Capitán de mercenarios
Raistlin recorría un ardiente desierto. Ante él, en la arena, se extendía un rastro de pisadas, que seguía con perfecta meticulosidad. Las huellas le guiaban por dunas que reverberaban al sol, deslumbrándolo. Caminó sin tregua acalorado, exhausto, presa de una sed insaciable. Le dolía la cabeza, el pecho, ansiaba tumbarse a descansar. En lontananza distinguió un pozo, un oasis a la sombra de altas palmeras. Pero, aunque pusiera todo su empeño, no lo alcanzaría. La senda no discurría en aquella dirección, y no podía desviarse de la ruta.
Avanzó durante largas horas, abrumado por el peso de sus propias vestiduras. De pronto, en el límite de sus fuerzas, alzó la vista y ahogó un grito de profundo terror. ¡Las huellas le conducían a un cadalso! Una figura ataviada de negro, cubierta con una capucha de igual color, estaba arrodillada en la plataforma. Apoyaba su cabeza en el tajo y, pese a no distinguir sus rasgos, comprendió que era él mismo quien se aprestaba a morir. El verdugo, portador de una enorme hacha, se erguía a su espalda. También él ocultaba el rostro bajo un embozo. Enarboló el arma ejecutora y vio, con una vivacidad angustiosa, que la equilibraba sobre su cuello. Al desplomarse el peso del hacha, antes de exhalar el último suspiro, Raistlin atisbo la cara de la criatura que lo ajusticiaba…
—¡Raist! —susurró una voz.
El mago sacudió su maltrecha cabeza, comprendiendo aliviado que era víctima de una pesadilla. Luchó por despertar, por atender la llamada y ahuyentar las espantosas imágenes.
—Raist —repitió quien le invocaba.
La certidumbre de un peligro real, no soñado, terminó de despejarle. Permaneció inmóvil unos segundos, con los ojos cerrados, hasta cerciorarse de su situación.
Yacía en un terreno húmedo, anudadas las manos en el pecho y atenazada su boca por una mordaza. Le atormentaba una lacerante migraña, la voz de Caramon resonaba en sus tímpanos.
Oía a su alrededor un tumulto de risas y palabras, olisqueaba los efluvios de distintos guisos sobre el sonoro crepitar de la leña. Pero la algarabía se le antojó lejana, tan sólo percibía en su proximidad el lastimero acento de Caramon. Súbitamente, recordó el ataque. Lo había perpetrado un individuo con una pierna de acero y, luego, el olvido. Cauteloso, levantó los párpados.
Su gemelo se hallaba, al igual que él, tendido en el lodo, sólo que boca abajo y con las manos atadas a la espalda. En sus ojos pardos brillaba una luz peculiar, una luz que hizo volar la memoria del hechicero hacia otros tiempos, hacia la época en que ambos luchaban juntos, combinando armónicamente espada y magia.
A pesar del dolor, de las tinieblas que les cercaban, Raistlin sintió un arrebato de júbilo que no había experimentado durante años. Unidos por una común amenaza, sus lazos se habían estrechado y les permitían comunicarse tanto verbal como telepáticamente.
Al comprobar que su hermano era consciente del apuro en que se hallaban, Caramon culebreó con el mayor sigilo posible a fin de preguntarle en un murmullo, tal como aconsejaba la prudencia:
—¿Podrías desembarazarte de tus ligaduras? ¿Todavía conservas la daga de plata?
Raistlin respondió con un leve asentimiento. En los albores de la Historia, los dioses prohibieron a los magos la tenencia de armas de cualquier naturaleza y el uso de cotas de malla u otros atuendos bélicos. La finalidad de tal medida era, como cabe imaginar, que debían consagrarse al estudio en lugar de perder horas valiosas en el perfeccionamiento de las artes marciales. Pero, cuando los hechiceros ayudaron a Huma a derrotar a la Reina de la Oscuridad merced a la creación de los Orbes de los Dragones, las divinidades les otorgaron el derecho de portar dagas durante sus desplazamientos, en memoria de la lanza del Gran Caballero.
Asida a su muñeca mediante una disimulada correa de cuero que haría que el arma se deslizase hasta su palma si la necesitaba, la argéntea daga de Raistlin constituía su último recurso defensivo. Sólo debía valerse de ella en el caso de que se agotaran sus encantamientos… o en circunstancias como la que ahora vivían.
—¿Te restan fuerzas suficientes para utilizar tus dotes arcanas? —indagó el hombretón.
El nigromante cerró los ojos. Sí, le quedaban aún energías, mas no podía derrocharlas. Hacerlo significaba debilitarse, entrañaba un largo período de descanso y cuidados exhaustivos antes de enfrentarse con poder renovado a los guardianes del Portal. Por otra parte, era imprescindible que sobreviviera. Muerto, de nada le servía el ahorro.
«¡Tengo que salir adelante a cualquier precio! —pensó—. Fistandantilus lo logró, y yo no hago sino seguir su rastro en la arena».
Tal idea provocó su ira. La descartó presto y, abriendo los ojos, inclinó la cabeza.
—Anida en mí la fuerza necesaria —comunicó a su hermano por vía telepática.
—Raist —musitó el guerrero con una severidad que nubló su momentáneo júbilo—, supongo que adivinas qué suerte deparan a Crysania esos hombres.
Asaltó al mago una repentina visión de aquel individuo descomunal, mestizo entre ogro y humano, de la manera en que posara sus toscas manazas sobre el cuerpo de la sacerdotisa, invadieron su alma unos sentimientos para él ignotos. Era la cólera, la furia, lo que le corroía, pero con una intensidad que jamás agitó sus entrañas. Se contrajo su corazón y le cegó una bruma sanguinolenta.
Al constatar que su hermano lo miraba perplejo, boquiabierto, Raistlin supuso que el torbellino que le azotaba se hacía ostensible en sus rasgos. Emitió un gruñido y Caramon se apresuró a continuar.
—Tengo un plan.
El hechicero le dio a entender, por un signo, que conocía sus intenciones.
—Si fracaso… —murmuró el hombretón.
—La mataré primero a ella y luego a mí mismo —concluyó su gemelo.
No habría que llegar a tales extremos, reflexionó. Estaba a salvo, protegido.
Oyó unas pisadas que se acercaban y entornó de nuevo los párpados para fingirse inconsciente. De ese modo ganaría unos minutos preciosos durante los cuales ordenaría la maraña de sus emociones y recobraría el control. La daga de plata se le antojó fría sobre su brazo y flexionó los músculos a fin de desagarrotarlos mientras, aún confundido, analizaba su extraña reacción frente a la desdicha de una mujer que nada le importaba… excepto, naturalmente, por el servicio que había de brindarle en su calidad de sacerdotisa.
Dos hombres levantaron a Caramon de una violenta sacudida y, no con menor brutalidad, le conminaron a andar. El guerrero advirtió reconfortado que, salvo una fugaz ojeada para comprobar que seguía desmayado, ninguno de ellos prestó atención a su gemelo. Caminando a trompicones sobre el irregular terreno, rechinando sus dientes a causa del dolor que le infligían sus piernas entumecidas, el fornido luchador meditó sobre la fiereza que desencajara los rasgos de Raistlin al mencionarle a Crysania. En cualquier otro humano la habría definido como la cólera ilimitada de un amante ultrajado, pero no se la explicaba en su hermano. ¿Era capaz el mago de tan nobles sentimientos? En Istar dictaminó que no, que el Mal le consumía sin dejar espacio a las que él consideraba flaquezas de la carne.
Ahora, no obstante, Raistlin parecía distinto, mucho más semejante al compañero de antaño, a aquel ser que tantas veces combatiera a su lado, codo con codo, dependientes sus vidas de la acción del otro. Incluso lo que le dijera acerca de Tas comenzó a cobrar sentido. No había aniquilado al kender, estaba seguro, y en su conducta respecto a Crysania tan sólo los arranques de mal humor menguaban su amabilidad. Quizá…
Uno de los salteadores, al azuzarle en las costillas, le recordó lo desesperado de su situación actual. «No hay quizá que valga —se reprendió—; lo más probable es que el fatal desenlace sobrevenga aquí y ahora. Lo único que conseguiré es sacrificar mi vida sin salvar las de los otros cautivos, que sucumbirán a un final rápido y cruel».
Mientras avanzaba por el campamento pensó en todo cuanto había visto y oído desde la emboscada, revisando mentalmente su plan.
El asentamiento de los bandidos se asemejaba más a una pequeña ciudad que al escondrijo de unos ladrones. Vivían en toscas cabañas de troncos y cobijaban en una cueva a sus animales. Resultaba obvio que llevaban allí cierto tiempo y no temían el rigor de la ley, mudos testigos de la fuerza y el liderazgo del semiogro, omnipotente para ellos.
Pero Caramon, que en sus años mozos había tenido frecuentes escaramuzas con forajidos de la más baja estofa, adivinó que muchos de aquellos hombres no eran simples rufianes ansiosos de botín. La manera en que contemplaban a Crysania y meneaban la cabeza, en franca desaprobación de lo que había de ocurrirle, corroboraba este criterio. También sus armas contribuían a confirmarlo: aunque vestidos de harapos varios de ellos portaban bonitos pertrechos, de los que se pasan de padres a hijos, y los esgrimían haciendo gala del orgullo que sólo las herencias familiares inspiran, no como el fruto de una rapiña. Además, pese a que en la tenue luz de la tormenta no era fácil distinguir los detalles, el guerrero creía haber vislumbrado en numerosas espadas la rosa y el martín pescador, antiguos símbolos de los Caballeros de Solamnia.
Los miembros de la cuadrilla exhibían los rostros rasurados, sin los mostachos que identificaban a tales caballeros, mas el hombretón captó en la sobriedad de su porte vestigios de Sturm Brightblade, su entrañable amigo perteneciente a esta Orden. Al evocar en su memoria la figura de Sturm hizo recuento de la historia de tan insigne grupo después del Cataclismo.
Acusados por la mayor parte de sus vecinos de desatar la terrible calamidad, fueron desterrados de sus hogares. Las enloquecidas turbas les asesinaron en masa, o bien mataron a sus familias ante sus ojos, y los sobrevivientes tuvieron que ocultarse, vagar en solitario de uno a otro confín de Krynn o unirse a bandas de criminales como ésta.
Al espiar durante su recorrido a los hombres que limpiaban sus armas, que conferenciaban en tonos apagados, Caramon descubrió las huellas de múltiples actos censurables, pero leyó asimismo resignación y desesperanza en más de un semblante. El también había vivido tiempos difíciles, sabía de los estragos que hacía el desaliento en el alma de los mortales.
Si sus deducciones eran acertadas, si en los corazones de los bandoleros brillaba aún la llama de la bondad, su plan podía resultar.
Ardía una fogata en medio del campamento, no muy lejos de donde poco antes yaciera postrado junto a Raistlin. Un breve vistazo le permitió comprobar que su hermano continuaba en su simulado desvanecimiento. Mas, sabiendo qué buscar, detectó al mismo tiempo que había adoptado una postura desde la que podía presenciar los sucesos.
Al entrar él en el radio de luz del fuego la mayoría de los salteadores interrumpieron sus quehaceres y le siguieron, hasta formar un semicírculo a su alrededor. Sentado en una regia silla, próximo al calor, Pata de Acero bebía de un odre lleno a reventar. De pie, a ambos flancos, había varios individuos entregados a una orgía de risas y bromas, que el guerrero reconoció al instante como los típicos aduladores. No le sorprendió encontrar, entre estos serviles individuos, al repulsivo posadero.
En otro asiento, al lado del semiogro, se hallaba Crysania. La habían despojado de la capa y hecho jirones el corpino de su vestido, una acción que el guerrero atribuyó sin vacilar a Pata de Acero. Reparó, presa de una creciente ira, en la mancha purpúrea de su delicada mejilla, en la hinchazón que deformaba la comisura de sus labios, y supo que no flaquearía en su propósito de rescatarla.
La dama, en digna actitud, mantenía la vista al frente y se esforzaba en ignorar los obscenos comentarios, las espantosas historias con que la obsequiaban los auténticos miembros de la banda. Caramon esbozó una sonrisa de admiración. Al recordar el pánico demente al que estuvo reducida durante sus últimos días en Istar, al considerar su existencia anterior, ajena a cualquier clase de penuria, le complacía su capacidad de adaptarse a circunstancias tan adversas. Exhibía una serenidad que hasta Tika habría envidiado.
«Tika»… Se regañó a sí mismo, no debía pensar en ella y, menos aún, compararla con la sacerdotisa. Urgiéndose a concentrarse en la realidad inmediata, apartó la mirada de la mujer para clavarla en su enemigo.
Pata de Acero, a su vez, cesó de conversar con sus secuaces e hizo al guerrero señal de acercarse.
—Ha llegado tu hora —le anunció socarrón antes de, sin mudar su talante, decir a Crysania—: Espero, señora, que no os importará si aplazamos nuestra cita en la intimidad hasta que haya zanjado este asunto. Se trata de un entretenimiento previo al placer, querida; tomáoslo como un obsequio.
Acarició el pómulo femenino, pero cuando ella rehuyó el contacto con pupilas centelleantes, su ademán afectivo se convirtió en una sonora bofetada.
La sacerdotisa no gritó, sino que irguió el cuello y con sombrío orgullo se encaró a su verdugo.
Consciente de que no debía distraerse en arrebatos de preocupación por la sacerdotisa, Caramon prendió sus ojos del cabecilla y le estudió sosegado, gélido. «Éste hombre gobierna mediante la fuerza bruta, se aprovecha del miedo que le tienen muchos de sus seguidores para imponer su voluntad. Le obedecen a regañadientes, no les queda otro remedio que acatar los designios del único ser capaz de proporcionarles alimento en esta tierra olvidada de los dioses. Le rinden vasallaje porque preserva sus vidas, mas ¿hasta dónde llega su lealtad? Eso es lo que debo averiguar».
Modulada su voz, Caramon desechó sus cábalas para, firme y desdeñoso, desafiar a su aprehensor.
—¿Es así como demuestras tu valor? —le imprecó—. En vez de golpear a una mujer indefensa, desátame y devuélveme mi espada. Así veremos qué clase de individuo eres.
Pata de Acero lo observó interesado, con un asomo de inteligencia en sus bestiales iris que perturbó al robusto luchador.
—Si he de serte franco, esperaba algo más original de ti —declaró el semiogro, poniéndose de pie y emitiendo un suspiro teatral por el que manifestaba su desencanto—. Tal vez no seas el reto que imaginé en un principio, pero no tengo nada mejor que hacer esta noche. No antes de acostarme —rectificó, al mismo tiempo que le hacía una burlona reverencia a la indiferente Crysania.
El jefe de los ladrones arrancó de sus hombros el manto de piel, mientras ordenaba a uno de sus secuaces que le trajera su espada. Los aduladores abrieron el cerco a fin de cumplir sus diversas instrucciones y el resto de los presentes se situó en un claro cercano a la fogata, ansiosos por asistir a un espectáculo del que, sin duda, ya habían tenido ocasión de gozar.
Durante la confusión de los preparativos, Caramon consiguió atraer la atención de la sacerdotisa. Cuando esto sucedió, inclinó la cabeza hacia donde yacía Raistlin. Ella comprendió al instante el significado de su gesto. Miró de soslayo al mago, sonrió pesarosa e hizo un ademán de asentimiento, cerrados los dedos en torno a su talismán.
Los centinelas hostigaron al guerrero a entrar en el círculo, de tal manera que perdió de vista a la dama en el momento en que ésta movía sus hinchados labios en una silenciosa plegaria. «Necesitaré algo más que unas oraciones a Paladine para salir de este atolladero», recapacitó el guerrero. Se preguntó, irónico, si su hermano también invocaba la ayuda de su ídolo, la Reina de la Oscuridad.
Él carecía de un adalid al que dirigir sus rezos. El único auxilio en el que confiaba era el que podían prestarle sus músculos, sus huesos, sus vísceras.
Cortaron las ligaduras de sus brazos. Sufrió un espasmo de dolor al reanudarse el riego sanguíneo en sus miembros, si bien se apresuró a flexionar sus tendones, a frotarlos, a fin de estimular la circulación y, además, calentarse. Acto seguido se quitó la empapada camisa, los calzones, pues prefería luchar desnudo. La ropa daba al adversario la oportunidad de agarrarle. Así lo aprendió de Arack cuando lo preparaba para tomar parte en los Juegos de Istar.
Al contemplar la magnífica forma física del prisionero, un murmullo se extendió entre los hombres que formaban el círculo. La lluvia chorreaba sobre su bruñido, equilibrado cuerpo, el fuego refulgía en sus anchos omóplatos y en su torso, poniendo al descubierto las innumerables cicatrices de las heridas que recibiera en otras lides. Alguien le entregó una espada, con la que ensayó unas estocadas tan ágiles como certeras. Incluso Pata de Acero, al introducirse en el improvisado campo de batalla, quedó desconcertado frente a la constitución del antiguo gladiador.
Si el cabecilla se sobresaltó al examinar a su oponente, este último no quedó menos impresionado por la apariencia que él ofrecía. Mitad ogro y mitad humano, el hercúleo individuo había heredado las mejores características de ambas razas. Poseía la envergadura y la robustez de unos, los más semejantes a los animales, unidas a una rapidez de movimientos y a una peligrosa inteligencia que le emparentaban con las criaturas superiores. También él optó por la desnudez. Se presentó en el ruedo sin más atavío que un taparrabos de cuero. Pero lo que provocó un involuntario silbido de Caramon fue el arma que exhibía, la espada más portentosa que había visto en el curso de su dilatada existencia.
Era de colosales dimensiones y sólo podía ser manejada con las dos manos. El guerrero, experto en tales menesteres, se dijo al escrutarla que conocía a pocos hombres capaces de desenvainarla, menos aún de blandiría. Sin embargo, Pata de Acero mostraba una gran desenvoltura y únicamente recurría a su brazo derecho, lo que demostraba su fuerza descomunal. Y no sólo eso; mientras su rival practicaba percibió la precisión, el rítmico vaivén de sus sesgos. El filo atrapaba la luz de las llamas al hender el aire, toda ella despedía ominosos zumbidos al penetrar la penumbra y dejar, a su paso, una línea de chispas ígneas.
Cuando su enemigo saltó al ruedo, refulgente la pierna metálica, Caramon comprendió desmoralizado que no se enfrentaba a la criatura brutal, estúpida que concibió a partir de su conducta anterior, sino a un hábil espadachín que había superado su inferioridad física hasta batirse con un dominio que cualquiera con las dos piernas codiciaría… y temería.
Lo que no intuyó el guerrero fue que, además de haberse sobrepuesto a su carencia, Pata de Acero sabía cómo sacarle partido. Un primer escarceo bastó para que se percatase de lo mortífero que podía resultar aquel apéndice al servicio de tan avispado adversario.
Ambos se tantearon, atentos a cualquier punto flaco en la defensa del otro. De pronto, apalancándose con gran maestría en la pierna sana, el semiogro utilizó la de acero como una segunda arma. Giró sobre sí mismo y golpeó tan violentamente al hombretón que éste cayó al suelo debido al impacto. Su espada salió despedida y se estrelló fuera de su alcance.
Recuperado el equilibrio, el gigante avanzó con su pertrecho enarbolado hacia el yaciente. Era ostensible su ansia de rematarle y consagrarse a otras diversiones. Pero, aunque pillado por sorpresa, Caramon no estaba tan maltrecho como aparentaba. Recordando su experiencia en la arena, permaneció tumbado y emitió sonoros jadeos, como si le faltara el aire, mientras el supuesto vencedor se acercaba a él. Entonces estiró la mano, asió la pierna buena del infatuado semiogro y tiró de ella.
Los espectadores prorrumpieron en aplausos y vítores. Sus ecos despertaron en el que fuera gladiador vivos recuerdos del circo, que encendieron su sangre. Se difuminó su preocupación por hermanos de Túnica Negra y sacerdotisas de túnica blanca, se desvaneció la nostalgia del hogar y, aún más importante, su inseguridad. La fiebre de la batalla, la intoxicante droga del peligro, infestaron sus venas, le envolvió un éxtasis que ni siquiera igualaba el de su gemelo al formular sus hechizos.
Incorporándose, espiando a su enemigo en idéntica acción, Caramon se lanzó sobre su espada. Mas, pese a su rapidez de reflejos, Pata de Acero se le adelantó. Alcanzó el arma con mayor celeridad y le propinó un puntapié que, de nuevo, la catapultó al espacio.
Sin perder de vista al semiogro, el hombretón buscó con la mirada otro pertrecho. Reparó en la hoguera, que ardía en uno de los flancos del cerco.
El gigante se dio cuenta y, adivinando su propósito, se dispuso a obstruirle el paso.
El guerrero echó a correr y, en su impulso, no pudo eludir el filo del arma enemiga, que abrió un surco en su abdomen. Ajeno al corte, a la sangre que fluía, Caramon se arrojó al suelo y rodó hasta los troncos. Asió uno por el extremo y se puso de pie, en el preciso momento en que la espada de Pata de Acero se hundía en el lugar donde se hallaba su cabeza segundos antes.
El filo desgarró, una vez más, el manto de la llovizna y el atacado, al retumbar el silbido en sus tímpanos, apenas acertó a contener la arremetida de aquella arma que tanto le fascinaba. Se entrechocaron leño y acero, volaron las ardientes astillas que coronaban el recién conquistado pertrecho del hombretón. La fuerza del asalto fue tremenda, las manos de Caramon vibraron y los afilados cantos de la madera se hundieron en su carne, pero se mantuvo firme. Su energía vital obligó al gigante a retroceder, en incierto equilibrio.
También el semiogro conservó el control de sí mismo. Plantó la pata de acero en la tierra y, mientras mantenía a raya a su oponente, volvió a tomar posiciones. Despacio, ambos trazaron círculos en espera de la oportuna brecha. Los espectadores no vieron cuándo se abrió ésta, pero, de repente, los adversarios se enzarzaron en una cruenta lucha rodeados por la luz cegadora del metal y los rescoldos leñosos.
Caramon no pudo calcular cuánto duró la contienda. El tiempo se disipó en una niebla de dolor, miedo y agotamiento. Sus pulmones parecían abrasarle el pecho, su respiración se volvió irregular, sangraban sus descarnadas manos. Y, pese a tan denodados esfuerzos, no adquiría ninguna ventaja. Jamás se había enfrentado a un rival semejante y algo similar le sucedía a Pata de Acero, quien, tras iniciar la pugna con una sonrisa de desprecio, tuvo que hacer acopio de toda su determinación para resistirla. Los hombres les contemplaban en silencio, hipnotizados ante el mortífero litigio.
Los únicos sonidos que se oían en el cerco eran el crepitar del fuego, el pesado aliento de los exhaustos contrincantes y el chapaleo ocasional de un cuerpo al caer en el barro, unido a quedos gemidos.
El corrillo de espectadores, las llamas, se convirtieron en una nebulosa para Caramon. Sus maltrechos brazos sostenían el leño como si de un árbol entero se tratase; el mero hecho de inhalar aire era una agonía y no hallaba más consuelo que la certidumbre de la fatiga del coloso, no inferior a la suya, algo que constató al no embestirle éste en una oportunidad propicia por verse forzado a recuperar el resuello. Exhibía el semiogro un hondo surco purpúreo en el costado, allí donde el tronco había estampado su huella. Todos habían oído el crujir de sus costillas y también habían reparado en cómo se contraía su faz macilenta.
Vencido su fugaz momento de debilidad, una estocada le permitió desestabilizar a Caramon, el cual, bamboleándose, agitó su arma en un intento frenético de salvarse. Volvieron a acecharse unos segundos, ajenos a su entorno y con la vista puesta en el enemigo. Ambos sabían que el próximo error podía acarrearles la muerte.
Y, entonces, Pata de Acero resbaló en el fango. Fue un pequeño traspié, que le hizo hincar la rodilla auténtica y afianzarse en la falsa. Al principio de la liza se habría incorporado en un santiamén, pero su fortaleza se había mermado y tardó un poco en restablecerse.
El guerrero no necesitaba más que esta corta vacilación. Se abalanzó sobre el descomunal individuo e, impulsado por un último resquicio de energía, alzó el madero y descargó su peso en el muñón al que se sujetaba el apéndice metálico. Igual que un martillo aplasta al clavo, la acometida incrustó la pata de acero en el fangoso suelo.
Revolviéndose en un ataque de furia, el semiogro forcejeó para liberar el miembro inmovilizado mientras apartaba al otro luchador con repetidos sesgos de su espada. Casi consiguió su propósito, tal era su apabullante vitalidad, y Caramon tuvo que renunciar al anhelado descanso al comprobar que no se había desvanecido el peligro.
Además, la contienda sólo podía zanjarse de una manera. Ambos lo sabían desde su inicio, así que el hombretón, en un supremo alarde, avanzó protegido por su tronco y arrancó la empuñadura de la garra del postrado al atrapar la espada en un inesperado revés. Pata de Acero, consciente del mensaje de destrucción que transmitían sus ojos, reanudó sus convulsiones para desencajar el miembro del embarrado terreno. Incluso en el momento crucial, cuando el leño que el guerrero enarbolaba se irguió sobre su cabeza, sus manazas intentaron interceptar la letal trayectoria del arma.
El leño se zambulló en el cráneo del semiogro con un ruido seco. Partido el occipucio, el herido se desmoronó al instante y, tras sufrir un indescriptible espasmo de agonía, quedó inerte. Aprisionado aún su miembro en la argamasa de lodo, la lluvia lavó la sangre y los sesos que sobresalían por las heridas de la cabeza.
Víctima del dolor y el cansancio, Caramon se desplomó en un charco para, con el apoyo de su manchado pertrecho, rezumante de sangre y de agua, tomar aliento. Resonó en sus oídos el rugir de los salteadores, dispuestos a acabar con su vida. No reaccionó, ya nada le importaba.
Aguardó el ataque de los encolerizados bandidos, casi lo deseó. Sin embargo, éste no se produjo.
Confundido, el hombretón alzó el rostro. Su entelada vista se posó en una figura ataviada de negro que se había arrodillado junto a él, y sintió el abrazo de su hermano a la vez que vislumbraba, en las puntas de sus dedos, unos rayos de singular resplandor con los que amenazaba a quien osara acercarse. El luchador entornó los párpados y se refugió en el enjuto pecho de Raistlin, ansioso de calor.
Emitió un suspiro tembloroso, antes de notar el contacto de unas manos frías en su piel. Reconoció a su propietaria al acunarle una plegaria a Paladine y, abriendo los ojos, desechó su ayuda de un empellón. Demasiado tarde, el influjo curativo de Crysania se extendía ya por sus entrañas. Oyó los gritos sofocados de los hombres que se habían arremolinado a su alrededor al desaparecer sus heridas, volatilizarse los moretones y volver el color a su ceniciento rostro. Ni siquiera la pirotécnica del mago había provocado las voces de alarma que ahora circulaban de boca en boca.
— ¡Brujería! ¡Ésa mujer le ha sanado con sus poderes diabólicos! ¡Quemémosla!
—¡La bruja y el nigromante deben consumirse en la hoguera!
—Tienen hechizado al guerrero. Si les eliminamos, liberaremos su alma torturada.
Consultando a su gemelo con la mirada, Caramon constató por su sombría expresión que, al igual que él, revivía viejos recuerdos. Corrían un riesgo inminente; debían actuar sin demora.
— ¡Esperad! —exclamó el fornido luchador, al mismo tiempo que se levantaba de su vulnerable postura.
El cerco se había estrechado, y el nerviosismo de los hombres dejaba patente que si no se abalanzaban era porque temían a Raistlin. Al sumirse éste en un violento acceso de tos, fue el guerrero quien se inquietó. De abandonarle las fuerzas no habría salvación posible.
De pronto, se le ocurrió una idea, que se apresuró a poner en práctica. Aferró a la desconcertada Crysania, la escudó tras su cuerpo y se encaró a la desafiante, aunque amedrentada, concurrencia.
—Tocad a esta mujer y sucumbiréis a una muerte más atroz que la de vuestro cabecilla —les advirtió, cristalina su voz en medio del aguacero.
—¿Por qué hemos de respetar la vida de una bruja? —cuestionó uno, coreado por susurros de asentimiento.
—¡Porque me pertenece! —le espetó Caramon inconmovible, en actitud retadora. Crysania, a su espalda, quiso protestar, pero Raistlin la silenció con un significativo gesto por el que apeló a su prudencia—. No me tiene hipnotizado, como afirmáis; obedece mis órdenes y las del mago —continuó el hombretón—. No os causará el menor daño, os lo garantizo.
Volvió a elevarse un murmullo entre los presentes, pero sus ojos, al mirar a Caramon, ya no reflejaban ira. A la admiración inicial se sumaba, ahora, la voluntad de escucharle.
—Dejad que sigamos nuestro camino —solicitó Raistlin con voz queda—, y…
—Soy yo quien debe hablar —le interrumpió su gemelo. Tiró de su brazo, consciente del asombro del hechicero, y susurró estas palabras en su tímpano—: He forjado un plan. Vigila a la sacerdotisa.
El nigromante asintió y fue a situarse al lado de Crysania, quien, callada y rígida, espiaba a los forajidos. Mientras tanto el guerrero recogió la espada que desprendiera de la zarpa de Pata de Acero y avanzó hacia el cadáver del semiogro, tendido en un charco enrojecido. Alzó el imponente pertrecho sobre su cabeza, con un porte triunfal que le confirió un innegable atractivo. La luz de la fogata lamía su piel broncínea, los músculos de sus brazos se abultaban en rizos de energía, todo él constituía un espléndido espectáculo al erguirse junto a los despojos de su enemigo.
—He aniquilado a vuestro jefe. ¡Ahora reclamo el derecho de ocupar su puesto! —apuntó, y su voz resonó entre los árboles—. Sólo exijo una cosa, que abandonéis esta vida de asesinatos, robos y pillaje. Nos dirigiremos al sur.
Su arenga suscitó una reacción de júbilo que le desorientó.
— ¡Al sur, viajan hacia el sur! —entonaron varias voces al unísono, sucedidas por ovaciones dispersas.
Caramon estudió a sus oyentes de hito en hito, perplejo frente a la algarabía general. Raistlin, pálido como la muerte, se aproximó a él para preguntarle:
—¿Qué te propones?
El aludido se encogió de hombros, sin dar crédito todavía al revuelo de entusiasmo que había creado.
—Me ha parecido adecuado aprovechar la circunstancia para reunir una escolta armada —confesó—. Los territorios meridionales son, en muchos aspectos, más salvajes que los que hemos recorrido, y he supuesto que algunos de estos hombres accederían a acompañarnos. No lo comprendo.
Un joven de noble talle que, más que cualquiera de los otros, avivaba la imagen de Sturm en la memoria del luchador, dio un paso al frente. Tras indicar a los restantes que guardaran silencio, hizo sus pesquisas en nombre de la comunidad.
—¿Vais al sur? —inquirió—. ¿Por ventura buscáis los fabulosos tesoros de los Enanos de Thorbardin?
—¿Lo entiendes ahora? —reprendió Raistlin a su hermano.
De nuevo la tos puso fin a su discurso. Asfixiado, se agitó en unas convulsiones que, como siempre, lo redujeron a un estado lamentable. De no ser porque Crysania acudió rápidamente en su auxilio, se habría desmayado.
—Lo que entiendo es que necesitas descansar —replicó Caramon, alicaído—. Y nosotros también. A menos que recurramos a la protección de un grupo de mercenarios expertos no tendremos una noche tranquila, de paz absoluta. ¿Qué ocurre? ¿Qué pintan en todo este asunto los Enanos de Thorbardin?
El nigromante bajó la cabeza, que quedó oculta en las sombras de su capucha.
—Diles que sí, que seguimos la ruta del sur y nos disponemos a atacar a esos hombrecillos —musitó al fin, en tono confidencial.
—¿Atacar Thorbardin? —repitió el corpulento humano con los ojos desorbitados.
—Te lo explicaré más tarde —prometió Raistlin de mal humor—. Haz lo que te he sugerido.
Caramon titubeó. El hechicero, al ver su zozobra, esbozó una sonrisa ambigua, irónica y desagradable.
—Es tu única posibilidad de regresar a casa, hermano —le reveló—. Y quizá también de salir con vida de este embrollo.
El guerrero oteó el panorama. Los hombres habían reemprendido sus cuchicheos durante su conferencia privada, recelosos de sus intenciones. Sabedor de que, si no se decidía de inmediato, perdería los puntos ganados y, acaso, se enfrentaría a otro ataque de la cuadrilla, se volvió de espaldas a fin de reflexionar. No podía desperdiciar un instante, pero tampoco quería actuar de forma precipitada.
—Vamos al sur —afirmó despacio, para disimular su torbellino mental—, por razones que no puedo exponeros. ¿Qué historia es esa de los tesoros de Thorbardin?
—Se rumorea que los enanos han acumulado una gran riqueza en el reino que se extiende bajo la montaña —respondió el joven que le abordara, con la aquiescencia de sus compañeros.
—Una riqueza que sustrajeron a los humanos —apostilló otro.
—Sí —intervino un tercero—. No sólo se compone de dinero. Tienen además grano y ganado. Comerán como reyes este invierno, mientras que nuestros estómagos rugirán vacíos, estragados.
—En más de una ocasión proyectamos irrumpir en su territorio y apoderarnos de una parte —continuó el joven de noble aspecto—, mas, en el último momento, Pata de Acero nos conminaba a desistir. Según él aquí estábamos bien, no merecía la pena aventurarse. Nunca nos convenció del todo, algunos confabulaban a su espalda.
Caramon se sumió en sus meditaciones, lamentando no conocer mejor los acontecimientos del pasado. Pese a las escasas horas dedicadas a la lectura, había oído hablar de las guerras enaniles, o de Dwarfgate, gracias a los incesantes relatos de su amigo Flint. Éste hombrecillo pertenecía a la tribu de las Colinas y le habían llenado la cabeza de narraciones sobre la crueldad de sus parientes de las Montañas, asentados en Thorbardin, muy similares a las que ahora le explicaban los bandidos. La única diferencia era que, al decir de Flint, las riquezas atesoradas habían sido robadas a sus primos, los miembros de su propia raza.
Si todo aquello era cierto, la determinación de asaltar su ciudad estaba justificada. Podía seguir sin reparos las recomendaciones de su hermano. No obstante, en Istar algo se había roto en las entrañas del hombretón y, aunque empezaba a pensar que se había equivocado al juzgar al mago, ya no se extinguiría la llama de la desconfianza. Nunca acataría a ciegas la voluntad de Raistlin. ¡Ojalá hubiera examinado las Crónicas! Sin duda, allí estaba la clave.
¡Pobre Caramon! Navegaba en un mar de dudas. Por una parte sentía la ardiente mirada del hechicero en su persona, le atosigaba el eco de sus palabras: «Tu única posibilidad de regresar a casa». Por otra, sus resquemores respecto al arcano personaje le impedían obedecer. Cerró el puño presa de la cólera; sabía que su gemelo había ganado la partida.
—Nos encaminamos a Thorbardin —declaró ásperamente, prendida la vista en la espada. La alzó al instante, sin embargo, para escrutar a los presentes y proponer—¿Vendréis con nosotros?
Se produjo un letal silencio, en el que algunos de los hombres rodearon al supuesto noble, su portavoz, y dialogaron con él. Él escuchó, asintió y se enfrentó de nuevo al guerrero.
—Seguiríamos sin vacilar a una criatura que, como tú, ha demostrado su valentía —le confirmó—. Pero ¿qué relación mantienes con este Túnica Negra? ¿Quién es él para que le profesemos lealtad?
—Me llamo Raistlin —se interfirió el mago—. Éste hombre es mi escudero, mi custodio si lo preferís.
No hubo respuesta audible, tan sólo ceños fruncidos y expresiones reticentes.
—Dice la verdad —les aseguró Caramon—, excepto en un detalle. Su nombre auténtico no es Raistlin, sino Fistandantilus.
Todos a una, los salteadores contuvieron el resuello. Su hostilidad se trocó en respeto, en temor.
—Yo soy Garic —se presentó el joven, inclinándose frente al archimago con la anacrónica cortesía de los Caballeros de Solamnia—. Nos han llegado noticias de tu poder, gran maestro, y aunque tus acciones son tan oscuras como tu túnica, o al menos así lo cuentan quienes te han conocido, vivimos tiempos inciertos. Os escoltaremos, a ti y al guerrero que te sirve.
Avanzando hasta Caramon, posó su espada a sus pies. Otros le rindieron igual pleitesía, con mayor o menor predisposición. Hubo algunos que se refugiaron en la penumbra y emprendieron la huida, mas, al reconocerlos como los rufianes inveterados que eran, el fornido humano nada hizo para detenerlos.
Quedaron una treintena de hombres, unos de porte tan distinguido como Garic y los restantes, la mayoría, harapientos ladrones y bandidos.
—Mi ejército —masculló el hombretón aquella noche, mientras extendía su manta en la cabaña que Pata de Acero había construido para su uso personal.
Oyó en el exterior las quedas conversaciones que intercambiaba Garic con el otro hombre que, en opinión de Caramon, ofrecía suficientes garantías como centinela. Tan exhausto estaba el luchador, que imaginó que el sueño acudiría presto a su llamada. Pero no fue así. Se halló solo en la negrura, tumbado en su cama de campaña y absorto en la elaboración de sus planes al mismo tiempo que los custodios, sin alzar la voz, charlaban sobre los sucesos de la velada.
Al igual que tantos soldados, el guerrero había soñado con ascender a oficial. Ahora, cuando menos lo esperaba, se le ofrecía la oportunidad de demostrar sus dotes de mando y ello constituía un buen comienzo. Por primera vez desde que arribaran a esta época desolada, sintió un atisbo de júbilo.
Dio vueltas en su cerebro a las distintas cuestiones que debía resolver: el adiestramiento de la tropa, las rutas a elegir, las provisiones… Eran todos problemas nuevos, que no conoció durante su experiencia como mercenario pues, incluso durante la guerra de la Lanza, siguió el liderazgo de Tanis. Su hermano nada sabía de estos asuntos y así se lo había comunicado. Él sería el responsable de la organización práctica de la marcha. Se trataba de un reto importante, mas Caramon lo halló liviano. No le molestaba en absoluto encargarse de inmediateces tangibles que conjuraban en su pensamiento el enrevesado conflicto con su gemelo.
Tales cábalas le impulsaron a fijarse en Raistlin, que se había acostado junto al fuego del pétreo hogar. A pesar del calor que reinaba en la estancia, el nigromante estaba arrebujado bajo su capa y tantas mantas como Crysania había podido conseguir. El aire matraqueaba en sus vías respiratorias, mientras que algunos ataques de tos enturbiaban la placidez de su descanso.
La sacerdotisa se había acomodado al otro lado de la fogata y, aunque agotada, su sueño era inquieto. En más de una ocasión emitió un grito y se incorporo de forma brusca, pálida y temblorosa. El hombretón suspiró. Le habría gustado reconfortarla, tomarla en sus brazos y ahuyentar las pesadillas. Al descubrir tal anhelo en su alma le sorprendió su intensidad, una vehemencia que nunca antes le moviera en relación con la sacerdotisa. Quizá le había trastornado el hecho de declarar frente a los hombres que le pertenecía, o ver las manazas del semiogro sobre su cuerpo; no acertaba a definir sus emociones, pero estaba seguro de haber experimentado la misma furia que delatara el rostro de su hermano.
Fuera cual fuese el motivo, Caramon la contempló esta noche de un modo especial. La proximidad de la mujer despertó en su persona una ansiedad que abrasaba su piel y aceleraba su pulso.
Cerrando los ojos, invocó el recuerdo de Tika, su esposa. Pero se había obstinado durante tantos meses en borrarla de su memoria, que no le satisfizo lo que visualizó, una efigie nebulosa, imprecisa y, sobre todo, lejana. Crysania, en cambio, era de carne y hueso, estaba a su alcance, hasta su aliento se le antojaba material.
«¡Malditas féminas!», se dijo disgustado el guerrero. Se tumbó sobre el vientre, resuelto a enterrar tales elucubraciones en el fondo del saco donde bullían sus otras cuitas.
Tuvo éxito. Su voluntad y la fatiga le ayudaron a relajarse. No obstante, antes de abandonarse al reposo fue asaltado por una imagen que revoloteaba en los recovecos de su ser. Nada tenía que ver con la lógica, ni con pelirrojas posaderas ni, tampoco, con bellas sacerdotisas de alba túnica.
Se trataba de una mirada, del extraño fulgor que había detectado en las pupilas de Raistlin al mencionar él a Fistandantilus en presencia de los bandoleros.
No fue un destello de cólera o exasperación, como cabía esperar. Lo que perturbó a Caramon, y le impedía ahora entregarse al olvido, fue el reflejo de un sentimiento mucho más inusual en el talante del mago: un terror puro, sin matizaciones.