que rasgase el aire. ¡Alguien pretendía entrar! Una criatura había sorteado los riesgos de la arboleda y había llegado a las puertas de la mole.
Presente en su imaginación la efigie de Par-Salian, que había rememorado minutos antes, el elfo quedó convencido de que el poderoso hechicero de Túnica Blanca aguardaba en su umbral. En su mente resonó la sentencia que profiriera frente al cónclave unas noches atrás: «Si alguno de vosotros intentara penetrar en la Torre durante su ausencia, le mataría sin vacilar».
Formuló presto un encantamiento que lo transportó, en un abrir y cerrar de ojos, a la entrada principal del edificio.
Cuando se hubo materializado no se enfrentó, como intuía, a un grupo de ancianos de virtudes sobrenaturales. Se recortaba frente a él una figura ataviada con una armadura de escamas reptilianas, cubierta la cabeza mediante un espantoso yelmo que lo identificaba como Señor del Dragón. En su mano enguantada, el visitante sostenía una joya negra, un talismán que Dalamar no halló dificultad en reconocer, y detrás de su espalda sintió, aunque no podía distinguir sus rasgos, la presencia de un ser dotado de terrible fuerza: un Caballero de la Muerte.
El Señor del Dragón utilizaba la ominosa alhaja para mantener a raya a los guardianes, cuyos pálidos rostros refulgían en su aureola maléfica, sedientos de sangre. El aparecido, que no mostraba su semblante, dimanaba sin dejar lugar a equívocos una cólera desbordada.
—Te pido disculpas por tan descortés acogida —dijo el elfo, a la vez que se inclinaba en una reverencia—. Si nos hubieras mandado aviso de tu venida, Kitiara…
La Dama Oscura, pues no era otra la que allí se personaba en medio de la noche, se quitó el yelmo antes de que concluyera su saludo y clavó en él sus ojos pardos, poseedores de una gélida expresión que la emparentaban con su hermanastro, el Shalafi.
—Me habrías preparado una recepción más interesante, estoy segura —espetó la mujer al discípulo, con un brusco ademán que hizo revolotear su rizada melena—. No soy tan previsora, viajo a mi antojo de un lado a otro y creo tener derecho a presentarme cuando me apetezca en casa de mi hermano —protestó, trémula la voz a causa de la ira—. Me he abierto camino en ese malhadado bosque vuestro para ser luego atacada en el acceso al edificio. —Desenvainada su arma, dio un paso al frente—. Por los dioses, abyecta lombriz, debería darte una lección.
—Reitero mis excusas —contestó Dalamar, sereno, si bien en sus almendradas pupilas prendió un destello que detuvo el ímpetu de la dama.
Como la mayoría de los guerreros, Kitiara consideraba a los magos un hatajo de inútiles que malgastaban su tiempo leyendo libros y podrían rendir mejor servicio si esgrimieran el frío acero. Era cierto que realizaban vistosos trucos, pero en una situación apurada antes confiaría en su espada y experiencia que en alambicadas palabras o heces de murciélago.
Así juzgaba a Raistlin en su fuero interno, y el aprendiz que ahora estudiaba le merecía idéntica opinión. O quizás aún más desfavorable, ya que pertenecía a una raza célebre por su incapacidad para la lucha.
No obstante, en una faceta de su carácter, Kit difería de los combatientes comunes. Tenía una especial habilidad para reducir a sus adversarios, un don innato que se había acrecentado al sobrevivir a todos aquellos que habían osado oponérsele. Un breve escrutinio a la sosegada postura de Dalamar, a su imperturbable aplomo, la hicieron sospechar que quizá se había tropezado con un enemigo digno de ella.
No le comprendía, había algo en aquel elfo que escapaba a su observación. Era consciente del peligro que irradiaba y, aunque se exhortó a la cautela, hubo de confesarse que la atraía la proximidad de una criatura tan seductora —incluso le pareció que sus facciones eran más hermosas que las de otros representantes de su raza—, provista de un cuerpo musculoso y bien proporcionado. De pronto se le ocurrió que sacaría más partido de una conducta amistosa que de la intimidación, pese a que no dudaría en utilizar al discípulo si se ofrecía la oportunidad. «Desde luego —recapacitó con la vista prendida en el pecho masculino, en la broncínea piel que se insinuaba en el punto donde se marcaba la abertura—, así será mucho más entretenido».
Tras guardar de nuevo la espada en su vaina, Kitiara avanzó hacia el pórtico. La luz que había reverberado en el filo se desplazó hasta sus ojos.
—Perdóname, Dalamar. Ése es tu nombre, ¿verdad? —Sus labios, comprimidos aún por la furia, se ensancharon en la irresistible sonrisa a la que tantos hombres habían sucumbido—. El dichoso Robledal me crispa los nervios. Tienes razón, debería haber notificado a Raistlin que vendría, pero he actuado movida por un impulso. —Se hallaba muy cerca del acólito y, espiando su faz semioculta en la capucha, añadió—: Es uno de mis defectos; suelo dejarme llevar por arranques irreflexivos.
El elfo oscuro despachó a los centinelas con un escueto gesto y, ya solos, admiró a la dama esbozando una embrujadora sonrisa que nada tenía que envidiar a la de ella.
Al percibirla, Kitiara le tendió su mano.
—¿Olvidamos el percance?
—Quítate el guante, señora —le indicó Dalamar sin mudar su gentil actitud.
La mujer se sobresaltó. Por unos instantes, sus pardos iris se dilataron peligrosamente. El discípulo, impasible pero sin perder su afabilidad, aguardó. Al fin, Kit se encogió de hombros y tiró, de las fundas de sus dedos hasta desnudar su mano.
—Habrás constatado que no escondo ninguna arma secreta en mi palma —comentó, socarrona.
—Lo sabía de antemano —respondió el aludido, a la vez que se llevaba el dorso descubierto a los labios y le imprimía un prolongado beso—. Pero no podías negarme este placer.
Su ósculo fue cálido, sus manos transmitían fuerza y la Señora del Dragón sintió bajo su contacto que la sangre bullía en sus venas. Leyó en sus ojos que aquel elfo conocía su juego, que también él lo practicaba. Creció su respeto, al unísono con su resquemor, ante un rival que demostraba hallarse a su altura. Le dedicaría toda su atención, en exclusiva.
Retirando su mano de la garra viril, Kitiara la posó detrás de su espalda con una sutil coquetería que desmentían el imponente efecto de la armadura y su porte de luchadora. Era éste un ademán destinado a atraer y confundir, y el tenue rubor de su interlocutor le confirmó que había logrado su propósito.
—Quizás he camuflado armas debajo de mi pectoral. ¿Deseas registrarme? —inquirió con una mueca burlona.
—No es necesaria tal medida —rehusó Dalamar, enlazadas las manos sobre su negro atavío—, tus armas están en la superficie. Si ahondase en tu persona, señora, iría en busca de aquello que guarda el metal y que, aunque muchos han penetrado, nadie ha conseguido tocar.
Kitiara contuvo el resuello. Hipnotizada por esta sentencia, recordando aún la ardiente textura de sus labios, dio un nuevo paso al frente con el rostro ladeado hacia el de su anfitrión.
Fríamente, como por instinto, Dalamar se apartó con un grácil movimiento. La dama, convencida de que su oponente iba a estrecharla en sus brazos, perdió el equilibrio y tropezó hacia adelante.
Tras enderezarse merced a su felina agilidad, la Señora del Dragón se encaró con el esquivo elfo ignorante del sonrojo que teñía sus pómulos. Era presa de una rabia indescriptible, a más de uno había matado por afrentas menores a la que él le infligía. Sin embargo, la desconcertó el hecho de que, al parecer, Dalamar no había actuado de manera premeditada. ¿O sí? La ausencia de emociones en su faz, tan perfecta, no dejaba de resultar acusadora. En un mar de dudas, decidió que lo averiguaría y, si la había humillado a conciencia, pagaría caro su agravio.
A pesar de su incertidumbre, de desconocer los designios secretos de su rival, Kitiara tuvo que admitir su astucia. En una actitud muy propia de ella, no perdió tiempo en amonestarse por su error. Se había expuesto a un golpe y lo había recibido; ahora estaba herida, pero alerta.
—Lamento de verdad que el Shalafi no esté en la Torre —dijo Dalamar, transcurridos unos segundos de silencio en los que ambos se estudiaron sin pestañear—. Estoy persuadido de que también él sentirá no haber podido recibirte.
—¿Que no está? —repitió la mujer, descartando sus cábalas ante tan inesperada nueva—. ¿Adonde ha ido?
—Me extraña sobremanera que no te relatara sus proyectos —apuntó el elfo con fingida sorpresa—. Ha viajado al pasado para adquirir la sapiencia de Fistandantilus y, así pertrechado, atravesar el Portal donde anida…
—¿Significa eso que no ha desistido de su absurdo plan, a pesar de no acompañarle la sacerdotisa? —interrumpió la dama.
Antes de terminar su pregunta, Kit comprendió que se había puesto en evidencia. Nadie debía enterarse de que había ordenado al caballero Soth que asesinara a Crysania a fin de detener a Raistlin en su absurdo empeño de desafiar a la Reina de la Oscuridad. Mordiéndose el labio, volvió el semblante hacia su fantasmal esbirro.
Dalamar la imitó, con una sonrisa de satisfacción por haber capturado los pensamientos que se agitaban bajo aquella crespa, bella melena negra.
—¿Tenías noticia del ataque a la Hija Venerable? —indagó, tan ingenuo su acento que provocó la indignación de su interlocutora.
—¡No disimules conmigo! —le recriminó la Señora del Dragón—. Sabes de sobra que estoy al corriente, y también mi hermano. Quizá se haya vuelto loco, pero nunca fue un necio. —Se volvió para increpar a su acompañante—. Me aseguraste que estaba muerta.
—Y lo estaba —declaró Soth, el caballero espectral, saliendo de los vapores que le envolvían para plantarse ante la dama. Sus proverbiales llamas anaranjadas centelleaban en las invisibles cuencas oculares—. Ningún ser humano sobreviviría a mi asalto. Ni tu maestro —se dirigía a Dalamar— podría haberla salvado.
—No —concedió el elfo—, pero el dios de la sacerdotisa sí ostentaba ese poder. Y lo ejerció. Paladine hechizó a su servidora y atrajo su alma hacia él, aunque dejó su carcasa en la tierra. El gemelo del Shafali y hermanastro tuyo, señora —se inclinó respetuoso ante la exasperada Kitiara—, llevó a la mujer a la Torre de la Alta Hechicería, desde donde los magos del cónclave la catapultaron a la presencia del único clérigo capaz de reanimarla: el Príncipe de los Sacerdotes de Istar.
— ¡Imbéciles! —renegó la Dama Oscura, lívida su tez—. ¡La enviaron donde Raistlin quería que estuviese!
—Con pleno conocimiento de causa —apostilló Dalamar—. Yo mismo les informé.
—¿Tú? —Kit no daba crédito a sus oídos.
—Hay asuntos sobre los que debo ilustrarte —susurró el discípulo—. Nos llevará algún tiempo. Te suplico que me sigas hasta mis aposentos, donde nos instalaremos cómodamente.
Estiró el brazo y ella, tras un corto titubeo, aceptó la invitación. Una vez hubo asido su mano, el imprevisible acólito rodeó su cintura y la aproximó a su cuerpo. Kit intentó desembarazarse, pero, a decir verdad, no puso excesivo afán; así que Dalamar imprimió mayor firmeza a su abrazo.
— Para que mi encantamiento nos transporte a ambos —le explicó—, has de permanecer lo más cerca posible.
—Puedo ir caminando —le opuso la mujer—. No me entusiasma la idea de desplazarme a través de las brumas arcanas.
No obstante, mientras hablaba, clavó sus ojos en los de él y apretujó el cuerpo, con sensual abandono, contra sus musculosas formas.
—De acuerdo, como prefieras —se rindió el falso alumno—, que parecía complacerse en torturarla.
El elfo oscuro se encogió de hombros y se desvaneció en una voluta de humo. Kit examinó su entorno, mas lo único que distinguieron sus sentidos fue la voz de su guía dándole instrucciones.
—Sube la escalera de caracol, señora, y en el escalón número quinientos treinta y nueve gira a la izquierda.
—Como ves —dijo Dalamar—, me juego en esta empresa tanto como tú. He sido enviado por los máximos exponentes de las tres Túnicas, la Negra, la Blanca y la Roja, para impedir que suceda semejante calamidad.
Ambos se relajaron en las habitaciones que, suntuosas y privadas, le habían sido asignadas al ayudante del amo de la Torre. Después de que el elfo desintegrara en el aire los restos de una cena tan copiosa como refinada, los dos personajes se sentaron junto a una fogata que había sido encendida más para iluminar la sala que porque su calor fuera preciso en la tibia noche primaveral. Además, las danzarinas llamas inducían a la conversación.
—En ese caso, no entiendo que no lo detuvieras —le reprochó la dama, al mismo tiempo que depositaba su copa en un velador—. ¿Tan difícil es? Un puñal en la espalda constituye un método rápido y sencillo —comentó, reproduciendo la acción mediante un rotundo movimiento de la mano—. ¿O acaso los magos estáis por encima de tales mezquindades?
—No se trata de estar por encima, como tú dices —replicó Dalamar, quien optó por ignorar el desdén que ribeteaba aquellas palabras—. Los magos nos valemos de medios más sutiles para deshacernos de nuestros enemigos, pero tampoco es ésa la cuestión. Yo nunca emplearía mis ardides contra tu hermano.
Se convulsionó en un escalofrío y bebió el vino de manera precipitada.
—Memeces —gruñó Kitiara.
—En absoluto —la corrigió él, aunque sin ofenderse por su desprecio—. Escúchame con atención, quizás así lo comprendas. No conoces a tu hermano y, lo que es peor, no le temes. Tu ignorancia te abocará a un destino fatal.
—¿Temerle? —repitió la mujer, desoyendo tan inquietante advertencia—. ¿Cómo podría inspirarme miedo esa ruina descarnada y enfermiza? Bromeas —aseveró entre risas. Mas su jocosidad se difuminó al inclinarse hacia su anfitrión—. No, hablas en serio. Lo leo en tus ojos.
—Ni siquiera la muerte, con su abrumadora realidad, me espanta tanto como Raistlin —se reafirmó el elfo.
Esbozada una acerba sonrisa, Dalamar aferró la costura de su pectoral y la desgarró para revelar las huellas indelebles que trazara la mano del archimago. Kitiara, desconcertada, contempló las llagas y alzó de inmediato la vista hacia el lívido rostro de su oponente.
—¿Qué arma te infligió estas heridas? No la reconozco.
—Sus dedos —contestó él con voz desapasionada—. Éstos cinco estigmas fueron un mensaje para Par-Salian, un desafío escrito a sangre y fuego cuando me encargó que transmitiera sus saludos al cónclave.
La guerrera había presenciado escenas dantescas a lo largo de su existencia. Había asistido a sesiones de tormento en los calabozos de los montes llamados Señores de la Muerte y también se había enfrentado a decapitaciones o ajusticiamientos en los que, bajo su presidencia, se desollaba vivos a los prisioneros. Sin embargo, aquellos surcos rezumantes y la imagen que evocaban de los delgados dedos de su hermano penetrando en la carne de su ayudante le causaron un irrefrenable temblor.
La dama se hundió en su silla y revisó en su mente todo cuanto Dalamar le había relatado. Sus cavilaciones la incitaron a pensar que, quizás, había infravalorado las dotes de Raistlin. Grave su expresión, sorbió el licor como si deseara infundirse ánimos.
—De modo que se obstina en traspasar el Portal —recapituló despacio, modificadas sus opiniones ahora que le era dado estudiar tan lacerantes líneas en la piel del elfo—. Cruzará su umbral en compañía de la sacerdotisa y penetrará en el abismo. ¿Qué hará entonces? Sin duda es consciente de que no puede rivalizar con la Reina de la Oscuridad en su propio plano.
—Por supuesto, conoce sus limitaciones tanto como su fuerza —confirmó el discípulo—. Sabedor de que ella se impondría en la pugna, se propone engatusarla para que entre en el mundo. En el momento en que la soberana se asome a sus dominios, está persuadido de que podrá destruirla.
—¡Qué insensatez! —se escandalizó Kitiara, si bien su protesta afloró en un murmullo inarticulado—. Ha perdido el juicio —sentenció, a la vez que posaba de nuevo la copa a fin de evitar que su alterado pulso derramara el líquido—. Sólo ha visto a la Reina cuando no era más que una sombra, cuando un obstáculo obstruía su avance. Ni siquiera ha atisbado cómo es en la plenitud de sus facultades.
Nerviosa, se levantó para deambular sobre la mullida alfombra, que reproducía en su urdimbre diseños de los árboles y las flores tan apreciados por los elfos. Sintiendo un frío repentino, se aproximó al fuego bajo el escrutinio de Dalamar, quien, entre el crujir de sus negras vestiduras, la siguió. Pese a hallarse absorta en sus cábalas y aprensiones, la mujer no dejó de percibir la cálida presencia de su interlocutor a escasos centímetros de su cuerpo.
—¿Cuáles son las predicciones de los magos? —indagó la Señora del Dragón—. ¿Quién vencerá en la contienda si Raistlin tiene éxito en su descabellado plan? ¿Le otorgáis alguna posibilidad?
En lugar de contestar, el interpelado puso sus manos en el esbelto cuello femenino y comenzó a acariciarlo. La sensación fue deliciosa. Kit entornó los ojos para mejor entregarse a aquel suave contacto.
—Los magos nada saben —confesó el elfo, ladeando ligeramente la cara a fin de besar a la dama detrás de la oreja.
Estirándose como un felino, ella arqueó la espalda hasta rozar la cintura de él.
—El Shalafi estaría aquí en su elemento —continuó Dalamar—, mientras que la monarca se debilitaría. De todos modos, no será fácil derrotarla. Algunos miembros de la asamblea arcana auguran que la batalla nos conduciría a todos a una hecatombe. Según ellos, el mundo cesaría de existir.
Kitiara pasó los dedos por la sedosa y abundante melena del discípulo, atrayendo con el mismo movimiento sus ardorosos labios a su garganta.
—Pero ¿tiene alguna posibilidad? —persistió en un quedo susurro.
El aprendiz se apartó pausado, sin violencia. Con las palmas aún en sus hombros, obligó a la dama a mirarle y observó, por el extravío de sus pupilas, que estaba sumida en hondas meditaciones.
—Siempre la hay —declaró, conciso.
—¿Y qué harás tú si consigue su propósito de enseñorearse del abismo? —Kit apoyó sus manos en el pecho del elfo, allí donde su hermanastro grabara su terrible impronta. Sus ojos, prendidos de los del acólito, destilaban una pasión que casi, aunque no del todo, neutralizaban su calculadora mente.
—Mi misión consiste en evitar que regrese —le reveló Dalamar—. Debo bloquearle el acceso a nuestra órbita vital.
—¿Cuál será tu recompensa por tan peligroso cometido?
La mujer mordisqueó las yemas de los viriles dedos, que él había aplicado a sus curvilíneos labios.
—Me nombrarán amo de la Torre y sucederé al actual mandatario de la Orden de los Túnicas Negras —accedió a contarle el discípulo, aunque a regañadientes—. ¿Por qué te interesa?
—Quizá podría ayudarte —insinuó la dama con un suspiro.
Sobrevino un breve silencio, en el que Kitiara paseó sus manos sobre el torso mancillado del elfo y sus anchos hombros, clavándole las uñas a la manera de una gata. Él, más receptivo de lo que habría estado dispuesto a admitir, se estremeció y la estrechó contra su cuerpo.
—Podría resultarte útil —insistió la Señora del Dragón en actitud resuelta—. No puedes reducir en solitario a una criatura de sus habilidades.
—Mi querida Kitiara, ¿a quién respaldarías, a Raistlin o a mí? —la interrogó el alumno con una ironía a la que la dama comenzaba a acostumbrarse.
—Eso dependerá de quién se erija en triunfador.
Mientras así se pronunciaba, Kit deslizó sus palmas bajo el tejido desgarrado y permito que la ardiente boca de él jugueteara con su barbilla.
—Ésa franqueza contribuye a nuestro mejor entendimiento —vertió Dalamar en el oído de su compañera.
—Es evidente que nos compenetramos a la perfección —corroboró la humana, invadida por una placentera sensación—. Y, ahora, cambiemos de tema. Hay algo que quiero preguntarte, que siempre ha excitado mi curiosidad. ¿Qué lleváis los magos debajo del hábito, elfo oscuro?
—Apenas nada —murmuró el aludido—. ¿Qué prendas esconde la armadura guerrera de una Señora del Dragón?
—Ninguna.
Kitiara había partido y Dalamar se hallaba en el lecho, en un estado de duermevela. Su almohada estaba todavía impregnada del fragante aroma del cabello femenino, una mescolanza de perfume y acero tan embriagadora, tan ambigua como la mujer misma.
El elfo oscuro se desperezó ocioso, con una sarcástica mueca en sus labios. Sabía que su amante le traicionaría, del mismo modo que ella era consciente de que el seductor discípulo no vacilaría en destruirla si surgía la necesidad. Tal certeza compartida no enturbió sus amoríos, al contrario, les confirió un sabor picante.
Cerrando los ojos, se abandonó a un plácido letargo mientras oía a través de la ventana el batir de unas alas reptilianas prestas a levantar el vuelo. La imaginó sentada a lomos de su dragón de escamas azules, con el yelmo refulgente en el claro de luna.
—¡Dalamar!
El acólito se incorporó como si le moviera un resorte. Había despertado de pronto, agitado por un temor que atenazaba todo su ser. Tembloroso tras reconocer el timbre familiar de quien le invocaba, escrutó el aposento,
— ¿Shalafi? —inquirió vacilante.
No había nadie más en la estancia y, sosegado, supuso que se trataba de un sueño.
—¡Dalamar!
Ésta vez el eco fue apremiante, inconfundible. El discípulo miró perplejo en su derredor, renacido su pánico. Raistlin no era dado a cierta clase de juegos. Hacía una semana que emprendió su viaje al pasado y no debía regresar en mucho tiempo, de eso estaba seguro; sin embargo, el elfo conocía su voz mejor incluso que su propio palpito. No adivinaba qué estaba sucediendo.
— Shalafi, te escucho pero no puedo verte —dijo el alumno, esforzándose en disimular su zozobra.
—Me encuentro, como tú presumes, en una época remota. Te hablo, aprendiz, a través del Orbe de los Dragones —le esclareció el archimago—. Quiero encomendarte una tarea de suma importancia, así que escúchame atentamente y sigue mis instrucciones al pie de la letra. Actúa de inmediato, cada segundo es precioso.
Tras entornar los párpados para mejor concentrarse, Dalamar logró distinguir con absoluta claridad las palabras de su maestro. En el breve mutismo que sucedió a aquel preámbulo, inundaron sus tímpanos unos estruendos de risas que, transportadas por el viento, atravesaron el batiente abierto. Marcaba la algarabía el inicio de una fiesta dedicada a la primavera. Junto a las puertas de la ciudad vieja ardían hogueras. A partir de ese día, los jóvenes intercambiarían flores diurnas y ósculos en la penumbra de la noche. El aire se endulzaría con las dimanaciones de los guisos especiales de las fechas, de las rosas en floración y se enriquecería al convertirse en testigo de idilios y celebraciones.
Cuando Raistlin reanudó su discurso, sonidos y cavilaciones se disiparon. Olvidó a Kitiara, el amor, la primavera. Alerta, vibrante su cuerpo al son de las inflexiones acústicas del gran hechicero, prestó sólo oídos a las explicaciones que le impartía.