La fuga de Crysania
Caramon había alabado su pericia como amazona, y, sin embargo, hasta que abandonara Palanthas en compañía de Tanis el Semielfo, en un viaje que había de conducirla al bosque mágico de Wayreth, Crysania no había estado cerca de un caballo más que cuando paseaba en uno de los elegantes carruajes de su padre. Las mujeres de su ciudad no cabalgaban, ni siquiera por placer, pese a ser ésta una costumbre muy extendida entre las otras habitantes de Solamnia.
Pero todo aquello fue en su vida anterior. La sacerdotisa sonrió pesarosa mientras, a la grupa de su corcel, hundía los talones en sus flancos para hostigarlo a mudar su trotecillo por un raudo galope. ¡Cuan lejana estaba su otra existencia!, ¡cuan distante!
Agachó la cabeza a fin de esquivar unas ramas suspendidas a escasa altura y prosiguió la marcha, sin mirar atrás en ningún momento. Confiaba en que sus perseguidores tardarían en emprender la búsqueda, ya que Caramon debía atender a los emisarios y no osaría enviar a sus soldados sin ponerse él al frente. ¡No para perseguir a una bruja!
De pronto estalló en carcajadas. «¡No puede negarse que ése es el aspecto que ofrezco!» pensó.
No se había molestado en cambiar su harapiento atavío por otro más acorde con su condición. Al encontrarla el general en la espesura, había atado sus jirones mediante retazos de su propia capa y, además, su vestido perdió tiempo atrás su inmaculada blancura, después de exponerlo en su periplo al polvo, al barro y a la intemperie, hasta tomar una tonalidad grisácea. Ajados y sucios, llenos de salpicaduras, los pliegues revoloteaban en torno a su figura como plumas marchitas. Su cabello era un amasijo de greñas. Apenas veía a través de los enredos.
Cuando salió del bosque, tiró de las riendas de su cabalgadura a fin de estudiar las anchas llanuras herbáceas que se desplegaban ante sus ojos. El animal, habituado a un lento avance en las filas del multitudinario ejército, resoplaba excitado tras tan inusitado ejercicio. Todos sus instintos lo incitaban a seguir, a correr, movía la cabeza y las patas de un lado a otro, anhelante de ceder a la invitación de aquellas planicies que parecían no tener fin. Crysania hubo de acariciarle la testuz con objeto de calmarlo.
—Vamos, pequeño —le ordenó al rato, y le dio libertad de acción.
Con un relincho, el equino enderezó las orejas y se lanzó brioso, exultante en pos del campo. Aferrada a su crin, también la dama se abandonó al goce que le proporcionaba haberse deshecho de sus ligaduras. El tibio sol vespertino constituía un grato contraste para los aguijones que el viento clavaba en su piel. El ritmo trepidante del galope y el atisbo de miedo que siempre le produjo montar ensanchaban su maltrecho corazón.
Mientras así viajaba, se cristalizaron sus planes en su mente, más concisos y perfilados que el canto de un mineral. Ante ella el territorio se oscurecía bajo las sombras de un bosque de pinos; a su derecha, los nevados picos de los montes Carnet refulgían al reverberar en su albo manto los haces solares. Después de dar un brusco tirón de las riendas y, de este modo, recordar al animal que era ella quien mandaba, lo obligó a aminorar la desenfrenada marcha y lo guió en dirección a la lejana espesura.
Hacía casi una hora que Crysania se había fugado del campamento cuando Caramon consiguió salvar el compromiso que le impedía darle alcance. Como había previsto la sacerdotisa, tuvo que explicar la situación a los emisarios y asegurarse de que su partida no les causaría ofensa. Tales preliminares le ocuparon bastante tiempo, porque el hombre de las Llanuras apenas hablaba la lengua común y no comprendía en absoluto la enanil, y su achaparrado colega, aunque no hallaba dificultad en expresarse en el idioma del general —razón por la que había sido elegido para su cargo— no desentrañaba su «extraño» acento y le rogaba una y otra vez que repitiera sus frases.
El guerrero intentó informarles de la auténtica identidad de Crysania y la compleja relación que mantenían. Pero ninguno de sus oyentes dio muestras de asimilar los detalles y, desazonado, el narrador se limitó a contarles lo que de todos modos acabarían por susurrarles confidencialmente, que era su mujer y había huido de su lado.
El bárbaro asintió. Las féminas de su tribu, notorias por su carácter salvaje, se mostraban a menudo tentadas de cometer actos parecidos, y el robusto mensajero recomendó al general que, en cuanto atrapara a la prófuga, le rapara la cabeza en castigo a su desobediencia. El enano quedó perplejo al oír tales historias de deslealtad, dado que las hembras de su raza antes se rasurarían las sagradas patillas que abandonar casa y esposo. Pero estaba entre humanos. No cabía esperar sino reacciones absurdas.
Los dos enviados desearon a Caramon un feliz desenlace y se dispusieron a disfrutar de las amplias provisiones de cerveza. Aliviado por su comprensiva actitud, el general corrió en busca de Garic a fin de cerciorarse de que le había ensillado un caballo y lo tenía a su disposición.
—Hemos descubierto su rastro, general —anunció el joven caballero—. Tomó la ruta del norte, por un angosto sendero que se interna en el bosque. Monta un corcel muy rápido. Debo admitir que supo seleccionar uno de los mejores —añadió sin ocultar su admiración—. Aun así, no creo que llegue lejos antes de que la alcances.
—Gracias, Garic —dijo el hombretón mientras se encaramaba a la grupa del equino—. ¿Qué significa esto? —vociferó, mudando su tono al percatarse de que había otro preparado—. He manifestado con total claridad mi propósito de ir solo…
—He resuelto acompañarte, hermano —declaró alguien en la penumbra.
El guerrero dio media vuelta en el instante mismo en que el archimago salía de su tienda, ataviado con su negra capa y las botas que solía calzarse en las largas expediciones. Caramon gruñó en franco desacuerdo, mas Garic se hallaba ya junto al intruso para, solícito y respetuoso, ayudarle a montar sobre su animal preferido, una criatura de pelambre azabache y nervio vivo. Sabedor de que su gemelo no se atrevería a vituperarle en presencia de sus hombres, Raistlin exhibió ante él una mueca irónica y subrayó su triunfo mediante los destellos maléficos que arrancaba el sol de los arcanos espejos de sus pupilas.
—No debemos entretenernos, el tiempo apremia —rezongó el general cuya cólera, pese a su esfuerzo en disimularla, era patente—. Garic, quedarás al mando hasta mi regreso. Cuida de que se agasaje a los huéspedes y ordena a los campesinos que reanuden sus prácticas en el campo de adiestramiento. Han de clavar sus lanzas en los muñecos de paja, no hacerse cosquillas entre ellos.
—Me ocuparé de todo, señor —respondió el aludido, con grave ademán, saludándolo a la manera tradicional de su Orden.
El recuerdo de Sturm Brightblade surcó como un relámpago la mente del hombretón y, con él, afloraron imágenes de su juventud, de los días en que su hermano y él viajaban al lado de sus amigos, de Tanis, Flint y el propio Sturm. Temeroso de delatar la emoción que lo embargaba, azuzó a su caballo y se alejó presto del campamento.
Sin que pudiera evitarlo, su memoria se reavivó cuando llegó al sendero y observó de soslayo a su hermano que, como de costumbre, cabalgaba un poco retirado, cediéndole la delantera. Aunque no le entusiasmaba este ejercicio, Raistlin era un espléndido jinete, dominaba al equino con la misma destreza con que desempeñaba cualquier actividad, si la juzgaba digna de aplicarse. No pronunció una palabra durante la primera parte del trayecto. Conservó la capucha echada sobre la cabeza y se entregó a sus cavilaciones. Tal mutismo no era nada insólito. En sus aventuras de antaño transcurrían jornadas enteras sin que mediaran entre ellos intercambios verbales.
A pesar del vuelco que había sufrido su mutuo entendimiento, quedaba entre ellos el nexo de la sangre, de los huesos y hasta del alma. Caramon ansiaba acunarse en el antiguo compañerismo que tanto los había unido y, sin poner excesivo empeño, descartó su enfado, aquella hostilidad que alimentaba también contra sí mismo.
—Lamento mucho lo que ha ocurrido allí abajo —se disculpó, girado el torso, mientras se adentraban por la espesura tras las frescas huellas de Crysania—. Es cierto, como tú afirmaste, que la sacerdotisa te ofreció, te ofreció… —balbuceó, ruboroso—. Ella me reveló que te había entregado… ¡Maldita sea, Raistlin! ¿Por qué fuiste tan brutal?
—Tuve que serlo —repuso el mago, erguida la cabeza de tal forma que su gemelo pudo distinguir sus facciones entre los pliegues del embozo—. La dulzura de nada sirve cuando se pretende abrir los ojos a una criatura obcecada. Si no hubiera empleado la aspereza nunca le habría hecho ver el precipicio que la atraía hacia sus simas, un precipicio que, de caer nosotros en él, acabaría por engullirnos a todos.
—¡No eres un ser humano! —lo acusó el guerrero.
—Lo soy más de lo que imaginas —sentenció el nigromante, amortiguado el brillo sobrenatural de sus iris y, para sorpresa de su gemelo, relajado el perenne sarcasmo que contraía sus rasgos—. Más de lo que imaginas —insistió, con un tono nostálgico que traspasó el corazón del fornido luchador.
—Si eso es verdad, ¡ámala! —le arengó Caramon, tirando de las riendas para situarse a su mismo nivel—. Olvida toda esa sinrazón poblada de espacios negros, de pozos insondables, y da curso a tus emociones. Tú eres un poderoso hechicero y ella una sacerdotisa de alta estirpe, pero, debajo de vuestros ropajes, bullen las exigencias dé la carne. Tómala en tus brazos y…
Transportado por sus consejos, tuvo que contener a su animal para que, al sentir libre la brida, no se encabritase. Se detuvo en medio del camino, pictórico de entusiasmo y quizá con una sombra de esperanza. Raistlin le imitó. Una vez hubo cesado su avance, el mago se inclinó hacia adelante a fin de posar la mano en el brazo de su gemelo, tan ardientes sus dedos que le chamuscó la piel. Su expresión se había endurecido, sus ojos habían vuelto a asumir el gélido brillo del cristal.
—Escúchame, Caramon, y trata de comprender —le pidió, con un acento desapasionado que provocó un estremecimiento en las vísceras del guerrero—, soy incapaz de amar. ¿Todavía no lo has adivinado? Aciertas al denunciar mi naturaleza de hombre. No puedo negar que bajo mis vestiduras palpita un cuerpo, mas eso no hace sino acrecentar el conflicto. No soy inmune a la lujuria, de acuerdo. ¿Qué es, sin embargo, el instinto si no lo enaltece un sentimiento más profundo?
»Podría rendirme a las «exigencias de la carne», como tú las llamas, algo que no perjudicaría a mi arte más allá de un pasajero debilitamiento. Pero mis arrebatos lascivos destrozarían a Crysania cuando averiguase la verdad, y te aseguro que antes o después se enteraría.
—¡Eres un bastardo sin escrúpulos! —le insultó el general.
—Al contrario —rectificó el mago con la ceja enarcada—. Si lo fuera, me aprovecharía de las circunstancias y recogería la porción de placer que la sacerdotisa me brinda en bandeja de plata. A diferencia de otros, poseo el don de conocerme a mí mismo y refrenar mis impulsos.
Herido por esta evidente alusión a su propia flaqueza, Caramon espoleó a su corcel y reanudó la marcha. Estaba hecho un lío, como siempre que se enfrentaba con su gemelo, y de su perplejidad no tardó en destacarse la intuición de su culpa. Le consumía pensar que no era lo bastante hombre para acallar la faceta animal de su ser, mientras que su hermano, al admitir su carencia de afectos, se erigía en un héroe noble y sacrificado.
Siguieron explorando el bosque sin más comentarios, atentos al rastro que dejara la dama entre la pinaza. Era fácil la búsqueda. Crysania no se había apartado de la senda y ni siquiera había tomado la precaución de doblar recodos, o de cubrir las ostensibles pisadas de los cascos.
—¡Mujeres! —protestó el hombretón al cabo de un rato—. Si no logró reprimir su ataque de insensatez, al menos podría haber huido a pie. ¿Por qué lanzarse a una cabalgada demente, sin rumbo, en este agreste territorio?
—Hermano, eres demasiado cándido —le regañó Raistlin—. Créeme, no falta un propósito preconcebido en la ruta que ha trazado. Me conmueve tu ignorancia respecto a sus auténticas intenciones.
— ¡Habló el experto! —gritó el guerrero, exasperado—. He estado casado, conozco la mente femenina mejor que tú. Escapó a sabiendas de que la perseguiríamos. La encontraremos en algún paraje solitario con el caballo extenuado, quizá cojo, y se mostrará altiva, fría. Nosotros le pediremos excusas, y yo habré de permitirle que se aloje en esa tienda individual para desagraviarla. ¡Mira! —urgió de pronto a su acompañante—. ¿Qué te decía? Hasta un torpe enano gully podría reconocer esas huellas en la hierba.
Habían llegado al linde de la espesura y, en efecto, en el llano se dibujaba con total claridad la impronta reciente que había dejado el galope de un caballo. Raistlin, haciendo un alto, la estudió y, aunque no le replicó, se enfrascó en unas cábalas que nada bueno auguraban.
Los dos hermanos, uno triunfal y meditabundo el otro, atravesaron la planicie hasta el punto donde la sacerdotisa había penetrado en otra arboleda y cruzado un riachuelo. Al arribar a la otra margen, Caramon se detuvo.
—¿Qué diablos significa esto? —preguntó encolerizado.
Oteó el panorama a derecha e izquierda, obligando al equino a moverse en círculo. Raistlin, mientras tanto, descansó las manos en el pomo de su silla y aguardó.
—¿Te convences ahora de que Crysania no ha actuado a la ligera? —reconvino al desconcertado general—. Crysania es inteligente, hermano, lo bastante para predecir tus reacciones y confundirte.
El hombretón clavó en su gemelo una mirada fulgurante, mas guardó silencio. El rastro había desaparecido.
Como apuntara Raistlin, Crysania tenía un propósito. Era lista, astuta, y no le supuso ningún esfuerzo fraguar un plan para despistar al iluso Caramon. Aunque desconocedora de los enigmas del bosque, que no había frecuentado en su juventud, ahora llevaba varios meses recorriéndolo junto a verdaderos entendidos. Apartada de las huestes —eran pocos los que osaban departir con una bruja— y también de Caramon, que debía solucionar las cuestiones inherentes al mando, abandonada a sus propios auspicios por el estudioso hechicero, no le quedaba otro entretenimiento que escuchar de soslayo las historias de cuantos la rodeaban y, naturalmente, aprender de ellas.
Fue sencillo desandar sus pasos en el centro del torrente, remontar el caudal sin grabar en su fondo señal alguna. Al descubrir una orilla rocosa, donde los cascos de su montura tampoco habían de imprimirse, salió de las aguas y retornó a la espesura. Evitó el camino principal, eligiendo las brechas que abrían los animales al objeto de saciar su sed en el cristalino curso e, incluso, se ocupó de borrar sus holladuras en alguna ocasión. No puso en tal tarea excesivo afán, persuadida como estaba de que Caramon no le adjudicaba la suficiente clarividencia para hacerlo y, por lo tanto, no sospecharía.
De haber sabido que Raistlin acompañaba a su hermano, la dama habría sido más cautelosa, ya que, muy a su pesar, debía reconocer que el mago leía en su pensamiento mejor que ella misma. Mas no se le ocurrió siquiera esa posibilidad, de modo que continuó viaje tranquila, a un ritmo moderado que mantenía descansado al caballo y le otorgaba unas valiosas horas en las que perfilar sus designios.
Portaba en sus alforjas un mapa, sustraído de la tienda del general, en cuyo trazado figuraba una aldea situada al abrigo de las montañas. Era tan pequeña que ni siquiera tenía nombre, o al menos no había ninguno escrito en el documento. Éste caserío era su destino, el lugar donde se proponía cumplir dos objetivos: el primero era alterar el tiempo, demostrar a los gemelos y a sí misma que era algo más que un fardo, una pieza inútil y, en ciertos momentos, peligrosa de su equipaje.
El segundo era todavía más importante. En aquel pueblo olvidado, Crysania instauraría el culto a los antiguos dioses.
No era esta decisión el fruto de una idea repentina, sino un proyecto que acarició repetidas veces y tuvo que posponer por diversas razones. Para empezar, tanto Caramon como Raistlin le habían prohibido de manera tajante que utilizara en el campamento sus dotes clericales. A ambos les inquietaban su seguridad tras haber asistido al suplicio en la hoguera de numerosas mujeres acusadas de brujería. El hechicero mismo habría sucumbido a una muerte tan espantosa de no haberlo rescatado Sturm y su valiente hermano; así que no podía reprocharles sus temores.
Además, el sentido común le decía que ninguna de las familias que se habían unido al itinerante ejército prestaría oídos a sus pláticas, dado que todos estaban persuadidos de su malignidad. A la vista de tales impedimentos, resolvió que debía dirigirse a desconocidos. Si abordaba a personas que ignorasen la leyenda negra que pesaba sobre ella, les relataría su historia y les transmitiría el mensaje de que era el hombre quien había repudiado a los dioses, no a la inversa. Los nuevos conversos la seguirían, como habían de seguir a Goldmoon doscientos años más tarde.
No hizo acopio de coraje para actuar hasta que revolvieron sus entrañas las despiadadas acusaciones de Raistlin. Todavía ahora, mientras guiaba a su corcel en la incipiente penumbra del ocaso, retumbaba su voz en el intrincado ramaje, sus ojos airados la escrutaban desde los troncos.
«Merecía su reprimenda —admitió en su fuero interno—. En lugar de enarbolar el estandarte de mi fe, de instituirme en vivo ejemplo de lo que Paladine podía aportarle, recurrí a mis «encantos» a fin de subyugarle».
Aunque no estaba en su ánimo embaucar al nigromante, su proceder inspiraba tal conclusión. Alisando con aire ausente su crespa melena, reflexionó que, de no imponerse la fuerza de voluntad del arcano personaje, se habría granjeado el desfavor de la divinidad que idolatraba.
Su admiración por el joven archimago, incondicional desde el comienzo, creció hasta extremos ilimitados, tal como él vaticinara. Anhelaba restablecer la confianza que siempre depositó en ella y hacerse digna de su respeto. Sin duda ahora, imaginó angustiada, su veleidad había repercutido en la opinión de Raistlin. Si regresaba al campamento con una horda de leales creyentes, no sólo pondría de manifiesto que estaba equivocado, que era posible alterar el tiempo poblando el mundo de clérigos en una época en que, según los anales, no debían existir, sino que tendría la oportunidad de difundir sus enseñanzas entre las tropas.
Sus elucubraciones, sus planes, inundaron a Crysania de una paz que no había sentido desde su llegada a la Torre junto a los hermanos. Al fin obedecía a su propia iniciativa, no al desabrido Raistlin ni a Caramon, tan empeñado últimamente en gobernarla. Renació su ánimo. Si sus cálculos eran exactos, arribaría a la aldea antes del anochecer.
La senda discurría por la ladera de la montaña en una cuesta pronunciada y, coronado el risco, descendía con idéntica verticalidad hacia un valle. La sacerdotisa hizo una pausa en la cumbre y examinó el paisaje. En el centro de la vaguada, distinguió el pueblo donde culminaría su excursión.
Algo se le antojó singular en los oscuros contornos de las casas, mas no era todavía una viajera lo bastante avezada como para fiarse de sus instintos. Deseosa tan sólo de llegar antes de que cayera la noche, y de poner en práctica su ambicioso proyecto, azuzó a su caballo sendero abajo, cerrada su mano sobre el Medallón de Paladine que se ceñía a su cuello.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Caramon, sentado aún a horcajadas en la grupa de su animal y con la vista puesta en el torrente.
—Tú eres el experto en mujeres, ¿recuerdas? —contestó Raistlin.
—He cometido un error, de acuerdo —rezongó el general—. Pero este acto de humildad de nada nos sirve, dentro de poco se ensombrecerá el cielo y no podremos distinguir sus huellas. No te he oído ninguna sugerencia útil —recriminó, disgustado, a su hermano—. ¿Por qué no invocas tu magia?
—Si mis poderes fueran tan prodigiosos, a estas alturas ya te habría dotado de un cerebro —le espetó el nigromante, malhumorado—. ¿Qué quieres que haga, moldear su imagen en el aire o buscarla en mi bola de cristal? No malgastaré mis energías en tales simplezas y, además, no es necesario. ¿Tienes un mapa, o es pedir demasiado a tu imprevisión?
—Lo tengo —le atajó Caramon, a la vez que lo desprendía de su cinto y se lo alargaba.
—Propongo que abreves a los animales y les concedas un descanso —dijo Raistlin, deslizándose de su montura.
El guerrero se apeó también, y condujo a los equinos hasta el riachuelo mientras su gemelo examinaba el documento.
El sol se ponía tras el horizonte cuando Caramon ató los caballos en un arbusto y regresó al lado del hechicero, que sostenía el mapa delante de su nariz para consultarlo en la penumbra. El hombretón le oyó toser y observó que se arropaba en la capa.
—Temo que el aire nocturno dañe tu frágil salud —dijo, con seco acento a fin de contrarrestar su preocupación.
—No me ocurrirá nada, tranquilízate —repuso Raistlin entre toses.
El general se encogió de hombros y, fingiendo ignorar el tono amargo del hechicero, estudió el mapa por encima de su cabeza. Tras unos breves segundos, el mago señaló una diminuta mancha negra en medio de las montañas.
—Crysania está aquí —anunció.
—¿Por qué habría de dirigirse a una aldea aislada? —indagó el otro, estupefacto, sin comprender—. No tiene sentido.
—Porque en ese punto podrá realizar su propósito, o ella así lo cree.
Pensativo, enrolló el pergamino y contempló la mortecina luz. Una línea hendió su frente, un hondo surco que denotaba lóbregos presentimientos.
—¿A qué te refieres? —insistió Caramon, escéptico—. ¿Qué propósito es ese que no cesas de mencionar?
—Se halla en grave peligro —declaró el nigromante en vez de satisfacer su demanda.
—¿Cómo lo sabes? ¿Acaso has visto algo?
El guerrero estaba alarmado y la voz de su oponente, ribeteada de ira, no contribuyó a apaciguarlo.
—¿Qué quieres que vea, necio? —lo insultó, incorporándose y corriendo hacia su corcel—. ¡Lo que hago es recapacitar, emplear mi mente! En ese pueblo apartado, la sacerdotisa se dispone a rehabilitar a los vituperados dioses. Espera que sus arengas despierten de nuevo el sentido religioso de los lugareños.
—¡En nombre del abismo! —renegó Caramon, boquiabierto—. Has acertado, Raist —agregó después de unos instantes de meditación—. La oí hablar de ese proyecto, aunque nunca tomé en serio sus palabras.
Al comprobar que su hermano deshacía las ligaduras del caballo y se preparaba para montarlo, fue raudo a su encuentro y posó la mano sobre la brida.
—¡No te precipites! —suplicó al resuelto mago—. Ahora no podemos hacer nada. Habrá que aguardar hasta mañana. Sería una imprudencia recorrer en la oscuridad los accidentados senderos montañosos. Sabes tan bien como yo que los animales son propensos a tropezar cuando avanzan en la negrura. Se ponen nerviosos; si tenemos la mala fortuna de que den un paso en falso podrían romperse una pata. ¡Y prefiero no aludir a las criaturas que quizás anidan en estas frondosidades que nunca han sido desbrozadas!
—Mi bastón nos alumbrará —ofreció Raistlin, que lo portaba ensartado en las correas de la silla.
Empezó a elevar su cuerpo pero un virulento ataque le obligó a detenerse, aferrado a la silla y sin aliento. Cuando cedieron los espasmos, Caramon reanudó su discurso.
—Atiende, Raist —le susurró en actitud conciliadora—. No me inquieta menos que a ti la suerte de Crysania mas, en mi opinión, exageras. Seamos sensatos. Has reaccionado como si la dama se hubiera introducido en una guarida de goblins. ¡Y tú criticas mi atolondramiento! En cuanto vislumbren la aureola luminosa de tu cayado, los moradores de esa jungla se sentirán atraídos hacia ella como la polilla hacia el fanal. Los caballos están extenuados, y tú apenas puedes respirar. ¿Qué pasará en el caso de que tengamos que enfrentarnos a un enemigo, a algún ente vivo o muerto que nos aceche desde las sombras? Acampemos aquí y partamos al despuntar el nuevo día, una vez hayamos repuesto fuerzas.
El hechicero se quedó inmóvil y, con las manos enlazadas en el pomo de su montura, miró a su gemelo. Intentó discutir, pero se lo impidió un virulento acceso de tos que le hizo desistir de su empeño. Resignado, soltó la silla y se apoyó en el terso flanco del corcel.
—Tienes razón, hermano —asintió en un murmullo entrecortado.
Asustado por su inusitada docilidad, más aún que por su quebranto, el hombretón hizo ademán de auxiliarlo. Antes de que Raistlin se percatara, no obstante, contuvo su ímpetu, consciente de que tal despliegue sólo obtendría un humillante rechazo. Como si nada hubiera sucedido, desanudó de las cinchas la cama de campaña mientras parloteaba con aire casual sobre cuestiones prácticas, intrascendentes.
—Extenderé tu lecho para que te acuestes. Me arriesgaré a encender una pequeña fogata y, de ese modo, podrás calentar esa pócima que tanto te alivia. Luego sacaré la carne y las verduras que me ha dado Garic, unas provisiones exiguas pero que, guisadas adecuadamente, nos proporcionarán alimento. Haré un estofado, como en los viejos tiempos.
»¡Por los dioses! —exclamó sonriente—. Pese a ignorar de dónde surgiría el próximo acero destinado a traspasarnos, comíamos bien en nuestras correrías. ¿Te acuerdas? Nada nos quitaba el apetito, y tú solías arrojar a la marmita una hierba especiada. ¿Qué era? —Fijó la vista en lontananza, en su afán de desentelar las brumas del olvido—. Vamos, ayúdame, se trataba de uno de tus ingredientes mágicos. Tengo el nombre en la punta de la lengua. Se asemejaba a nuestro apellido. ¿Majerina, merjoría? ¡Ja! —se carcajeó—. Acabo de rememorar aquella ocasión en que tu maestro nos sorprendió cocinando con los componentes arcanos como aditamento. Casi se desmayó».
Suspiró, y se aplicó a la ardua tarea de aflojar los nudos.
—He probado platos exquisitos desde entonces —prosiguió al rato—, en las situaciones más dispares que cabe imaginar. Me he regalado en palacios, bosques elfos y mugrientas posadas, mas nunca hallé nada equiparable a nuestro estofado. Me gustaría hacerlo de nuevo, aunque no sé si me saldrá igual de sabroso…
Le interrumpió un quedo crujir de tela y, sabedor de que Raistlin había vuelto la encapuchada cabeza y le examinaba con suma atención, tragó saliva y se concentró en su tarea. Había expuesto ante el mago su lado vulnerable, así que no le quedaba otra alternativa que soportar su censura, su burla escarnecida.
Los ropajes crujieron de nuevo, y el guerrero notó que depositaban en su mano una liviana bolsa.
—Mejorana —le aleccionó Raistlin—. La hierba se llama mejorana.