Muerte en el valle
Hasta que no llegó a los aledaños de la aldea, Crysania no se percató de que algo extraño sucedía.
Caramon lo habría advertido sólo con otear el panorama desde lo alto de la colina. Habría reparado en la ausencia en las chimeneas del humo revelador de que se preparaban las cenas en los hogares. Y también le habría sorprendido el silencio antinatural. No se oían los gritos de las madres llamando a sus hijos, ni las estrepitosas recuas de bueyes que tiraban de los arados camino del reposo, ni los alegres saludos de los vecinos al recogerse en sus moradas tras una larga jornada de faenar en los campos. Tampoco le habría pasado inadvertida al general la quietud en la normalmente animada fragua, ni habría dejado de preguntarse el motivo de que en las ventanas no brillase el reflejo de los candiles. Y, al alzar la vista, habría distinguido alarmado la enorme cantidad de carroñeros que revoloteaban en círculos sobre el pueblo.
Todo esto habría llamado la atención del guerrero, de Tanis el Semielfo o de Raistlin, quienes, de tener que seguir adelante, lo habrían hecho con la mano en torno a la empuñadura de la espada o un hechizo defensivo en los labios.
No obstante, la sacerdotisa penetró despreocupada en el lugar y transcurrieron unos minutos antes de que experimentara un primer asomo de inquietud. Nació este sentimiento cuando, al mirar a su alrededor, no vio a nadie. Escudriñó su entorno, y al hallarlo vacío, levantó los ojos hacia el cielo. Fue entonces cuando descubrió a las aves, cuyos chillones graznidos frente a su intrusión interrumpieron el hilo de sus meditaciones. Los pájaros se alejaron en la creciente penumbra para, con un perezoso aleteo, posarse en los árboles o fundirse en las sombras del ocaso.
Sin conceder excesiva importancia a este hecho, Crysania desmontó delante de un edificio que una enseña proclamaba como albergue y, después de atar su caballo a un poste, se acercó a la puerta principal. Si en realidad se trataba de una posada era pequeña, pero bien construida y con un ambiente acogedor gracias a las cortinas con volantes que, en medio de la desolación, le conferían un aspecto contrario al pretendido. En efecto, a la dama el establecimiento se le antojó siniestro a causa de la paz sobrenatural que lo envolvía. No ardían luces en el interior, y la noche comenzaba a engullar el arracimado caserío. Estremecida, abrió el acceso.
—¡Hola! —saludó vacilante; pero sólo contestaron a su llamada los discordantes gritos de las aves—. ¿Hay alguien aquí? Busco un aposento…
Murió su voz, consciente de que la sala estaba desierta. Quizá la población en peso había abandonado la aldea para unirse al ejército de Fistandantilus. Ella misma había sido testigo del poder de convocatoria de Caramon y sus seguidores. Mas, de ser tal el caso, sólo habrían quedado los muebles, ya que todos cuantos se enrolaban llevaban consigo sus pertenencias. En aquel comedor, en cambio, incluso había una mesa servida.
Al adaptarse sus ojos a la tenue luminosidad, atisbo copas llenas de vino y botellas abiertas sobre el sencillo mantel. Un examen más minucioso le reveló que no había comida y que los platos se encontraban fragmentados en el suelo junto a unos huesos roídos. Dos perros y un gato que merodeaban alrededor de éstos, hambrientos en apariencia, le dieron una idea de lo ocurrido.
Una escalera conducía al piso superior. Pensó en subir a inspeccionar, pero le faltó valor y decidió dar antes una vuelta por el lugar. Alguien debía de quedar, alguien que pudiera explicarle qué estaba sucediendo.
Recogió un fanal, prendió la mecha con la yesca de su hatillo y volvió a salir a la calle, sumida ahora en una absoluta negrura. ¿Dónde podían estar los habitantes? Aquélla soledad no era fruto de un ataque, de haber sido así las secuelas de la lucha se harían patentes en signos tales como cantos desportillados en el mobiliario, restos quebrados de armas, charcos de sangre e, inevitablemente, cadáveres.
Aumentó el desasosiego de la sacerdotisa al detenerse frente a la venta. Su equino relinchó en cuanto traspasó el umbral. La asustada mujer hubo de refrenar su impulso de saltar sobre el lomo del corcel y huir a toda velocidad. El animal estaba cansado, no podía continuar viaje sin dormir ni alimentarse. Éste último pensamiento indujo a Crysania a desanudar el ronzal y conducirlo hasta las cuadras, que se hallaban situadas en la fachada trasera del local. Estaban vacías, algo que nada tenía de insólito si se considera que los caballos eran un lujo en los tiempos que corrían. Al menos, en las dependencias había abundante forraje y agua que aliviarían las necesidades del corcel y que, además, demostraban que se recibían huéspedes con cierta frecuencia. Colocando el fanal en un estante, la dama soltó las cincha y, una vez hubo desensillado a su cabalgadura, procedió a cepillar su pelaje.
Sabía que sus movimientos eran torpes, desatinados, debido a la falta de práctica en tales menesteres, pero el equino piafó satisfecho y, cuando lo dejó a su albedrío, se dirigió a un montículo de heno y empezó a ramonear.
Tras recuperar el candil, la sacerdotisa regresó a las despobladas, lóbregas callejas. Ojeó las viviendas, las exiguas vitrinas de los comercios, sin éxito. No había un ser viviente.
De pronto, al cruzar la calzada, oyó un ruido. Su corazón cesó de latir, la luz del farolillo osciló en su trémula mano. Interrumpió su deambular para aguzar sus sentidos, diciéndose que era un animal el que había provocado aquellos ecos.
No, estaba equivocada. Se repitió el sonido y la sacerdotisa constató que provenía de una acción acompasada, siempre la misma, y que por lo tanto había en ella un propósito definido. Era singular, parecía como si alguien removiese tierra y luego la arrojara a un agujero en puñados de bastante peso. Nada había de ominoso o amenazador en aquel trajinar y, sin embargo, Crysania se resistía a investigar su origen.
«¡Soy una necia!», se reprendió a sí misma. Disgustada por su cobardía, desencantada frente al revés que sufrían sus planes y, sobre todo, ansiosa de descubrir qué pasaba, echó a andar en actitud resuelta. A pesar del arrojo que le imponía su voluntad no pudo evitar que su mano, por su propia iniciativa, asiera el Medallón de Paladine.
Se acrecentó el volumen acústico del trasiego al llegar al final de la hilera de casas que contenía su expansión. Mientras doblaba, sigilosa, la esquina, la dama comprendió que debería haber amortiguado la llama de su fonal. Demasiado tarde, al sentirse iluminada, la figura que producía los peculiares ruidos se giró de manera abrupta sobre sus talones, puso la mano en visera sobre sus ojos y examinó a la recién llegada.
—¿Quién eres? —inquirió con timbre masculino—. ¿Qué quieres de mí?
El hombre no dio muestras de espantarse. Tan sólo hizo un gesto que denotaba agotamiento como si Crysania, al irrumpir en su trabajo, constituyera una molestia adicional.
En vez de contestar, la animosa mujer se aproximó al desconocido. Sus sospechas eran ciertas: aquel individuo desplazaba tierra con ayuda de una pala que, en el radio de acción del candil, se dibujaba nítidamente. Tan atareado estaba que ni siquiera se había dado cuenta de que ya era de noche.
Alumbrando el rostro del curioso individuo, la mujer le escrutó. Era joven, no sobrepasaba la veintena. Sus facciones eran las de un humano pálido, serio, y lo cubrían unas vestiduras que, de no ser por el irreconocible signo que adornaba su pectoral, su observadora habría identificado como un hábito clerical. Al abordarlo, Crysania lo vio vacilar. De no apoyarse en su herramienta quizás habría caído al suelo y, aun así, estaba tan extenuado que apenas podía sostenerse en pie.
Olvidados sus resquemores, la Hija Venerable corrió a socorrerlo. Pero él reprimió su impulso mediante un seco ademán.
—¡Aléjate! —le ordenó.
—¿Cómo? —vociferó, atónita, la dama.
— ¡Aléjate! —persistió él en tono más apremiante.
La pala se negó en ese instante a prestarle soporte y se desplomó sobre sus rodillas, al mismo tiempo que se apretaba el estómago con las manos cual si lo atormentara un dolor insufrible.
—Me niego a obedecerte —se rebeló Crysania, remisa a abandonar a un herido o un enfermo.
Cuando se inclinaba hacia él a fin de rodearlo con su brazo y ayudarlo a incorporarse, la mirada de la sacerdotisa se posó de forma accidental en su tarea. Quedó petrificada.
Lo que se desplegó ante sus pupilas, los ruidos que tanto la habían intrigado, respondían a un tétrico afán. El joven humano estaba tapando una tumba colectiva.
En el fondo de la fosa se amontonaban los cuerpos exánimes de niños y adultos. No se adivinaban en ellos señales de violencia, ni tampoco llagas o huellas de sangre. Sea como fuere, era indiscutible que todos estaban muertos y, a juzgar por el abultado amasijo que constituían, debía de tratarse de la población entera.
Estudió con más detenimiento al muchacho y vislumbró, además del sudor que chorreaba por sus pómulos, sus ojos vidriosos. Tales síntomas de calentura no le dejaron lugar a dudas sobre lo que acontecía.
—Intenté prevenirte —dijo él, medio asfixiado—. Padezco fiebres infecciosas.
—Acompáñame —repuso la dama, compadecida.
Tras volver la espalda al dantesco espectáculo de la fosa, sostuvo al doliente con ambos brazos sin arredrarse por sus forcejeos.
—¡Olvídame! —le suplicó el enfermo—. Te contagiaré mi mal y perecerás en pocas horas.
—Estás en el límite de tus energías; necesitas descansar —se impuso Crysania.
—Pero he de llenar la fosa —se obstinó el joven, puesta la vista en la sombría bóveda celeste donde planeaban, expectantes, las carroñeras—. Ésas aves mutilarán los cadáveres.
—Sus almas han volado junto a Paladine; eso es lo que importa —le atajó la sacerdotisa quien, pese a su aplomo, hallaba dificultad en controlar la náusea que le inspiraba la anticipación del festín que no tardaría en comenzar—. Sólo sus esqueletos yacen en esa tumba; incluso ellos comprenden que los vivos tienen prioridad.
Suspirando, demasiado frágil para argumentar, el muchacho enterró la cabeza en el pecho y se agarró al hombro de la sacerdotisa. Tal era su delgadez, que ella casi no notó su peso. No pudo por menos que preguntarse cuántas horas hacía que no ingería una comida sustancial.
Despacio, a trompicones, partieron del improvisado cementerio.
—Aquélla es mi morada —anunció el quebrantado humano, a la vez que señalaba un cobertizo erguido en las afueras del pueblo.
Crysania asintió y le invitó a relatar los sucesos, con el único objetivo de sustraerse al sordo batir de alas que retumbaba en sus oídos.
—No hay mucho que contar —susurró él, víctima de pertinaces escalofríos—. Las fiebres sobrevienen súbitamente, sin dar opción a combatirlas. Ayer los niños jugaban en los patios y, antes del anochecer, morían en brazos de sus madres. Había mesas dispuestas para una cena que nadie probó. Ésta mañana los que aún podían moverse cavaron ese pozo, un sepulcro que, como bien sabían, habría de recibir también sus despojos.
Ahogó su voz un espasmo de dolor. Su acompañante se apresuró a consolarlo.
—Todo irá bien, no temas —le dijo—. Te acostaré, te daré agua fresca y dejaré que duermas. Mientras velo tu sueño, rezaré.
—¡Plegarias! —exclamó el otro con amargo acento—. Las he agotado todas. Yo era el clérigo de la aldea —explicó a su asombrada oyente—, y ya ves el efecto que han surtido mis oraciones —se lamentó, torcido el rostro hacia la fosa.
—No malgastes tus fuerzas —le conminó la sacerdotisa.
Habían llegado a la cabaña. Tras depositar al paciente en el lecho, la dama cerró la puerta y, acercándose a la chimenea, prendió una fogata con los leños que ya había dispuestos y la llama de su farolillo. Una vez se hubo asegurado de que ardía, encendió algunas velas y volvió junto al joven, que había espiado todos sus movimientos.
Conocedora de los cuidados que aquella criatura precisaba, Crysania instaló una silla al lado de la cama, vertió agua en una jofaina y, ya sentada, hundió un paño en el líquido para extenderlo sobre su frente. De este modo pretendía refrescar sus sienes, que parecían a punto de estallar.
—También yo pertenezco a una orden clerical —declaró, al mismo tiempo que palpaba el talismán de su cuello—. Voy a rogar a mi dios que te cure.
Posó el recipiente en una mesa que había cerca del lecho, extendió ambas manos y aferró los hombros del joven.
—Paladine —musitó—, yo te invoco…
—¿Cómo? —la interrumpió el muchacho—. ¿Qué haces?
—Intento sanarte —contestó la aludida, dedicándole una sonrisa cargada de paciencia—. Soy una sacerdotisa de la divinidad que me has oído mencionar.
—¿De Paladine? —En el demudado rostro del muchacho se hacía ostensible su incredulidad. Contuvo el resuello y, con la mirada prendida de la mujer, protestó—: ¡Eso es imposible! Todos sus siervos desaparecieron poco antes del Cataclismo, o al menos así lo ha transmitido el rumor popular.
—Se trata de una larga historia —confesó la dama, ocupada en arroparlo con las mantas— que reservo para cuando te encuentres restablecido. De momento, conténtate con saber que soy una de las Hijas Venerables de ese gran dios y que, a través de mí, él te devolverá la salud.
— ¡No! —vociferó el doliente, quien, para impedir que prosiguiera, asió la mano femenina con una firmeza impensable en sus condiciones—. Yo mismo soy un ministro al servicio de los buscadores, y oré fervientemente por el bienestar de los fieles que me fueron asignados. No pude hacer nada. Todos sucumbieron —agregó en un murmullo agónico—. Mis súplicas no obtuvieron respuesta.
—Porque rindes culto a ídolos falsos —dictaminó Crysania, aleccionadora.
Con suavidad, la sacerdotisa apartó del semblante del enfermo los desordenados mechones que, saturados de sudor, se adherían a su piel. Él alzó los párpados y la observó sin pestañear. Era un hombre atractivo, percibió Crysania desde su distante superioridad. Tenía los ojos azules y el cabello dorado.
—Agua —pidió el muchacho a través de sus labios cuarteados.
Solícita, la sacerdotisa lo ayudó a incorporarse y lo sostuvo mientras saciaba su sed. Cuando hubo reclinado de nuevo la cabeza en la almohada, el clérigo la escrutó aún unos segundos antes de relajar, extenuado, sus músculos.
—¿Conoces a Paladine, el antiguo dios del Bien? —indagó Crysania.
—Sí, le conozco a él y también a los otros dos —balbuceó el interpelado con un extraño brillo en sus ojos—. He tenido noticia de sus acciones, de cómo nos trajeron tempestades, plagas y un sinfín de desastres de todo género hasta devastar el mundo. Luego, cumplido su propósito, se desvanecieron, desoyendo nuestros clamores en el momento en que más los necesitábamos.
Ahora fue la mujer la que fijó su vista en el yaciente. Estaba preparada para enfrentarse a la negación, incluso la absoluta ignorancia de su divinidad. Podía vencer mediante sus pláticas la irracionalidad de una turba supersticiosa, pero no el resentimiento que destilaba el enfermo. Había huido en pos de seres incultos, desorientados, y se tropezaba con una tumba colectiva y un clérigo moribundo.
—Los dioses no nos abandonaron —bramó, autoritaria, tanto que su voz temblaba—. Están aquí. Sólo aguardan los ecos de una plegaria sincera. La perversidad que azota Krynn procede del hombre; él la llamó con su arrogancia y su obstinación.
Mientras hablaba le vino a la memoria el episodio, aún futuro, en el que Goldmoon salvaría a Elistan y lo convertiría a la auténtica fe. Tales imágenes la llenaron de júbilo. Ahora se le ofrecía a ella la oportunidad de adelantarse a la princesa bárbara en la persona de aquel enfermo.
—Primero conjuraré el mal que te consume —decidió—; más tarde habrá tiempo de dialogar e inducirte a comprender.
Se arrodilló en el flanco del camastro, asió el Medallón y reanudó su demanda al hacedor que veneraba. No obstante, antes de que pronunciara el nombre de Paladine una mano se cerró en torno a su muñeca y, violenta, la obligó a soltar el talismán. Sobresaltada, levantó los ojos. Era el joven clérigo quien, pese a su fragilidad y a las convulsiones de la fiebre, la estudiaba con una paz que parecía brotar de sus entrañas.
—Estás en un error —la corrigió—; eres tú quien debe comprender. No has de persuadirme de nada, te creo. —Hizo una pausa para explorar las sombras circundantes y, con una amarga sonrisa, concluyó—: Paladine te acompaña. Siento su inefable presencia. Quizás en el umbral de la muerte me ha sido otorgada la gracia de vislumbrarle a través de las tinieblas.
—¡Eso es magnífico! —se regocijó la sacerdotisa, casi en éxtasis—. Puedo…
—¡Aguarda! —consiguió intercalar el clérigo antes de enmudecer, forzado a tomar aliento por tan agotador despliegue de energías. Ya más tranquilo, sin liberar la mano de la dama, continuó su discurso—. Te creo, sí, y ése es precisamente el motivo de que rehuse ser curado.
—¿Cómo? —Crysania lo examinó confundida hasta que, transcurridos unos segundos, sentenció—: Deliras, no sabes lo que dices.
—¿De verdad? —la desafió el joven—. Fíjate bien en mí. ¿Descubres algún signo de demencia?
La sacerdotisa obedeció; hubo de guardar silencio al no detectar tales síntomas.
—Admítelo, estoy tan cuerdo como tú. Tengo plena conciencia de cuanto sucede.
—Entonces, ¿por qué…?
—Porque —la atajó el muchacho—, si Paladine se halla en esta cabaña, y no dudo de que así sea, aún me indigna más que haya permitido la ruina de mi pueblo. Les ha dejado morir, no se inmuta frente al sufrimiento de sus criaturas. —Cada sílaba surgía en un jadeo que delataba su desgarro, pero no por ello desistió—. Él provocó esta calamidad o, peor aún, la consintió. ¿Por qué? —preguntó a su vez—. Contéstame, ¿por qué?
Crysania se hundió en el desaliento, en una oscuridad más negra que la noche. El clérigo acababa de formular sus propios titubeos, los que Raistlin le atribuyera en una de sus conversaciones en Istar. ¿Cómo iba a iluminarle si ella era la primera que buscaba ansiosa una respuesta?
Tumefactos los labios, la dama se limitó a repetir los axiomas de Elistan.
—Debemos conservar la fe; los caminos de los dioses son inescrutables.
Su oyente meneó la cabeza y, lánguido, reposó unos minutos. También la sacerdotisa se inmovilizó, inerme ante la manifestación de ira que acababa de presenciar. «Lo sanaré de todos modos —determinó—. Está enfermo, débil de cuerpo y de alma. En tal estado es imposible hacerle entrar en razón».
No; era consciente de que no lo lograría, de que la divinidad no atendería a su ruego. Quizás en otras circunstancias le habría concedido su favor, pero ahora, en su infinita sabiduría, llevaría al clérigo hasta su seno y despejaría allí todas las incógnitas.
De pronto, junto a esta certidumbre, la asaltó otra no menos inquietante: no podía alterarse el tiempo. Sería Goldmoon quien instaurara la antigua religión en el mundo, en una época en que se hubiera mitigado la inquina en el espíritu de los hombres y éstos se hallaran dispuestos a escuchar y aceptar. No antes.
Se sintió abrumada por su fracaso. Arrodillada todavía al lado del lecho, ocultó el rostro entre las manos y pidió perdón por su incapacidad para acatar los designios del destino.
Alzó los ojos al notar el contacto de una mano en su cabello. El agonizante la observaba con una expresión mezcla de placidez y arrepentimiento.
—Lamento haberte defraudado —susurró, torcidos sus labios resecos.
—Me hago cargo —le aseguró ella—. Respetaré tus deseos.
—Gracias.
Ambos permanecieron callados largo rato, en el que sólo alteró la quietud la dificultosa respiración del enfermo. Cuando Crysania hizo ademán de levantarse, el infortunado clérigo masculló:
—¿Harías algo por mí?
—Lo que quieras —ofreció la sacerdotisa, esforzándose en sonreír, pese a que apenas podía verlo a través de las lágrimas.
—Quédate junto a mí esta noche. Así la muerte se me antojará más liviana.