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El reino de los enanos

Pax Tharkas, un monumento a la paz, se transformó de la noche a la mañana en el símbolo de la guerra.

La historia de la gran fortaleza de piedra hunde sus raíces en una leyenda improbable, en el pasado de una raza enanil desaparecida que, en todos los anales, recibe el nombre de Kalthax.

Al igual que los humanos son aficionados al metal, a templar armas invencibles o al brillo de una moneda, al igual que los elfos se consagran a la preservación de los parajes boscosos y de la vida, los enanos concentran sus esfuerzos en trabajar la roca, en moldear la osamenta del mundo.

Antes de la Era de los Sueños, Krynn estuvo inmerso en un período denominado la Era de la Penumbra, cuando la Historia se fundía en la niebla de sus propios albores. Habitaba entonces los grandes salones de Thorbardin una raza de enanos cuyas construcciones eran tan perfectas, tan extraordinarias, que el dios Reorx, forjador del mundo, se maravilló al contemplarlas. Sabedor, en su infinita penetración de la naturaleza de los mortales, de que una vez alcanzados sus más ambiciosos proyectos éstos pierden todo estímulo para superarse, Reorx retiró de la faz de la tierra a los kalthax y los llevó a vivir a su reino, cerca de su fragua celeste.

Pocos exponentes quedan de la antigua artesanía de esta raza, apenas unas piezas dispersas que se conservan en Thorbardin como objetos de valor incalculable. Después de que los kalthax abandonaran sus dominios, todos los enanos hicieron suyo el anhelo de esculpir en la roca obras tan insuperables de modo que, para premiarles, les llamara junto a él.

No obstante, con el transcurrir de los años tan encomiable aspiración se pervirtió y tergiversó hasta transformarse en una manía obsesiva.

Capaces tan sólo de pensar en la piedra, de soñar con ella, las existencias de los enanos acabaron siendo tan inflexibles como la materia prima de su arte. Se cobijaron en laberintos cavados en la montaña, de tal manera que se aislaron del exterior y ese exterior, poco a poco, les olvidó.

Siguió pasando el tiempo hasta que se desataron las cruentas guerras entre elfos y humanos, una trágica contienda que concluyó con la firma del Pergamino de Swordsheath o de la Vaina de Espada, y el exilio voluntario de Kith-Kanan, junto a sus leales subordinados, de su morada en Silvanesti. Según especificaba el tratado de paz, los elfos qualinesti —término que significa «nación liberada»— obtuvieron la zona occidental de Thorbardin para establecer en ella su nuevo hogar.

Hombres y elfos hallaron el pacto aceptable. Por desgracia, a nadie se le ocurrió consultar a los enanos, quienes, viendo en la afluencia masiva de miembros de otra raza una amenaza a su retirada existencia en el corazón de la montaña, atacaron a los intrusos. Kith-Kanan descubrió, desolado, que había zanjado un conflicto para enzarzarse en otro.

Décadas después, y tras practicar toda suerte de estrategias, el rey elfo convenció a los testarudos enanos de que su piedra no le interesaba, que sólo quería complacerse en la observación de la bullente y hermosa espesura. Aunque este amor a algo efímero, en perpetuo cambio, era del todo incomprensible para los enanos, llegaron a admitir su presencia. Vencidos los resquemores, ambas razas pudieron trabar amistad.

Pax Tharkas se erigió como testimonio de la concordia. La fortaleza, que guardaba el paso montañoso entre Qualinost y Thorbardin, se convirtió en el monumento a las diferencias, en un símbolo de unión en la diversidad.

En la época anterior al Cataclismo, elfos y enanos se alternaban la vigilancia en las almenas del imponente alcázar. Pero, ahora, únicamente estos últimos custodiaban el recinto desde sus dos altas torres, pues la hecatombe dividió de nuevo a tan dispares razas.

Se retiraron los elfos a su boscosa patria de Qualinost, necesitados de un refugio donde sanar sus heridas. A salvo en sus regiones ancestrales, su ansia de soledad les llevó a cerrar las fronteras. Quienquiera que osara traspasarlas, humano, goblin, enano u ogro, era ajusticiado al instante, sin concedérsele la oportunidad de explicar el motivo de su incursión.

En todo ello pensaba Duncan, rey de Thorbardin, mientras veía zambullirse el sol tras los riscos cual si cayera del cielo a fin de visitar las tierras de los qualinesti. Perfilóse en su mente una divertida escena en la que los elfos atacaban al astro por atreverse a invadirles, y apareció en sus labios una sonrisa socarrona.

«Tienen sus razones para comportarse de ese modo —rectificó—, para repudiar al mundo. ¿Qué trato, después de todo, han recibido de las criaturas que lo pueblan? Arrasaron sus dominios, violaron a sus mujeres, asesinaron a sus hijos, quemaron sus casas y les robaron el alimento —enumeró para sus adentros—. ¿Fueron acaso los goblins o los ogros, máximos adalides del mal? ¡No! —gruñó salvajemente—. Fueron aquellos en los que habían confiado, que acogieron como hermanos: los hombres.

»Ahora ha llegado nuestro turno —recapacitó Duncan, paseando por las almenas sin perder de vista la luz crepuscular que, con sus purpúreas matizaciones, teñía el cielo de sangre—. Como les ocurriera a los elfos, tendremos que cerrar las puertas y castigar a quien pretenda atravesarlas. ¡Si el Abismo es el común destino de los mortales, que ellos se precipiten a su manera y nos dejen seguirles a la nuestra!».

Perdido en sus cavilaciones, el monarca no se percató hasta unos minutos más tarde de que alguien se había reunido con él en la atalaya. El recién llegado, también de raza enanil, le sobrepasaba toda la cabeza y, dada su estatura, daba una zancada por cada dos que él avanzaba. No obstante, para demostrarle su inalterable respeto, había acomodado su paso al del cabecilla.

Duncan frunció el entrecejo. En cualquier otro momento habría agradecido la compañía de aquel personaje, mas ahora juzgó su presencia como un ominoso presagio. La proximidad de tan alta figura ensombreció sus meditaciones a la vez que el sol, al desaparecer en el horizonte, prolongaba las sombras de los indiferentes picos, que se cernieron como dedos estirados sobre la mole de Pax Tharkas.

—Guardarán bien nuestras fronteras del oeste —comentó el soberano con objeto de entablar un diálogo, fija su mirada en las zonas limítrofes de Qualinost.

—Sí, thane —respondió el otro.

Duncan escrutó a Kharas, y sus ojos centellearon bajo las pobladas cejas. Aunque su subordinado había asentido a sus palabras, se adivinaba en su timbre una reserva, una frialdad que sólo podían indicar desaprobación.

Emitiendo el peculiar resoplido que caracterizaba a los de su raza, el monarca giró abruptamente sobre sí mismo para caminar en sentido opuesto y advirtió, satisfecho, que había pillado desprevenido a su larguirucho siervo. Pero éste, en lugar de dar un traspié en un forzado intento de alcanzarle, se detuvo y oteó, en triste ademán, el panorama que se extendía entre las almenas de la fortaleza y las umbrías tierras elfas.

Irritado por tal reacción, Duncan tuvo el impulso de proseguir el paseo sin su fiel súbdito. Cuando, cambiando de idea, resolvió hacer un alto para dejar que acudiera a su lado, comprobó sorprendido que el otro enano rehusaba moverse. Exasperado, hubo de retroceder.

—Por la barba de Reorx, Kharas —rezongó—, ¿qué sucede?

—Creo que deberías hablar con Fireforge —apuntó el aludido mientras el cielo, que ahora examinaba con gran atención, se oscurecía del encarnado al gris. En su bóveda, el fulgor de una estrella solitaria se destacaba en la creciente penumbra.

—No tengo nada que decirle —atajó el rey.

—El thane es prudente.

Pronunció Kharas esta frase ritual con una reverencia, mas el suspiro que la acompañó, y su modo de entrechocar las manos en la espalda, desmentían su aparente sumisión.

—En tus labios, esa fórmula significa que el thane es un perfecto asno —estalló Duncan, a quien no le pasó inadvertida su actitud—. ¿He acertado? —preguntó, pellizcándole el brazo.

El enano de alta talla volvió el rostro hacia el monarca y sonrió, al mismo tiempo que se acariciaba las plateadas trenzas de su rizada barba, unas relucientes hebras iluminadas, en esta hora crepuscular, por las antorchas recién encendidas en los muros. En el instante en que se disponía a contestar, el aire se llenó de los ruidos disonantes que producían el crujir de varios pares de botas, estampidos de pisadas, voces de mando y el estrépito metálico de unas hachas contra el acero, todos ellos representativos del cambio de guardia. Los capitanes intercambiaron instrucciones, los soldados abandonaron sus puestos a fin de cederlos al relevo y Kharas, que espió en silencio el ajetreo, lo utilizó como un respaldo a su sentencia cuando, al fin, la profirió.

—Debes recibirle en audiencia, thane Duncan —declaró—. Se rumorea que hostigas a nuestros primos para que se levanten en armas.

— ¡Yo! —rugió el soberano con tono colérico—. Nunca provocaría una guerra. Son ellos quienes se han puesto en marcha y salen de sus colinas como un tropel de ratas. También fueron ellos quienes desertaron de las montañas. Nadie les obligó a huir de la morada que, por tradición, les corresponde. Su orgullo mal entendido los empujó…

Duncan se dilató en un relato pleno de perversidades, indiscutibles unas e imaginarias otras. Kharas permaneció mudo, sin interrumpirlo. Esperó paciente hasta que hubo desahogado su ira.

—Razón de más para que escuches a Fireforge —apostilló cuando el rey hubo concluido—; de ese modo acallarás a los murmuradores. Por otra parte, mi thane, de vuestra charla todos podemos salir beneficiados. No sólo nuestros primos nos vigilan.

El monarca masculló algo incomprensible y se sumió en sus cábalas. Él no era un botarate, a pesar de haber acusado a Kharas de tal pensamiento, ni su subordinado lo creía. Al contrario, después de erigirse en cabecilla de uno de los siete clanes del reino enanil, Duncan había logrado agrupar bajo su mando a las otras facciones, proporcionando a los habitantes de Thorbardin un único paladín por primera vez en varios siglos. Incluso los dewar reconocían su predominio, aunque a regañadientes.

Los dewar, o enanos oscuros, vivían en hondos subterráneos, en grutas hediondas y lóbregas en las que hasta sus hermanos de las montañas, acostumbrados a cobijarse al amparo de la tierra, rehusaban entrar. Tiempo atrás el estigma de la demencia había marcado a este clan, de manera tan fehaciente que todos les habían vuelto la espalda. En la actualidad, tras numerosas centurias de multiplicarse entre ellos a causa de su aislamiento, su locura se había acentuado, mientras que los tildados de cuerdos formaban un grupo amargo y hosco.

De todos modos, no dejaban de resultar útiles a la comunidad. De talante irritable, feroces en sus costumbres, hallaban placer en matar y este hecho les convertía en piezas valiosas del ejército del thane. Duncan les dispensaba un trato amable por este motivo y también, en el fondo, porque era un soberano benigno y justo, si bien no ignoraba la necesidad de mantenerse alerta ante el más mínimo brote de rebeldía.

Ésta perspicacia que le servía para guardar su seguridad le indujo, asimismo, a recapacitar sobre las palabras de Kharas. «No sólo nuestros primos nos vigilan». Muy cierto, hubo de admitirlo. Desviando la vista hacia el oeste, ahora circunspecto, se dijo que los elfos no deseaban complicaciones pero, si sospechaban de la inminencia de una guerra entre los enanos, su único empeño sería actuar prontamente en defensa de su territorio. Se volvió el soberano hacia el norte donde, de confirmarse las habladurías, los belicosos moradores de los llanos de Abanasinia habrían de establecer una alianza con los Enanos de las Colinas, a quienes habían permitido acampar en la zona de su jurisdicción. Quizás a estas alturas ya habían sellado el acuerdo, algo que a Duncan le interesaba saber y que, quizás, averiguaría en el curso de la entrevista solicitada por Fireforge.

Y, para colmo de desventuras, circulaba de boca en boca la noticia de que un ejército viajaba hacia Thorbardin desde la malhadada Solamnia, un ejército conducido por un poderoso mago de Túnica Negra.

—Muy bien, tú ganas —se rindió el soberano ante su leal seguidor—. Puedes comunicar a ese Enano de las Colinas que nos encontraremos en la sala de los thanes o gobernadores hoy mismo, en la hora de la Vigilia. Procura convocar a los portavoces de los otros clanes. Celebraremos esa reunión, ya que tan encarecidamente la recomiendas.

Kharas, esbozada una sonrisa en sus labios, se inclinó en tan pronunciada reverencia que las puntas de su luengua barba casi rozaron sus botas. Duncan, por su parte, respondió a su cortesía con un breve asentimiento y abandonó las almenas entre el matraqueo de sus pisadas, que daban la medida de su descontento como no lo habría hecho ninguna declaración verbal. Los centinelas apostados en las torres saludaron sin aspavientos al monarca y, de inmediato, reanudaron su guardia. Los enanos son criaturas independientes, que profesan fidelidad a su clan y dejan en segundo plano la obediencia a cualquier otra causa, aunque la promueva el mismo rey. Respetaban a su paladín, mas no estaban dispuestos a someterse sin condiciones; y él lo sabía. Preservar su rango era una batalla diaria.

Los conciliábulos, interrumpidos por la veloz retirada de Duncan, fueron reemprendidos en cuanto el monarca entró en la mole. Los soldados eran conscientes de que se avecinaba una contienda y, a decir verdad, ansiaban pelear. Al oír sus inflamados comentarios sobre refriegas y combates, al constatar su entusiasmo, Kharas no pudo reprimir un nuevo suspiro.

Concentrándose en su quehacer, el personaje de insólita estatura —siempre según los cánones de su raza— partió en busca de la delegación del Clan de las Colinas, tan alicaído su ánimo como pesado se le antojaba el gigantesco mazo que portaba, un pertrecho que sus compañeros apenas podían levantar del suelo. También Kharas preveía el estallido de un conflicto y esta perspectiva le inspiraba reacciones similares a las que tuvo cuando, de niño, visitó la ciudad de Tarsis y se demoró en la playa para admirar sobrecogido el romper de las olas sobre la arena. Al igual que la hinchada marea, la reyerta era algo inevitable. Mas, pese a no abrigar ninguna duda al respecto, perserveraría hasta el último momento en su afán de impedirla.

Nunca se molestó en guardar en secreto su repulsa a la guerra, aprovechaba la más mínima ocasión para exponer sus argumentos en favor de la concordia. Eran numerosos los enanos a quienes les extrañaban tales manifestaciones, pues Kharas era tenido por un héroe de su raza que, en su adolescencia, había figurado entre los más encarnizados enemigos de las legiones de goblins y ogros durante las escaramuzas que fomentara el príncipe de los Sacerdotes de Istar.

Era aquélla una época de confianza entre los pueblos. Aliados de los Caballeros de Solamnia, los enanos acudieron en su auxilio cuando los goblins invadieron su morada. Se debatieron juntos, y a Kharas le impresionó en gran medida el severo Código que presidía las actuaciones de los nobles humanos mientras que los caballeros, a su vez, quedaron perplejos ante la pericia del entonces joven luchador.

Más alto y fuerte que los otros miembros de su hermandad, este enano singular blandía un mazo de grandes dimensiones que él mismo había confeccionado —cuenta la leyenda que con ayuda de Reorx, su dios—, siendo incontables los episodios en que contuvo en solitario el avance de los invasores para dar tiempo a sus tropas a reorganizarse.

Su valor le valió entre los caballeros el apelativo de Kharas que, en su lengua, significaba precisamente eso, «caballero». Se trataba del mayor honor que su Orden concedía a criaturas pertenecientes a otras etnias.

Al regresar a casa, el apodado Kharas descubrió que su fama se había extendido. Podría haberse instituido en general de las tropas enaniles o incluso en rey, de haberlo querido. Pero no eran tales sus aspiraciones. Prefirió respaldar a Duncan, y muchos de sus congéneres creían que el soberano debía el ascenso al poder en el interior del clan a su poderosa influencia. Si fue así, no por ello se enturbiaron sus relaciones. El ponderado monarca brindó su sincera amistad al laureado héroe, de tal modo que el espíritu práctico de uno frenaba el idealismo del otro.

Sobrevino el Cataclismo, el peor azote en la historia de Krynn. En los años posteriores a la catástrofe, más terribles que el terremoto mismo, la valentía de Kharas fue guía y ejemplo de sus hermanos. Suyo fue el discurso que obró la unión de los thanes y el nombramiento de Duncan. Las dewar depositaron en él su confianza, pese a su esquivo carácter y, gracias al tono conciliador de sus pláticas, las desavenidas sectas de su pueblo no sólo lograron sobrevivir, sino prosperar.

Ahora, este personaje que tanto hizo por los suyos se hallaba en sazón. Se casó en sus años mozos, mas su esposa murió en el Cataclismo y, fiel a las normas por las que se regía su pueblo, no contrajo segundas nupcias. No nació de su enlace ningún hijo que perpetuase su nombre, si bien, a la vista de las perspectivas de futuro, que nada bueno auguraban, Kharas se alegró de no tener que preocuparse por un vástago.

—Reghar Fireforge, de los Enanos de las Colinas, y escolta.

El heraldo hizo esta presentación enhiesto, solemne, golpeando el duro suelo de granito con el extremo de la lanza de ceremonias. Entró inmediatamente el séquito de visitantes y, todos a una, avanzaron hacia el trono donde estaba sentado Duncan. Según lo acordado, se hallaban en la sala de los thanes de la legendaria fortaleza de Pax Tharkas. En torno al monarca, un poco retiradas, habían dispuesto sillas de bajo respaldo, algo desvencijadas a causa de las prisas, para los representantes de los otros clanes que actuarían como testigo de sus respectivos cabecillas. Tan sólo eran eso, testigos que debían informar de cuanto allí se dijera o sucediese. Dado el estado de guerra, la autoridad descansaba en manos de Duncan, dentro, naturalmente, de las limitaciones que imponía el talante poco sumiso de los enanos.

Los seis enviados eran, en realidad, simples capitanes de división. Aunque en principio sólo existía una unidad colectiva formada por miembros de todos los clanes, las circunstancias no dejaban olvidar que la componían grupos diversos hermanados de manera ocasional. Cada uno tenía sus hombres y sus conductores, cada uno vivía separado de los otros, y no eran inusuales los enfrentamientos entre clanes a los que enemistaban antiguos feudos de sangre. Duncan hizo cuanto pudo para mantener hermética la tapa de aquellas bullentes marmitas, pero las presiones la hacían saltar más a menudo de lo deseable.

Ahora, sin embargo, acechados como estaban por un adversario común, reinaba una cierta armonía. Incluso el representante de los dewar, un capitán sucio y harapiento llamado Argat que, al estilo de sus bárbaros ancestros, llevaba la barba anudada en burdos nudos y se entretuvo durante los preliminares arrojando un cuchillo al aire y recogiéndolo en pleno descenso, escuchó las presentaciones con un desdén inferior al que habitualmente exhibía.

También había en la variopinta asamblea un capitán de enanos gully. Conocido como el Highgug, su presencia se debía tan sólo a la cortesía del máximo mandatario. Habida cuenta de que la voz high, en todas las lenguas enaniles, significa «alto», y que gug corresponde a «privado», en el dialecto particular de los gully, su cargo era el de «alto privado» una dignidad irrisoria dentro del ejército si bien, para los de su clan, revestía un honor extraordinario que merecía el respeto, la veneración casi, de las tropas a él encomendadas. Duncan, siempre diplomático, se mostró en todo momento amable con el Highgug y, así, se granjeó su lealtad, desoyendo a quienes opinaban que tan terca obediencia era más un inconveniente que una ayuda. Cuando alguien cuestionaba su actitud, el rey respondía que «nunca se sabe», que él consideraba una política acertada ponerse a los súbditos de su lado.

Allí estaba, pues, el Highgug, aunque pocos le vieron. Habían situado su asiento en un oscuro rincón, donde le ordenaron que permaneciese quieto y callado, instrucciones ambas que el enano siguió al pie de la letra. A decir verdad, hubieron de retirarle dos días más tarde, ya que nadie le indicó de manera expresa que abandonase la sala al finalizar el cónclave.

«Los enanos son los enanos». Era ésta una cantilena que utilizaban con frecuencia los restantes pobladores de Krynn al referirse a las hostilidades existentes entre los habitantes de las colinas y los de las montañas, como para significar que carecían de importancia.

No obstante, la rivalidad y las diferencias eran extremadamente graves en la mentalidad de quienes debían debatirlas, aunque ningún observador extraño las otorgase el crédito debido. Los elfos nunca habría admitido, ni siquiera los enanos mismos, que los clanes de las colinas habían renunciado al reino de Thorbardin por idénticos motivos que impulsaron a los qualinesti a exiliarse de su hogar natal en Silvanesti.

Los habitantes de Thorbardin llevaban una existencia rígida, atrapada en estructuras inamovibles. Cada uno conocía su lugar dentro de su propio clan, y los matrimonios cruzados se juzgaban una monstruosidad al ser el vínculo con los orígenes tan indisoluble como el que nos aferra a la vida. Ésta identificación plena era la fuerza motora de la cotidianeidad, y ayudaba a ahuyentar cualquier contacto que se intentara establecer desde el exterior. Tanto repudiaban lo foráneo, que el máximo castigo que podía infligirse a un enano era el destierro, siendo el ajusticiamiento una pena más benigna. El ideal de aquellas criaturas era nacer, crecer y morir sin asomar la nariz fuera de las puertas de Thorbardin.

Desgraciadamente, tan arraigadas ambiciones eran, o habían sido en el pasado, un sueño. Enzarzados en constantes guerras para defender su territorio, los hombrecillos hubieron de realizar numerosas incursiones al otro lado de sus fronteras. Y, además de los litigios, no faltaban quienes pretendían adquirir su habilidad constructora y estaban dispuestos a pagar cuantiosas sumas a cambio de sus servicios. La bella ciudad de Palanthas fue edificada por un auténtico ejército de diestros enanos, al igual que otras muchas urbes del país, y la solicitud con que eran requeridos obró ciertos cambios en el ánimo de los individuos más libres, que se aficionaron a viajar y propugnaron la apertura de sus restringidos códigos. Aquéllos traidores hablaron de permitir los casamientos entre miembros de clanes distintos, discutieron las posibilidades de un fructífero comercio entre su pueblo y los elfos o los humanos, manifestaron su deseo de vivir bajo la luz del sol y, lo más aborrecible de todo, expresaron su creencia de que había actividades aún más interesantes que la de trabajar la roca.

Ni que decir tiene que los enanos apegados a los hábitos de su raza vieron en estos postulados una franca amenaza para la sociedad y, de un modo inevitable, se produjo la temida ruptura. Los independientes fueron expulsados a perpetuidad de sus moradas subterráneas, y en la despedida no presidió la paz. Se intercambiaron insultos entre los dos bandos, se pronunciaron frases tan ofensivas que dieron lugar a rencillas destinadas a prolongarse a lo largo de varias generaciones. Los desterrados se instalaron en las colinas, donde, aunque no disfrutaron de la existencia que esperaban, hallaron alivio a las cargas que antes les refrenaran: eran libres de desposarse con quien quisieran, de ir y venir a su antojo, de ganar dinero si así lo elegían. Los que quedaron en la montaña cerraron filas y se tornaron aún más severos en el cumplimiento de las reglas.

Los dos dignatarios que ahora se enfrentaban pensaban en todos estos conflictos mientras se estudiaban mutuamente. También, quizá, reflexionaban sobre el hecho de que aquél era un momento histórico, pues durante varios siglos nunca se habían reunido en consejo.

Reghar Fireforge era el más anciano, un miembro distinguido del clan dominante de los Enanos de las Colinas. Aunque pronto se cumplirían doscientos años de su nacimiento, desde el día en que recibiera el «don de la vida», como ellos lo denominaban, era una criatura fuerte y sana, llena de vitalidad, que procedía de una longeva estirpe. Sus hijos, por el contrario, no habían heredado tales características. Su madre, la esposa de Reghar, murió de una enfermedad de corazón y su mal se propagó entre los integrantes de la familia. Fireforge había enterrado a su primogénito y, muy a su pesar, había detectado los síntomas de un final prematuro en el segundo, un joven de setenta y siete años que acababa de casarse.

Cubierto de pieles y curtidos animales, tan raída su apariencia como la del dewar, si bien más pulcro, el visitante se plantó en el centro de la sala con las piernas separadas y miró al monarca, centelleando sus ojos bajo un entrecejo hirsuto, frondoso, que hizo dudar a muchos de que en realidad pudiera verle. Tenía el cabello de un gris metálico, al igual que su barba, y lo llevaba peinado en unas larguísimas trenzas embutidas en el cinto por los extremos, al antiguo estilo de su clan. Le flanqueaba una escolta de sus congéneres, ataviados de manera parecida, y constituían entre todos un grupo imponente.

El rey Duncan soportó el escrutinio con firme ademán, sin flaquear. Tales intercambios respondían a una arcaica costumbre y, cuando los oponentes eran demasiado tercos para bajar la vista, un tercer individuo, siempre neutral, les interrumpía a fin de evitar que el agotamiento les derrumbase. Mientras observaba a Fireforge, el soberano se atusaba la barba que, sedosa y rizada, caía en cascada sobre su vientre. Ere éste un signo de desprecio que hizo enrojecer de ira a Reghar, aunque fingió ignorarlo.

Los seis observadores permanecieron estoicamente sentados, preparados para una larga sesión, y los miembros de la escolta, tras adoptar posturas relajadas, fijaron sus pupilas en el vacío. El dewar continuó jugando con su cuchillo, sin que nadie osara detenerle pese a los irritante de su conducta. El Highgug no se movió de supuesto, olvidado de todos salvo por el fétido olor a enano gully que desprendía su persona en la estancia y, así, los presentes en la asamblea se sumieron en una espera que hizo pensar a más de uno que antes se desmoronaría Pax Tharkas bajo los estragos del tiempo que alguien osara levantar la voz. Transcurrida una eternidad, Kharas fue a interponerse, en un acto premeditado, entre los dos cabecillas. Rompió de ese modo su línea de fuego, y ambos contendientes pudieron entornar los párpados sin perder la dignidad.

Hizo el intermediario una reverencia a su rey y otra al mandatario de las Colinas, con profundo respeto en los dos casos. Se retiró al instante para permitir que los bandos enfrentados hablasen «de igual a igual», si bien cada uno tenía su propia idea sobre lo que esto significaba.

—Te he concedido audiencia, Reghar Fireforge, a fin de averiguar qué os ha impulsado a viajar hasta un reino que abandonasteis, por vuestra propia voluntad, hace ya muchas décadas —declaró Duncan en un alarde de cortesía que, entre enanos, no solía durar.

—Fue un día feliz aquel en que desempolvamos nuestros pies de la mohosa tumba donde vivíamos —contestó el aludido— para gozar del aire libre como los hombres honestos, en lugar de ocultarnos bajo la roca a la manera de los lagartos.

Se dio unas palmadas en la trenzada barba, y Duncan se acarició la suya. Durante el breve silencio que sucedió a esta primera confrontación, los acompañantes de Reghar menearon la cabeza en sentido afirmativo, persuadidos de que su adalid había salido victorioso.

—Entonces, ¿por qué hombres tan honestos han regresado a la mohosa tumba? —parafraseó el soberano las palabras del visitante—. A menos, claro está, que lo hagan en calidad de ladrones —apostilló a la vez que se apoyaba en el respaldo, satisfecho de su agudeza.

Se alzó un murmullo aprobatorios entre los testigos, todos ellos de la tribu de las montañas. El monarca, en su opinión, había ganado un punto.

—¿Puede llamarse ladrón a quien pretende recuperar algo que le fue arrebatado? —inquirió Reghar, furioso.

—No acabo de comprender tu comentario —replicó el otro sin alterarse—, ya que no poseéis nada digno de despertar la codicia de vuestros semejantes. Se dice que incluso los kenders evitan pasar por vuestro territorio.

Los partidarios de Duncan estallaron en carcajadas, mientras que los Enanos de las Colinas se convulsionaron de rabia frente a tan terrible insulto. Kharas suspiró.

—¡Ya que has mencionado la cuestión, te expondré mis quejas! —exclamó el ofendido, trémula su barba—. Habéis acaparado los contratos de mampostería, infravalorando nuestros méritos y quitándonos el alimento de la boca. Y, además de abusar de nuestra buena fe, habéis organizado escaramuzas en las que nos habéis despojado de nuestro grano y ganado. ¡A eso le llamo yo robar! Sabemos que habéis amasado una fortuna a nuestras expensas. Ése es el motivo de mi presencia. ¡He venido a reclamar lo que legítimamente me pertenece, ni más ni menos!

—¡Embustes! —rugió el monarca y, llevado por la furia, se pudo de pie—. ¡Patrañas sin fundamento! La riqueza acumulada en el corazón de la montaña es el fruto de nuestro sudor. Si has vuelto es como el hijo pródigo, protestas de tener el estómago vacío después de haraganear de un lado a otro cuando era el momento de trabajar. Fíjate en tu aspecto. Tú y tus seguidores parecéis una horda de mendigos.

—¿Mendigos? —repitió Reghar en un bramido que nada tenía que envidiar al de su rival, purpúreos ahora sus pómulos—. ¡Juro por el dios Reorx que si me ofrecieras un mendrugo lo escupiría en tus botas! Atrévete a negar que estáis fortificando este edificio en los confines mismos de nuestras propiedades, o que habéis instigado a los elfos a interrumpir nuestro comercio para aprovecharos de nuestra pobreza. Reorx es testigo, con su forja y su mazo, de que regresaremos como conquistadores. Recuperaremos nuestros bienes y te enseñaré qué es el auténtico pillaje.

—No dudo que nos atacaréis —repuso Duncan, burlón—, mas lo haréis en consonancia con vuestro carácter. Sois unos despreciables cobardes, y como tales os agazaparéis tras la túnica de un nigromante y los fúlgidos escudos de los guerreros humanos, sedientos de botín. Después, cuando os hayan utilizado, esas criaturas os apuñalarán por la espalda y saquearán hasta vuestros cadáveres.

—¡Tú serás su maestro en ese arte! —le espetó el dignatario de las colinas—. Durante años te has dedicado a vaciar los bolsillos de nuestros muertos.

Los seis representantes de los clanes se irguieron en sus asientos y los soldados de Reghar dieron un paso al frente. La risa chillona del dewar se impuso a la lluvia de improperios, de amenazas, y el Highgug se acurrucó, boquiabierto, en su rincón.

La guerra se habría desatado allí mismo de no intervenir Kharas, quien corrió a situarse entre los litigantes y, con su alta figura, se sobrepuso a ambos bandos. A empellones, tirando de unos y de otros, logró hacerles retroceder si bien, incluso después de separarse, persistieron las risas provocadoras y los agravios verbales. El leal intermediario hubo de hacer acopio de toda su severidad para reinstaurar el silencio, un silencio tenso y hostil.

Kharas tomó la palabra, e inició su discurso en una voz ronca y preñada de pesadumbre.

—Hace tiempo, rogué a nuestro dios que me otorgara la fuerza suficiente para luchar contra la perversidad del mundo. Reorx respondió a mi plegaria invitándome a usar un anexo secreto a su fragua donde, bajo su protección, confeccioné este mazo. Desde entonces lo he enarbolado en todas las batallas, él me ha permitido combatir el Mal y defender mi hogar, el hogar de mi pueblo. Y ahora, mi rey, me pides que tan sagrado pertrecho aplaste las cabezas de mis congéneres, y también vosotros, mis primos, os aprestáis a asolar mi patria en un conflicto del que nadie ha de beneficiarse. Si no deponéis vuestra actitud, me veré obligado a derramar la sangre de los seres que más estimo, mi propia sangre.

Nadie replicó. Los dos enemigos se dirigieron fulminantes miradas bajo sus enmarañadas cejas, si bien se detectaba en sus pupilas un atisbo de vergüenza. La sincera arenga de Kharas conmovió a la mayor parte de los asistentes y también a los dos cabecillas, aunque éstos, dada su avanzada edad y su experiencia, no se dejaron impresionar como los otros. Ambos habían perdido la ilusión, los ideales de la juventud, conocían demasiado bien los entresijos del mundo y, en particular, el alcance de la brecha que se había abierto entre ellos para confiar en que un cónclave consiguiera sellarla.

No obstante, había que intentarlo. Fue Reghar quien hizo el primer gesto, grave su expresión.

—Ésta es mi propuesta, Duncan, rey de Thorbardin. Retira tus tropas de la fortaleza, entrega Pax Tharkas y la región circundante a nuestra tribu y a nuestros aliados humanos. Danos la mitad del tesoro escondido en la montaña, lo que en justicia nos corresponde, y permite que aquellos que lo deseen se refugien en las rocosas grutas si la malignidad se extiende. Convence también a los elfos de reanudar las transacciones, de demoler las barreras y distribuye de manera equitativa los contratos de construcción.

»A cambio, nosotros cultivaremos los campos de Thorbardin y te venderemos el cereal a un precio inferior al que te cuesta sembrarlo en los viciados subterráneos. De surgir tal necesidad, me comprometo a ayudarte a proteger tus fronteras y la montaña misma.

Kharas suplicó a su mandatario con los ojos, sin despegar los labios, que reflexionara, que negociara al menos las condiciones. Pero Duncan, exasperado, fue incapaz de razonar.

—¡Fuera de aquí! —ordenó a su adversario—. ¡Vuelve junto al Túnica Negra y tus amigos humanos! Veremos si ese hechicero puede, con sus dotes arcanas, derruir la fortaleza o arrancar la piedra del suelo, nuestro hábitat natural. Veremos cuánto tiempo dura tu alianza, si los hombres os brindan ayuda cuando los vientos invernales apaguen las fogatas y su sangre se vierta en la nieve.

Reghar sometió al soberano a un último examen, rebosantes sus pupilas de un odio tan intenso que, si se hubiera materializado, habría supuesto un golpe mortal. Luego, giró sobre sus talones e hizo a su séquito señal de seguirle, de abandonar la sala de los thanes y Pax Tharkas.

La noticia se difundió con sorprendente celeridad. Antes de que los Enanos de las Colinas partieran del recinto, atestaron las almenas sus primos de las montañas, que les despidieron entre sarcasmos y amenazas. Los hombres de Reghar, aleccionados por su adalid, hicieron caso omiso de las provocaciones y emprendieron su cabalgada sin volver la vista atrás.

Kharas quedó solo en la estancia junto al monarca, excepción hecha del olvidado Highgug. Los seis testigos regresaron presurosos a sus clanes, donde comunicaron las nuevas a sus jefes de tal modo que, al anochecer, se habían consumido litros de cerveza y del embriagador brebaje conocido como aguardiente enanil. Las celebraciones, los ecos de los cánticos y la desordenada algarabía retumbaban entre los muros del monumento a la paz.

En medio del desenfreno, la voz quejumbrosa de Kharas resonó en los tímpanos de Duncan.

—¿Por qué has rehusado negociar? —inquirió.

El soberano, apaciguada su cólera, miró a su alto consejero y meneó la cabeza despacio, crujiendo su atuendo de ceremonias al rozarlo la barba cana. Estaba en su derecho de no contestar a tan impertinente demanda, y lo cierto era que sólo Kharas poseía el valor necesario para cuestionar así su decisión.

—Dime, mi buen servidor —indagó, a la vez que apoyaba la mano en su brazo—¿Es verdad que guardamos un tesoro en las entrañas del risco? ¿Hemos robado a nuestros hermanos? ¿Hacemos incursiones en sus tierras, o en las de los hombres? ¿Están justificadas las acusaciones de Reghar?

—No —fue la lacónica respuesta del interpelado, y sus pupilas se encontraron con las de su superior.

—Has visto la cosecha —prosiguió el monarca—. Eres tan consciente como yo de que las últimas monedas de nuestras arcas se gastarán en adquirir alimento con el que sobrevivir al crudo invierno.

—¡Confiésalo ante ellos! —le urgió Kharas—. No son monstruos, sino nuestros parientes. Estoy seguro de que comprenderán…

—No —le atajó, compungido, el rey—. No son monstruos —repitió—, pero se han convertido en algo peor, en niños. Podríamos revelarles nuestro apuro y aun así no nos creerían, no se fiarían de sus propios ojos porque, en sus mentalidades pueriles, han resuelto volcar su fe en la que ellos consideran su cruzada.

«Prefieren creer en la existencia de un tesoro; todavía más, tienen que creer en ella —insistió al observar la mueca de reticencia de su súbdito—. Es su única esperanza de vida, no resistirían si no les animase el anhelo de arrebatarnos esos supuestos enseres. Lucharán para conseguirlos, azuzados por el hambre. En el fondo entiendo su postura. La realidad es demasiado cruel.

Se ensombrecieron un instante sus ojos y Kharas constató, lleno de asombro, que su ira de antes había sido fingida.

—Ahora volverán al lado de sus angustiadas mujeres e hijos —agregó Duncan—, y les dirán: «¡Combatiremos contra los usurpadores! Cuando venzamos, ¡saciaremos nuestras rugientes tripas!». Así olvidarán, durante un tiempo, su penuria.

—No hace falta llegar a tales extremos —replicó su oyente—. Compartamos lo poco que tenemos.

—Mi querido Kharas, eso es imposible. ¡Que caiga sobre mí el mazo de Reorx si miento! Voy a hacerte una revelación, y he de conminarte al secreto. No puedo acceder a sus exigencias porque, de hacerlo, todos pereceríamos. Nuestra raza se borraría de la faz de Krynn.

—¿Tan mal están las cosas? —preguntó Kharas. Su perplejidad iba en aumento.

—Me temo que sí —ratificó el soberano—. Son muy pocos los que lo saben, únicamente los cabecillas de los clanes y, ahora, tú. La recolección de grano fue un desastre, el tesoro amenaza ruina y, además, hemos de reservar nuestro exiguo pecunio para sufragar los gastos de la guerra. Incluso dentro de nuestros confines tendremos que racionar la comida si queremos contemplar los brotes de primavera. Hemos calculado meticulosamente los abastos, y ni siquiera con tan duras medidas tenemos la certeza de superar la estación de los hielos. ¿Cómo agregar a la lista varios centenares de bocas?

Kharas se perdió en sus cavilaciones hasta que, al rato, alzó la cabeza y sentenció:

—Es mejor aceptar juntos el destino, morir todos de hambre, que sucumbir en una contienda entre seres de la misma raza.

—Nobles palabras, amigo Kharas —le aplaudió Duncan.

Cuando se disponía a completar su comentario, un redoble de tambores resonó en la estancia acompañado por himnos ancestrales, más viejos que las paredes de Pax Tharkas y, acaso, que los huesos del mundo. Los enanos se aprestaban a la batalla, y lo manifestaban según el ritual heredado a través de las generaciones.

—Nobles palabras —insistió el monarca una vez se apagó el vocerío—, pero inútiles. No puedes devorar el lenguaje, ni bebértelo, ni tampoco envolverte los pies con él o quemarlo en tu fría chimenea. No des frases, por hermosas que sean, al niño que llora de hambre.

—Ésos niños llorarán también si sus padres parten para luchar y nunca regresan —objetó el servidor.

—Sus sollozos no se prolongarán más de un mes —repuso Duncan—. Luego apurarán sin vacilaciones la ración de su plato. Y estoy persuadido de que es eso lo que querría el ausente.

Una vez expresado tan práctico argumento, el soberano salió de la sala de los thanes para encaminarse, de nuevo, a las almenas.

Durante la conferencia privada de Duncan y Kharas, Reghar Fireforge guiaba a su grupo por la senda que le alejaba de Pax Tharkas a lomos de un robusto y achaparrado poni. Las risas y las ofensas de sus primos de las montañas retumbaban aún en sus tímpanos.

No despegó los labios hasta varias horas más tarde, cuando se hallaron fuera del campo de visión de las enormes torres de la fortaleza. Al llegar a una encrucijada, el anciano jefe tiró de las riendas de su caballo y, volviéndose hacia el miembro más joven de su séquito, le indicó con voz monótona, desapasionada:

—Continúa hacia el norte, Darren Ironfist.

Extrajo el dignatario una andrajosa bolsa de piel que llevaba anudada al cinto para, tras hurgar en su interior, entregar al subordinado su última moneda de oro. Contempló el disco unos largos momentos antes de embutirlo en la palma del muchacho.

—Con este dinero podrás adquirir un pasaje en la nave que hace la travesía del Mar Nuevo —le aseguró—. Una vez al otro lado, ve al encuentro de Fistandantilus y dile…

Hizo una pausa, sabedor de la trascendencia de su resolución. Pero no tenía otra alternativa; así que, malhumorado, terminó de impartir sus instrucciones.

—Dile que, cuando llegue, le aguardará un ejército dispuesto a luchar a su lado.