El cronista y el mago
—¿Cómo sigue? —preguntó Crysania, en voz baja, al entrar en la habitación. Tras descubrirse la encapuchada cabeza, la sacerdotisa desanudó su capa para dejar que Caramon la retirara de sus hombros.
—Desasosegado —contestó el guerrero, puesta la mirada en un sombrío rincón—. Aguarda impaciente tu regreso.
—Ojalá trajera mejores noticias —murmuró la dama mordiéndose el labio.
—Yo me alegro de que no sea así —repuso él, a la vez que doblaba la holgada prenda de la sacerdotisa y la depositaba sobre una silla—. Quizá desista de su insensata idea y vuelva a casa.
—No puedo… —empezó a decir Crysania, pero la interrumpió una tercera voz.
—Si ya han concluido vuestras confabulaciones, Hija Venerable, te ruego que te acerques y me comuniques el resultado de tus pesquisas.
La sacerdotisa se ruborizó y, tras contemplar irritada a Caramon, se apresuró a cruzar la estancia hacia el lugar donde yacía Raistlin sobre un improvisado camastro, cerca del fuego.
El acceso de furia del mago les costó a todos un alto precio. Su hermano lo transportó desde el laboratorio al estudio y la dama le preparó un lecho en el suelo. Después de acomodarlo del mejor modo posible, Crysania asistió impotente a sus delirios y a los esfuerzos del hombretón, tan solícito como se mostraría una madre al prodigar cuidados a su hijo enfermo. Sin embargo, poco pudo hacer por el frágil hechicero. El desmayo de Raistlin se prolongó más de una jornada, en la que no cesó de balbucear frases inconexas. Hubo un momento en el que despertó y emitió un grito de pánico, pero pronto volvió a zambullirse en la negrura donde vagaba su espíritu.
Privados de la luz del Bastón de Mago, que el fornido humano ni siquiera osó tocar y hubo de dejar en el laboratorio, la sacerdotisa y él se acurrucaron al lado del nigromante. Mantuvieron la fogata encendida, si bien ambos eran conscientes de la presencia de los guardianes de la Torre, una presencia llena de malos presagios.
Al fin, el yaciente reaccionó. Lo primero que hizo al abrir los ojos fue ordenar a Caramon que le administrara su pócima y, después de beberla, tuvo ánimo suficiente para indicar a uno de los espectros que le restituyese el bastón. Hizo entonces señal de aproximarse a Crysania y susurró:
—Ve al encuentro de Astinus.
— ¡Astinus! —replicó la mujer, perpleja—. ¿Te refieres al cronista? No comprendo tu encargo; ¿qué quieres de él?
Las pupilas de Raistlin se iluminaron, una sombra de color se dibujó en sus lívidos pómulos con un brillo febril.
— ¡El Portal no está donde debería! —se encolerizó, apretando los dientes y retorciendo las manos de ira. Empezó a toser, mas esta circunstancia no atenuó el fulgor de su mirada—. ¡No hagas preguntas pueriles y obedéceme!
Tan imperioso fue su mandato, que la dama retrocedió asustada.
El hechicero, sin aliento, tumbóse de nuevo en el jergón, mientras el guerrero observaba preocupado a Crysania quien, en un intento de recobrar la compostura, se había encaminado al escritorio y fingía estudiar los amarillentos volúmenes de magia que en él se apilaban.
—No te precipites, señora —le suplicó el humano—. No estarás pensando en ir, ¿verdad? ¿Quién es el tal Astinus? Además, no puedes aventurarte en el Robledal de Shoikan sin un talismán.
—Tengo un talismán —replicó la dama—, me lo entregó tu gemelo cuando nos conocimos. Y, en lo que atañe a Astinus, es el conservador de la Biblioteca de Palanthas, donde ocupa su existencia en registrar la historia de Krynn.
—Quizá sea así en nuestro tiempo, pero ahora todavía no ha nacido —le corrigió el guerrero, exasperado—. Recapacita, Hija Venerable.
—Eso hago —lo atajó Crysania, molesta por su ignorancia—. Astinus no es mortal común —le explicó—. Según las leyendas, fue la primera criatura que habitó nuestro mundo y será la última en abandonarlo. Su edad es incalculable.
Al ver que su oponente la estudiaba en actitud escéptica, prosiguió:
—Refleja los acontecimientos meticulosamente, uno tras otro, sabe qué ha ocurrido en el pasado y también qué hechos se producen en el presente. Mas no puede predecir el futuro —añadió, desviando la faz hacia Raistlin—. Dudo que nos preste la menor ayuda.
Incrédulo frente a tan extraña fábula, Caramon porfió hasta el agotamiento a fin de impedir su desplazamiento, pero sus reconvenciones no hicieron sino fortalecer la determinación de la sacerdotisa y, al fin, se rindió.
El estado de Raistlin se agravó en lugar de mejorar. Su piel ardía bajo el azote de la fiebre, sufría períodos de incoherencia de los que sólo salía para inquirir, iracundo, por qué Crysania no había cumplido todavía su cometido.
La mujer se enfrentó a los horrores de la arboleda y a otros, no menos pavorosos, en las calles de Palanthas, en su ansia de apaciguar al desazonado mago. Ahora, terminada su misión, se arrodilló a los pies del camastro, donde contempló inerme el esfuerzo que hizo el enfermo al incorporarse, ayudado por su hermano.
—¡Cuéntamelo todo! —le urgió Raistlin, ya sentado—. No olvides ni el más ínfimo detalle; sé minuciosa aunque te parezca exagerado.
Asintiendo en silencio, agitada aún por el recuerdo de la peligrosa excursión, la sacerdotisa ordenó sus ideas antes de narrar lo sucedido.
—Fui hasta la Gran Biblioteca —declaró al rato—, y solicité entrevistarme con Astinus. Al principio, los Estetas rehusaron admitirme; pero cuando exhibí ante ellos el Medallón se organizó un enorme revuelo, como sin duda imaginas. —Hizo una pausa, en la que alisó los pliegues de la sencilla túnica blanca que Caramon le había comprado para reemplazar al hábito ensangrentado que luciera en su periplo a través del tiempo—. Han transcurrido cien años sin que los antiguos dioses manden una señal a los mortales, de manera que, pasada la conmoción, uno de los acólitos corrió a informar al cronista de mi llegada.
»Tras una larga espera, fui conducida a la cámara donde Astinus consagra todas las horas del día, y a menudo las de la noche, a escribir la Historia.
Calló, súbitamente espantada por la intensidad con que la escrutaba el hechicero. Le asaltó la sensación de que pretendía arrancarle las frases del cerebro sin aguardar a que las pronunciara. Ladeó el semblante al objeto de recomponerse y, fija la vista en las llamas, reanudó su relato.
—Entré en la estancia y él ni siquiera alzó los ojos, absorto en su quehacer. Al advertir su indiferencia, el Esteta que me acompañaba anunció mi nombre: «Crysania, de la casa de Tarinius», tal como tú habías sugerido que me presentara. Al oírlo… Frunció el entrecejo, y su oyente la apremió:
—Al oírlo ¿qué?
—Levantó sus pupilas —contestó la dama, desconcertada—. Incluso cesó en su labor, posó la pluma en la escribanía para proferir un «¡Tú!», en una voz tan estentórea que yo di un respingo y el acólito casi se desvaneció. Antes de que atinara a hablar, a inquirir qué significaba su sorpresa o de qué me conocía, asió de nuevo su herramienta de trabajo y tachó las frases que acababa de anotar.
—¿Las tachó? —intervino el nigromante pensativo, abstraído en sus meditaciones—. Las tachó —repitió, reclinándose en el jergón.
La sacerdotisa respetó el silencio de su interlocutor. No despegó los labios hasta que él volvió a mirarla.
—¿Qué hizo después? —indagó el mago con débil acento.
—Garabateó algo encima del párrafo que había emborronado, como si corrigiera un error. Concluidas las rectificaciones, se cruzaron una vez más nuestras miradas y creí que iba a reprenderme, una impresión que ratificaron los temblores de mi acompañante. Pero Astinus se mostró tranquilo, despachó al Esteta y me invitó a tomar asiento. Cuando me hube instalado, me interrogó sobre el motivo de mi visita.
»Le expliqué que buscábamos el Portal. Añadí, fiel a tus instrucciones, que la información recabada en distintos confines nos había inducido a situarlo en la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas y, al seguir la pista hasta la mole a fin de investigar su veracidad, habíamos descubierto que no era así. El Portal no se hallaba donde suponíamos.
»Asintió sin un asomo de perplejidad.
»—El acceso fue trasladado cuando el Príncipe de los Sacerdotes trató de apoderarse del edificio —reveló—, por razones de seguridad. Es posible que con el tiempo sea devuelto a su emplazamiento de origen, pero por ahora ocupa su lugar un muro de roca.
»—¿Dónde está? —inquirí.
»Tardó varios minutos en responder. Aguardé paciente, y transcurrido su lapso de mutismo…».
Se quebró su voz, incapaz de reproducir la respuesta del cronista. Centró su atención en Caramon con el temor dibujado en sus rasgos, como si quisiera prevenirlo de una catástrofe.
Al leer el miedo, la zozobra, en su expresión, Raistlin se levantó de su lecho.
—¡Adelante, termina! —le ordenó ásperamente.
Crysania respiró hondo e intentó zafarse del escrutinio del mago. Pero éste la asió por la muñeca y, a pesar de su fragilidad, la sujetó con tal fuerza que no pudo deshacerse de su mortífera garra.
—Dijo que deberías pagar si te obstinabas en averiguar su paradero, que todo hombre tiene un precio y él no era una excepción.
—¡Pagar! —repitió Raistlin en un murmullo, abrasadora la llama de sus pupilas.
La sacerdotisa se esforzó en liberarse de la zarpa, más dolorosa a cada instante. Fue inútil. El nigromante persistió en apretar sus dedos.
—¿Qué pide a cambio de confiarme el secreto?
—Afirmó —repuso la dama, sin resuello— que sólo exigía el cumplimiento de una antigua promesa. Según él, debes recordarla.
El hechicero soltó su magullada muñeca y Crysania retrocedió, eludiendo la mirada compadecida de Caramon. El hombretón se incorporó de manera abrupta para alejarse de la escena, mientras Raistlin, ajeno a las emociones de ambos, se desplomaba sobre su almohada con el rostro lívido, desencajado, nublado el brillo de sus iris.
La sacerdotisa fue hasta el escritorio a fin de servirse un vaso de agua. Pero era tal el temblor de sus manos, que en vez de escanciar el cristalino líquido en el vaso lo derramó sobre el mueble y se vio obligada a posar la jarra. Atento a sus evoluciones, el guerrero acudió en su auxilio. Le tendió el recipiente lleno, ensombrecida su faz por una gravedad poco habitual en él.
Al llevarse el agua a los labios, la mujer percibió que el humano observaba su muñeca y, en gesto institivo, lo imitó. En su carne se perfilaban las huellas que imprimiera el mago en surcos profundos, amoratados. Crysania se apresuró a dejar el vaso en la escribanía, deseosa de cubrir la herida con la manga de su nuevo atuendo.
—No pretendía lastimarme —justificó a Raistlin en respuesta a la expresión severa de su gemelo—. Es lógico que el dolor le convierta en una criatura díscola. No podemos reprochárselo. ¿Qué es nuestro sufrimiento si lo comparamos con el suyo? Tú, mejor que nadie, deberías entenderlo. Sus esotéricas visiones lo capturan hasta tal extremo, que no es consciente del daño que causa a los otros.
Dándole la espalda, la mujer se aproximó al camastro y fijó los ojos en la fogata, aunque sin verla en realidad.
—Es más que consciente de lo que hace —replicó el guerrero para sus adentros—. Y estoy comenzando a vislumbrar que siempre lo fue.
Astinus de Palanthas, historiador de Krynn, estaba sentado en una alcoba de su morada, donde se afanaba en escribir. Era una hora tardía, pasada la Vigilia Nocturna. Ya los Estetas habían atrancado las puertas de la Gran Biblioteca, pues si pocos gozaban del privilegio de ser admitidos de día, nadie tenía acceso al lugar durante la noche. Pero tales precauciones no constituían un obstáculo para el hombre que penetró en el edificio y ahora, envuelto en un manto de penumbra, se erguía frente al cronista.
—Empezaba a preguntarme dónde estarías —lo saludó el historiador sin alzar los ojos, absorto en su trabajo.
—He estado enfermo —contestó la figura entre el crujir de su túnica negra, luchando contra un incipiente ataque de tos.
—Espero que te sientas mejor —dijo Astinus, pertinaz en la escritura.
—Recobro la salud despacio —comentó el aparecido—; múltiples circunstancias retrasan mi restablecimiento.
—En ese caso, siéntate —lo invitó el cronista, a la vez que señalaba con el cañón de su pluma una butaca próxima.
La figura, distorsionando el rostro en una singular mueca, dio unos pasos hacia la silla y se instaló en ella. Se produjo en la cámara un prolongado silencio, que sólo interrumpían los trazos nerviosos del escribano sobre el pergamino y las toses ocasionales del intruso.
Al fin, Astinus hizo un alto en su tarea y alzó los párpados para encararse con el visitante, quien retiró la capucha al objeto de presentar la faz a su escrutinio. Tras observarlo unos momentos, el historiador meneó la cabeza.
—No reconozco tus rasgos, Fistandantilus, pero sí tus ojos. De todos modos, percibo algo peculiar en sus profundidades. Leo el futuro, un futuro que te designa como Amo del Pasado y del Presente pese a no haber venido investido del poder que vaticinaban los augurios.
—No me llamo Fistandantilus —corrigió la figura enlutada—, sino Raistlin. Supongo que huelgan las explicaciones sobre lo sucedido. —Se desvaneció su forzada sonrisa, se contrajeron sus pupilas—. Pero sin duda ya lo sabes, nuestra batalla debe estar registrada en tus libros.
—Doy cuenta de la pugna —respondió el aludido con frialdad—. ¿Deseas leer lo que he anotado en la voz «Fistandantilus»?
Raistlin frunció el entrecejo, sus ojos brillaron amenazadores, mas Astinus permaneció imperturbable. Apoyándose en el respaldo de su silla, estudió al archimago con perfecta serenidad.
—¿Has traído lo que solicité? —inquirió.
—Sí —repuso el hechicero—. Elaborarlo me ha supuesto varios días de dolor y ha mermado mi energía, de otra manera habría venido antes.
Por primera vez a lo largo de su entrevista al semblante del escriba asomó un resquicio de emoción que, sin embargo, no alteró su calidad externa. Se inclinó hacia adelante ansioso, refulgentes sus ojos, mientras Raistlin apartaba los pliegues de su atavío para mostrar un curioso objeto, un globo de cristal que pululaba en la hueca cavidad de su pecho cual un corazón cristalino, translúcido.
Astinus no pudo refrenar su sobresalto ante tan inesperada visión, que al parecer era ilusoria pues, con un gesto, el nigromante hizo que la bola emprendiera el vuelo al mismo tiempo que, usando la otra mano, cubría de nuevo su enteco torso bajo la urdimbre de sus vestiduras.
Al acercársele el fluctuante globo, el cronista estiró sus brazos hacia él y acarició su superficie con extrema delicadeza. El contacto hizo que el objeto se llenase de haces lunares argénteos y rojizos. Incluso se esbozó el aura del satélite negro y, debajo de los tres, se arremolinaron innumerables imágenes que se sucedían a un ritmo vertiginoso.
—El tiempo discurre frente a nosotros —comentó Raistlin, ribeteada su voz de un mal disimulado orgullo—. A partir de hoy, amigo mío, no tendrás que depender de los mensajeros de los planos astrales para saber qué acontece en el mundo. Tus ojos serán tus únicos heraldos.
—¡Sí! —se entusiasmó el historiador. Las lágrimas empañaban su vista, sus manos temblaban de gozo.
—Ha llegado el momento de recibir mi recompensa —declaró el hechicero—. ¿Dónde está el Portal?
—¿No lo adivinas, criatura clarividente? —preguntó a su vez Astinus—. Has leído en mis volúmenes el devenir de Krynn, los sucesos acaecidos en las distintas eras.
Raistlin observó a su oponente sin hablar, mientras su faz adquiría la gélida rigidez de una máscara.
—Tienes razón; he estudiado todos y cada uno de los episodios que figuran en las Crónicas —admitió—. ¿Fue ése el motivo de que Fistandantilus viajara a Zhaman?
Su interlocutor asintió con un ligero ademán.
—Zhaman —prosiguió el archimago—, una fortaleza arcana enclavada en las llanuras de Dergoth, cerca de Thorbardin, la patria de los Enanos de las Montañas. Se trata de un bastión erigido en una tierra controlada por esos seres —continuó, inexpresivo cual si hojeara las páginas de un libro de texto—. Allí se dirigen ahora sus parientes, los Enanos de las Colinas, bajo el acoso de la perversidad que ha consumido al continente desde el Cataclismo, al objeto de pedir refugio en su antiguo hogar de las cumbres.
—En efecto —intervino el cronista—. Con todos esos datos, tú mismo puedes esclarecer el enigma.
—Eso me temo. El Portal se oculta en las mazmorras de Zhaman —concluyó el nigromante—. Fistandantilus participó desde ese reducto en la última de las guerras enaniles.
—Participará —rectificó Astinus.
—Cierto. Sea como fuere, el gran maestro tomará parte en la pugna que ha de decidir su destino, su muerte si las leyendas no mienten.
Raistlin se sumió en el silencio. Luego, de manera súbita, se levantó y caminó hacia la escribanía, donde asiendo el tomo en el que trabajaba Astinus, le dio la vuelta. El conservador de la Biblioteca espió sus movimientos con un interés desapasionado.
—Aciertas en tu apreciación, procedo del futuro —murmuró sin dejar de escudriñar la escritura todavía húmeda del pergamino—. He leído las Crónicas salidas de tu pluma, incluso recuerdo lo que apuntarás aquí —agregó, y señaló un espacio en blanco—. En el día de hoy, pasada la Hora de la Vigilia cayendo hacia el 30, Fistandantilus me trajo el globo donde se refleja el paso del tiempo presente, recitó de memoria.
Astinus nada dijo pero el archimago insistió, henchido su acento de cólera.
—¿Redactarás aquí ese párrafo?
El aludido calló, aunque manifestó su asentimiento mediante una inclinación de cabeza.
—Así pues, todas mis acciones estaban previstas —se lamentó el hechicero.
Cerró el puño violentamente y, cuando volvió a tomar la palabra, su voz delató el esfuerzo que hacía para controlarse.
—Unos días atrás vino a visitarte la sacerdotisa Crysania. Me explicó que estabas escribiendo al entrar ella y, después de reconocerla, borraste algo. Déjame ver qué fue.
El historiador exhibió una mueca de disgusto, remiso a obedecer.
—¡Muéstramelo! —El apremio del mago surgió en un alarido casi inarticulado.
Depositando el globo en un ángulo de la mesa, donde la esfera se mantuvo suspendida, Astinus levantó las manos de su perímetro. La luz parpadeó, el objeto se oscureció y se vació de imágenes. Sin prestarle atención, a pesar suyo, el singular personaje rebuscó en el mueble hasta encontrar un volumen encuadernado en piel, que abrió sin titubeos por la página requerida. Colocó entonces el tomo frente a Raistlin y lo invitó a examinarlo.
El nigromante centró de inmediato la vista en una línea donde, sobre un nombre emborronado pero legible, aparecía otro. Cuando enderezó la espalda, provocando un roce en su túnica al enlazar las manos bajo las bocamangas, su faz había asumido una lividez mortífera aunque no exenta de serenidad.
—Esto altera el tiempo —aseveró.
—Esto no altera nada —replicó Astinus—. La sacerdotisa ocupó un lugar que en principio no le correspondía, pero tal cambio carece de importancia. La Historia sigue su curso, inviolada.
—¿Y me arrastra en su fluir?
—Sí. Nunca la modificarás, a menos que tengas el poder de desviar el cauce de un río arrojándole un guijarro —sentenció el cronista.
Raistlin le lanzó una penetrante mirada y esbozó una sonrisa antes de señalar, retador, el globo.
—Contémplalo, Astinus —lo conminó—, y pon tus sentidos alerta. El guijarro no tardará en dibujarse en el interior de la esfera. Y ahora, criatura eterna, debo despedirme.
Se desvaneció al instante y el historiador quedó solo en la cámara, absorto en sus reflexiones. Transcurridos unos minutos, volteó el pesado ejemplar a fin de leer una vez más el evento que registraba cuando irrumpió en la sala la Hija Venerable.
En el día de hoy, Hora Postvigilia subiendo hacia el 15 llegó a esta Biblioteca, enviado por el archimago Fistandantilus y con el propósito de descubrir el paradero del Portal, el clérigo de Paladine llamado Denubis. En pago a mi ayuda, Fistandantilus confeccionará lo que me prometió años atrás: el globo que refleja los acontecimientos del presente.
Aparecía tachado el término Denubis, que había sustituido por Crysania.