Una declaración de amor
—¿Adonde vas? —preguntó Caramon, seco, tajante.
Al entrar en su tienda tuvo que pestañear varias veces para acostumbrarse a la penumbra, tras someter sus pupilas al reflejo del sol otoñal.
—He decidido mudarme, ni más ni menos —contestó Crysania.
Mientras hablaba, dobló con meticulosidad algunos de sus hábitos clericales y los depositó en un baúl, que había arrastrado desde su camastro hasta un lugar más cómodo.
—Ya hemos discutido ese asunto —gruñó el hombretón sin levantar la voz; y, espiando a los centinelas apostados a ambos flancos del acceso, cerró la cortinilla.
La tienda era el orgullo del general, su mayor causa de regocijo. Perteneciente a un acaudalado caballero de Solamnia, se la habían obsequiado dos hombres jóvenes, de severo talante, quienes, pese a afirmar que la habían encontrado en sus correrías, la montaron con tanta destreza, con tanto celo, que nadie creyó que se tratara de un hallazgo más casual que sus propias piernas.
Confeccionada con un material imposible de identificar en esa época, su urdimbre era tan perfecta que ni siquiera las ráfagas de viento penetraban a través de sus costuras. La lluvia se deslizaba sobre su superficie y Raistlin, al examinarla, aseveró que le habían untado una grasa protectora de composición desconocida. Era lo bastante grande para albergar el lecho de Caramon, varios cofres repletos de mapas, el dinero y las joyas recogidos en la Torre de la Alta Hechicería, su ropa y su aparejo guerrero, además de la cama de la sacerdotisa, así como su atavío, y pese a tan exhaustivo equipo, cuando se recibían visitantes no parecía atestada.
El mago dormía y estudiaba en un refugio de idéntica textura, aunque de inferiores dimensiones, plantado junto al de su gemelo. Caramon se ofreció a compartir su espacioso habitáculo, mas él insistió en estar solo y el hombretón, conocedor de su necesidad de aislamiento y poco deseoso de toparse con su hermano a todas horas, prefirió no porfiar. Crysania, por el contrario, se rebeló abiertamente al ordenársele que permaneciera en la morada del general.
Fueron vanas las exhaustivas explicaciones del guerrero y sus protestas en aras de la seguridad de la dama. Las viejas leyendas de brujería, el extraño medallón con el emblema de un dios denostado que lucía, el hecho de que hubiera sanado las heridas del humano habían dado pábulo a toda suerte de disquisiciones, tanto en el campamento como fuera de él. Los recién llegados recibían advertencias contra sus poderes maléficos, y la sacerdotisa nunca abandonaba su vivienda sin que la persiguieran miradas recelosas o, peor aún, amenazadoras. Las madres ocultaban a sus hijos en el regazo al verla pasar, y los niños mayores se daban a la fuga en su presencia. Sin embargo, en las huidas de estos últimos el juego se entremezclaba con el temor.
—No me expongas tus argumentos, los he oído una infinidad de veces y sigo sin estar de acuerdo —dijo Crysania, indiferente, afanada en ordenar sus albos atuendos—. Me has repetido hasta la saciedad tus relatos sobre brujas quemadas en la hoguera por la plebe y, aunque no dudo que se cometieran tales actos de barbarie en una era remota, ahora pertenecen a la Historia.
—¿Dónde vas a cobijarte, en la tienda de Raistlin? —le increpó Caramon.
La dama cesó en su tarea, irguió la espalda y escrutó al guerrero en actitud de desafío. Suspendida una prenda de su brazo, se encerró en un breve mutismo en el que apenas se demudó su faz, siendo, acaso, una lividez mayor de la habitual el único indicio de su cólera. Cuando respondió, su voz resonó más gélida y diáfana que un soleado día de invierno.
—Hay una tercera, desocupada según me han informado, cerca de aquí. Me instalaré en ella, custodiada por un guardián, si consideras oportuna tal medida.
—Discúlpame, Hija Venerable —le rogó el hombretón, al mismo tiempo que avanzaba hacia su esbelta figura.
Al sentir su proximidad, la sacerdotisa ladeó, esquiva, el cuerpo, y Caramon tuvo que asirla por los antebrazos, con suma delicadeza, para obligarla a hacerle frente.
—No quería ofenderte —persistió—; te suplico que perdones mi torpeza. Y, en cuanto a lo de asignarte un centinela, me parece imprescindible. El problema es que no confío sino en mí mismo y, aún así…
Se aceleró su pulso, apretó las manos contra la carne de la dama sin apenas percatarse. Las palabras se agolpaban en su garganta, pero no osaba proferirlas, sumido como estaba en una turbación que denunciaban sus ardientes pómulos.
—Te amo, Crysania —declaró al fin—. Eres distinta de cuantas mujeres he conocido. Nunca deseé que se adueñara de mi persona tal sentimiento, ignoro cómo ocurrió y, si he de ser sincero, te confesaré que en nuestro primer encuentro me formé una opinión desfavorable de tu carácter. Te hallé gélida, altiva, me molestaba el pétreo escudo de tu religión. Mas cuando te vi en las garras del semiogro y percibí tu valentía, cuando comprendí que aquel repulsivo individuo se disponía a mancillar tu pureza, algo se transformó en mis entrañas.
Crysania se estremeció de manera involuntaria. Todavía revivía la noche de su captura en sus frecuentes pesadillas. Intentó hablar. Pero el guerrero, aprovechando su reacción, concluyó a trompicones, sin darle oportunidad de intervenir:
—He observado tu conducta con mi hermano, y he descubierto un reflejo de la mía en la época de nuestra unión. Le prodigas cuidados, ternura, como yo solía hacer, imperturbable a sus intemperancias.
La dama nada hizo para apartarle. Se quedó inmóvil, clavados en el masculino semblante sus ojos grises, cristalinos, y con la túnica que sostenía apretada contra el pecho.
—Ése es otro motivo para que desee alejarme de ti —dijo, pesarosa, la sacerdotisa—. No me ha pasado inadvertido tu creciente afecto —confirmó, ruborizándose—. Y, aunque te conozco bien y estoy convencida de que nunca osarías imponerme atenciones que yo juzgase impropias, me resulta incómodo dormir a solas contigo.
—¡Crysania! —comenzó a protestar Caramon, angustiado, trémulas las manos en contacto con la piel femenina.
—Lo que sientes por mí no es amor —le corrigió la sacerdotisa—. Proyectas en mi persona la nostalgia que te produce la separación de tu esposa. Es a Tika a quien quieres. He visto la ternura que asoma a tus ojos cuando hablas de ella.
La faz del guerrero se ensombreció al oírla mencionar el nombre de su mujer.
—¿Qué puedes saber tú de una emoción tan auténtica? —imprecó a su interlocutora de manera abrupta, a la vez que la soltaba y eludía su escrutinio—. ¡Por supuesto que quiero a Tika! Antes que ella, hubo otras muchas féminas que despertaron mis pasiones, y también mi esposa mantuvo relaciones con numerosos hombres. —Exhaló un suspiro, más de remordimiento que de cólera. Su historia era del todo falsa, si bien aliviaba la culpabilidad que le había corroído en los últimos días—. Tika es un ser humano, de carne y hueso —continuó—; no un témpano de hielo.
—¿Preguntas qué sé del amor? —replicó Crysania, perdida la calma y con los ojos centelleantes de furia—. Te lo contaré.
—¡No! —se revolvió el hombretón e, incapaz de dominarse, la agarró de nuevo por los brazos—. ¡No me expliques que quieres a Raistlin, no lo soporto! Mi hermano no te merece, se limita a utilizarte como hizo conmigo. En el momento en que deje de necesitarte, se desembarazará de ti.
—¡Suéltame! —vociferó la sacerdotisa. Sus pómulos eran ahora un incendio, sus pupilas los nubarrones que amenazan tormenta.
—Estás ciega —la acusó el guerrero, zarandeándola casi en su frustración.
—Disculpadme si os interrumpo —intervino alguien—; pero acaban de comunicarme una noticia importante.
El acento del recién llegado, un quedo siseo, hizo que se demudara el semblante de la dama. Todos los colores del espectro, del blanco al escarlata, surcaron su tez, y su efecto fue asimismo notorio en la actitud de Caramon quien, sobresaltado, aflojó su zarpa. Crysania retrocedió tan precipitadamente que tropezó contra el baúl y cayó de rodillas. Ocultas sus facciones bajo la negra, vaporosa cortina de sus cabellos, permaneció acuclillada y ungió ordenar sus pertenencias.
El hombretón se giró hacia su gemelo, ruboroso y sin acertar a contener un gruñido, mientras este lo estudiaba con su proverbial frialdad a través de los espejos que tenía por ojos. No se adivinaba ninguna expresión en ellos, como tampoco su tono había delatado el más ínfimo sentimiento al irrumpir en la escena.
Pese a la perfecta impasibilidad de Raistlin, Caramon creyó detectar un atisbo de su conflicto interior. Sus iris se quebraron un instante, y los celos que rezumaron por la grieta abrumaron al robusto humano más que la descarga de un golpe físico. Fue tan breve, sin embargo, la enajenación del nigromante, que su gemelo temió haberla imaginado. Sólo el nudo que se había formado en su estómago, un amargo sabor de boca, daban testimonio de que había sido real.
—¿Qué noticia es ésa? —inquirió, tras aclararse la garganta.
—Han arribado emisarios del sur —anunció el mago.
—¿Y bien? —le urgió el general, impaciente ante su parsimonia.
Retirada la capucha bajo la que se camuflaba, Raistlin avanzó un paso. Sus ojos se encontraron con los del general y se estableció entre ellos una corriente, un desafío de tal naturaleza que, en lugar de enfrentarlos, los hermanó, realzó su semejanza. El hechicero se había desprendido de su máscara sin darse cuenta.
—Los Enanos de Thorbardin se preparan para el combate.
Fue tal la vehemencia que el mago puso en sus palabras, tan contundente su modo de cerrar el puño, que Caramon pestañeó asombrado y Crysania alzó la vista, sin molestarse en ocultar su preocupación.
Incómodo, desconcertado, el hombretón se zafó del influjo hipnotizador de su gemelo para buscar sosiego en el estudio de unos mapas que había extendido sobre la mesa.
—¿Qué otra cosa cabía esperar? —aleccionó a Raistlin, encogiéndose de hombros—. Fue idea tuya proclamar a los cuatro vientos que nos dirigíamos a ese reino con el único objetivo de cobrar un tesoro. El lema de nuestra expedición, el reclamo para atraer reclutas, ha sido desde el principio: «¡Únete a Fistandantilus y asalta la Montaña!».
No lo animaba ninguna finalidad al pronunciar estas frases, no las reflexionó previamente, pero la reacción fue inmediata. El hechicero se puso lívido e intentó responder, si bien no brotó de sus labios ningún sonido inteligible, tan sólo un esputo sanguinolento. Sus hundidos ojos se inflamaron, su puño se apretó todavía más, mientras daba un nuevo paso hacia su hermano.
Crysania se incorporó y Caramon retrocedió alarmado, con la mano apoyada en la empuñadura de su acero. Pero, realizando un ostensible esfuerzo, Raistlin recobró la compostura. Ahogada su furia en un bramido de inusitada agresividad, se volvió sobre sus talones y abandonó la tienda, aunque tan furibundo que los guardianes se estremecieron cuando cruzó el umbral.
El guerrero quedó paralizado, presa del extravío que provocaban en su mente el miedo y su incapacidad para comprender el comportamiento del hechicero. También Crysania espió la retirada de Raistlin sin acertar a moverse, hasta que un tumulto de voces en el exterior rompió las cavilaciones de ambos. Meneando la cabeza, el general imitó a su hermano, si bien, antes de salir, manifestó su resolución respecto a la sacerdotisa.
—Si es cierto que hemos de ponernos en pie de guerra, no tendré tiempo para ocuparme de ti —apuntó, tajante, aunque sin mirarla—. Como antes he indicado, no estarías segura en una tienda individual y, por consiguiente, seguirás en ésta. No te importunaré. Empeño en ello mi honor.
Concluidas sus palabras, fue a conferenciar con sus soldados.
Teñidas sus mejillas de un intenso sonrojo, fruto de la vergüenza y de una exasperación que le impedía articular las palabras, la dama se concedió unos segundos para serenarse antes de asomarse, a su vez, al campamento. Una fugaz mirada a los centinelas le reveló que, pese a cuidar tanto ella como Caramon de no gritar, su discusión había llegado a sus oídos.
Ignorando la actitud socarrona, la malsana curiosidad de los guardianes, oteó el panorama y descubrió el lejano revoloteo de una túnica negra en la espesura que los circundaba. Entró rauda en la tienda, recogió su capa y, tras echársela sobre los hombros, se alejó en aquella dirección.
Caramon la vio adentrarse en el bosque y, aunque nada sabía de la huida de Raistlin, intuyó el motivo de aquel repentino impulso. Quiso llamarla, evitar que desapareciera entre los pinos. En principio ningún peligro la acechaba en la arboleda que crecía prístina en la falda de los montes Carnet, mas, en un tiempo tan incierto, era mejor no aventurarse.
No obstante, cuando se disponía a pronunciar su nombre detectó las sonrisas de complicidad de dos de sus seguidores y, consciente de que se ponía en ridículo, de que su ansiedad le hacía aparecer ante ellos como un adolescente enamorado, cerró la boca. Además, Garic se acercaba junto a un enano y un hombre joven, de piel oscura y ataviado con las plumas y los pellejos de animales que identificaban a los bárbaros.
«Deben de ser los emisarios», pensó. Tenía que recibirlos y olvidar sus cuitas personales.
Su deber le exigía quedarse, su deseo era emprender carrera en pos de la dama. Ojeó el lindero del bosque y, al comprobar que la sacerdotisa había desaparecido, tuvo una premonición, tan vivida que a punto estuvo de lanzarse a perseguirla sin reparar en el efecto que su acto pudiera producir. Sus instintos guerreros, el pavor le impelían a atravesar el cerco de árboles. No lograba definir sus temores, mas este hecho no los hacía menos punzantes, menos reales.
Por otra parte, no podía desatender a los mensajeros para dar caza a una mujer. Si se dejaba llevar de sus impulsos nunca volvería a granjearse el respeto de sus soldados. Existía la alternativa de enviar a uno de sus guardianes. Pero nada ganaría con ello; quedaría igualmente en entredicho. Así que, muy a su pesar, encomendó el destino de la dama a Paladine, su dios. Rechinantes los dientes, el general saludó a los emisarios y los condujo hasta su tienda.
Una vez los hubo acomodado, procedió a expresar las formalidades de rigor e intercambiar bromas intrascendentes. Ordenó que les sirvieran comida, que les obsequiaran con brebajes de su gusto y, mientras ellos se regalaban, se disculpó y se escabulló por la parte trasera.
«Las huellas de la arena me marcan el camino. Al alzar la vista se despliega ante mí el cadalso, vislumbro en el tajo la figura encapuchada y también, a su lado, el negro embozo del verdugo. La afilada hacha refulge bajo el sol abrasador.
»Cae el arma ejecutora, la cabeza de la víctima rueda sobre la plataforma hasta que, despojada de su envoltura, descubro…».
—¡A mí mismo! —susurró Raistlin con acento febril, retorciéndose las manos.
«Luego, el verdugo exhibe su rostro…».
— ¡El mío!
El pánico se adhirió a sus vísceras cual un tumor letal, el sudor y los temblores se sucedían en un caos devastador. Presionó sus dedos sobre las sienes como si, al ahogar su palpito, pudiera conjurar las terribles visiones que envenenaban sus sueños noche tras noche y, durante el día, transformaban en cenizas cuanto ingería.
De nada le sirvió. Las imágenes no se desvanecieron.
«¡Amo del Pasado y del Presente! —se mofó de sí mismo entre risas huecas, burlonas—. No soy amo de nada. Mi infinito poder es una falacia, estoy atrapado, ¡sí, atrapado! Al seguir sus improntas, sé que todo cuanto ocurre ya ha ocurrido antes. Veo a seres con los que nunca antes me había cruzado y, sin embargo, los conozco. Oigo los ecos de mis palabras sin haberlas proferido y, aunque no quiera, acabo pronunciándolas. ¡Ésa faz! —se desesperó, a la vez que auscultaba sus rasgos—. Ése semblante no es el mío. ¿Quién soy? ¡Mi propio ejecutor!».
Sus desvaríos resonaban en los recovecos de su mente, y no se dio cuenta de que los había manifestado en un grito desgarrado. En un frenesí, perdido por completo el dominio de sus acciones, el nigromante se clavó las uñas en la piel cual si su rostro fuera una máscara que pudiera arrancar de sus huesos.
—¡Detente, Raistlin! ¿Qué haces? ¡Te lo suplico, reacciona!
Ajeno a esta llamada, persistió en su afán hasta que unas manos, suaves y firmes al mismo tiempo, aferraron sus muñecas. El mago forcejeó unos instantes. Pero su ataque de demencia no tardó en mitigarse. Las turbias aguas en las que se debatía se remansaron y, en su retroceso, le dejaron sereno, exhausto. Se despejaron sus sentidos, de tal modo que tomó conciencia de un lacerante dolor en los pómulos y, al examinar sus uñas, las halló manchadas de sangre.
—¡Raistlin!
Era Crysania quien así lo invocaba. El hechicero, sentado en la hierba, contempló su figura erguida frente a él. Advirtió que lo sujetaba para impedir que se lastimase y que, en sus pupilas dilatadas, se dibujaba una profunda angustia.
—Estoy bien —dijo secamente—. Vete, necesito un poco de soledad. No había terminado de hablar cuando, con un suspiro, bajó de nuevo la cabeza al acosarle el recuerdo de su malévola ensoñación. Extrayendo un lienzo limpio de su bolsillo, comenzó a tratar sus heridas.
—No, no lo estás —negó la sacerdotisa a la vez que le arrebataba el paño de las manos y tanteaba, con sumo cuidado, los sanguinolentos arañazos—. Permíteme ayudarte —le rogó al musitar él un reniego apenas audible—. No te curaré contra tu voluntad, pero hay un torrente aquí cerca. Acompáñame hasta su margen, podrás beber y descansar mientras yo lavo las llagas.
Se agolparon en la garganta del mago ásperas imprecaciones, que nunca afloraron pues, de pronto, comprendió que no deseaba que partiera. Encogió el brazo que había levantado para despedirla, sabedor de que su presencia eliminaba las pesadillas que le atormentaban, y se abandonó al cálido contacto de la carne humana, tan reconfortante después del gélido roce de la muerte.
Miró a la dama y le indicó su asentimiento mediante una leve, fatigada inclinación de cabeza.
Demacrado, contraído el rostro a causa de la consternación que infundía en su ánimo el estado del mago, Crysania le rodeó con su brazo para sostener sus frágiles piernas. Así respaldado, Raistlin inició su andadura por el bosque sin poder sustraerse al calor del vecino cuerpo de su compañera.
Al llegar a la orilla del riachuelo, el enfermo se sentó en una roca de lisa superficie y se calentó bajo el sol otoñal. La sacerdotisa, mientras tanto, zambulló el lienzo en las aguas para, una vez empapado, limpiar los estigmas de su ataque contra sí mismo. La hojarasca se desprendía de los árboles y, en una lluvia de susurros, se posaba en el lecho fluvial antes de ser arrastrada corriente abajo.
Sin despegar los labios, Raistlin contempló cómo las hojas marchitas eran engullidas por el acuático borboteo y cómo otras, aún aferradas a sus ramas en un postrer alarde de fuerza, se resistían al embate de la brisa, que, aunque tibia, las arrancaba despiadada de su fuente de vida y, entre gráciles piruetas, las hacía revolotear hasta el cauce. Debajo del manto vegetal, en el fondo del torrente, descubrió el reflejo de su semblante. Desvirtuaban sus mejillas sendos cortes largos, profundos, y sus ojos, en lugar de espejos, se le antojaron dos manchas mortecinas. Era el miedo lo que los apagaba, y este miedo le inspiró desdén.
—Dime qué te sucede —lo invitó Crysania dubitativa, haciendo una pausa en sus cuidados y extendiendo la mano sobre los entecos dedos del nigromante—. No comprendo por qué te has mostrado tan taciturno desde que abandonamos la Torre. ¿Guarda tu ensimismamiento alguna relación con el Portal desaparecido, quizá con lo que te explicó Astinus en Palanthas?
El nigromante no contestó, ni siquiera la miró. Los rayos solares caldeaban su ser a través del tupido terciopelo y el contacto de la mujer era todavía más ardiente que el del astro. Pero una parte de su cerebro se obstinaba en sopesar fríamente las ventajas de sincerarse. «¿Qué he de ganar con ello? ¿No será preferible mantener el secreto?».
Un elemento desestabilizador, su pasión, entró en escena. Anhelaba atraer a la sacerdotisa, envolverla, mecerla en la negrura donde ambos podían fundirse.
—Sé —declaró al fin, obediente a su raciocinio aunque tomando la precaución de no enfrentarse a los ojos grises que lo espiaban— que el Portal se halla en Zhaman, una fortaleza mágica situada en la vecindad de Thorbardin. Astinus me lo reveló.
»Cuenta la leyenda que Fistandantilus emprendió lo que se ha dado en llamar las guerras de Dwarfgate con el único propósito de reclamar la propiedad del reino enanil. El maestro de la Gran Biblioteca relata algo similar en sus Crónicas. Pero, si lees entre líneas, como yo debería haber hecho de no caer en la trampa de mi propia arrogancia, averiguarás la verdad.
Entrechocó, tenso, sus palmas y Crysania, acuclillada delante de él, aguardó que prosiguiera. La dama lo había escuchado como hechizada. Y su actitud no varió cuando el nigromante retomó el hilo de su narración.
—Fistandantilus visitó estos parajes con la misma intención que los surco yo ahora. —Ribeteaba su discurso un singular siseo, augurio de una vehemencia que no tardó en brotar—. ¡Nada le importaba Thorbardin! Su plan fue una estratagema digna de su astucia. Lo que él quería era acceder al Portal, y los enanos se interponían en su camino del mismo modo que obstruyen el mío. Eran ellos los dueños de la fortaleza, quienes gobernaban los territorios adyacentes. La única manera de atravesar el escollo era desencadenar una contienda que le permitiera acercarse a su objetivo. Ya ves que la historia se repite.
«Tengo que seguir sus pasos. Por mucho que me rebele acabo siempre actuando como él».
Enmudeció y, atribulado, se empecinó en observar el fluir de las aguas.
—Por lo que he deducido de las Crónicas de Astinus —intervino tímidamente la sacerdotisa—, la guerra era inevitable. Las diferencias entre los Enanos de las Montañas y sus primos de las Colinas eran irreconciliables. Su sangre se habría derramado de todas formas, así que no debes reprocharte…
—¡Los enanos no me preocupan en lo más mínimo! —la atajó, impaciente, Raistlin—. Por lo que a mí respecta, podrían ahogarse todos en el mar de Sirrion. Afirmas conocer el episodio de los escritos de Astinus dedicado a este conflicto. Pues bien, piensa con detenimiento. ¿Qué provocó el final de la liza de Dwarfgate?
Crysania se esforzó en recordar y, tras un prolongado silencio, respondió:
—La explosión que destruyó las llanuras de Dergoth. Murieron millares de criaturas, y también…
—¡Fistandantilus! —concluyó el mago por ella, con un sombrío énfasis.
Durante algunos minutos, la sacerdotisa lo miró desconcertada, hasta comprender la sentencia que entrañaba aquella mención a su predecesor arcano.
—¡Pero no tiene por qué ser así! —protestó, soltando el paño y apretando entre sus palmas las manos unidas de Raistlin—. No eres la misma persona y las circunstancias han cambiado. Estoy persuadida de que te equivocas en tu augurio.
El hechicero meneó la cabeza, tirantes sus labios en una cínica sonrisa. Se desembarazó de las delicadas manos femeninas y, con suavidad, alzó su mentón para que, al cruzarse sus pupilas, se rindieran a la triste evidencia.
—Las circunstancias no han variado, ni yo he cometido ningún error —la corrigió—. Me hallo atrapado en el torbellino del tiempo y me precipito a mi destino.
—¿Cómo puedes estar tan seguro? —indagó ella.
—Existen demasiadas coincidencias para buscar una escapatoria —fue la tajante contestación—. Alguien más pereció junto a Fistandantilus en aquella lóbrega jornada.
—¿Quién? —preguntó la dama si bien, antes de que él se lo comunicase, sintió que un manto de miedo la circundaba, depositado sobre sus hombros con un crujido tan quedo como el de la hojarasca.
—Un viejo amigo tuyo. ¡Denubis! —proclamó Raistlin, retorcidos sus labios en una grotesca mueca.
—¡Denubis! —repitió la mujer.
—Sí —confirmó el archimago a la vez que, en un impulso inconsciente, acariciaba sus pómulos y su barbilla, que aún sostenía en alto—. Astinus me informó de este hecho, que no me sorprendió ya que mi poderoso maestro atraía invenciblemente al clérigo, aunque él rehusara admitirlo. Abrigaba sobre la Iglesia dudas muy similares a las tuyas y cabe asumir que, durante los escalofriantes días previos al Cataclismo, Fistandantilus le engatusase.
—Tú no me engatusaste —le espetó la sacerdotisa con firmeza—. Si te he acompañado ha sido por mi voluntad.
—En efecto.
El archimago apartó la mano, que, respondiendo a una iniciativa ajena a su control, tanteaba en actitud cariñosa la fina piel de la dama. Sin embargo, su recato fue tardío. El contacto le había inflamado la sangre. No logró desviar su mirada de aquellos labios bien torneados, del sugestivo cuello. Surgió en su memoria la imagen que percibió al entrar en la tienda, revivió el arranque de celos que sufrió al verla entre los brazos de su hermano.
«No debe ocurrir —se reprendió—. Si cedo se vendrán abajo mis planes».
Empezó a incorporarse, pero Crysania asió su mano y reclinó el rostro en la palma abierta.
—No te atormentes —le exhortó, clavados en los suyos sus ojos grises que, seductores, brillaban bajo la luz de los rayos solares al filtrarse éstos por el ramaje—. ¡Juntos alteraremos el tiempo! Tú estás mejor dotado en tu arte que Fistandantilus, y mi fe es más fuerte que la de Denubis. Escuché las exigencias del Príncipe de los Sacerdotes frente a los dioses, conozco el motivo de su fracaso. Paladine atenderá a mis plegarias como siempre hizo en el pasado. Tú y yo escribiremos un nuevo desenlace para esta malhadada historia.
Hipnotizada por la pasión que su propia voz destilaba, los ojos de la dama refulgieron hasta tornarse azules, al mismo tiempo que su tez, fresca a causa de las caricias de la mano de Raistlin, se teñía de un rubor rosáceo. Su exacerbado palpito se abrió camino a través de las venas del hechicero, quien, al recibir su ternura, al sentir su muda invitación, se hincó de rodillas a su lado. La estrechó contra su cuerpo, la besó en los labios, en los párpados, en el cuello. Sus dedos se enredaron en la larga melena, cuya fragancia invadió sus sentidos y, en suma, el dulce dolor del deseo se apoderó de todo su ser.
Ella se entregó a su fuego como antes se entregara a su magia y le devolvió sus apasionados ósculos. Acostóse Raistlin en la mullida alfombra de hojas para, ya sobre su espalda, arrastrar a la sacerdotisa sin aflojar el abrazo que los enlazaba. La luz del sol otoñal, suspendido de un cielo inmensamente azul, le cegaba, y el astro mismo parecía incendiar sus negras vestiduras, tan lacerante como las punzadas que surgían de sus entrañas.
La epidermis femenina se le antojó refrescante en su estado febril, sus labios eran el agua dulce que alivia al moribundo. Entrecerró los ojos a fin de zafarse de la deslumbradora luminosidad y, ya en la penumbra, se le apareció un rostro familiar: el de una diosa de cabello oscuro que, exultante, victoriosa, reía.
—¡No! —exclamó de pronto el archimago, al mismo tiempo que empujaba a la desprevenida Crysania.
Tembloroso, mareado, se puso de pie. Ardían sus pupilas, expuestas de nuevo a la luz, y estaba tan asfixiado bajo su túnica que le faltaba el resuello. Tras cubrirse la cabeza con la capucha, permaneció inmóvil unos segundos tratando de recobrar la compostura.
—¡Raistlin! —le invocó la dama, aferrada a su mano.
Su modo de pronunciar el nombre, el cálido acento de su llamada, amenazaron con quebrar su resolución. Y la textura de su carne inmaculada, que prometía mitigar el dolor, contribuía aún más a debilitarla.
Enfurecido por su propia flaqueza, el nigromante se deshizo del abrazo que lo atenazaba, antes de asir, ya libre, la hombrera del frágil hábito de la sacerdotisa. Sin darle opción a defenderse, desgarró el paño y, con la otra mano, restregó el pecho contra la hojarasca.
—¿Es eso lo que quieres? —preguntó, exasperado—. Si es así, aguarda la llegada de mi gemelo. No tardará en presentarse, estoy persuadido.
Tumbada entre las hojas, consciente de su desnudez al verla reflejada en los crudos espejos que configuraban los ojos del hechicero, Crysania se cubrió los senos con los jirones de su vestido y le examinó callada, perpleja.
—¿Para qué hemos llegado tan lejos, para amancebarnos en el bosque? —le imprecó él persistente, sin la menor conmiseración—. Creí que te movían aspiraciones más elevadas. Hija Venerable. Presumes de la ayuda de Paladine, te ufanas de tus poderes, mas ¿qué uso pretendes darles? ¿Piensas que la respuesta a tus oraciones es que yo caiga víctima de tus encantos?
El dardo acertó en su diana. La sacerdotisa se convulsionó e, incapaz en su vergüenza de hacerle frente, prorrumpió en lastimeros sollozos de espaldas a aquella criatura cruel, humillante. Sus greñas se esparcieron sobre los hombros, cubriendo de manera desigual su piel blanca, fina, exquisita.
Girando abruptamente sobre sus talones, Raistlin se alejó. Caminaba deprisa y, a medida que interponía distancia, se sosegaba su alterado ánimo. Se amortiguó la agobiante pasión y, al hacerlo, se despejó su cerebro.
Atisbo el fulgor de una armadura entre los arbustos y no pudo reprimir una sonrisa socarrona. Se cumplían sus predicciones. Caramon había emprendido la búsqueda de la mujer. Quizá juntos se consolarán de sus sinsabores pensó. A él poco le importaba.
Al arribar a la tienda, se refugió en su fresco, oscuro ambiente. La mueca desdeñosa todavía retorcía su boca, pero se desdibujó al recordar su vulnerabilidad frente a Crysania, lo cerca que había estado de rendirse y también, contra su deseo, los incitantes labios de la sacerdotisa, su calor. Se desmoronó en una silla y hundió la faz entre las manos.
La sonrisa volvió a ensanchar sus facciones media hora más tarde, cuando Caramon irrumpió en su aposento. El hombretón tenía el rostro enrojecido, los ojos dilatados, la mano crispada sobre la empuñadura de su espada.
—¡Debería matarte ahora mismo, bastardo! —lo insultó en un espasmo de cólera.
—¿Por qué motivo lo harías esta vez, hermano? —indagó Raistlin, sin interrumpir la lectura de un grueso tomo de hechicería—. ¿He asesinado a otro kender a quien profesas dulce amistad?
— ¡Lo sabes muy bien, vil gusano!
El guerrero estaba fuera de sí. Lanzando un reniego, le arrebató el libro arcano y lo cerró con estrépito. El contacto de la azulada cubierta le quemó los dedos, pero estaba demasiado indignado para sentir el dolor.
—He encontrado a Crysania en el bosque con el hábito desgarrado, llorando hasta perder el aliento. Y esos arañazos te delatan —le espetó.
—Ésos arañazos me los hice yo mismo. ¿Acaso no te ha contado lo ocurrido?
—Sí.
—¿Te ha revelado que se me ofreció? —hurgó el nigromante en la herida.
—No puedo creerlo —fue la cortante respuesta.
—¿Y que yo la he repudiado? —continuó el mago, impasible, a la vez que clavaba en su gemelo una mirada fría, despreciativa.
— ¡No soporto tu presunción! —quiso replicar el general, pero Raistlin, seguro de su predominio, volvió a atajarlo.
—Lo más probable es que ahora, en la penumbra de su tienda, dé gracias a los dioses por mi actuación. Lo cierto es que la amo lo bastante para salvaguardar su virtud—confesó.
Deseoso de restar dramatismo a la escena, el hechicero emitió una risa sarcástica que traspasó el corazón de Caramon cual una daga envenenada.
—¡Mientes! —acusó a su hermano al mismo tiempo que, agarrándole por el pectoral de la túnica, lo levantaba de su asiento—. Y tampoco ella ha dicho la verdad. Con tal de protegerte es capaz de fraguar cualquier embuste.
—Retira tus manos —le ordenó el archimago en un susurro.
—¡Voy a mandarte al Abismo! —lo amenazó el otro.
— ¡Retira tus manos! —insistió Raistlin.
Al comprobar que el guerrero no había de obedecerle, que ni siquiera le escuchaba, el atacado recurrió a su arte. Iluminó la primorosa urdimbre un resplandor de luz azulada, sucedido por un chasquido y un sonido sibilante, y Caramon emitió un grito de dolor antes de soltarlo, víctima de un flagelo invisible que paralizó sus vísceras.
—Te lo advertí —comentó el hechicero, alisando las arrugas de su atavío y volviendo a su silla.
—¡Por los dioses que he de segar tu abyecta existencia! —rugió su gemelo con las mandíbulas apretadas.
Como para confirmar su resolución, desenvainó la espada. Raistlin, lejos de amedrentarse, abrió el volumen por la página que estudiaba al aparecer el hombretón y, abstraído, lo invitó:
—Adelante, acaba cuanto antes. Tantos desafíos comienzan a aburrirme.
En sus ojos brillaba una llama de ambiguo portento, una indiferencia insolente.
—Vamos, inténtalo —azuzó a su agresor—. Nunca regresarás a casa.
—¡Eso ahora carece de importancia!
Ofuscado por el odio y los celos, el guerrero dio un paso hacia su adversario, quien, sin mover un músculo, lo aguardaba con aquella singular expresión en su enjuto rostro.
—¡Inténtalo! —lo apremió.
Caramon elevó su arma.
— ¡General!
Quien así le llamaba, impidiéndole la realización de sus designios, era uno de sus soldados. Oyó gritos de alarma en el exterior, ecos de pisadas que corrían de un lado a otro y, frustrado, contuvo el impulso de su estocada. Aunque le cegaban lágrimas de ira, fijó en su víctima una sombría mirada.
—General, ¿dónde estás?
Se acercó el tumulto, dirigido hacia la tienda de Raistlin por el guardián personal de su gemelo, que conocía su paradero.
—¡Aquí! —vociferó al fin Caramon. Volvió la espalda a su rival, encajó el filo en su funda y descorrió la cortinilla—. ¿Qué ocurre?
—General… ¡Pero si tienes las manos quemadas! ¿Cómo…?
—Olvídalo, no es nada. ¿Qué ibas a comunicarme? —urgió al hombre que encabezaba al agitado tropel.
—¡La bruja ha dejado el campamento!
—¿Que nos ha dejado? —repitió él, en la cumbre de la desesperación.
Tras espiar a su hermano con una hostilidad más penetrante que su templado acero, el fornido luchador salió precipitadamente del lóbrego refugio. Invadieron los tímpanos de Raistlin sus imperiosas demandas, las explicaciones de sus subordinados.
Resuelto a no escuchar tan molesto vocerío, el archimago cerró los ojos y suspiró. Caramon había perdido una espléndida oportunidad de matarle.
Delante de él, extendiéndose en una línea recta y angosta, el rastro de su arcano antecesor lo guiaba de manera inexorable.