Tas y Takhisis frente a frente
—Estoy muerto —dijo Tasslehoff Burrfoot.
Permaneció expectante, como si aguardara una respuesta.
—Estoy muerto —insistió al no recibirla—. Debo de hallarme en el más allá.
Transcurrido un segundo intervalo de sepulcral silencio, el kender añadió:
—No cabe duda de que aquí reina una oscuridad impenetrable.
Nada ocurrió, y el interés del hombrecillo por su nuevo estado comenzó a decaer. Un breve examen de su entorno le reveló que yacía de espaldas sobre una superficie muy fría e incómoda, dura como la roca.
«Quizá me han posado sobre una losa de mármol, similar a la de Huma —pensó para estimularse—. En la cripta de un héroe, como aquella donde enterramos a Sturm».
Éstas cavilaciones lo entretuvieron durante un rato, más la realidad inmediata vino a reclamar sus derechos. Emitió un grito de dolor, a la vez que se frotaba el costado a fin de apaciguar sus crujientes costillas y que, sorprendido, tomaba conciencia de una molesta migraña. También advirtió que estaba tiritando, que una aguja rocosa se incrustaba en sus riñones y que tenía el cuello rígido.
—¡No era esto lo que imaginaba! —vociferó, irritado—. Se supone que los muertos son insensibles al sufrimiento corporal. ¡Es absurdo sentir nada después de perder la vida! —persistió, con un énfasis exagerado por si alguien lo escuchaba.
«¡Caramba! —exclamó al ver que no cesaba el dolor—. A lo mejor me hallo en una fase transitoria, un estadio en el que he muerto pero mi cuerpo aún no ha sido privado de todas sus prerrogativas. El inevitable rigor no ha endurecido mis músculos, eso puedo asegurarlo».
Resolvió esperar acontecimientos. Tras retirar la aserrada piedra que torturaba su espalda, se estiró con las manos cruzadas sobre el pecho y contempló, en la postura de un cadáver, la penumbra circundante. Poco duró, sin embargo, su inmovilidad.
«Si la muerte es lo que ahora experimento, nada tiene que ver con lo que se comenta —protestó para sí—. Lo más triste no es haber dejado de existir, sino aburrirse inútilmente. De todos modos —agregó después de espiar la oscuridad unos segundos más—, puedo luchar contra el tedio. Ha habido una confusión, un malentendido, debo discutir este asunto con alguien capaz de enmendarlo».
Se sentó y, cuando tanteó el terreno con las piernas dobladas por si debía saltar, descubrió que se hallaba en el pétreo suelo, no en una plataforma elevada como había intuido.
«¡Qué desaprensivos! —se encolerizó—. ¡También podrían haberme arrojado a una húmeda bodega, sin miramientos ni exequias!».
Se incorporó, y antes de dar un paso, tropezó contra algo sólido, duro. «Una roca—decidió tras palpar su contorno—. Resulta lamentable. A Flint le otorgaron un árbol como compañero de ultratumba y yo he de conformarme con una piedra. Alguien ha cometido un error imperdonable».
—¡Hola! —saludó a los hipotéticos habitantes de las sombras—. ¿Hay alguien aquí capaz de informarme? ¡Todavía tengo mis saquillos! —se asombró, cambiando de tema—. Permitieron que conservara mis pertenencias, incluso el ingenio mágico, un gesto muy considerado por parte de quien dictaminara mi destino. Pero hay que remediar mi dolor de cabeza —murmuró con los labios apretados—. Es insoportable.
Investigó su entorno con ambas manos, ya que sus ojos de poco le servían en la intensa negrura. Estudió la roca, lleno de curiosidad, al detectar en ella unas imágenes, acaso runas, que se le antojaron familiares. Dedujo acto seguido su forma, y comprendió que se había equivocado al identificarla.
—Es una mesa —concluyó, desconcertado—. Recapitulemos: he topado con un mueble pétreo donde hay esculpidas figuras o símbolos, y creo haberlo visto antes. ¡Ya lo tengo! —dijo, recuperada la memoria—. Se trata de la escribanía que se erguía en el laboratorio donde se reunieron Raistlin, Caramon y Crysania antes de emprender su viaje en el tiempo y abandonarme a mi suerte. Acababa de entrar en la estancia, ya vacía, cuando se desplomó la montaña ígnea sobre mi cabeza. No atiné a huir. La muerte me sobrevino en este mismo lugar.
Se llevó la mano al cuello para confirmar sus sospechas, es decir, que todavía lo circundaba la argolla de hierro delatora de su condición de esclavo. Continuó su torpe avance por la penumbra, pero se detuvo al pisar un nuevo objeto. Quiso recogerlo y, al estirar los dedos, se abrió un corte en su carne.
—¡La espada de Caramon! —Reconoció, pletórico de júbilo, a la causante de su herida, más aún al tantear la empuñadura—. La encontré en el suelo poco antes de la hecatombe. Eso significa —gruñó, trocado en furia su entusiasmo— que ni siquiera me sepultaron. Mis compañeros ya habían partido, y nadie se molestó en rendirme honores fúnebres. Por consiguiente, estoy en los subterráneos del Templo destruido.
Se detuvo a meditar, a la vez que succionaba la sangre de su mano, hasta que vino a perturbarle una repentina idea. «Al parecer, pretenden que deambule por el vacío en busca de la morada que me ha sido asignada. ¡Es el colmo, ni siquiera me proporcionan un medio de transporte!».
—Prestad atención a mis palabras —imprecó a la nada, agitando un puño en actitud amenazadora—. Exijo que me llevéis a presencia del responsable del orden en este paraje fantasmal.
No se produjo más sonido que el sus propios ecos.
—Al menos podrían encender una luz —rezongó desalentado, al interponerse en su marcha un nuevo escollo—. Estoy aprisionado en las entrañas de un Templo en ruinas, probablemente en el fondo del Mar Sangriento de Istar. Quizás encuentre a los elfos marinos, como le sucedió a Tanis en su naufragio y, en tal caso, no me será difícil volver a mi mundo. —Sus esperanzas renacieron para, al instante, volver a desvanecerse—. No, claro, olvidaba que he muerto. En tales circunstancias no se conoce a nadie, salvo, según se rumorea, si se convierte uno en criatura espectral. El caballero Soth, por ejemplo, se relacionaba con los mortales. ¿Cómo se consigue entrar en sus filas? Debo averiguarlo. Ha de ser emocionante ostentar la dignidad de muerto viviente. —Reconfortado una vez más por tan prometedoras perspectivas, se trazó una línea de acción—. En primer lugar, me enteraré de adonde se supone que he de encaminarme y por qué no estoy allí.
Levantado su ánimo, Tas se abrió paso hasta la parte anterior de la estancia mientras elucubraba sobre su paradero y se extrañaba de que, estando en el Mar Sangriento, no hubiera agua ni vestigios de humedad a su alrededor. De pronto, halló el motivo.
—¡Por supuesto! —farfulló—. El Templo no se hundió en el océano, sino que se desplazó a Neraka. Yo mismo estaba en su interior cuando derroté a la Reina de la Oscuridad.
Llegó a una puerta —lo comprobó al palpar el umbral desprovisto de hoja— y se asomó a una negrura más densa de lo imaginable.
—Neraka —repitió en un susurro, indeciso sobre si era mejor o peor que estar sumergido en las profundidades acuáticas.
Cauteloso, alzó un pie y lo posó encima de una estructura cilíndrica, resbaladiza. Al estirar la palma, sus dedos se cerraron en torno al mango de una antorcha. Debía de ser la misma que reposaba en su pedestal junto a la arcada de acceso al laboratorio. Revolvió en sus bolsas, pues solía portar yesca para cualquier eventualidad, y al fin dio con ella.
—Es extraño —se dijo al examinar el corredor a la luz de la tea—, el aspecto de este pasillo es idéntico al que presentaba tras desencadenarse el terremoto. Recuerdo que quedó atestado de escombros, casi impracticable. No me explico que la Soberana de las Tinieblas no se haya ocupado de limpiarlo; lo cierto es que durante mi visita a Neraka no percibí un caos semejante. Pero será mejor que busque la salida.
Retrocedió en busca de la escalera que había descendido persiguiendo a Crysania, quien a su vez acudía a la llamada de Raistlin. Las imágenes de los muros temblorosos, quebrados, de las columnas cercenadas se agolparon en su mente al verse obligado a salvar sus ahora amontonados restos. «Temo que no lograré alcanzar mi objetivo y, además, mi cabeza está a punto de estallar. Sin embargo, no distinguí ninguna otra vía de escape —reflexionó con un momentáneo desánimo. Por fortuna, se impuso a la desazón su jovial temperamento de kender—. Si los accesos están obstruidos, es posible que alguna hendidura me permita pasar al otro lado».
Avanzando despacio, incapaz de sustraerse al dolor que atenazaba no sólo su cabeza, sino también sus costillas, Tas recorrió un tramo del pasillo, atento a la más ínfima grieta susceptible de admitir su pequeño cuerpo. Como sospechaba, no había manera de acceder a la escalinata, pero, cuando se hallaba a escasa distancia de ésta, detectó una abertura en la pared que, a diferencia de las anteriores, era más honda de lo que podía iluminar su antorcha.
Sólo un kender habría logrado introducirse en la resquebrajadura, que presentaba además unos cantos afilados, y Tasslehoff hubo de distribuir sus saquillos a fin de deslizarse de costado.
«Me reafirmo en que estar muerto es un auténtico fastidio», protestó, al rasgarse los calzones azules en su denodado esfuerzo por internarse en el túnel.
La situación no mejoró. Una de sus bolsas se enredó en una roca, y hubo de dar repetidos tirones antes de liberarla. Un poco más adelante el túnel se tornó tan angosto que incluso dudó de poder continuar, de manera que elaboró una estrategia. Se desembarazó de todos sus saquillos para ensartarlos en la tea, que sostuvo sobre su cabeza, contuvo el resuello y emprendió la travesía, no sin hacerse jirones la camisa en el último ímpetu. Cuando, tras una laboriosa marcha, llegó al otro extremo, se sentía dolorido, le agobiaba el calor y se había ensombrecido su talante.
—Siempre me sorprendió que la gente temiera morir —balbuceó—. Ahora comprendo el motivo.
Después de hacer un alto con el fin de recobrar el aliento y reordenar sus saquillos, el kender se alborozó al distinguir una luz en lontananza. Alumbró el recinto con su tea para constatar que, en efecto, el pasadizo se ensanchaba progresivamente hacia una nueva abertura por la que se filtraba la luminosidad. Avivando la marcha, no tardó en llegar a la prometedora ventana que había de conducirlo al exterior.
Oteó el panorama, tragó saliva y exclamó:
—¡Esto es más de lo que nunca había soñado!
El paisaje que se ofrecía a sus ojos no se asemejaba en nada a cuantos contemplara a lo largo de su dilatada existencia. Era llano, desolado, se extendía sin horizonte hacia un cielo vasto e inconmensurable que teñían unos fulgores indefinibles, como si el sol acabara de ponerse o una hoguera llameara en su bóveda. Todo el firmamento estaba revestido de estas matizaciones anaranjadas si bien, por una curiosa paradoja, su brillo confería una mayor negrura a las formas que se recortaban en su vecindad. Se diría que la tierra había sido cincelada en colores oscuros y adherida al mágico manto de las alturas, con relieves pero sin contraste. No se dibujaban el sol ni las lunas, ni salpicaba la superficie celeste ninguna estrella. Era la nada absoluta.
Sobrecogido, el kender avanzó unos pasos. El suelo no era diferente de otros salvo en que, a medida que se adentraba en el yermo paraje, advirtió que éste se mimetizaba con el cielo. Alzó los ojos para constatar que, visto en perspectiva, se volvía negro de nuevo. Tras alejarse lo suficiente, giró el rostro, deseoso de estudiar las ruinas del Templo.
—¡Por la barba del gran Reorx! —se asombró, soltando casi la tea.
Nada había a su espalda. El edificio que abandonara minutos antes había desaparecido sin dejar rastro, lo que lo impulsó a trazar un círculo completo sobre sí mismo. Nada halló delante, nada detrás, nada en cualquier dirección que se volviera.
El corazón de Tasslehoff Burrfoot se zambulló en el fondo de sus verdes botas y se instaló en sus recovecos, remiso a aceptar toda suerte de consuelo. Era aquélla, sin ningún género de dudas, la panorámica más monótona, más aburrida con la que se había enfrentado en sus múltiples correrías.
«Ésta no puede ser la vida de ultratumba —recapacitó, desencantado—. Tiene que haber alguna equivocación, o bien soy víctima de un espejismo. Por cierto —pensó de pronto, en un arranque de inspiración—, se supone que he de encontrar a Flint en este plano. Fizban así lo afirmó y, aunque su mente divagaba en otras cuestiones, hablaba con una certidumbre irrefutable del más allá».
—Veamos, ¿qué me contó al describir la escena, después de la Guerra de la Lanza? —recordó en voz alta—. Había un árbol bonito, frondoso, y mi gruñón amigo se acomodaba en su sombra para tallar madera… ¡Allí se yergue un árbol! —gritó—. Pero ¿de dónde ha salido?
Pestañeó boquiabierto. A escasos metros, donde no había sino penumbra al irrumpir el kender en el paraje, se alzaba un grueso, leñoso tronco.
—No es ésta mi idea de la belleza —musitó, a la vez que se encaminaba hacia la oscura corteza y observaba, al hacerlo, que el terreno había adquirido el singular hábito de deslizarse bajo sus pies—. De todos modos, los gustos de Fizban no encajaban con los míos ni tampoco, hay que reconocerlo, los de Flint.
Se acercó al perfil vegetal, que era tan mortecino como todo lo demás y se encaramaba retorcido, torturado, a la manera de una bruja jorobada que conoció en el pasado. Ninguna hoja adornaba sus desnudas ramas. «¡Éste árbol debió de morir hace por lo menos cien años! —se disgustó—. Si Flint cree que voy a pasar mi otra vida sentado junto a él bajo un tronco reseco, será mejor que le desengañe sin tardanza».
—¡Flint! —lo llamó, rodeando el grueso contorno—. ¿Estás ahí? ¡Ah, ya te veo! —declaró al divisar una figura achaparrada, de luenga barba, acomodada entre las robustas raíces—. Fizban me aseguró que daría contigo. ¿No te deja perplejo mi presencia?
El kender se plantó frente a la criatura enanil, y al instante se disipó su júbilo.
—¡Tú no eres Flint —le reprochó—, sino Arack!
El kender retrocedió indeciso cuando el enano que había ostentado el cargo de maestro de ceremonias de los Juegos levantó el rostro y lo miró, con tan perversa mueca en sus desfigurados rasgos que a Tas se le heló la sangre en las venas. Era ésta una sensación que nunca había experimentado, pero, antes de que disfrutara de la novedad, el individuo se levantó de un salto para lanzarse sobre él.
Ágil por naturaleza, Tasslehoff esquivó la embestida y meció la antorcha frente a su rival a fin de mantenerle a raya mientras, con la otra mano, buscaba el cuchillo que solía ajustarse a su cinto. En el momento en que tanteó el arma y se dispuso a contraatacar, Arack se esfumó en el aire. También el árbol se disolvió, y el kender se halló de nuevo solo en el centro de un desierto, bajo un cielo de llamas tamizadas.
—Estoy hecho un lío —admitió, con un leve quiebro en la voz que no acertó a disimular—. Ésta situación, lejos de ser divertida, resulta en extremo abrumadora, ominosa. Fizban no me prometió que la vida en el más allá sería una fiesta interminable, pero estoy convencido de que no me deparaba tantos horrores.
Guardó unos momentos de silencio, en los que escudriñó de nuevo el paisaje con el cuchillo desenvainado y la tea en alto.
—Sé que no he sido muy religioso —se arrepintió compungido, puestos los ojos en aquel escurridizo suelo que parecía escapar de sus talones—. De todos modos, nunca cometí faltas graves y, además, demostré mi buena voluntad al derrotar a la Reina de la Oscuridad. De acuerdo, me ayudaron en tal empresa —agregó en un inusitado alarde de honestidad—. Y, lo que es más importante —reanudó la enumeración de sus méritos—, me convertí en amigo personal de Paladine…
—En nombre de Su Oscura Majestad —lo interrumpió una voz hueca a su espalda—, ¿qué haces aquí?
Tasslehoff, alarmado, dio tal respingo que se alzó en el aire —prueba irrefutable de que tenía los nervios de punta— y dio media vuelta. Muy cerca, donde nada se dibujaba mientras trataba de ordenar sus ideas, había una figura que le recordó a Elistan, el clérigo de Paladine, sólo que el aparecido vestía una túnica negra y de su cuello pendía, en lugar del Medallón de Platino, otro de similares características en el que se distinguía la efigie de un dragón de cinco cabezas.
—Debéis disculparme, señor —titubeó el kender—, si no puedo contestar a vuestra pregunta. Ignoro con qué propósito he sido enviado aquí, y ni siquiera estoy seguro, sinceramente, de dónde me encuentro. Me llamo Tasslehoff Burrfoot —se presentó, extendiendo la mano en actitud cortés—. ¿Y vos?
La figura no se rebajó a devolver el saludo, menos aún a identificarse. Tras apartar su capuz se aproximó al kender, de tal manera que el hombrecillo pudo estudiar su aspecto. Su pasmo no tuvo límites al percibir los mechones de cabello que caían diseminados entre los pliegues del embozo, en una melena tan larga que habría rozado el suelo de no flotar en torno a su cuerpo en un torbellino fantasmal, enmarañándose con la barba cana que brotó, como por arte de magia, de su cadavérico semblante mientras Tas le examinaba.
—Es extraordinario —se admiró el kender—. ¿Podrías revelarme el secreto de este prodigio? Y, si no es molestia, ¿por que no me ilustráis también sobre mi paradero? Os explicaré lo que me sucede —prosiguió, en el momento en que el desconocido daba un nuevo paso al frente. Aunque la figura no le inspiraba miedo, un impulso irrefrenable lo indujo a rehuir su contacto, a recular. No obstante, le impidió moverse un obstáculo invisible—. He muerto y… ¿Por casualidad sois el responsable de las almas errabundas? —lo interrogó, más indignado que temeroso—. Creo que quien gobierna este limbo, o lo que quiera que sea, no hace bien su trabajo. ¡Siento dolores! —exclamó, lanzándole una mirada acusadora—. Mi cabeza, mis costillas, me someten a un continuado suplicio. Además, he tenido que recorrer un largo trayecto, muy fatigoso, desde los sótanos del Templo.
—¡Los sótanos del Templo! —repitió el singular clérigo, que se había detenido a escasa distancia del hombrecillo.
Su cabello, de un gris metálico, se balanceaba cual si lo agitase un viento cálido. En cuanto a sus iris, hasta ahora semiocultos, parecían reflejar las anaranjadas llamas del firmamento, o así se le antojó al kender. Sin dejarse amedrentar por tan siniestras peculiaridades, Tas reanudó su discurso.
—Sí, de allí vengo —corroboró. Casi hubo de taparse la nariz, pues la figura destilaba un olor nauseabundo—. Yo seguía a la sacerdotisa Crysania, que corría en busca de Raistlin…
—¡Raistlin! —se asombró de nuevo el recién llegado. Por alguna razón, su manera de pronunciar el nombre del mago hizo que al kender se le erizara el vello—. ¡Acompáñame!
La mano de la criatura, tan peculiar como el resto de su ser, se cerró alrededor de la muñeca de su oponente.
—¡Ay! —se quejó éste, presa de un dolor que se propagó por todo su brazo—. Me haces daño —afirmó, sin percatarse de que le había apeado el tratamiento.
La figura no le hizo caso. Cerrando los ojos como los nigromantes cuando se concentraban en sus hechizos, apretó aún más la muñeca del kender. De pronto, el suelo comenzó a ondularse sin violencia, y Tas reparó maravillado en que el paisaje fluía en un discurrir rápido, sinuoso. No eran ellos quienes se movían, sino el terreno.
—¿Dónde me has dicho que estamos? —indagó con los dientes apretados.
—En el Abismo —repuso su aprehensor. Su tono era sepulcral, más inquietante de lo que el hombrecillo estaba dispuesto a admitir.
—No creí ser tan villano —se lamentó, suspendida una lágrima de sus pestañas—Así que me hallo en el famoso Abismo. Espero que no te disgustes si te confieso que me ha decepcionado; siempre pensé que se trataba de un lugar fascinador y, para ser franco, hasta el momento no he vivido en él más que sinsabores. Ninguna emoción, sólo tedio, fealdad y, te ruego que no te ofendas, esos efluvios fétidos que no le prestan mucho encanto. —Olisqueó el ambiente y se limpió la nariz en la manga, tan desdichado que no atinó a utilizar el pañuelo de su bolsillo—. ¿Adonde nos dirigimos?
—Solicitaste ver al responsable de estos parajes —le recordó el supuesto clérigo, a la vez que acariciaba con su esquelética mano el medallón de los dragones.
Cambió el paisaje. El kender visualizó todas cuantas ciudades había visitado, pero ninguna en particular. Distinguió formas familiares, que fue incapaz de reconocer en medio de aquella negrura bullente de vida. No logró fijar la vista en nada, nada resonó en sus tímpanos, en una atmósfera saturada de imágenes y susurros.
Consultó con la mirada a su acompañante, espió los planos que se divisaban por todos los lados, y enmudeció. Era la segunda ocasión en su prolongada existencia —la primera fue encontrar vivo a Fizban cuando lo suponía muerto— en la que no lograba articular las palabras.
Si a cualquier kender sobre la faz de Krynn le hubieran pedido que confeccionara una lista indicando, por orden de prioridades, cuáles eran los lugares que deseaba conocer, la morada de la Reina de la Oscuridad habría ocupado al menos el tercer puesto.
Tas no habría sido una excepción y, sin embargo, ahora que se hallaba en la sala de espera de la poderosa monarca, en uno de los reductos más interesantes para los miembros de todas las razas, se sentía enormemente desventurado.
El primer elemento desestabilizador era la estancia donde le había introducido el clérigo de cabello acerado y negro hábito. Estaba vacía, no había mesas repletas de objetos atractivos ni tampoco sillas, lo que lo obligaba a permanecer de pie. Y, peor aún, la cámara carecía de paredes. Si sabía que se hallaba en una habitación era porque el extraño personaje le había ordenado que aguardase «en la sala de espera», y él se había dejado influir por tal comentario.
Si en vez de estas palabras debía fiarse de sus ojos, estaba en medio del vacío. Tal era su desorientación, que había dejado de distinguir el techo del suelo; «arriba» y «abajo» eran conceptos abstractos. Su entorno era una bruma confusa, un fulgor fantasmal teñido de llamas anaranjadas.
Intentó reconfortarse repitiéndose hasta la saciedad que iba a entrevistarse con la temida Reina y evocó las historias que relatara Tanis sobre su estancia en Neraka poco antes de que concluyera la Guerra de la Lanza.
«—Me rodeaba una inmensa negrura —había contado el semielfo con una voz que, pese al tiempo transcurrido, todavía surgía entrecortada—, mas eran unas tinieblas que dimanaban de mi mente, no de una presencia real. Apenas podía respirar y, cuando me hallaba al borde de la asfixia, se despejó la bruma y ella me habló. No despegó los labios, la oía en los recovecos de mi cerebro sin que vibrasen mis tímpanos. La vi en todas sus encarnaciones: el Dragón de las Cinco Cabezas, el Guerrero Oscuro, la Bella Tentadora, pues todavía no había penetrado en el mundo con toda su fuerza, le faltaba control de sí misma».
»Sin embargo, su majestad imponía a quienes gozaban del privilegio de ser admitidos en sus salones. Después de todo es una diosa, participó en la creación de Krynn y de sus habitantes. Sus negras pupilas traspasaron mi alma e, incapaz de dominarme, hinqué la rodilla para venerarla».
Ahora era Tasslehoff Burrfoot el que conocería a la soberana en su órbita existencial plena de energía y de poder. «Quizá adoptará forma de reptil», reflexionó el hombrecillo a fin de alentarse. Pero ni siquiera tan espléndida perspectiva le ayudó a cobrar ánimos, una extraña circunstancia si se tiene en cuenta que nunca había contemplado a un ente dotado de cinco cabezas y, mucho menos, un dragón. Se diría que la curiosidad y el espíritu aventurero que siempre presidieron sus acciones se habían evaporado de sus entrañas como la sangre se vierte por una herida.
«Cantaré una tonada —decidió, al único objeto de escuchar su propio timbre—. Quizá de ese modo venza mi decaimiento».
Empezó a tararear la primera melodía que cruzó por su cabeza: un himno dedicado al amanecer que le enseñara Goldmoon.
Incluso la noche languidece,
porque la luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que la oscuridad muere.
Pronto el ojo convierte
de la noche la complejidad
en una paz donde la mente
se mece en fabulosa luminosidad.
Atacaba Tas la tercera estrofa cuando detectó, horrorizado, que los ecos le devolvían la cantilena tergiversada, con unos versículos que la trasformaban en algo espeluznante.
Incluso la noche languidece,
cuando la luz en los ojos duerme.
La penumbra cae sobre penumbra, eso acontece,
hasta que todo en la oscuridad muere.
Pronto el ojo se disuelve,
perplejo por la nocturna complejidad,
en la paz eterna de la mente,
vencida para siempre la luminosidad.
—¡Callad! —conminó frenéticamente a los murmullos, a aquella ardorosa quietud que le rasgaba el alma—. ¡Habéis distorsionado el sentido de mis palabras!
De una manera repentina, inesperada, el clérigo de negra túnica se materializó ante él, destacándose en el desolador ambiente y, a la vez, fundido con la neblina.
—Su Oscura Majestad te recibirá de inmediato —le anunció y, antes de que Tasslehoff pestañease, se encontró en otro lugar.
Sabía de su desplazamiento no porque hubiera dado un paso ni, desde luego, porque este paraje difiriera del anterior, sino porque así lo sentía. Persistían idénticos destellos, el mismo vacío, si bien aquí le asaltó la impresión de que no estaba solo.
En el instante en que tomó conciencia de este hecho, vio aparecer ante él una silla de madera de ébano. Se sentaba en ella una figura ataviada de negro, echada una capucha sobre la cabeza.
Persuadido acaso de que se había cometido un nuevo error y el clérigo lo había conducido a la sala equivocada, el kender, aferradas las bolsas en su mano, rodeó cauteloso el asiento a fin de vislumbrar el rostro de la criatura. ¿O fue la silla la que trazó una elipse en su derredor a fin de que su ocupante espiara sus rasgos? No consiguió resolver el enigma.
Sea como fuere, el movimiento circular puso al descubierto la faz del misterioso ser. Tasslehoff comprendió que nadie se había confundido.
No atisbo un dragón de cinco cabezas, ni un guerrero cubierto por una sombría armadura. Tampoco se ofreció a su observación la seductora dama que poblaba los sueños de Raistlin, sino una mujer de aspecto más terrenal. Vestía de negro, como ya había advertido el hombrecillo, y el embozo se ajustaba de modo tan perfecto a su cráneo que enmarcaba el óvalo de su cara. Tenía la tez blanca, lisa, revestida de una cualidad atemporal, y los ojos grandes, del color del azabache. Sus miembros embutidos en las estrechas mangas, descansaban sobre los brazos de la butaca, abandonadas sus manos cenicientas en las volutas de sus extremos cual una segunda tapicería.
Su expresión no era terrorífica, ni amenazadora, ni inspiraba sobrecogimiento. Quizás, a decir verdad, lo que preocupaba en un examen más detenido era la ausencia en aquellas facciones de una arruga, una mueca, un leve espasmo que delataran emociones de cualquier clase. A través de su máscara de intacta compostura la mujer escrutaba a Tas intensamente, penetraba su espíritu, estudiaba recónditas fibras cuya existencia el mismo kender ignoraba.
—Me llamo Tasslehoff Burrfoot, Majestad —se presentó el hombrecillo y, por la fuerza de la costumbre, le tendió una mano.
Al caer en la cuenta de que su gesto de familiaridad podía resultar ofensivo, comenzó a retirarse y ensayó una reverencia. Demasiado tarde, unos dedos rozaron su palma. Fue un contacto fugaz, pero sintió que le clavaban todas las agujas de un alfiletero. El punzante dolor se ramificó en cinco canales que recorrieron su mano hasta llegar al corazón, privándole del resuello.
Tan pronto como lo hubieron tocado, las yemas se apartaron. Se hallaba muy cerca de la pálida fémina, tan beatífica su mirada que Tas habría dudado que fuera la culpable de su sufrimiento de no ver en su palma la huella que imprimiera, semejante a una estrella de cinco puntas.
—Cuéntame tu historia.
El kender se sobresaltó. La mujer no había movido los labios, de eso estaba seguro, pero no era menor su certidumbre de que la había oído hablar. Recapacitó, asustado, que su oponente conocía el relato mejor que él mismo.
Sudoroso, manoseando sus saquillos, Tasslehoff expuso frente a la soberana los eventos del día. Fue tan conciso como se lo permitió su naturaleza de kender. Luego, ansioso por concluir, explicó su viaje a Istar en poco más de diez segundos, aunque, en honor a la verdad, su resumen reflejaba los detalles más importantes.
—Accidentalmente, Par-Salian me mandó al pasado junto a mi amigo Caramon. Nos proponíamos matar a Fistandantilus, pero descubrimos que era Raistlin y no perpetramos el crimen. Yo debía impedir el Cataclismo con un ingenio mágico, y lo habría hecho de no engañarme el mago e inducirme a desarticularlo. Seguí a una sacerdotisa llamada Crysania hasta un laboratorio situado en los subterráneos del Templo de Istar, deseoso de exigir a Raistlin que recompusiera el artilugio. Se desplomó el techo y me aplastó. Cuando desperté todos se habían ido. El Cataclismo había destruido la ciudad, así que deduje que estaba muerto. Según me han informado, he sido condenado al Abismo.
Respiró hondo, lanzó un trémulo suspiro y procedió a enjugarse las sienes con un mechón suelto de su despeinado copete. Mientras recobraba la serenidad, pensó que tanto la última frase como su previa disertación sobre sus desventuras de la jornada constituían una descortesía, y se apresuró a enmendarla.
—No era mi intención proferir quejas, Majestad, imagino que quien dictaminara mi destino tenía razones de peso para confinarme en vuestros dominios. Después de todo, rompí uno de los Orbes de los Dragones y, si no recuerdo mal, alguien comentó en una ocasión que sustraje un objeto que no me pertenecía. No respeté a Flint como merecía, escondí la ropa de Caramon cuando tomaba un baño y tuvo que adentrarse en Solace completamente desnudo… ¡Oh, tan sólo pretendía gastarle una broma! —se justificó—. Además, nunca dejé de ayudar a Fizban a buscar su sombrero, creo que eso redime mi pequeña jugarreta.
—No estás muerto —dijo la voz, retomando el hilo de su narración—. No has sido «condenado» a este lugar ni, en realidad, deberías estar aquí.
Al escuchar tan sorprendentes revelaciones, Tasslehoff prendió sus ojos de las pupilas oscuras, insondables, de la Reina.
—¿No he muerto? —repitió, con un acento más chillón de lo acostumbrado, que no reconoció como propio—. Eso explica mi migraña —añadió, al mismo tiempo que se llevaba la mano a la caja de resonancias que era su cabeza—. Desde el primer momento supuse que mi presencia en estos lares era fruto de un malentendido.
—A los kenders no les está permitida la entrada en mi parcela —continuó la Reina.
—No me extraña —repuso Tas, entristecido, más dueño de sus sentimientos tras averiguar que seguía vivo—. Hay numerosos lugares en Krynn donde no admiten a los de mi raza.
—Cuando entraste en el laboratorio de Fístandantilus —declaró la egregia figura a través de la telepatía, ajena a los incisos del hombrecillo— te envolvió el halo protector de los encantamientos por él formulados. El resto de Istar se zambulló en las profundidades al sobrevenir la hecatombe, pero pude salvar el Templo del Príncipe de los Sacerdotes. La mole regresará al mundo en cuanto esté preparada, y se convertirá en mi residencia pues, también yo, he proyectado volver.
—Sí, para desencadenar una guerra en la que seréis derrotada —apostilló Tas sin previa reflexión—. Puedo aseverarlo —balbuceó, consciente de su imprudencia—porque yo fui, testigo de vuestra caída.
—No hables en pasado —le recomendó la soberana—, esos acontecimientos todavía no han sucedido. Verás, kender, al irrumpir en el hechizo de Par-Salian posibilitaste algo que en principio no podía hacerse: desviar el curso de la Historia. Fistandantilus o Raistlin, como tú lo conoces, así lo sospechó. Por eso determinó enviarte a la muerte, debía desembarazarse de tu perniciosa influencia. No deseaba que se alterase el tiempo, necesitaba el Cataclismo a fin de trasladar a la Hija Venerable de Paladine a una época en la que ella fuera el único clérigo sobreviviente.
El hombrecillo columbró, por primera vez durante su entrevista, un resquicio de burla en los ojos imperturbables de la fémina, y se estremeció sin comprender el motivo.
—Pronto lamentarás tu decisión, Fistandantilus, mi ambicioso amigo —prosiguió la Reina—. Pero tu clarividencia será tardía; nada podrás hacer para remediar tu fallo, un fallo que pagarás a un alto precio. Has quedado atrapado en tu propio torbellino y te precipitas al fatal desenlace de tus confabulaciones.
—No te entiendo —confesó el kender.
—No es difícil, basta con cavilar —lo amonestó la dama—. Tu venida me ha mostrado el futuro, dándome la opción de cambiarlo. Al intentar destruirte, Fistandantilus se privó de su único instrumento de libertad puesto que, a través de ti, habría manipulado su vida en su propio beneficio. Su cuerpo volverá a perecer, como está escrito en su sino, sólo que ahora le detendré cuando su alma busque una nueva carcasa en la que albergarse. En el futuro, Raistlin, el joven mago, se someterá a la Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y morirá. No será un obstáculo a mis planes ni tampoco sus compañeros, que sucumbirán uno tras otro. Para empezar, sin el concurso de vuestro hechicero, Goldmoon no encontrará la Vara de Cristal Azul. Así, el mundo se abocará a la catástrofe.
—¡No! —gritó Tasslehoff, horrorizado—. ¡No puede ser! Yo no quería causar tantas desdichas; al actuar como lo hice abrigaba simplemente el propósito de ayudar a Caramon en su aventura. ¡En solitario no habría salido airoso, me necesitaba!
El kender lanzó una rápida ojeada a la sala, tenía que emprender la fuga. Mas, aunque podía echar a correr en cualquier dirección, no había dónde ocultarse. Deprimido, desesperado, se derrumbó a los pies de la egregia dama.
—¿Qué he hecho? —gimió.
—Algo por lo que incluso Paladine se sentirá tentado de darte la espalda, hombrecillo —sentenció la reina.
—Y vos, ¿cómo dispondréis de mí? —inquirió Tas entre sollozos—. ¿No podríais mandarme junto a Caramon, o al menos a mi presente real? —suplicó, alzando hacia ella un rostro anegado en lágrimas.
—Tu presente, tu época, no llegará a existir —le atajó la soberana—. En cuanto a enviarte al lado del guerrero, imagino que entiendes mis motivos para negarme. Te quedarás aquí, conmigo; he de asegurarme de que no arruinas mis designios.
—¿Aquí? ¿Durante cuánto tiempo?
Nunca una idea le había parecido a Tasslehoff tan poco halagüeña.
La figura de la mujer empezó a desdibujarse ante sus ojos, inmersa en una aureola de luz, hasta disolverse en la nada.
—No mucho, kender, tranquilízate —fueron sus postreras palabras—. Puede ser un soplo o una eternidad.
—¿Qué significa eso? —se encolerizó el hombrecillo—. ¿Qué ha querido decir? —insistió.
No hablaba con la Reina, ya invisible, sino con el clérigo de cabello cano, que había tomado forma en el vacío dejado por Su Oscura Majestad e, impertérrito, esclareció el misterio.
—Aunque no estás muerto, tu existencia se agota a cada minuto que pasa. Tu fuerza vital escapa por todos tus poros, como le ocurre a cualquier criatura que se interna indebidamente en este paraje y no posee la energía imprescindible para combatir la perversidad que lo devora desde sus mismas entrañas. Cuando el Mal te haya aniquilado, los dioses dictarán tu destino. Los conceptos temporales carecen de sentido.
—Me hago cargo —respondió Tas con un nudo en la garganta—. Supongo que me lo merezco. ¡Oh, Tanis, lo lamento! Si soy culpable no es por mi voluntad.
El clérigo asió su brazo y se transformó la escena, al desplazarse el suelo bajo sus pies. Pero Tasslehoff no se percató del prodigio. Enteladas sus pupilas por el llanto, se abandonó al desaliento y deseó que el fin sobreviniera con la mayor prontitud posible.