Recuerdos… Reencarnación
—¡Lo ha llamado Raistlin!
—¡Y también Fistandantilus!
—¿Cómo podemos estar seguros? Algo no encaja. No ha llegado por el Robledal de Shoikan, según proclamaba el augurio. Y ¿qué ha sido del poder que debía encerrar? Además le acompañan otras dos criaturas, cuando se suponía que vendría solo.
—Y, sin embargo, siento su magia. No oso desafiarle.
—¿Ni siquiera a cambio de tan suculenta recompensa?
—¡El olor a sangre te ha trastornado el juicio! Si se trata de él, y descubre que has devorado a sus elegidos, te enviará de nuevo a una perenne negrura, donde soñarás con sangre fresca que nunca has de paladear.
—Pero si no es el que esperamos, y descuidamos nuestro deber de custodiar la Torre, será la soberana quien se materialice. Su ira nos aplastará, el castigo que describes se te antojará liviano.
Se hizo el silencio, hasta que alguien propuso:
—Existe un medio de cerciorarse.
—Es peligroso. Está débil, podríamos matarle.
—¡Tenemos que saberlo! Es preferible que él perezca a que nosotros defraudemos a Su Oscura Majestad.
—Sí. Su muerte podría explicarse, su vida quizá no.
Un dolor lacerante penetró las esferas donde su desmayo le había sumido, como témpanos de hielo que traspasaran su cerebro. Raistlin se debatió en las brumas del cansancio, de la enfermedad, para recobrar unos instantes el conocimiento.
Abrió los ojos, y el pánico estuvo a punto de asfixiarlo cuando atisbo dos lívidas cabezas que flotaban frente a él, acechándolo a través de unas cuencas oculares que únicamente reflejaban vastas tinieblas. Tenían las manos sobre su pecho, y el contacto de aquellos gélidos dedos desgarraba su espíritu.
Al escrutar aquellos portentosos alvéolos, el mago supo qué pretendían y le asaltó un súbito terror.
—¡No! —se rebeló sin resuello—. No volveré a vivir esa experiencia.
—Has de hacerlo, no existe otra manera de averiguar la verdad —sentenció, imperturbable, uno de los espectros.
Frente a semejante ultraje, el hechicero se encolerizó. Tras ensayar una maldición, intentó levantar los brazos del suelo a fin de arrancar los fantasmales miembros de su túnica. Fue inútil. Sus músculos rehusaron obedecer, tan sólo consiguió estirar un dedo.
La rabia, la angustia y un sentimiento de honda frustración excitaron su necesidad de gritar; pero nadie oyó su alarido, ni siquiera él mismo. Las garras apretaron su torso, cual acerados puñales, y se zambulló no en la penumbra, sino en los recuerdos.
No se recortaba ningún ventanal en la sala de estudio donde los siete aprendices de hechicería trabajaban aquella mañana. No se admitía el paso de los rayos solares ni tampoco de los haces de las dos lunas, la de plata y la encarnada, Solinari y Lunitari. En cuanto al tercer satélite, el negro, al igual que en el resto de Krynn se sentía su presencia sin verla.
Iluminaban la estancia una serie de velas de cera encajadas en pedestales argénteos que, a su vez, descansaban en las mesas. De este modo, los soportes individuales podían utilizarse y transportarse según la conveniencia de cada aprendiz.
La sala de estudio era la única en el gran castillo de Fistandantilus que se alumbraba mediante candelas. En todas las restantes, unos globos de cristal alimentados por arte de encantamiento surcaban el aire, derramando unos fulgores mágicos capaces de mitigar la lóbrega penumbra que bañaba la fortaleza de modo permanente. Si no se empleaba tal sistema en la habitación consagrada a las prácticas de los novicios era, además de las razones prácticas expuestas, porque la luz de las bolas ígneas se apagaba en el momento de traspasar su umbral. ¿Cuál era el motivo de este fenómeno? Simplemente, que envolvía la estancia un hechizo constante de neutralización arcana, de efecto imperecedero. De ahí que se recurriera a procedimientos más primarios y se excluyera cualquier influencia de los astros, tanto del sol como de la luna, susceptible de alterar las peculiares condiciones del estudio.
Seis de los aprendices estaban sentados codo con codo en torno a una mesa, parloteando unos mientras los otros se concentraban en su quehacer. El séptimo se hallaba solo, apartado, en un escritorio situado en el extremo opuesto. De vez en cuando un miembro del grupo alzaba la cabeza y lanzaba una inquieta mirada al que permanecía aislado para, en el acto, volver a bajarla, pues, quienquiera que fuese el espía, el singular personaje le escrutaba en una actitud retadora.
Al séptimo novicio le divertía la situación, incluso tenía una leve sonrisa en los labios. Raistlin no había gozado de muchos entretenimientos durante los meses que llevaba alojado en el castillo de Fistandantilus, ni le había resultado fácil adaptarse. No había tenido ninguna dificultad para mantener el engaño y evitar que el archimago adivinase su auténtica identidad; le bastó con no invocar sus poderes y comportarse como aquellos ignorantes que se afanaban en complacer a su superior a fin de ganarse su confianza, de ascender al rango de acólito personal.
El disimulo era a Raistlin lo que la sangre a las venas, algo indisociable. Incluso gozaba de aquellos juegos competitivos que le enfrentaban a sus supuestos compañeros, limitándose a superarlos sin excesivos alardes, con el único objeto de ponerlos nerviosos y pillarlos desprevenidos. También disfrutaba en sus intercambios con Fistandantilus. Notaba que el archimago lo espiaba, y sabía cuáles eran sus pensamientos: «¿Quién es este aprendiz? ¿De dónde procede ese poder que arde en sus entrañas, y que no consigo definir?».
En ocasiones descubría al maestro examinando su rostro, ávido de respuestas. Sin duda, sus rasgos se le antojaban familiares, y este hecho no hacía sino aumentar su suspicacia.
No obstante, y pese al placer que hallaba en tales escaramuzas, Raistlin no podía evitar que sus cabalas le transportasen, con más frecuencia de la deseable, a un tiempo en el que sólo conoció la desdicha. Por un capricho de su memoria, siempre que se complacía en su astucia venía a nublar su momentánea exaltación el recuerdo de su adolescencia, la época más ingrata de toda su vida.
Ya en la escuela de artes arcanas, los estudiantes con los que compartió sus primeros balbuceos le impusieron el apodo de «el Taimado». No inspiraba afecto, ni menos aún confianza, incluso su tutor recelaba de su talante evasivo. Así, el futuro hechicero tuvo una juventud solitaria, amarga. Si bien era cierto que Caramon cuidaba de él, su amor era tan paternal y asfixiante que aceptaba mejor la inquina de los otros muchachos.
Ahora, aunque desdeñaba a aquellos necios por su servilismo frente a su traicionero superior que, al final, mataría sin contemplaciones al elegido, y aunque se divertía provocándolos y poniéndolos en ridículo, en ocasiones sentía un doloroso aguijón, en la soledad de la noche, cuando les oía reír juntos en la alcoba vecina.
En uno de aquellos accesos de despecho se dijo, disgustado, que tales nimiedades estaban por debajo de su categoría y de sus propósitos. Debía concentrarse, conservar intactas sus fuerzas, si quería obtener el éxito. Se repitió hoy sus amonestaciones, consciente de que dentro de unos minutos Fistandantilus elegiría a su acólito particular.
«Vosotros seis abandonaréis el castillo —pensó el mago—. Saldréis de aquí inflamados de resentimiento y desprecio, nunca sabréis que uno de vosotros me debe la vida».
La puerta de la sala de estudio se abrió con un áspero chirriar, propagando espasmos de alarma en el grupo de figuras ataviadas de negro que se reunían en torno a la mesa. Raistlin los contempló impávido, esbozada en sus labios una aviesa sonrisa que era un perfecto reflejo de la mueca exhibida por el ceniciento rostro que, altivo, se recortaba en el umbral.
La mirada centellante del archimago paseó de hito en hito entre los seis jóvenes, tan irresistible que éstos, uno tras otro, palidecieron y bajaron las encapuchadas cabezas a la vez que sus dedos jugueteaban con los ingredientes de sus hechizos o bien se retorcían encrespadas a causa del nerviosismo.
Concluido su examen, Fistandantilus posó los ojos en el séptimo aprendiz, el más adusto, que se mantenía al margen de los otros. Raistlin alzó la vista y le devolvió el escrutinio mientras su sonrisa, perdida su ambigüedad, se tornaba abiertamente burlona. Ni siquiera parpadeó, y tal actitud movió al maestro a enarcar las cejas. Irritado, cerró la puerta con violencia en medio de las muestras de sobresalto de los acólitos, a quienes la brusca interrupción del silencio había dejado sin resuello.
El nigromante avanzó hacia el centro de la estancia, con paso lento e inseguro. Se apoyaba en un bastón, y sus viejos huesos crujieron cuando se acomodó en una silla. Ojeó de nuevo al sexteto de aprendices que permanecían sentados frente a él y, al reparar en sus cuerpos jóvenes, sanos, alzó una de sus marchitas manos para asir el colgante que pendía de una pesada cadena alrededor de su cuello. Era una alhaja de extraño aspecto, consistente en un rubí de forma ovalada y engarzado en una lisa montura de plata.
Los discípulos conjeturaban a menudo sobre la singular gema, preguntándose cuáles eran sus virtudes. Era el único adorno que lucía Fistandantilus, y quedaba patente el valor que le atribuía. Hasta los novicios más ignorantes sentían los hechizos de protección que irradiaba, unos hechizos destinados a conjurar cualquier intento arcano de agredir a su portador. ¿Cómo lo hacía, de qué modo se manifestaba su poder? Era éste el tema central de las especulaciones; unos argumentaban que atraía a los seres de los planos celestiales y otros, en cambio, aseveraban que su aura permitía al archimago comunicarse con Su Oscura Majestad en persona.
Por supuesto, había alguien capaz de esclarecer el misterio. Raistlin conocía todos los entresijos del sortilegio, pero prefirió guardar el secreto para sí mismo.
La mano arrugada, trémula, del maestro se cerró sobre la gema al mismo tiempo que sus iris traspasaban a los aspirantes, con tanta vehemencia que parecía presto a devorarlos. El taciturno y fingido alumno incluso creyó advertir que humedecía sus labios, y le asaltó un repentino temor. «¿Qué ocurrirá si fracaso? —se cuestionó, estremecido—. Es muy fuerte, el brujo más poderoso que nunca vivió en Krynn. ¿Poseo la energía, la sapiencia suficientes para derrotarlo?».
—Iniciemos la prueba —declaró Fistandantilus con un chasquido, puesta la mirada en el primero de los seis acólitos.
Raistlin desechó su miedo. Se había preparado durante años, a conciencia; no era momento de vacilar. Si éste era su destino, moriría. Ya se había enfrentado antes a semejante avatar; en el fondo era como encontrarse con un antiguo amigo.
De uno en uno, los jóvenes magos se alzaron de sus asientos, abrieron sus libros de encantamientos y recitaron los que habían seleccionado. De no hallarse sumida en un hechizo neutralizador, la sala de estudio se habría llenado de prodigiosas visiones. Habrían estallado bolas de fuego entre sus muros, incinerando a cuantos albergaban; dragones fantasmales habrían expelido sus llamaradas, tan ilusorias como espantosas; legiones de criaturas espectrales, arrastradas desde otras esferas, habrían atronado la cámara con sus bramidos. Pero, dadas las circunstancias, nada inmutó el silencio salvo los cánticos de los sucesivos acólitos y el revoloteo de las páginas de sus esotéricos volúmenes.
Completaron su examen en perfecto orden para, una vez finalizado, volver a sentarse y dar paso al siguiente. Todos hicieron gala de unas espléndidas dotes, como cabía esperar. Fistandantilus sólo admitía en su fortaleza a grupos de nigromantes de evidentes aptitudes, que habían superado la terrible Prueba en la Torre de la Alta Hechicería y deseaban perfeccionarse bajo sus auspicios. Entre tan destacados eruditos, debía designar a su ayudante o así, al menos, lo suponían ellos.
Una vez más, el archimago acarició su rubí antes de centrar su atención en Raistlin e indicarle:
—Tu turno, aprendiz.
En sus avejentados ojos prendió un nuevo destello y los surcos de su frente adquirieron mayor profundidad en su afán por recordar dónde había visto el rostro del enigmático joven
Raistlin se levantó despacio, sin que se difuminara de sus labios aquella sonrisa entre ácida y cínica con la que demostraba su superioridad. Encogióse de hombros indiferente, despreocupado, y cerró su libro. Los otros seis magos intercambiaron gestos desaprobatorios frente a tan intolerable arrogancia, mas Fistandantilus, aunque frunció el entrecejo, no se molestó en disimular el interés que delataban las chispas de sus pupilas.
Con desenvoltura, socarrón, el aspirante empezó a recitar de memoria el intrincado encantamiento. Los otros acólitos se agitaron en sus sillas ante su alarde de habilidad, que no podía por menos que suscitar envidias y un odio invencible. El archimago también se concentró en sus evoluciones, si bien sus sentimientos eran distintos: tan malévola era su ansia de poseer aquel cuerpo para rejuvenecer sus ajadas vísceras que el avanzado discípulo, al percibirlo, casi se interrumpió.
Obligándose a no apartar la mente de su trabajo, firme en el dominio de sus emociones, Raistlin concluyó el último versículo y, de pronto, la sala fue invadida por unos brillantes fulgores que, en abanico multicolor, estallaron en el aire. Su estrépito rasgó la quietud.
Fistandantilus se sobresaltó al producirse la inesperada explosión, borrada su anhelante mueca. En cuanto al sexteto, ahogaron al unísono un común grito de sorpresa.
—¿Cómo has roto el halo protector? —preguntó el maestro, enfurecido—. ¿Qué virtudes ignotas anidan en tu alma?
En respuesta a la imperiosa demanda, el discípulo abrió las manos. En sus palmas ardían sendas bolas de fuego verde o azulado, cuyo resplandor deslumbraba a quien lo contemplaba hasta el punto de hacerle cerrar los ojos. Sonriente, complacido por el estupor general, Raistlin entrechocó sus manos y las llamas se extinguieron.
Una vez más el silencio se adueñó de la estancia, si bien ahora era un silencio lleno de temor. En efecto, Fistandantilus se puso de pie, tan encolerizado que los efluvios de su ira creaban en su derredor una ígnea aureola. Envuelto en sus dimanaciones, el anciano avanzó hacia el séptimo aprendiz.
El humano que despertó su furia fue el único que no se amedrentó. Permaneció erguido, tranquilo, estudiando su marcha con un aplomo insolente.
—¿Cómo lo has hecho? —rugió el archimago fuera de sí.
Antes de que el aludido contestase, espió las delicadas manos que habían obrado el sortilegio y, en un gesto agresivo, estiró el brazo para apresar la muñeca de Raistlin.
El joven sofocó un aullido de dolor, pues el contacto de su oponente era gélido como la tumba. Se conminó a sonreír, pese a saber que su distorsionada boca lo asemejaba más a una calavera que al hombre impertérrito que pretendía ser.
—¡Polvos de luz! —vociferó Fistandantilus, al mismo tiempo que arrastraba a su cautivo hacia las candelas para cerciorarse—. Un truco ordinario, como los que utilizan los ilusionistas.
—Tal oficio me permitía ganarme el pan —replicó Raistlin, apretando los dientes para resistir el sufrimiento—. Me ha parecido apropiado utilizarlo en presencia de este hatajo de aficionados que has reunido, gran maestro.
El anciano presionó su garra en torno a la frágil carne de su víctima, quien emitió un susurro agónico sin hacer el menor intento de liberarse. Tampoco adoptó una actitud sumisa, aceptó el reto con el cuello enhiesto, orgulloso. Ésta postura hizo que el veterano nigromante lo mirara intrigado, renacido su interés.
—Así que te consideras más apto que los otros aspirantes —afirmó, más que preguntó, Fistandantilus, con un tono quedo, casi amable, ignorando los murmullos indignados de los acólitos.
—¡Sabes que lo soy! —replicó Raistlin, después de imponerse una breve pausa para acumular energías con las que mitigar el dolor.
El archimago lo escrutó, sin cesar de atenazarlo, y el joven humano vio el miedo reflejado en sus enteladas pupilas, un pánico que en pocos segundos volvió a encubrirse tras la expresión insaciable que antes lo animara. Rehecho de su pasajera flaqueza, el anciano soltó la delgada muñeca. Su víctima no atinó a reprimir un suspiro de alivio mientras regresaba a su asiento frotándose la zona afectada, donde la huella del maestro se hacía ostensible en la palidez mortífera, tumefacta, que había adquirido la piel.
—¡Salid todos! —ordenó Fistandantilus. Los seis hechiceros se incorporaron y comenzaron a retirarse en medio del revoloteo de sus negras túnicas; pero cuando Raistlin se disponía a imitarlos, el amo del castillo le apuntó—: Mi mandato no te incluye a ti. Quédate.
Obediente, el aludido tomó de nuevo asiento sin dejar de acariciar su mano hasta que el fluir de la sangre le restituyó la sensibilidad. Los derrotados desfilaron hacia la puerta, seguidos por su insigne superior. Una vez los hubo despedido, el archimago se dirigió al centro de la estancia para encararse con su aprendiz personal.
—Ésos muchachos no tardarán en abandonar la fortaleza. En cuanto nos quedemos solos, en la hora de la Vigilia, preséntate en la cámara secreta situada en el subterráneo. Realizo allí un experimento que requiere tu ayuda.
Raistlin observó, en una suerte de fascinación, cómo su interlocutor se llevaba la mano al rubí y lo tanteaba con suavidad, con amor. Tan ensimismado estaba, que de momento no respondió. Al fin, sonriendo en franca burla de su propio miedo, susurró:
—Acudiré puntualmente, maestro.
Raistlin yacía sobre una losa de piedra en el laboratorio, una cámara oculta en los profundos sótanos del castillo del archimago. Ni siquiera sus gruesos ropajes de terciopelo lo aislaban del frío. El joven tiritaba sin control, aunque no lograba discernir si era el ambiente, el terror o la excitación lo que provocaba aquellos temblores.
No veía a Fistandantilus, pero oía con perfecta nitidez el crujir de su túnica, el tamborileo del bastón en el suelo, el susurro de las páginas de su libro de encantamientos. Tumbado en la lisa roca, fingiéndose desvalido frente al influjo del maestro, el ayudante puso sus músculos en tensión. Se acercaba el momento decisivo.
Como si hubiera captado su estado expectante, el anciano apareció en su campo visual para inclinarse sobre él con ávida mirada. El rubí se balanceaba, sujeto a la cadena de su cuello.
—Sí —declaró el viejo—, posees unos dones nada comunes. Eres más diestro y sabio que cualquiera de los aprendices con los que me he tropezado en mi dilatada existencia.
—¿Qué vas a hacer conmigo? —inquirió Raistlin, con un timbre de desesperación que no era del todo forzado. Tenía que conocer con exactitud el funcionamiento del colgante, y en una hora tan crucial lo acosaban las dudas.
—Los detalles carecen de importancia —lo atajó su interlocutor, a la vez que posaba la mano en su pecho.
—Mi objetivo al venir a tu fortaleza era aprender —explicó el postrado, rechinando los dientes en un esfuerzo supremo para no retorcerse bajo el abominable contacto—. Deseo enriquecer mi acervo hasta exhalar el último suspiro.
—Muy encomiable —aprobó Fistandantilus. Se abstrajo en sus cavilaciones, prendidos los ojos de la penumbra circundante, y el falso acólito se dijo que probablemente revisaba el hechizo en su memoria—. Me proporcionará un inmenso placer habitar un cuerpo y un alma sedientos de erudición, absorber la savia de una criatura que atesora cualidades innatas para nuestro arte. No puedo rehusar tu demanda, aprendiz. Te impartiré una postrera lección.
«Ignoras, joven humano, lo que supone envejecer. Recuerdo bien mi primera vida, la terrible frustración que me atenazó al comprender que yo, el hechicero más dotado de cuantos pisaron la faz de Krynn, estaba condenado a languidecer en la trampa de una carcasa debilitada, consumida por la edad. Mi cerebro se conservaba sano, perspicaz, era incluso más clarividente que en mis años mozos. ¡Me horrorizaba la idea de que tanto poder, tan vasta sapiencia, se redujeran a polvo, fueran pasto de los gusanos!
«Vestía entonces la Túnica Roja. ¿Te sobresaltas? Asumir este color fue un acto consciente, deliberado, una decisión que tomé tras meditar los pros y los contras. La neutralidad es la mejor vía de aprendizaje, ya que permite relacionarse con ambos extremos del espectro sin pertenecer a ninguno. Fui en busca de Gilean, el Fiel de la Balanza, y solicité su autorización para perpetuar mi estancia en este plano y profundizar mis estudios. Lamentablemente, no pudo atender mi ruego. Los hombres eran obra suya; y respondía a mi impaciente naturaleza humana aquella ansia de abarcar conocimientos y trascender la brevedad de la existencia. Me confirmó que mi actitud era normal y me aconsejó rendirme al destino.
Fistandantilus se encogió de hombros y examinó a su oyente, antes de proseguir.
—Detecto en tus ojos comprensión, aprendiz. En cierto modo, siento tener que destruirte, estoy convencido de que juntos habríamos desarrollado una singular complicidad. Mas debo continuar mi relato. Maldiciendo a la luna encarnada, me adentré en las tinieblas y pedí que me fuera concedido vislumbrar el satélite negro. La Reina de la Oscuridad escuchó mi plegaria y permitió que vistiera la túnica de sus vasallos. Me apresté a mudar mi atavío a fin de consagrarme a su servicio y, a cambio, fui llevado a su órbita. He visto el futuro, he vivido el pasado. Fue la soberana quien me obsequió el colgante, de tal manera que pueda elegir un cuerpo donde albergarme durante mi paso por este tiempo. Cuando resuelva cruzar las fronteras y penetrar en el futuro, hallaré a un mortal preparado en el que reencarnarme y renovar mi alma.
Raistlin no pudo reprimir el escalofrío que erizó su piel al oír estas últimas palabras. El «mortal» al que aludía el archimago era él mismo; se suponía que su única misión consistía en aguardar su llegada, presto para recibirle.
Fistandantilus no se percató de la animadversión que su parlamento había provocado en el, en apariencia, sumiso discípulo. Alzando su colgante, se concentró en el hechizo que debía invocar.
También el joven nigromante espió el rubí, que refulgía bajo la luz proyectada por un globo en el centro del laboratorio, y se aceleró su pulso. En un supremo esfuerzo por dominarse, trémula la voz a causa de una excitación que sin duda su oponente confundió con un acceso de pánico, susurró:
—Dime cómo funciona tu artilugio y qué va a sucederme.
El maestro sonrió, complacido ante la inagotable curiosidad de su víctima, mientras hacía girar la gema en torno a su figura yaciente.
—Colocaré el talismán sobre tu pecho —le reveló—, encima de tu corazón, y sentirás que tu fuerza vital escapa, despacio, por tus poros. Tengo entendido que el dolor es insoportable, pero no durará mucho, aprendiz, si no luchas contra él. Abandónate y no tardarás en desmayarte. La experiencia de quienes te han precedido en el experimento demuestra que rebelarse no sirve sino para prolongar la agonía.
—¿No has de pronunciar ningún versículo? —indagó Raistlin
—Por supuesto que sí —respondió Fistandantilus fríamente, volcado su cuerpo sobre el del acólito y con los ojos fijos en los suyos—. Me dispongo a recitarlos, serán los últimos sonidos que vibrarán en tus tímpanos.
Posó el colgante en el lugar que antes indicara. El fingido ayudante sintió que el vello se le erizaba al entrar en contacto con la alhaja; apenas logró controlar el impulso de incorporarse y emprender la huida. En un alarde de voluntad, apretadas las manos y hundiendo las uñas en la carne a fin de superar el miedo mediante el sufrimiento físico, se inmovilizó. «Debo averiguar la fórmula mágica», se dijo.
Tendido en la losa, cerró los ojos. No resistía la visión de aquel rostro distorsionado, perverso, que en su proximidad destilaba efluvios hediondos, cual si de un muerto viviente se tratase.
—Bien hecho —le felicitó una voz sibilina—, relájate.
Fistandantilus acometió su cántico. Deseoso de aislarse de influencias perturbadoras, también él entornó los párpados a la vez que ejercía presión sobre el pecho de Raistlin, agitado todo su ser en un movimiento pendular. Así, sumido en su trance, no advirtió que la víctima repetía cada frase, cada sílaba, con una exactitud perfecta a pesar de su estado febril. Cuando detectó que algo iba mal ya había concluido el encantamiento y esperaba, erguido, la primera inyección de vida en sus añejos huesos.
El deseado calor no afluyó a sus venas. Alarmado, el anciano abrió los ojos y contempló atónito al mago de Túnica Negra, que permanecía acostado en la gélida roca. Exhaló entonces un grito extraño, inarticulado, antes de retroceder, presa de un pavor que no acertó a ocultar.
—Al fin me reconoces —declaró Raistlin, sentándose y apoyando una mano en la lápida mientras, con la otra, rebuscaba en los bolsillos secretos de su atuendo—. Me temo que ningún cuerpo indefenso te aguarda en el futuro.
Fistandantilus no reaccionó, tal era su estupor. Clavó su mirada en las manipulaciones del engañoso pupilo, como si quisiera traspasar el paño de sus vestiduras y penetrar los recovecos en los que hurgaba.
Transcurridos unos segundos, recobró la compostura para preguntar, despreocupado, aunque sin apartar la vista del bolsillo:
—¿Es Par-Salian quien te ha enviado?
Raistlin meneó la cabeza en ademán negativo, al mismo tiempo que se deslizaba de su supuesta tumba. Embutido aún un brazo en los pliegues de la túnica, levantó la otra mano para descubrir su embozo y, así, permitir que el maestro escrutase su faz ahora que había desaparecido la máscara tras la que se ocultara durante meses.
—He venido por mi propia iniciativa —aseveró—. Soy el señor de la Torre.
—Eso es imposible —replicó, incrédulo, el archimago.
Su oponente esbozó una sonrisa que no se correspondía con la severidad de sus rasgos, de aquellos iris que atrapaban en su espejo el contorno del fallido ejecutor.
—Comprendo tu asombro, nunca imaginaste que esto pudiera suceder —imprecó, desafiante, a su rival—. Cometiste el error de infravalorarme. Absorbiste una parte de mi savia en la Prueba, a cambio de protegerme del elfo espectral. Me obligaste a vivir en el perenne suplicio que me infligía mi maltrecho cuerpo, imponiéndome una absoluta dependencia de mi hermano. Me enseñaste el manejo del Orbe de los Dragones y obraste mi recuperación en la Gran Biblioteca de Palanthas. Luego, cuando estalló la Guerra de la Lanza, me facilitaste el acceso a los textos esotéricos de la Reina de la Oscuridad para, más tarde, ayudarme a devolverla al abismo, donde no representaba una amenaza frente al mundo… ni frente a ti. Abrigabas el diabólico propósito de hacer acopio de fuerzas en este tiempo y, ya restablecido de tus achaques seniles, viajar al futuro en busca de mi torturada carcasa. ¡Pretendías usurpar mi identidad!
Arrugó Fistandantilus los ojos en actitud iracunda y el joven hechicero se puso en tensión, cerrada la mano en torno al objeto que guardaba en su bolsillo. Sin embargo, y contra todo pronóstico, el anciano se limitó a confirmar:
—Todo cuanto has dicho es verdad. ¿Qué vas a hacer al respecto? ¿Quizás asesinarme?
—No —contestó Raistlin—, mi intención es otra. Deseo invertir los papeles; ser yo quien te suplante.
—¡Majadero! —lo insultó Fistandantilus entre chillonas risotadas—. El único medio de arrebatarme mis esencias es utilizar esto contra mí —le recordó, blandiendo el colgante del rubí—. Como sabes, lo protegen de cualquier manifestación arcana unos sortilegios que tu estrecha mente no atinaría ni aun a concebir, pequeño bravucón.
Su voz se redujo a un susurro, asfixiada por el pavor al percibir que su adversario, imperturbable, extraía la mano del misterioso bolsillo. En su palma exhibía la codiciada joya.
—Cierto, la magia nada puede para disolver su escudo —admitió con una mueca letal—. Pero no se te ocurrió pensar que existen otros métodos contra los que tus encantamientos quedan inermes, los trucos de un ilusionista callejero.
El semblante del viejo maestro se tornó pálido como el de un cadáver. Espió, aterrorizado, la cadena que pendía de su cuello para constatar, ahora que se había descubierto la falacia, lo que ya adivinaba: la alhaja se había evaporado.
Un retumbo ensordecedor rasgó el silencio; el suelo del laboratorio se combó en una pétrea oleada que arrojó al joven mago por los aires. Cayó de rodillas mientras la roca se partía en dos, abriendo una fisura en los cimientos mismos de la mole. En medio del estruendo, del caos, se elevó la voz de Fistandantilus en un cántico destinado a atraer a las fuerzas hostiles de los planos astrales.
Reconociendo al instante el portento que se proponía realizar, Raistlin se apresuró a envolverse en una aureola que había de salvaguardar su cuerpo del ataque. Su hechizo no era muy poderoso, tan sólo le proporcionaría el tiempo indispensable para preparar la defensa. Acuclillado en el suelo, vio surgir de la grieta una figura cuyo rostro malsano, horripilante, parecía el fruto de una pesadilla.
—¡Aprésale! —ordenó Fistandantilus a la criatura abismal.
Señaló con el dedo al nigromante y el espectro surcó la estancia tras su víctima. Se detuvo frente a la agazapada forma, rodeado de volutas de humo, que se alargaron hasta trazar un círculo a su alrededor.
El pánico hizo presa en el mago al observar cómo tendía su cerco aquel ente de ultratumba. Bajo sus insondables virtudes arcanas, el escudo protector se derrumbó a los pies del agresor; en cuestión de minutos, le arrancaría el alma y celebraría un festín con sus despojos.
Las largas horas de estudio, la energía bien dosificada y la rigurosa disciplina que siempre presidió sus prácticas acudieron en auxilio del atacado. Logró dominarse, un hecho que le permitió rememorar las frases necesarias para salvarse. Completó raudo el encantamiento, que, además de repeler al fantasma, bañó su ser en un bálsamo que lo liberó de sus temores.
La aparición vaciló, sin decidirse a obedecer las irritadas imprecaciones del anciano.
Uno le mandaba seguir, el otro lo instaba a detenerse. Aunque debía sumisión a aquel que lo había invocado, el halo del más joven refrenaba su impulso. Miró de hito en hito a ambos mortales, retorcido su etéreo cuerpo, desvirtuándose su centelleante contorno en las ráfagas de viento que él mismo provocaba. Los dos le presionaban con idéntico poder, sin dejar de acechar el pestañeo, el movimiento espasmódico de un dedo del contrincante que había de otorgarles la victoria.
Ninguno flaqueó, ninguno dio muestras de cejar en su empeño. Raistlin poseía una mayor resistencia, pero la magia de Fistandantilus procedía de antiguas fuentes. Podía llamar en su ayuda a un millar de fuerzas invisibles.
Al fin, fue la aparición la que no resistió. Atrapada entre dos corrientes iguales en intensidad pero contrapuestas en sus designios, ambas empujándole en distintas direcciones, perdió su integridad y estalló.
La potente explosión lanzó a los dos adversarios contra sendos muros, estrellándose cada uno en el que tenía más cerca. Un olor fétido invadió la estancia y llovieron sobre ella fragmentos de cristal. Las paredes quedaron socarradas, ennegrecidas, a la vez que prendían pequeñas hogueras en los rincones, formadas por llamas multicolores que proyectaban sus chispas sobre el punto donde se había esfumado el espectro.
Raistlin se incorporó y se secó la sangre que le manaba de una herida en la frente, aunque no se entretuvo en tocársela, porque sabía, al igual que el anciano maestro, que el menor descuido significaba la muerte. Dueño de sus acciones, se encaró con su enemigo, que se había recuperado con similar rapidez.
—Bien, las cartas están sobre la mesa —declaró Fistandantilus—. Podrías haber llevado una placentera existencia, yo me habría encargado de ahorrarte las vicisitudes, las miserias de la vejez. ¿Por qué te precipitas hacia tu propia destrucción?
—Conoces mis motivos —repuso el aludido, entre jadeos, agotadas casi sus energías.
El archimago asintió despacio, prendida la mirada en su oponente.
—Como antes he dicho —murmuró—, siento que esto tenga que ocurrir. Juntos habríamos llegado lejos y ahora, sin embargo…
—La vida de uno entraña la muerte del otro —concluyó Raistlin.
Extendió la mano para, cuidadosamente, depositar el rubí sobre la losa. En aquel instante, oyó un cántico entonado en tonos quedos, y levantó la voz en unos versículos que se entremezclaron con las frases de su rival.
La batalla se prolongó durante largo rato. Los guardianes de la Torre, que irrumpieron en la escena al penetrar los recuerdos de la figura de negra túnica postrada en el estudio, al alcance de sus garras, se sumieron en una total confusión. En un principio, vieron el conflicto a través de Raistlin, pero se acercaron tanto a los dos hechiceros que ahora contemplaban la liza con los ojos de ambos.
Brotaron relámpagos de las yemas de los dedos, los cuerpos de los contendientes se convulsionaron con violencia, los alaridos de dolor, de furia, resonaron junto al estrépito de rocas y listones de madera.
Se alzaron murallas de fuego para derretir tapias de hielo, se sucedieron vientos huracanados hasta formar torbellinos, las repetidas tormentas de llamas asolaron los pasillos mientras, en la estancia donde se libraba la lid, las criaturas del Abismo acudían a la llamada de sus amos, y los espíritus, revueltos, removían los cimientos del castillo. La imponente fortaleza de Fistandantilus comenzó a resquebrajarse y se desprendieron los bloques de las almenas al unísono con los que le prestaban soporte.
De pronto, uno de los nigromantes emitió un bramido ensordecedor y, con un esputo sanguinolento, se desmoronó. ¿Quién era el caído? Los guardianes se esforzaron en distinguirlos, mas fue inútil.
El otro mago, exhausto, descansó unos momentos antes de arrastrarse hacia la losa. Su temblorosa mano alcanzó la gélida superficie, la tanteó y encontró el colgante. En un postrer alarde de vitalidad, asió la alhaja y reptó hasta su moribundo enemigo.
El hechicero que sostenía el objeto arcano vaciló. Estaba tan próximo a su víctima que pudo leer el mudo mensaje de sus ojos entreabiertos y su alma se encogió al ver lo que éstos le relataban. Vencido su titubeo, apretó los labios mientras, meneando su encapuchada cabeza y sonriendo en actitud de triunfo, aplastaba el colgante contra el pecho del postrado.
El cuerpo que yacía en el suelo se contorsionó en espasmos de agonía, un grito desgarrado asomó a sus ensangrentados labios. Repentinamente, cesaron los lamentos. La piel del derrotado se arrugó y cuarteó cual un pergamino reseco; su mirada se clavó en la negrura hasta que todo él se paralizó.
Con un quebrado suspiro, el otro nigromante se desplomó sobre el cadáver de su adversario, débil, herido, acechado también por la muerte. Pero sostenía en su mano el rubí; gracias a su influjo, se introducía en sus venas una sangre revitalizadora que le infundía nuevas energías y que, en poco tiempo, le restituiría la salud. Su mente era un hervidero de conocimientos, de recuerdos donde se entretejían los vestigios de siglos de poder, hechizos, visiones de prodigios y horrores nacidos múltiples generaciones atrás. Habría podido asimilar tan intrincada maraña de no perfilarse, además, en su revuelta memoria la imagen de un hermano gemelo, de un cuerpo enfermizo, de una existencia desdichada.
Al fundirse dos seres en su interior, al contraponerse centenares de vivencias en abierto conflicto, el mago sufrió un terrible impacto. Arrebujándose junto a los despojos de su rival, el vencedor de la encarnizada contienda contempló el colgante.
—¿Quién soy? —murmuró, asustado.