4

¿Dónde está el Portal?

Los guardianes abandonaron el cerebro de Raistlin para, ya a distancia, observarle desde sus vacías cuencas oculares. Incapaz de moverse, el mago les devolvió la mirada. Sus ojos no reflejaban sino una densa penumbra.

—Os lo advierto —les dijo sin voz, y su mensaje fue comprendido—: si volvéis a tocarme os convertiré en polvo, tal como hice con él.

—Sí, maestro —contestaron los espectros, a la vez que sus traslúcidos rostros se desdibujaban en las sombras.

—¿Me hablabas a mí? —preguntó Crysania, amodorrada.

Al comprobar que se había dormido con la cabeza apoyada en su hombro, la sacerdotisa se ruborizó y se incorporó sin demora.

—¿Necesitas algo que yo pueda proporcionarte? —ofreció.

—Agua caliente para mi poción —fue la concisa respuesta del hechicero.

Confundida, turbada, la dama se apartó el cabello de la faz a fin de examinar la sala. Por las ventanas se filtraba una luz grisácea que, aunque tenue y brumosa como un fantasma, no resultaba confortadora. El Bastón de Mago despedía aún destellos, manteniendo alejadas a las criaturas de la noche; pero no propagaba calor alguno. Crysania se acarició el dolorido cuello. Estaba rígido y entumecido, por lo que dedujo que su sueño se había prolongado varias horas. Reinaba en la sala un intenso frío, e instintivamente dirigió la vista hacia la apagada chimenea.

—Hay madera abundante en la sala —titubeó al ver los astillados muebles—, pero carezco de yesca y pedernal para hacerla prender. No puedo…

—¡Despierta a mi hermano! —la interrumpió Raistlin.

Asfixiado por sus propias palabras, el mago empezó a jadear. Aunque, pasado el primer acceso, intentó proseguir, no logró articular ningún sonido y hubo de conformarse con esbozar un gesto. En sus pupilas ardía una inextinguible cólera. Era tal la rabia que desfiguraba sus facciones, que la sacerdotisa lo espió, alarmada, presa de unos escalofríos que no provocaba, precisamente, la gélida atmósfera.

Raistlin entornó los párpados y posó una mano en su pecho, al límite de sus fuerzas.

—Te lo ruego, haz lo que te he indicado —susurró—. Esto es un suplicio.

—Enseguida —repuso la dama en tono quedo, avergonzada.

¿Cómo podía vivir con un dolor tan espantoso, un día tras otro? Inclinándose hacia adelante, desprendió la cortina de sus hombros para arropar al nigromante. Éste asintió en mudo agradecimiento, mas no consiguió hablar; así que Crysania, sin dejar de tiritar, atravesó el estudio en dirección a Caramon.

Al apoyar la mano en su hombro, vaciló. «¿Y si continúa ciego? —pensó—. O, peor todavía, ¿y si se ha deshecho el encantamiento de Paladine y, más seguro de sus posibilidades, decide matar a su gemelo?».

Sus titubeos sólo duraron unos momentos. En actitud resuelta, cerró los dedos y zarandeó al yaciente mientras se repetía que, de acometer el guerrero contra el mago, ella misma lo detendría. «Lo hice una vez, nada me cuesta sumirlo en un nuevo sortilegio».

—Caramon —lo llamó—, despierta. Por favor, te necesitamos.

—¿Cómo? —inquirió el hombretón.

Se sentó como impulsado por un resorte y, sin previa reflexión, buscó la empuñadura de su espada, una espada que había quedado en la remota Istar. Centró acto seguido la mirada en Crysania, tan expresivo que ella comprendió, entre asustada y feliz, que podía distinguirla. Sin embargo, su mente no era tan aguda como su recobrado sentido. Parecía estupefacto, no daba muestras de reconocerla.

Estudió receloso su entorno. La sacerdotisa percibió que se avivaba en su cerebro el recuerdo de los últimos sucesos. En efecto, se ensombrecieron sus pupilas, invadidas por una oleada de pesar, y también se hizo patente la recuperación de la memoria en el palpito de su garganta, en las vibraciones de los músculos de la mandíbula y en su manera de mirarla. Se disponía la sacerdotisa a exteriorizar sus disculpas, o acaso su rechazo, cuando el rostro del hombretón se dulcificó, sus rasgos se relajaron.

—Hija Venerable —dijo, sentándose y despojándose de la cortina—, estás helada. Toma, abrígate.

Antes de que acertara a protestar, Caramon la cubrió con la ajada urdimbre. Mientras la envolvía, la dama se percató de que desviaba la vista hacia su gemelo; mas tan sólo le dedicó una fugaz ojeada. Prescindió de su preocupante postración, como si no existiera, para concentrarse en otear el panorama.

—Caramon, nos ha salvado la vida —explicó la sacerdotisa, sin respetar su esquiva postura—. Formuló un hechizo y los hijos de las tinieblas dejaron de acosarnos—agregó, atenazando su brazo.

—Porque es uno de los suyos —la atajó el hombretón—, sólo que más poderoso.

Bajó la cabeza, a la vez que se esforzaba en retirar el brazo que la mujer apresaba. Fue en vano, aunque se hubiera desembarazado de su garra no habría podido sustraerse a su penetrante mirada.

—Es la ocasión de matarlo —lo aleccionó Crysania—, nunca estará tan indefenso como ahora. Sin duda pereceríamos todos, pero ya estás preparado para esa contingencia. Tu ansia de aniquilarlo es superior a tu deseo de vivir, ¿me equivoco?

—Sabes mejor que yo que no lo consentirías —se rebeló el guerrero. Destilaba una frialdad que, de nuevo, ponía de relieve su parecido con su gemelo, o así se le antojó a su oponente—. Seamos sinceros, señora; al más mínimo ademán por mi parte nublarías otra vez mi visión.

Sereno, restablecida su confianza tras tan elocuente discurso, arrancó la nívea mano que sujetaba su brazo y concluyó:

—Conviene que uno de nosotros conserve la clarividencia.

Crysania se sonrojó, más aún al recapacitar que las frases del humano, su sarcasmo, no eran sino un eco del aviso que pronunciara Loralon. El guerrero, ignorante de sus cavilaciones, se puso de pie.

—Encenderé una fogata —propuso—, si me lo permiten los fantasmales amigos de mi hermano.

—No creo que se interfieran —corroboró la sacerdotisa, a la vez que, también ella, se incorporaba—. No me impidieron rasgar las cortinas.

No pudo contener un estremecimiento, que su voz delató, al evocar el pánico que la invadiera en la proximidad de aquellas mortíferas criaturas. Caramon presintió su zozobra y la escrutó, lo que hizo tomar conciencia a la dama de su aspecto. Arropada en una descolorida pieza de terciopelo, harapiento y ensangrentado su hábito albo, ennegrecida toda ella a causa del polvo y la ceniza del suelo, no presentaba una apariencia demasiado atractiva. En un impulso involuntario, tanteó su cabello, una melena en otro tiempo bien cepillada, suave y trenzada con sumo primor, que ahora caía sobre su rostro en tupidas greñas.

Palpó las lágrimas secas de sus mejillas, la suciedad, el polvo y se pasó la mano por la faz para borrar tales estigmas. También quiso recoger los desordenados bucles; pero, comprendiendo que era una acción fútil e incluso estúpida, y enfurecida además por la actitud compasiva de su interlocutor, asumió una forzada dignidad.

—Ya no soy la doncella de mármol que conociste —le espetó—, ni tú el borrachín incorregible con el que me tropecé en Solace. Ambos hemos aprendido algo en este viaje.

—En mi caso puedo afirmarlo —repuso el hombretón.

—¿De verdad? —cuestionó la sacerdotisa, sin perder un ápice de su altivez—. Yo no estaría tan segura. Por ejemplo, ¿sospechó tu mente preclara que los magos me enviaron al pasado a sabiendas de que nunca regresaría?

Caramon la contempló atónito y ella continuó con una sonrisa teñida de resentimiento.

—No. Pasaste por alto este hecho sin importancia, o así lo aseveró tu gemelo. Tan sólo una persona podía beneficiarse del ingenio mágico de Par-Salian, aquel a quien se lo entregó. Los hechiceros me catapultaron hacia una muerte cierta, porque me temían.

El guerrero frunció el entrecejo, despegó los labios, volvió a sellarlos y meneó la cabeza. Tardó unos minutos en centrarse lo bastante para ensayar una réplica.

—Podrías haber abandonado Istar junto al elfo que vino en tu busca —le recordó.

—¿Lo habrías hecho tú? —lo increpó Crysania—. ¿Habrías renunciado a vivir en nuestro tiempo de ofrecérsete esta alternativa? ¡Por supuesto que no! No somos tan diferentes.

Cuando Caramon se disponía a contestar, más taciturno a cada instante, Raistlin tosió. Ladeando la cabeza en dirección al mago, la sacerdotisa le recomendó:

—Será mejor que enciendas ese fuego, o de lo contrario sucumbiremos aquí mismo al destino.

Tras darle la espalda, ajena a la perplejidad en que lo habían sumido sus revelaciones, la dama se encaminó hacia el lugar donde estaba tendido el nigromante. Estudió su faz macilenta, mientras se preguntaba si había escuchado su conversación.

Aunque había recobrado el conocimiento, se hacía imposible discernir hasta qué punto Raistlin oyó la conversación entre sus dos acompañantes. De todos modos, su debilidad inducía a pensar que, de haber presenciado la escena, no le restaban energías para prestar atención. Crysania se arrodilló a su lado, no sin antes verter un poco de agua en un cuenco resquebrajado, y arrancó un retazo medianamente limpio de su vestido a fin de humedecerle el rostro. La carne del postrado ardía de fiebre, que aún contrastaba más con la gélida sala.

Mientras ella atendía a su hermano, Caramon se afanó en recoger fragmentos de los desvencijados muebles y los apiló en el hogar.

—Necesito algo delgado, muy seco, o no conseguiré que prenda —murmuró para sus adentros—. Ésos libros servirán.

La última frase vibró en los tímpanos de Raistlin como el retumbar de un trueno. Levantó presto los párpados, movió la cabeza e hizo un frustrado intento de incorporarse.

—¡Alto, Caramon! —colaboró Crysania, cuando advirtió la debilidad del mago.

El guerrero se detuvo con un grueso volumen en la mano.

—Es peligroso —susurró el hechicero—. Se trata de una enciclopedia de magia, no debes tocar esos tomos.

Se quebró su voz, mas fijó sus centelleantes ojos en su hermano con tan ostensible preocupación que éste acató su mandato. El fornido humano farfulló algo ininteligible, soltó el ejemplar y comenzó a registrar la escribanía.

—¿Qué es esto? —preguntó al rato, a la vez que extraía unos pergaminos de uno de los cajones—. Parecen cartas. ¿Puedo utilizarlas sin riesgo? —inquirió con tono áspero.

Su gemelo asintió en silencio y, tras hallar junto a la chimenea cuanto precisaba para obtener la chispa, el hombretón hizo brotar las llamas. La sacerdotisa oyó de inmediato su acogedor crepitar pues, gracias a la laca que los cubría, los improvisados leños se inflamaron sin tardanza. La luz que despedía la fogata era brillante, agradable, si bien recortaba con inquietante nitidez los contornos de los espectros que, aunque retraídos, permanecían en la estancia. Crysania espió sus lívidos rostros; pero prefirió ignorarlos.

—Acerquemos a Raistlin al calor —indicó al guerrero—. Antes me habló de una pócima, una medicina.

—Sí —contestó Caramon en un tono vacío de emociones. Se situó junto a la mujer y, encogiéndose de hombros, añadió—: Dejemos que se drogue con su magia, si ése es su deseo.

Un destello de ira iluminó las pupilas de la sacerdotisa. Se encaró con el hombretón, dispuesta a derramar sobre él una lluvia de reproches; pero un leve gesto de Raistlin la conminó a morderse la lengua.

—Has elegido un momento inoportuno para madurar, hermano —comentó el nigromante.

—Quizá —repuso el aludido, contraídas sus facciones en una expresión que denotaba infinita tristeza—. En cualquier caso, ya no importa.

Deprimido, se alejó de nuevo hacia el círculo de tibieza.

La sacerdotisa vio que Raistlin seguía con la mirada los pasos de su gemelo y, al reparar en su semblante, detectó una secreta sonrisa, un ademán satisfecho. Consciente de que lo estudiaba, el hechicero clavó su mirada en ella, recuperando la adustez antes de que la dama reaccionara de su pasmo.

—Podré caminar si tú me ayudas —solicitó, deseoso de atajar cualquier pregunta.

—Necesitarás tu bastón —apuntó la dama, solícita, olvidada su suspicacia—. Te lo traeré.

Cuando estiraba el brazo hacia el refulgente puño, el mago le ordenó, desabrido:

—¡No lo toques! Por favor —rectificó, más amable—. Si lo rozan manos extrañas se extingue su luz.

Con un irrefrenable escalofrío, la mujer examinó su entorno. Al percibirlo, y al atisbar también a los entes informes que pululaban en torno al bastón, sin atreverse a penetrar en su cerco, Raistlin apaciguó a su compañera.

—No creo que nos ataquen —susurró, retorcido su labio en una mueca indefinible, mientras ella lo rodeaba con los brazos al objeto de prestarle su apoyo—. Conocen mi identidad; no osarán disgustarme. Pero… —Un nuevo acceso de tos le obligó a descargar su peso sobre Crysania y a interrumpirse bruscamente. Apoyó una mano en el hombro femenino, posó la otra sobre el cayado y, más seguro, concluyó su discurso—. Pero me sentiré más tranquilo si se mantiene inalterable su haz luminoso.

No podía hablar y avanzar al mismo tiempo; a punto estuvo de caer al suelo. La sacerdotisa se detuvo para permitir que recobrase el resuello y, durante la pausa, recapacitó que su respiración era asimismo irregular, rápida en exceso. Su arritmia constituía una prueba fehaciente del torbellino que la agitaba. Al oír el matraqueo en los pulmones del hechicero, su laboriosa batalla contra la asfixia, la consumía la piedad. Pero, por otra parte, sentía como una punzada el calor abrasador de su cuerpo tan cercano. La perturbaba el aroma embriagador de sus ingredientes mágicos, mezcla de pétalos de rosa y especias, la envolvía la suavidad de sus oscuros ropajes, más aterciopelados que la cortina que pendía de sus hombros. Se entrecruzaron sus miradas un breve instante y el espejo en el que se escudaban los ojos de Raistlin se quebró, de tal manera que la mujer intuyó la sensualidad, la pasión que su mera presencia le inspiraba.

Movido por un reflejo que no hacía sino corroborar la intuición de Crysania, el mago la estrechó contra sí y ella se ruborizó, deseosa de huir, mas, en abierto dilema, tan cautivada que habría querido refugiarse en su abrazo para toda la eternidad. De pronto, cuando cedía al embrujo, el nigromante se puso rígido y retiró bruscamente su mano. Tenía que eludir su turbador contacto. La hizo a un lado y buscó apoyo en el bastón.

Demasiado débil para renunciar a cualquier auxilio, se bamboleó y se vino abajo. La sacerdotisa corrió a sostenerlo, pero se lo impidió un robusto cuerpo que se interpuso entre ambos. Era Caramon quien, con sus colosales brazos, alzó a su hermano en volandas y lo llevó hasta una silla deteriorada, aunque aún acolchada, que había arrastrado hasta el fuego.

Durante unos segundos, Crysania quedó petrificada junto a la escribanía, incapaz de transmitir órdenes a sus piernas. Mas, en cuanto comprobó que estaba sola en la penumbra, privada de la luz del cayado y de las llamas, fue a reunirse con los gemelos ante el hogar.

—Siéntate, Hija Venerable —la invitó al hombretón, señalando una butaca cercana y desempolvándola lo mejor que pudo.

—Te lo agradezco —murmuró la dama.

Por alguna razón inexplicable, eludió la mirada del enorme humano. Se acomodó en el asiento y se dejó acunar por la tibieza, abstraída en el chisporroteo de las llamas hasta devolver la compostura a su desencajado rostro.

Cuando tuvo el suficiente ánimo para enfrentarse a la realidad inmediata, vio a Raistlin reclinado en su silla con los ojos cerrados, inhalando aire dificultosamente. Caramon calentaba agua en un abollado cazo metálico que había rescatado, al parecer, de las cenizas de la chimenea. Se erguía frente al utensilio, prendidos los ojos del burbujeante líquido. Los haces luminosos reverberaban en los áureos adornos de su vestimenta, se reflejaban en su curtida piel y los músculos de sus brazos se abultaban al flexionarlos en un intento de absorber el calor.

«Éste hombre posee una constitución privilegiada», meditó la sacerdotisa, si bien recorrió su espina dorsal un intenso escalofrío al verlo de nuevo en el momento de entrar en el subterráneo del malhadado Templo de Istar, armado con una espada y dibujada la muerte en sus pupilas.

—El agua está a punto —anunció el guerrero.

Crysania, sobresaltada, volvió al presente, a la Torre.

—Yo prepararé la infusión —dijo, ansiosa por hacer algo positivo.

Raistlin entreabrió los párpados al sentirla próxima. Inclinándose sobre sus mortecinos ojos, la dama no descubrió sino una réplica de sí misma, de aquella faz demacrada, envuelta en oscuras greñas que aún destacaban más su palidez. Sin pronunciar una palabra, el mago, exhausto, le tendió una bolsita de terciopelo antes de hacer un gesto a su hermano y arrellanarse en su asiento.

Una vez recogido el saquillo, Crysania dio media vuelta y se topó con la imponente figura de Caramon, que la observaba inmóvil, entre perplejo y entristecido, una mezcla de sentimientos que aportaba a su semblante una gravedad inusitada. Sin embargo, se limitó a darle instrucciones.

—Pon un puñado de hojas en este cuenco —le indicó—, y luego llénalo de agua.

—¿Qué es esto? —preguntó ella, curiosa, mientras abría la bolsa y olfateaba los aromas amargos de las hierbas.

—Lo ignoro —respondió el guerrero, vertiendo el líquido en el receptáculo—. Raist siempre se ocupaba de seleccionar los componentes y establecer las proporciones adecuadas. No toleraba la intervención de nadie. Fue Par-Salian quien le proporcionó la receta después de la Prueba, cuando cayó enfermo. Su olor es nauseabundo y supongo que sabe todavía peor; pero actúa como un tónico. No tardará en restablecerse —le aseguró con voz áspera y cavernosa.

Crysania ofreció la humeante poción al hechicero. Éste asió el cuenco con manos trémulas y se lo llevó raudo a los labios. Tras sorber ávidamente su contenido, emitió un suspiro de alivio y volvió a acomodarse en el afelpado asiento.

Un tenso silencio impregnó el ambiente. Caramon, que por un instante había espiado a su hermano con ternura, volvió a encerrarse en su hosquedad, en la contemplación de las llamas. También Raistlin estaba absorto en sus cábalas frente al fuego, sin proferir el menor comentario, una actitud que impulsó a la sacerdotisa a regresar a su butaca a fin de imitar a los otros, de ordenar sus ideas y desmadejar la maraña de los acontecimientos hasta hallarles un sentido.

Unas horas atrás se encontraba en una ciudad sentenciada por los dioses, que, en su ira, habían resuelto destruirla. Ella misma se había sentido al borde del colapso, tanto físico como mental. Ahora podía admitirlo. Entonces rehusó hacerlo por imaginar que protegía su alma el acerado escudo de su fe. ¡Acerado! El metal, lo reconoció avergonzada, era en realidad una capa de hielo que se había disuelto bajo la lacerante luz de la verdad, dejándola vulnerable. De no haberse inmiscuido Raistlin, habría perecido en la remota Istar.

Raistlin… Al evocar su nombre, se sonrojó. El nigromante provocaba en sus entrañas una emoción que nunca creyó poseer, una sensualidad y unas pasiones a las que siempre se había resistido. Años atrás se había prometido en matrimonio a un caballero, al que profesaba cierto afecto, pero no lo quería, empecinada como estaba en rehuir la suerte de amor que describían los cuentos infantiles. Consideraba que vivir pendiente de otra persona, atrapada en sus redes, era un obstáculo y una debilidad indigna. Recordó la alusión que hiciera Tanis el Semielfo a su esposa, Laurana, durante su charla en «El Último Hogar», al referirse a su forzado distanciamiento: «Me asalta a menudo la impresión de que me falta mi brazo derecho».

Aquélla noche tildó el comentario de ñoñería sentimental, mas ahora hubo de preguntarse si no sentía ella lo mismo por Raistlin. Voló su recuerdo al último día en Istar, la tempestad, los fulminantes rayos, cómo se había abandonado en los brazos del hechicero. Su corazón se contrajo en un espasmo de deseo al rememorar su embriagador contacto, si bien se le apareció con idéntica nitidez el aguijonazo de miedo, la extraña repulsión que desvirtuara el momentáneo placer. Evocó el brillo febril de sus ojos, su complacencia en la tormenta, como si él la hubiera desatado mediante su arte.

Algo similar le ocurría con los efluvios de sus componentes mágicos. La agradable fragancia de pétalos de rosa, los aromas especiados que despedían no podían disociarse de un hedor repugnante, fruto de una prolongada podredumbre y del azufre nacido en los Abismos. Su cuerpo mendigaba el abrazo, su espíritu se retorcía de terror.

El estómago de Caramon rugió sonoramente. Sus ecos, en la letal quietud, despertaron a la dama con un respingo.

Roto su ensimismamiento, la sacerdotisa alzó los ojos y vio que el guerrero se sonrojaba hasta que sus pómulos adquirieron una tonalidad purpúrea. Recordando su propio apetito —hacía horas, ignoraba cuántas, que no había engullido un bocado—, Crysania estalló en carcajadas.

El hombretón la examinó incierto, quizá persuadido de que sufría un ataque de histerismo. Al advertir su estupor, las risas de la dama arreciaron. A decir verdad, aquel arranque de hilaridad contribuyó a serenarla. La oscuridad de la sala pareció retroceder, se disiparon las sombras que hostigaban su alma. Rió de buen grado hasta que al fin, contagiado de su alegría, Caramon se unió a ella aunque tímidamente, enrojecido su rostro.

—Así es cómo los dioses ponen de manifiesto nuestra naturaleza humana —declaró la sacerdotisa cuando pudo hablar—. Nos hallamos en un lugar de pesadilla, rodeados por criaturas que acechan la ocasión propicia para devorarnos, y lo único que acierto a pensar es que estoy muerta de hambre.

—Necesitamos comida —repuso Caramon, serio de repente—. Y ropa adecuada, si ha de prolongarse nuestra estancia. Por cierto, ¿cuánto tiempo pasaremos aquí? —le preguntó a su hermano.

—No mucho —contestó Raistlin. La pócima había hecho su efecto, su voz era más firme y un fondo de color animaba su tez blanquecina—. El suficiente para que repose, recupere las fuerzas y complete mis estudios. Ésta dama —desvió la mirada hacia Crysania, que se estremeció al notar su tono impersonal— debe congraciarse con su dios y renovar su fe. Entonces podremos atravesar el Portal y tú, hermano, serás libre de dirigir tus pasos a donde te plazca.

La sacerdotisa vislumbró un interrogante en los ojos del guerrero, pero se mantuvo inexpresiva a pesar de que el acento casual con que el nigromante había mencionado el temible acceso al Abismo, a las simas donde habían de enfrentarse a la Reina de la Oscuridad, paralizó su palpito. Temerosa de que Caramon reparase en su desazón, ladeó el rostro hacia el fuego.

El recio humano suspiró y, aclarándose la garganta, preguntó a su gemelo:

—¿Me enviarás a casa?

—¿Es eso lo que deseas?

—Sí —confirmó el hombretón—. Quiero volver junto a Tika, y hablar con Tanis. Aunque de alguna manera tendré que explicar la muerte de Tas —añadió en un balbuceo—, su destrucción en Istar.

—¡En nombre de los dioses, Caramon! —lo atajó Raistlin, a la vez que hacía un gesto desaprobatorio con su delgada mano—. Creía haber atisbado un destello de madurez en ese embotado cerebro tuyo. Sin duda a tu regreso encontrarás a Tasslehoff sentado en tu cocina, relatando a Tika una abrumadora aventura mientras os roba vuestras pertenencias.

—¿Cómo? —indagó el guerrero, pálido, desorbitados sus ojos.

—Escucha, hermano —siseó el hechicero, que había extendido un dedo en su dirección—. El kender decidió su propia suerte al irrumpir en el encantamiento de ParSalian. Existe un motivo de peso para prohibir que los de su raza, así como los enanos y los gnomos, viajen en el tiempo: todos ellos fueron creados a través de una jugarreta del destino, a causa de la negligencia de Reorx, su divinidad, de tal modo que no se hallan inmersos en el fluir de las eras al igual que los humanos, los elfos y los ogros, concebidos por voluntad de los hacedores.

»Tas podría haber alterado la Historia; él mismo lo comprendió cuando yo cometí el error de exponer este hecho en voz alta. ¡No podía permitírselo! De haber impedido el Cataclismo, como el kender pretendía, nadie sabe qué calamidades se habrían desencadenado en Krynn. Acaso al catapultarnos a nuestro tiempo habríamos hallado a la Reina Oscura convertida en soberana absoluta de nuestra tierra, ya que la hecatombe sobrevino, en parte, para preparar al mundo contra su poderoso influjo, para darle fuerzas con las que afrontar su desafío.

—¡Así que lo asesinaste! —le imprecó Caramon, fuera de sí

—Le sugerí que se apoderase del ingenio, le enseñé su manejo y le mandé a nuestra época —le corrigió Raistlin, no menos irritado.

—¿No me engañas? —insistió el guerrero, receloso. Emitiendo un suspiro, el mago apoyó la cabeza en el acolchado respaldo de su silla.

—Te he dicho la verdad —ratificó—, pero no espero que me creas. ¿Por qué habías de hacerlo? —concluyó, y sus manos acariciaron la Túnica Negra que lo identificaba.

—Me parece recordar —intervino Crysania— que me tropecé con Tasslehoff poco antes de que se iniciara el gran terremoto. Ambos estábamos en la cripta secreta del Príncipe de los Sacerdotes.

Raistlin abrió los ojos en meras rendijas. Su mirada centelleante traspasó sus vísceras y la atenazó, interrumpiendo el hilo de sus pensamientos.

—Continúa —la apremió Caramon.

—Lo intentaré, aunque las imágenes surgen borrosas en mi memoria. Tenía el artilugio mágico, de eso estoy segura, pues me explicó algo sobre él. —Se llevó la mano a la frente, prueba del esfuerzo que realizaba—. ¿Qué fue? Lo he olvidado, la confusión que reinaba en el Templo ensombreció todo lo demás. Pero el ingenio estaba en su poder, eso puedo afirmarlo —se obstinó.

—Supongo que confías en la Hija Venerable, hermano —apuntó el nigromante con una leve sonrisa—. Una sacerdotisa de Paladine no incurriría en una abyecta mentira.

—¿Significan sus palabras que ahora mismo Tas está de vuelta en Solace, en casa? —El guerrero no dudaba de la autenticidad de las revelaciones de la dama, pero no lograba asimilar tan asombrosas noticias—. En ese caso, a mi retorno lo encontraré…

—Sano y salvo —apostilló su gemelo—, cargado de posesiones ajenas, sobre todo las tuyas. Si estás satisfecho, concentrémonos en cuestiones más urgentes. Tienes razón, hermano, necesitamos alimento y atuendos confortables, y obviamente no hemos de hallarlos en este edificio. El tiempo al que nos hemos desplazado es un siglo después del Cataclismo. La Torre que nos alberga —ondeó una mano— ha permanecido desierta durante todos estos años, guardada por los hijos de las tinieblas que invocara en su maldición el hechicero cuyo cuerpo está ensartado en la verja de entrada y, también, por el Robledal de Shoikan. Su amenazadora frondosidad constituye una barrera infranqueable para cualquiera que intente acercarse.

«Para cualquiera salvo yo mismo, claro. Nadie es admitido en sus dependencias, mas los custodios no prohibirán que salga uno de nosotros, por ejemplo tú, Caramon. Irás a Palanthas, donde comprarás comida y ropa. Aunque podría crearlas mediante la magia, no deseo malgastar energías entre este momento y el día en que atraviese el Portal…, es decir, atravesemos, ya que Crysania vendrá conmigo.

El hombretón lo miró estupefacto, antes de examinar la chamuscada ventana y rememorar las historias tantas veces oídas acerca del ominoso bosque al que ésta se asomaba.

—Te protegeré a través de un hechizo —lo tranquilizó Raistlin al leer el terror en sus dilatadas pupilas—. Es imprescindible la asistencia de un sortilegio, aunque no para cruzar el Robledal. El interior de la mole encierra más riesgos, a causa de los centinelas espectrales. Es verdad que me obedecen, pero son voraces y tu sangre fresca, revitalizadora. No salgas de esta habitación sin mí, bajo ningún pretexto. Tampoco tú, sacerdotisa.

—¿Dónde está ese Portal misterioso? —indagó Caramon de manera abrupta.

—En el laboratorio, en la cúspide de la Torre —explicó el nigromante—. Todos los accesos arcanos fueron construidos en el lugar más seguro que pudieron concebir los magos porque, como ya habrás adivinado, son tremendamente peligrosos.

—Sospecho que los brujos siempre se han metido en terrenos que deberían quedar inviolados —gruñó el guerrero—. En nombre de los dioses, ¿cómo se les ocurrió crear una vía de comunicación con el Abismo?

Uniendo las puntas de los dedos, Raistlin se situó frente a las llamas y comenzó a hablar con la mirada fija en ellas, como si fueran las únicas capaces de entenderle.

—El ansia de saber es el motor de numerosas iniciativas. Algunos de los objetos resultantes son positivos, nos benefician a todos. Una espada en tus manos, Caramon, defiende la causa de la justicia, protege a los inocentes. Sin embargo, si esa misma arma cayera en posesión de Kitiara, nuestra querida hermana, podría convertirse en ejecutora de seres que nunca dañaron a nadie, partiría sus cráneos si ése fuera su deseo. ¿Acaso el culpable es quien diseñó su acero y le confirió sus propiedades?

—No —intentó dialogar el hombretón, mas su gemelo lo ignoró.

—Hace muchos siglos, en la Era de los Sueños, cuando los magos eran respetados y su arte florecía en Krynn, las cinco Torres de la Alta Hechicería se erigieron en el portaestandarte de la luz dentro del túrbido océano de ignorancia que era el mundo. Se obraban allí portentos susceptibles de enriquecer a los moradores de todo el continente y se proyectaban otros de mayor alcance. Quizá, de no haberse cercenado tales progresos, ahora podríamos surcar los aires, navegar por las alturas al igual que los dragones. Incluso nos sería dado repudiar las miserias que nos rodean y habitar otros planetas, astros lejanos cuya existencia apenas columbramos.

Pronunció su discurso con voz serena, aunque vehemente. Caramon y Crysania escucharon inmóviles, hipnotizados por su singular tono y atrapados en las visiones que sugería.

—No pudo ser —prosiguió el enteco humano tras un corto intervalo—. En su afán de perfeccionar tan prometedores logros, en su precipitación, los hechiceros elaboraron un sistema directo de ponerse en contacto de una Torre a otra, sin recurrir a los farragosos encantamientos que hasta entonces utilizaban para desplazarse. Así nacieron los Portales.

—¿Consiguieron construirlos? —Era la sacerdotisa quien lo interrumpía, asombrada ante sus revelaciones.

—¡Por supuesto que sí! —le espetó Raistlin—. El problema fue que su invento sobrepasó sus más ambiciosos sueños, sus peores pesadillas. Aquéllos accesos no sólo facilitaban el viaje entre las distintas fortalezas de la magia, sino que también permitían la entrada al reino de los dioses. Lo descubrió un inepto acólito de mi Orden, y ése fue el motivo de su infortunio.

Un repentino escalofrío selló sus labios. Arropándose en sus negras vestimentas, arrimándose al calor del fuego, el nigromante miró a las llamas y reemprendió su relato.

—Tentado por la Reina de la Oscuridad como sólo ella puede engatusar a un mortal cuando se lo propone, utilizó el Portal a fin de introducirse en su universo y reclamar el premio que en sus sueños ella le ofrecía todas las noches. —Rio, burlón y acerbo al mismo tiempo—. ¡Necio! Nadie sabe cuál fue su suerte, pero nunca regresó de su osada incursión. En cambio, la soberana sí se abrió camino hasta nuestro mundo, acompañada por varias huestes de dragones.

—¡Las primeras guerras reptilianas! —exclamó Crysania.

—Has comprendido. Lo que sin duda ignorabas era que esas guerras se desencadenaron por culpa de un miembro de mi hermandad carente de disciplina, de autocontrol. Se dejó seducir, y las consecuencias fueron nefastas.

Calló el hechicero para, sumido en hondas cavilaciones, contemplar las llamas.

—No son ésas mis noticias —protestó Caramon—. Según las leyendas, los dragones vinieron por sí mismos, organizados de antemano.

—A tus oídos sólo han llegado fábulas infantiles, sin fundamento —lo atajó su gemelo sin poder reprimir un gesto de impaciencia—. Tu credulidad demuestra hasta qué extremo desconoces a esos animales. Son criaturas independientes, orgullosas, individualistas, incapaces de reunirse ni siquiera a la hora de preparar una cena. ¡Cuánto menos habían de coordinar una estrategia bélica! Fue la Reina quien los condujo a nuestro plano de existencia, ella fue la artífice del conflicto. Se adentró en Krynn con toda su fuerza, no como la sombra que vimos cuando nos enfrentamos a ella, y nos sometió a una cruenta batalla hasta que el sacrificio de Huma la devolvió a la negrura.

Raistlin se llevó las manos a los labios, meditabundo, antes de reanudar su narración.

—Algunos eruditos afirman que Huma no utilizó físicamente la Dragonlance para destruirla, tal como han difundido las voces populares, sino que el arma poseía una virtud arcana susceptible de forzar su retirada y cerrar el Portal a piedra y lodo. Sea como fuere, su rendición pone de relieve su vulnerabilidad fuera del terreno donde gobierna: las Tinieblas. Si hubiera habido un ser dotado de auténtico poder en el momento en que irrumpió en nuestra jurisdicción, un ser capacitado para aniquilarla en lugar de limitarse a restituirla al Abismo, la Historia habría discurrido por otros derroteros.

Se hizo el silencio. Crysania escrutó la fogata donde, quizá, vislumbró las mismas imágenes que el archimago, las escenas de una gloria aún por venir. Caramon, menos intuitivo, estudió el lívido rostro de su hermano.

Rompió la ensoñación la voz del mago, que se volvió hacia sus interlocutores con una mirada diáfana, fría y a la vez intensa, al objeto de anunciar:

—Mañana, restablecido de mi agotamiento, subiré solo al laboratorio e iniciaré los preparativos. Tú, señora, deberás reconciliarte con tu dios sin perder un instante —conminó a la sacerdotisa.

Crysania tragó saliva y, temblorosa, aproximó su silla a la chimenea. Pero antes de que se instalara de nuevo, el guerrero se plantó frente a ella a fin de atenazarle los brazos de tal manera que la dama hubo de alzar forzosamente la vista.

—Vas a cometer una locura, Hija Venerable —la amonestó, aunque su tono era compasivo—. ¡Deja que te aleje de este lugar tenebroso! Tienes miedo, y a fe mía que te sobran razones para sentirlo. Quizá no era verdad todo lo que dijo Par-Salian de mi gemelo, admito que puedo haberme equivocado al juzgarlo, mas existe un hecho innegable: estás asustada, y no te lo reprocho. Raistlin acometerá su empeño en solitario; siempre ha actuado sin ayuda. Si quiere desafiar a las divinidades es asunto suyo, pero no permitas que te involucre. Volvamos a casa. Yo te restituiré al presente y te ayudaré a olvidar toda esta insensatez.

El hechicero no intervino, pero sus pensamientos resonaron en la mente de la mujer con tanta claridad como si hubiera hablado.

«Oíste al Príncipe de los Sacerdotes, tú misma declaraste haber descubierto su falta, su debilidad. Paladine te favorece, incluso en esta Torre llena de malignidad ha escuchado tus plegarias. ¡Eres su elegida! Obtendrás el éxito allí donde fracasó el sumo mandatario de Istar. Acompáñame, Crysania, tales son los dictados del destino».

—Estoy asustada, lo reconozco —musitó la sacerdotisa mientras, con dulzura, se liberaba de las garras de Caramon—. Me conmueve tu generosa proposición, y confío en que no me tildarás de desagradecida si resuelvo quedarme. Éstos temores míos son una flaqueza que debo combatir. Con ayuda de Paladine, lograré superarlos antes de traspasar el Portal junto a tu hermano.

—Sea —fue la lacónica respuesta del hombretón, quien, compungido, le dio la espalda.

Raistlin sonrió con una mueca sombría, secreta, que no se reflejó ni en sus ojos ni en sus palabras.

—Y ahora, Caramon —dijo con su proverbial causticidad—, si ya has terminado de inmiscuirte en cuestiones que eres incapaz de aprehender, prepárate para tu pequeña expedición. Es mediodía. En esta época gris a la que nos hemos trasladado, los mercados están a punto de abrir. —Introdujo una mano en un bolsillo de su túnica, extrajo varias monedas y se las arrojó—. Supongo que bastará; nuestras necesidades son modestas.

El aludido recogió el dinero de un modo instintivo, sin recapacitar. Sin embargo, después de guardarlo en su cinto pareció vacilar, a la vez que examinaba al nigromante con idéntica expresión a la que Crysania observara en el Templo de Istar, cuando verificó el amor infinito, el odio desgarrador que se debatían en sus entrañas.

Al fin, el guerrero bajó la cabeza y se dispuso a partir.

—Acércate a mí, Caramon —le ordenó, en un siseo, su gemelo.

—¿Por qué he de hacerlo? —inquirió él, asaltado por un súbito resquemor.

—Tenemos que deshacernos de la argolla de tu cuello. ¿Acaso quieres recorrer las calles con ese símbolo de esclavitud? Además, olvidas mi hechizo protector. —El nigromante se expresó con una inagotable paciencia, que no se alteró al agregar, a la vista de la obcecación de su fornido oponente—: Te recomiendo que no abandones esta sala sin él aunque, por supuesto, eres tú quien debe decidir. Desviando la mirada hacia los espectros, que los espiaban desde las sombras con ostensible voracidad, el guerrero optó por obedecer. Avanzó hacia su hermano y se detuvo frente a él, cruzados los brazos sobre el pecho.

—Espero instrucciones —rezongó.

—Arrodíllate.

Prendió en las pupilas del hombretón un destello de cólera, asomó a sus labios un reniego, mas, al consultar furtivamente a Crysania, se contuvo.

—Estoy exhausto, Caramon —explicó Raistlin a modo de disculpa—. Ni siquiera me restan fuerzas para levantarme. Por favor, haz lo que te he indicado.

Vencida su reticencia, si bien no pudo por menos que apretar las mandíbulas, el guerrero hincó la rodilla en el suelo a fin de descender al nivel de su frágil y enlutado gemelo. Surgió de la garganta de este último una frase arcana y la férrea anilla se abrió, cayendo del cuello que aprisionaba y estrellándose contra la roca.

—Aproxímate un poco más —solicitó el mago.

Indeciso, Caramon acató su deseo, puestos los ojos en aquella criatura que tenía el don de desconcertarle.

—Si me doblego a tu voluntad es sólo por Crysania —afirmó, ronco su acento a causa de las emociones que lo agitaban—. De estar en juego nuestras vidas, la tuya y la mía, dejaría que te pudrieras en este nido de perversidad.

Raistlin extendió las manos y las posó en ambos lados del cráneo de su gemelo.

—¿Eres sincero? —lo interrogó con ternura, tan acariciadora su voz como sus manos—. ¿De verdad me abandonarías? —insistió en un susurro—. ¿Me habrías matado en aquel lóbrego subterráneo, poco antes del Cataclismo?

El hombretón no atinó a contestar, estaba demasiado confundido. De pronto, sin que mediara una palabra entre ambos, el nigromante se inclinó hacia adelante y besó la frente de su hermano, quien, en un reflejo involuntario, se apartó. Se diría que lo habían marcado con un hierro candente.

Desembarazado de la inquietante zarpa, Caramon miró angustiado aquella enteca faz que tanto le perturbaba.

—¡No lo sé! —contestó en un quebrado murmullo—. ¡Por los dioses, debería eliminarte, pero no estoy seguro de poder hacerlo!

Convulsionado por el llanto, el corpulento humano enterró el semblante entre sus palmas, al mismo tiempo que, sin proponérselo, apoyaba la cabeza en el negro regazo.

—Cálmate, Caramon —lo consoló el hechicero mientras jugueteaba con su ensortijado cabello—. Mi ósculo será tu talismán, tu salvaguarda. Los hijos de la oscuridad no osarán lastimarte si permaneces bajo mi influjo.