La emboscada de Pata de Acero
—Un lugar siniestro, hermano —comentó Raistlin a la vez que despacio y con el cuerpo rígido desmontaba del equino.
—Los hemos frecuentado peores —respondió el guerrero, ayudando a la sacerdotisa a descabalgar—. En el interior el ambiente será seco y caldeado, y eso lo hace infinitamente más acogedor que estos páramos. Además —añadió con tono áspero, puesta la mirada en su gemelo, quien, apoyado en el flanco del animal, tosía y tiritaba—todos nosotros necesitamos descansar antes de proseguir. Yo me ocuparé de los caballos. Entrad sin demora.
La Hija Venerable, arropada en su capa saturada de agua, se detuvo en el fango y observó la posada. Como afirmara el hechicero, ofrecía un aspecto ominoso.
Era imposible averiguar el nombre del establecimiento, pues ninguna enseña esclarecedora pendía del muro. Lo único que lo designaba como local público era un desvencijado rótulo adherido a la ventana principal en el que podía leerse, en toscos caracteres, «Bienvenidos, viajeros». El edificio mismo estaba construido en burda piedra y, aunque robusto en general, su tejado amenazaba ruina, con diferentes agujeros que habían tratado de taponar mediante ramas de brezo. Uno de los ventanales aparecía roto y dos retazos de fieltro a guisa de cortina lo resguardaban a duras penas de la lluvia. En cuanto al patio, era un sucio lodazal salpicado de hierbajos.
Raistlin, que había tomado la delantera, se erguía en el umbral con la vista fija en Crysania. A través de la puerta entreabierta se filtraba un haz de luz, y el olor a leña quemada prometía una fogata reconfortante. Al endurecerse el rostro del mago en una expresión de impaciencia, una ráfaga de viento retiró la capucha de la sacerdotisa y su faz, ahora descubierta, fue azotada por la turbulenta llovizna. Tras emitir un suspiro, la dama salvó los charcos a fin de alcanzar la entrada.
—Es un honor recibiros, señores.
La sacerdotisa dio un respingo al oír la voz que resonó a su lado pese a no haber visto a nadie al atravesar el umbral. Al girar la cabeza, distinguió a un hombre agazapado en las sombras de la puerta, que en aquel mismo instante se cerró con violencia.
—Hace un tiempo de todos los diablos, maestro —dijo el individuo, tan repulsivo por sus facciones como por la manera servil en que se frotaba las manos.
Su actitud, un mandil manchado de grasa y un ajado paño en su hombro delataban en él al posadero. Era una digna representación del lugar que regentaba, y así se le antojó a Crysania al inspeccionar la polvorienta y destartalada sala. El humano se acercó a ellos, sin cesar de entrechocar las palmas, hasta situarse a una proximidad tal que la sacerdotisa percibió los efluvios de su aliento, impregnado de los hedores etílicos de la cerveza y, tras embozarse el semblante con la capa, se apartó. Él exhibió una sonrisa, una mueca de beodo que le habría conferido la apariencia de un imbécil de no contrarrestar sus efectos la astucia que reflejaban sus ojos.
Mientras le estudiaba, la mujer pensó que casi prefería someterse a los rigores de la tormenta antes que permanecer en su proximidad. Pero Raistlin acalló su impulso de huida al ordenar fríamente al hospedero:
—Una mesa junto al fuego.
—Vuestros deseos son órdenes —repuso el obsequioso individuo—. Es lo que más apetece en un día tan borrascoso, un rincón caliente donde reponer fuerzas. Seguidme, señores.
Haciendo una torpe e insulsa reverencia que, una vez más, desmentía la luz de sus pupilas, el posadero se encaminó hacia una mesa colocada frente a la chimenea. Avanzaba de costado y ni un solo segundo dejó de observar a sus clientes.
—¿Sois mago, maestro? —inquirió en el trayecto, al mismo tiempo que estiraba una mano para acariciar los ropajes de Raistlin y, sin intervalo, la retiraba al reparar en la penetrante mirada que éste le dirigía—. Y de los Negros —se contestó él mismo—. Hacía años que no me visitaba un miembro de vuestra Orden.
El interpelado no hizo ningún comentario. Abrumado por un nuevo acceso de tos, tenía que emplear sus menguadas energías en apoyarse en el cayado y, ya en el radio de acción de las llamas, permitió que Crysania lo ayudara a acomodarse en una silla. Cuando se hubo sentado, se inclinó hacia el anhelado calor.
—Agua caliente —pidió, imperativa, la sacerdotisa, liberándose de su empapada capa.
—¿Qué le sucede? —indagó el posadero, receloso—. No padecerá fiebres infecciosas, ¿verdad? Si es así, tendré que rogaros que salgáis por donde habéis entrado.
—No —lo atajó Crysania—, su enfermedad tan sólo le afecta a él. El peligro de contagio es nulo —apostilló sin poder sustraerse a la contemplación del hechicero—. ¿Vas a traer el agua? —insistió, una vez más con acento perentorio, al desagradable hospedero.
—Enseguida os sirvo.
Ocultas las manos bajo el grasiento delantal, olvidada su obsesión por frotárselas, el humano se alejó a toda prisa.
La repugnancia que éste le inspiraba se desvaneció en la mente de Crysania, preocupada como estaba por Raistlin. Deseosa de que el mago se sintiera lo mejor posible, desanudó su capa de viaje y lo ayudó a quitársela para, acto seguido, extenderla delante de la fogata. Luego registró la sala hasta descubrir unos cojines andrajosos y polvorientos que, tras sacudir sin demasiado éxito, dispuso en torno a los riñones del enfermo al objeto de que, más incorporado, pudiera descargar sus pulmones.
Cuando le hubo prodigado todas estas atenciones, la dama se arrodilló junto al nigromante para librarlo de sus humedecidas botas.
—Gracias —susurró Raistlin, jugueteando con su despeinado cabello.
Al percibir tan delicada caricia, Crysania se ruborizó. Alzó los ojos y topó con unos iris pardos que destilaban más calor que las llamas. Raistlin bajó los dedos hasta su frente, que despejó de los apelmazados mechones, y ella no acertó a hablar, ni siquiera a moverse. El mago tenía el don de atraparla, de hipnotizarla.
—¿Eres su manceba?
Era el posadero quien así se interfería en su mudo intercambio. La sacerdotisa se sobresaltó, pues no había oído sus pisadas ni el roce de sus vestiduras. Se puso de pie e incapaz de buscar el auxilio de Raistlin ante semejante afrenta, se giró bruscamente hacia el fuego.
—Ésta dama pertenece a una de las familias más aristocráticas de Palanthas —reivindicó una voz cavernosa desde el umbral—. Haz el favor de tratarla con el respeto que merece, bribón.
—Sí, maestro. Disculpadme —titubeó, impresionado por la maciza figura de Caramon, quien, al entrar, trajo consigo un torbellino de viento y de lluvia—. Os aseguro que no pretendía ofenderla; perdonad mi impertinencia.
La Hija Venerable no se dignó responder. En altiva postura, se limitó a indicar al infame individuo:
—Deja el agua en la mesa.
Mientras el guerrero cerraba el acceso y procedía a reunirse con sus compañeros, el mago extrajo de los pliegues de su atuendo la bolsa con la mixtura de hierbas de su infusión y, tras depositarla sobre la tabla de madera, hizo señal a la dama para que preparara su pócima. Con el resuello de un asmático, se arrellanó entonces entre los almohadones a fin de acunarse en el crepitar de las llamas. Sabedora de que Caramon la escrutaba, la sacerdotisa optó por eludirlo y volcarse en la tarea que le habían encomendado.
—He alimentado y abrevado a los caballos —anunció el hombretón—. Como no los hemos hostigado en exceso durante la cabalgada, creo que dentro de una hora podrán reanudar la marcha. Nos conviene que así sea, ya que me gustaría llegar a Solanthus antes del crepúsculo. —Le gustaba hacer planes porque, de ese modo, rompía el turbador silencio. Puso, también él, su capa a secar frente a la chimenea, y el vapor que exhalaba la humedad se elevó hacia el techo en densas volutas—. ¿Habéis encargado algún refresco para nuestros estómagos? —preguntó.
—No, tan sólo este tazón donde elaborar el brebaje de Raistlin —contestó Crysania quien, una vez teñido el líquido con las dimanaciones de las hierbas, se lo tendió al nigromante.
—Posadero, vino para la dama y el mago. Yo tomaré agua. Sírvenos además una fuente de comida con la que saciar nuestro apetito; cualquier manjar nos parecerá estupendo después del fatigoso periplo.
Impartidas sus instrucciones, Caramon se sentó delante del hogar, frente a su hermano. Tras deambular durante varias semanas por un territorio desolado, hacia las llanuras de Dergoth, los tres habían aprendido a conformarse con ingerir lo que hubiera disponible en las ventas del camino, si tenían la fortuna de hallar algo comestible.
—Éste es sólo un heraldo de las turbonadas que van a asediarnos en los días venideros —dijo el guerrero a Raistlin cuando el dueño del albergue abandonó la sala en dirección a la cocina—. Cuanto más al sur viajemos, más arreciarán. ¿Estás resuelto a seguir este curso de acción? Podría acarrearte graves consecuencias.
—¿A qué te refieres? —lo imprecó el aludido, entrecortada su voz y tan nervioso que, al erguir la espalda, derramó unas gotas de su brebaje.
—No te alteres, Raistlin —lo apaciguó el hombretón al detectar su creciente resquemor—. Me inquieta tu salud, eso es todo. La falta de sol siempre la ha perjudicado, y pronto nos veremos inmersos en un clima incierto.
Observando meticulosamente a su gemelo, y convencido de que sus frases no encerraban un doble sentido, el nigromante volvió a acomodarse en los cojines.
—Nada me detendrá —declaró—, y espero que a ti tampoco. Es el único medio a tu alcance para regresar a tu añorado hogar.
—No me causa placer tal perspectiva si tú has de morir en el empeño —gruñó el guerrero.
Crysania miró perpleja a Caramon, si bien Raistlin se contentó con sonreír y, ribeteada su voz de amargura, le aseguró:
—Me conmueven tus buenos sentimientos, hermano, pero no abrigo ningún temor respecto a mi estado físico. Conservo la fuerza suficiente para llegar a mi destino e invocar el hechizo definitivo, si no sufro reveses inesperados en el ínterin.
—Alguien velará por ti y evitará que nada te suceda —replicó el hombretón a la vez que, con grave ademán, examinaba a la sacerdotisa.
La dama se sonrojó; pero cuando se disponía a intervenir, regresó el hospedero. Éste se inmovilizó al lado del trío sosteniendo en una mano una marmita donde bullía un guiso humeante y, en la otra, una jarra, sin decidirse a posarlas sobre la mesa.
—Excusad mi atrevimiento, señores —balbuceó—, pero debo ver el color de vuestro dinero. Corremos tiempos difíciles, y…
—Aquí tienes —lo atajó Caramon quien, mientras el otro hablaba, había extraído una moneda de oro de su bolsa—. ¿Te parece un pago justo?
—Sí, señor, desde luego —corroboró el grotesco individuo, animados sus ojos por un brillo equiparable al del dorado disco.
Se desembarazó raudo de los objetos que le ocupaban las manos y asió su recompensa con evidente voracidad. Durante la operación no dejó de espiar al mago como para impedir que éste, mediante su arte, volatilizara su precioso premio que descansaba en la mano del cliente más robusto.
Tras embutir la moneda en su bolsillo, el tosco humano rebuscó en el mostrador y volvió al rato con tres cuencos, tres cucharas de cuerno de venado y otros tantos vasos. Distribuyó todos estos elementos entre los comensales, colocó la marmita en el centro y retrocedió. Crysania revisó los platos y, sin poder reprimir su repugnancia, los lavó en el agua sobrante de la pócima.
—¿Precisáis algo más, señores? —inquirió el posadero, con un acento tan servicial que Caramon esbozó una mueca burlona.
—¿Tienes pan y queso?
—Sí, maestro.
—En ese caso, pon unas raciones en un cesto.
—¿Vais a seguir viaje de inmediato?
Tras dejar de nuevo los cuencos en la mesa, la sacerdotisa alzó la vista. Se había obrado un sutil cambio en la voz del hombre y la dama consultó en silencio al guerrero para comprobar si lo había percibido, pero éste se hallaba demasiado ocupado en remover el estofado de carne y patatas, en olisquearlo ansioso. Raistlin, al margen de cuanto le rodeaba, contemplaba absorto las llamas y tanteaba, sin prestarle atención, el vaso aún vacío.
—No pernoctaremos aquí si eso es lo que quieres saber —repuso el hombretón, afanado en servir el alimento.
—No hallaréis mejor alojamiento en… ¿Adonde habéis dicho que os dirigíais? —insistió el hospedero.
—No te lo hemos dicho, ni es asunto que te concierna —lo atajó Crysania con su habitual frialdad.
La sacerdotisa aferró un pocillo rebosante de caldo, que dio a probar al hechicero. Pero él rehusó comerlo, una vez inspeccionada la película de grasa que cubría el extraño potaje, y su actitud influyó en la mujer que, pese al hambre que sentía, únicamente pudo engullir dos o tres cucharadas. Apartando el cuenco, casi intocada la nauseabunda sustancia, se arropó en su capa todavía húmeda y se acurrucó en la silla, antes de cerrar los ojos y esforzarse en olvidar que una hora más tarde estaría de nuevo sobre la grupa de su equino en una extenuante cabalgada a través de una región desértica, asolada por la tormenta y el huracán.
Raistlin, al igual que la dama, no tardó en entornar los párpados y caer dormido. Los únicos ruidos que resonaban en la estancia eran los que hacía Caramon al devorar aquella bazofia con un apetito digno de un soldado de campaña y el crujir de los ropajes del posadero, quien regresó a la cocina a fin de preparar el cesto según le habían ordenado.
Transcurrido el lapso de reposo, el guerrero recogió los caballos en la cuadra. Formaban un grupo de tres animales de monta y otro de carga, éste abrumado bajo el enorme peso y cubierto por una manta que afianzaban resistentes cuerdas. Tras ayudar a su hermano y a la sacerdotisa a montar, y viéndolos acomodados en sus sillas, el hombretón se encaramó al lomo de su gigantesco corcel. El hospedero se hallaba a la intemperie, desnuda la cabeza y con los víveres en la mano. Entregó a Caramon el capazo de mimbre, tembloroso a causa de la lluvia que se filtraba entre sus ropas.
Después de darle unas lacónicas gracias y de arrojarle otra moneda, que aterrizó sobre el fango a los pies del horrendo individuo, el corpulento luchador asió las riendas del cuarto equino, el que nadie guiaba, e inició la marcha. Raistlin y Crysania lo siguieron, embozados en sus capas a fin de protegerse del aguacero.
El hospedero, indiferente a la lluvia, recogió su retribución y los contempló mientras se alejaban. Dos figuras surgieron de las sombras de las cuadras, corriendo a su encuentro.
—Informadle de que han tomado la ruta de Solanthus —murmuró el dueño de la venta, a la vez que lanzaba la moneda al aire.
Los tres jinetes cayeron en la emboscada sin opción a defenderse.
Cabalgaban bajo la tenue luz del ocaso, entre frondosos árboles de cuyas ramas se desprendían, monótonas, las gotas de la tormenta y sobre un lecho de hojarasca que amortiguaba los ecos de sus pisadas. Abstraídos como estaban cada uno en sus cavilaciones, no oyeron el estampido de varios pares de cascos al galope ni el tintineo del acero hasta que fue demasiado tarde.
Antes de que tuvieran tiempo de preguntarse qué sucedía, unas formas sombrías saltaron de los árboles cual enormes, espantosas aves que los asfixiaran con sus negras alas. Los hechos se desarrollaron en silencio, fruto de la pericia de los atacantes.
Uno se descolgó sobre la espalda de Raistlin y le dejó inconsciente sin darle oportunidad de volverse. Otro cayó de una rama junto a Crysania, apresurándose a amordarzarle la boca y a aplicar la daga a su garganta. En el caso de Caramon, fueron necesarios cuatro agresores para deslizarle de su caballo y aplastarlo contra el suelo. Cuando concluyeron los forcejeos, uno de los salteadores no se puso de pie ni, dada su situación, podría hacerlo nunca. Quedó postrado en el suelo, torcida la cabeza en un forzado gesto.
—Se ha roto el cuello —anunció uno de los ladrones a la figura que apareció en escena una vez finalizada la escaramuza, con la intención de inspeccionar los resultados.
—Habéis hecho un buen trabajo —comentó, inmutable, el recién llegado mientras inspeccionaba a aquel fortachón que, sujetado por varios hombres y atado con cuerdas de arco, todavía se debatía.
Un hondo corte en la frente del guerrero sangraba profusamente, de tal manera que, al diluir la lluvia su savia vital, teñía por completo su rostro. Pero, ajeno al sufrimiento, el hombretón se empecinaba en luchar para arrancarse las ligaduras y trataba de despejar su confusa mente.
Al reparar en los abultados músculos del prisionero, que ejercían una peligrosa presión sobre las cuerdas, el cabecilla no pudo por menos que admirarlo, si bien sus secuaces, temerosos de su fuerza, lo observaban llenos de resquemor.
Después de vencer su aturdimiento inicial, y de desentelar sus ojos mediante violentas sacudidas de cabeza, Caramon examinó su entorno. Los rodeaban una treintena de hombres armados hasta los dientes, a las órdenes de una criatura que arrancó un reniego de los labios del guerrero. Era, sin lugar a dudas, el ser más descomunal con el que se había enfrentado en su vida.
Por una lógica asociación de ideas, recordó la arena donde se celebraban los Juegos en Istar. «Debe de tener algo de ogro» se dijo, evocando a Raag, al mismo tiempo que escupía un diente que se le había roto durante la reyerta. Al dibujarse en su memoria la imagen del enorme individuo que ayudaba a Arack a adiestrar a los gladiadores, el rehén comprobó que, aunque pertenecía a la raza humana, el jefe de los ladrones exhibía unos tonos amarillentos en su tez, además de una nariz en extremo achatada, que lo emparentaban con aquel otro pueblo. Al igual que los ogros, su estatura sobrepasaba en toda una cabeza a la del hombretón y poseía unos brazos similares a troncos. Sin embargo, caminaba de un modo extraño, arrítmico, aunque Caramon no descubría el motivo a causa del largo manto de piel que arrastraba por el suelo, ocultando sus pies.
En el circo de Istar le enseñaron a estudiar al enemigo hasta descubrir sus flaquezas, y el guerrero supo aprovechar su aprendizaje. Vigiló atento todos los movimientos de su aprehensor, un empeño que se vio coronado por el éxito cuando, bajo el influjo del viento, ondeó su manto y reveló el secreto al observador: era cojo. Una pata no de palo, sino de acero, sustituía la pierna que le faltaba.
Al detectar la atónita mirada de Caramon, el cabecilla semiogro sonrió y se acercó a él con su manaza extendida para darle unas palmadas en la mejilla.
—Admiro a los hombres capaces de luchar con arrojo —lo felicitó.
Antes de que su oponente reaccionara de tan imprevisto halago, el colosal salteador cerró los dedos en un puño y le propinó tal golpe en la mandíbula que le hizo dar un traspié, arrastrando casi en su caída a los centinelas que lo custodiaban.
—Te respeto, pero tendrás que pagar por la muerte de mi subordinado —sentenció.
Tras recoger los holgados pliegues de su manto, el mestizo se encaminó hacia Crysania, inmovilizada entre los brazos del miembro de la cuadrilla que la había atacado. Todavía le tapaba la boca mas, pese a la palidez de su rostro, brillaba en los ojos de la sacerdotisa la llama de la ira.
—Estoy encantado —susurró el abyecto semiogro—. Me brindan un presente y ni siquiera se avecinan las Fiestas de Invierno.
Estalló en carcajadas que retumbaron en los huecos troncos arbóreos, y estiró la mano a fin de despojarla de la capa que llevaba anudada al cuello. Sus pupilas se fijaron, concupiscentes, en la curvilínea figura de la dama, que no hizo sino acentuarse al empapar la lluvia sus blancas vestiduras. Se ensanchó su sonrisa, todo su semblante se iluminó en un siniestro deseo. Cuando se disponía a tocarla, la sacerdotisa intentó zafarse de su garra, pero el gigante no halló dificultad en sujetarla.
—¿Qué colgante es ese que luces? —inquirió, al detenerse su mirada en el Medallón de Paladine que se ceñía al escote de Crysania—. Lo encuentro inadecuado, no te favorece. ¡Caramba, es de puro platino! —exclamó con un silbido—. Permite que te lo guarde, querida detestaría que se perdiera en nuestros apasionados raptos.
Caramon se había recuperado lo suficiente para ver cómo el truhán tanteaba la alhaja y también para percibir el destello que encendía los ojos de la sacerdotisa, no ya de cólera, sino de burla. El contacto del hombre la hacía temblar, pero una fuerza interior la sostenía. Un resplandor blanco, prístino, rasgó la cortina de agua. Procedía del talismán. El semiogro apartó su mano con un grito de dolor.
Corrieron unos murmullos entre los hombres que sujetaban a la dama. Uno de ellos aflojó su garra y Crysania, acabando de liberarse de una enérgica sacudida, procedió a cubrir de nuevo su cuerpo.
El cabecilla alzó la palma que fulminara el Medallón, distorsionado el semblante. El guerrero temió que golpease a su osada cautiva, pero en aquel momento uno de los secuaces vociferó:
— ¡El mago vuelve en sí!
El coloso no cesó de contemplar a su oponente, si bien bajó la mano amenazadora e incluso le dedicó una sonrisa.
—Al parecer, bruja, has ganado el primer asalto —admitió—. Me entusiasman las lizas —dijo, dirigiéndose a Caramon—, tanto en el campo de batalla como en el del amor. Ésta noche promete ser divertida.
Mediante un significativo gesto, indicó al individuo que vigilaba a Crysania que la agarrara de nuevo, aunque el hombretón advirtió que éste obedecía con reticencia. Una vez se hubo asegurado de que todo estaba en orden, el jefe de los salteadores avanzó hacia el lugar donde Raistlin, estirado en el suelo, se abandonaba a quedos gemidos.
—El hechicero es el más peligroso de los tres. Atadle las manos a la espalda y amordazadle —ordenó con voz áspera—. Si emite el más leve sonido cortadle la lengua; así pondremos fin a sus fórmulas maléficas para toda la eternidad.
—¿Por qué no le matamos sin más preámbulos? —propuso uno de sus hombres.
—Adelante, Brack —lo invitó el cabecilla, que se había girado para identificar al forjador de tan «inteligente» idea—. Desenvaina tu daga y degüéllalo.
—No serán mis manos las que lo eliminen —rehusó el llamado Brack, al mismo tiempo que retrocedía.
—¿No? ¿Prefieres que caiga sobre mí la maldición por haber segado la vida de un Túnica Negra? —continuó el semiogro, más jocoso que disgustado—. Te causaría un gran placer que mi mano ejecutora se marchitase y desprendiera, ¿no es verdad?
—De ninguna manera, Pata de Acero. No he pensado lo que decía —balbuceó el otro.
—Pues empieza a hacerlo —lo atajó el gigante—. Ahora no puede lastimarnos; fijaos en su lamentable estado.
Mientras hablaba, señaló a Raistlin, que yacía boca arriba con las manos ligadas sobre el pecho. Habían forzado su mandíbula para ajustarle la mordaza, mas sus ojos destilaban, desde las sombras de su capucha, una furia desmedida, y se estrujaba los dedos con tan impotente rabia que más de uno de los forzudos que lo circundaban se preguntó si tales medidas eran acertadas.
Quizá imbuido de tales pensamientos, Pata de Acero renqueó hasta el nigromante y se detuvo a escasa distancia. Impidió que sus subordinados efectuaran el cambio de ataduras y, con una siniestra mueca afeando aún más su amarillento rostro, incrustó el extremo de su pierna falsa en el cráneo del yaciente. El mago se desmayó bajo el brutal impacto, y Crysania lanzó un aullido de alarma entre los férreos brazos de su centinela. En cuanto a Caramon, sintió que un agudo dolor contraía sus vísceras al contemplar la figura de su hermano inerte en el barro. Tal solidaridad no dejó de asombrarle.
—Así lo tendremos un rato tranquilo. Cuando lleguemos al campamento, le vendaremos los ojos y lo llevaremos a pasear por el precipicio. Si resbala y se desploma aceptaremos los designios del destino. No seremos nosotros los responsables de que se vierta su sangre. ¿De acuerdo? —declaró el jefe a su cuadrilla.
Se oyeron risas dispersas, si bien Caramon observó que algunos de los presentes intercambiaban sombrías miradas y meneaban la cabeza.
Pata de Acero abandonó a Raistlin a su obligado letargo y examinó, centelleantes sus pupilas, el caballo de carga.
—Hemos obtenido un espléndido botín —comentó, satisfecho.
Oteó el panorama y, sin poder evitarlo, clavó los ojos en la forcejeante Crysania, que se debatía entre las zarpas de su nervioso aprehensor.
—Un espléndido botín —repitió en un susurro.
Caminó de nuevo hacia la cautiva para, con su manaza, atenazar la delicada barbilla femenina. Adelantó entonces los labios, que estampó sobre los de la dama en un salvaje beso. Atrapada como estaba, ella nada pudo hacer. No batalló, acaso porque un sexto sentido la avisaba de que era aquello lo que deseaba el infame salteador. Permaneció enhiesta, rígido su cuerpo, pero Caramon vio que cerraba los puños y, cuando se apartó el coloso, desvió la faz de tal manera que su negro cabello cubrió sus rasgos.
—Todos conocéis mis normas —arengó el jefe a sus hombres, tirando bruscamente de las greñas de la sacerdotisa—. Compartid todos los tesoros, después de que yo haya saboreado mi porción, por supuesto.
Volvieron a resonar las risas, coreadas por algunos vítores. El guerrero no abrigaba la menor duda sobre el significado de aquellas palabras, y los comentarios que oyó sobre cómo, en otras ocasiones, habían «compartido suculentos botines» no hicieron sino ratificar sus sospechas.
Sin embargo, no todo fueron plácemes. Algunos hombres fruncieron el ceño con ostensible desasosiego y otros incluso manifestaron su desacuerdo con tenues cuchicheos.
—¡No quiero mantener ningún tipo de relación con una bruja! Prefiero la compañía del mago, por muy temible que sea.
«¡Bruja!». Otra vez habían pronunciado este término, que despertó en la mente del hombretón vagos recuerdos de aquellos días remotos en que Raistlin y él viajaran con Flint, el enano forjador. Era una época anterior al retorno de los dioses auténticos, y Caramon se estremeció al evocar el episodio de su llegada a una ciudad donde se disponían a quemar a una vieja mujer en la hoguera, acusada de brujería. Revivió cómo su hermano y Sturm, el noble caballero, arriesgaron sus vidas para salvar a la anciana, que resultó ser una ilusionista de ínfima categoría.
No se le había ocurrido pensar hasta ahora que los habitantes de Krynn, en el período actual, juzgaban severamente cualquier clase de poderes mágicos; y los dones clericales de Crysania, en una fase de la Historia en que habían desaparecido los sacerdotes, merecían la aversión de cuantos con ella se tropezaban. Un escalofrío recorrió su espina dorsal, aunque se impuso la lógica. Morir abrasada era penoso, pero más rápido que…
—Traedme a la bruja. —Era Pata de Acero quien interrumpía sus elucubraciones, mientras cojeaba dirigiéndose hacia su caballo—. Seguidme con los otros rehenes —concluyó, ya sobre la silla.
El guardián de Crysania la llevó a empellones hasta el cabecilla quien, inclinándose, la izó sobre la cabalgadura delante de él. Asió las riendas y la envolvió en sus brazos, tan hercúleos que la dama casi desapareció entre ellos. Mantuvo la sacerdotisa la vista al frente. No se alteró su expresión distante, impasible.
«¿Sabe lo que le espera? —se preguntó el guerrero al pasar por su lado Pata de Acero, ensanchado su macilento rostro en una sonrisa de triunfo—. Siempre ha vivido protegida, a salvo de los aspectos más viles de la existencia. Quizá no ha comprendido el ultraje que estos hombres se proponen infligirle, desconocedora de la naturaleza humana».
En ese instante Crysania dirigió al fornido luchador una mirada de soslayo. Tras su máscara de perfecta compostura asomaba a sus ojos un terror tan invencible, una súplica tan anhelante, que Caramon hundió su cabeza en el pecho. «Lo sabe —se respondió, desesperado—. ¡Los dioses la asistan, lo sabe!».
Alguien le zarandeó por detrás para alzarlo en volandas entre varios y arrojarle sobre su caballo. Suspendido boca abajo, ligados sus robusto brazos mediante aquellas cuerdas de arco que cortaban su piel, el prisionero observó cómo repetían la operación en el fláccido cuerpo de su gemelo. Tras asegurarse de que no caerían, los bandidos montaron en sus equinos y los condujeron hacia el bosque.
La lluvia fluía en torrentes por el cráneo del hombretón mientras que el corcel, al pisar el barro, le salpicaba la cara. El ligero trote le hacía rebotar dolorosamente, el pomo se clavaba en su costado, la sangre se agolpaba en su cerebro. Estaba mareado, no atinaba a distinguir, en medio de la espesura, sino aquellas pupilas dilatadas de pánico que reclamaban su auxilio.
Incapaz de mover un músculo, le asaltó la desalentadora certeza de que, esta vez, no la socorrería.