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En el seno de la perversidad

Sentada sola en la malhadada cámara, junto al cuerpo de Raistlin y cerca del demacrado Caramon, Crysania sintió envidia de ambos. «¡Cuan fácil sería —pensó— abandonarme a un prolongado letargo y dejar que me acunara la negrura!». La perversidad latente en la estancia, que al parecer había ahuyentado la voz del nigromante, regresó al apagarse ésta. La notaba en su nuca como una gélida ráfaga de viento. Varios pares de ojos la espiaban desde las sombras, ojos que únicamente retenía la luz del Bastón de Mago. Por fortuna, el objeto arcano no había cesado de destellar al mantenerse sobre su superficie la mano inconsciente de su dueño.

La sacerdotisa depositó gentilmente la mano del archimago sobre el pecho de él, antes de adoptar una postura más cómoda y, mordisqueándose los labios, conteniendo las lágrimas, reflexionó sobre lo ocurrido.

«Depende de mí —se dijo, en un esfuerzo de concentración destinado a conjurar los susurros que oía en su derredor—. Acuciado por su debilidad, busca respaldo en mi fuerza —se lamentó, a la vez que enjugaba los acuosos riachuelos de sus mejillas y contemplaba las gotas prendidas de sus dedos—. No puedo reprochárselo, he presumido de poseerla pese a que, hasta ahora, nunca supe qué era el dominio de uno mismo. Lo he comprendido gracias a él, no debo decepcionarle.

«Calor —prosiguió, en medio de unos escalofríos que agitaban todo su ser—. Necesita recibir el influjo de esa tibieza que nos ayuda a vivir, a él y a los demás. ¿Cómo se la proporcionaré? Si estuviéramos en el castillo del Muro de Hielo, mis oraciones bastarían para caldear el ambiente. Paladine obraría el prodigio con sólo pedírselo. ¡Pero este frío no es el que originan la nieve y la ventisca! Se trata de algo insondable, que congela más el espíritu que la sangre. Me hallo en el corazón del Mal, donde la fe me sostiene a duras penas, así que no veo la manera de crear una aureola de calidez».

Mientras recapacitaba, examinó la estancia, apenas visible más allá del círculo luminoso del bastón, y reparó sin proponérselo en unas cortinas harapientas que enmarcaban las ventanas. Confeccionadas con grueso terciopelo, eran lo bastante grandes para cubrirlos a todos. Tal visión le levantó el ánimo, si bien volvió a hundirse en el pesimismo al recordar que sólo las alcanzaría atravesando la sala y que los fulgores del cayado no alumbraban el espacio intermedio, ni el muro remoto del que pendían.

«Tendré que surcar el manto de tinieblas —constató, apesadumbrada, al borde de la locura donde la precipitaba su propia flaqueza—. Suplicaré a Paladine que acuda en mi auxilio —decidió, en un repentino acceso de coraje—. Sin embargo, dudo que me lo brinde».

El motivo de este nuevo derrumbamiento fue que sus ojos se posaron accidentalmente en el Medallón, que se recortaba, opaco y descorazonador, en el suelo.

Ignorando sus vacilaciones, desoyendo la desazón que le causaba el hecho de que su luz se extinguiera en presencia de los espectros, se aprestó a recoger el disco

Evocó la imagen de Loralon, el sumo sacerdote elfo que le había ofrecido unirse a los clérigos auténticos antes del Cataclismo. Ella lo había rechazado, decidida a escuchar las palabras del Príncipe aun a riesgo de su vida, aquellas frases ignotas que excitaran la ira de los dioses. ¿Estaba Paladine enfurecido? ¿La había abandonado en su cólera, al igual que, según la opinión generalizada, había abandonado el reino de Krynn después de la hecatombe de Istar? ¿O era acaso que su poder divino no conseguía penetrar las capas de perversidad que envolvían la Torre de la Alta Hechicería?

Asustada, en un mar de incertidumbre, Crysania alzó su talismán. No brilló, no se mudó su aspecto, el metal permaneció frío al tacto. Erguida ahora en el centro de la sala, sin soltar la alhaja y tiritando, la sacerdotisa exhortó a su voluntad a conducirla hacia el ventanal.

—Si no lo hago —murmuró a través de los labios cuarteados—, moriré. Todos sucumbiremos a esta atmósfera hostil.

Miró a los dos hermanos. Raistlin estaba cubierto por sus tupidas vestiduras, pero todo su ser despedía un helor mortífero. En cuanto a Caramon, su caso era todavía más apremiante pues portaba el exiguo atuendo de gladiador de los Juegos, un taparrabos y varios accesorios de una armadura dorada que, junto a la fina capa, apenas le abrigaban.

Resuelta a no detenerse en su empeño, la dama levantó el mentón y clavó sus pupilas en las siseantes criaturas que pululaban en su derredor, a la vez que, con paso firme, salía del cerco de luz proyectado por el cayado.

Las tinieblas cobraron vida, los murmullos aumentaron de volumen hasta que, horrorizada, la sacerdotisa comenzó a desentrañar su mensaje.

Cuán sonora es tu llamada, amor,

cuán cerca está la penumbra de tu corazón.

Tus ríos fluyen turbulentos, amor,

a través de unas venas en putrefacción.

¡Ay, amor! Un calor oculta tu frágil piel,

puro como la sal, como la muerte dulce y deseada.

En la noche la luna encarnada, guía fiel,

tu hábito fosforescente certeramente conduce.

Unos dedos fantasmagóricos rozaron su pómulo y la sacerdotisa, sobresaltada, retrocedió frente al invisible enemigo. Abrumada por el pánico, por el lúgubre canto de los espectros, se inmovilizó, remisas sus piernas a obedecer su débil mandato.

—¡No! —se regañó, disgustada—. He de seguir, no permitiré que me venzan los hijos de la malignidad. ¡Soy una de las elegidas de Paladine! Aunque mi dios me vuelva la espalda en esta hora crucial, mi fe alumbrará el camino.

Estiró el brazo, como si la negrura fuera una cortina que tuviera que apartar literalmente, y reanudó la marcha hacia la ventana. Los malévolos ecos acechaban sus tímpanos, incluso resonaron cavernosas risas en el aire, mas nadie osó lastimarla, ni siquiera tocarla. Al fin, tras recorrer un trayecto que se le antojó interminable, Crysania alcanzó su objetivo.

Temblorosa, aturdida por tanta tensión, descorrió los pesados cortinajes con la esperanza de ver las reconfortantes luces de Palanthas. «La vida bulle al otro lado de estas paredes —se alentó, aplastando la cara en el cristal—. Habitan la ciudad seres de carne y hueso. Divisaré las avenidas, los bellos edificios».

Peso la profecía todavía no se había cumplido. Raistlin, el Amo del Pasado y del Presente, no había regresado con el poder que había de investirle como único señor de la Torre. Transcurrirían muchas décadas antes de que se produjera tal evento, razón por la que cercaba la mole una oscuridad impenetrable, una niebla arcana y perpetua. Si refulgían los fanales en la urbe, la sacerdotisa no podía contemplarlos.

Exhalando un desazonado suspiro, Crysania sujetó el paño y tiró de él. La roída urdimbre cedió casi al instante, cayó tan aplomada que la enterró en un manto de brocados deslucidos. No le molestó su peso, al contrario, se deshizo del enredo y se arropó en los pliegues, sosegada al sentir su calor.

Tras desgarrar la otra cortina, la arrastró por la estancia sin prestar atención a los disonantes ruidos que producían los diseminados fragmentos recogidos a su paso.

Los haces luminosos del bastón guiaron su andadura sin un parpadeo. Cuando llegó a su altura, la dama se desmoronó en el suelo. El agotamiento y el pavor sufrido en su azaroso viaje fueron los causantes de esta reacción.

No se había percatado Crysania de cuán fatigada estaba. No había dormido desde que se desencadenara la tormenta en Istar y, ahora que la acunaba la tibieza de los cortinajes, el deseo de deslizarse en el olvido la tentaba hasta lo impensable.

—¡No puedes hacerlo! —se ordenó.

Forzándose a la acción, se aproximó a Caramon y se arrodilló a su lado a fin de cubrirle con el grueso terciopelo, que extendió sobre sus hombros. El cuerpo del guerrero había adquirido una textura marmórea, apenas respiraba. La sacerdotisa aplicó la mano a su garganta en busca de un palpito esperanzador, y lo halló lento e intermitente. Fue entonces cuando descubrió unas señales en su cuello, las huellas que imprimieran unos labios descarnados.

Se perfilaron en su memoria aquellas cabezas sin cuerpo que flotaban en el ambiente, si bien se apresuró a descartar tan agobiantes imágenes. Centrados sus pensamientos en lo que se proponía hacer, posó las manos abiertas en la frente del gladiador e inició su plegaria.

—Paladine —oró—, si tu cólera no te ha apartado de tu hija y sierva, si comprendes que tan sólo quiero honrarte, si puedes disolver esta terrible penumbra el tiempo suficiente para escuchar mi ruego, ¡cura a este hombre! Si su ciclo vital no ha concluido irreparablemente, si el destino aún le reserva alguna empresa, restitúyele la salud. De no ser así, Paladine, recoge su alma en tus brazos y asígnale una morada eterna entre tus huestes…

No pudo continuar, sus últimos restos de energía se disiparon. Víctima del terror que había presidido todos sus movimientos y de sus luchas internas, sola en medio de aquel caos insondable, hundió el rostro en sus manos y prorrumpió en el amargo llanto de quien no vislumbra una salida para su desgracia.

Una palma enorme se cerró sobre la suya. Aunque tan inesperado contacto la sobrecogió, percibió de inmediato el calor que despedía, su fuerza.

—Vamos, Tika —dijo una voz profunda y somnolienta—, no debes llorar.

Al alzar los ojos nublados por las lágrimas, Crysania advirtió que el pecho de Caramon se hinchaba en inhalaciones espaciadas, que su tez había perdido la lividez letal y, lo más importante, que las heridas de su cuello habían desaparecido. El guerrero esbozó incluso una sonrisa, al mismo tiempo que le daba unas palmadas en el dorso de la mano.

—Tan sólo ha sido una pesadilla, Tika —balbuceó—; mañana la habrás olvidado.

Arrebujándose en la cortina, refugiándose en su calidez, el hombretón dio media vuelta para entregarse a un sueño plácido, reparador.

Tan exhausta que ni siquiera atinó a manifestar su gratitud, Crysania observó unos segundos al gladiador, hipnotizada ante la paz que emanaba. La sacó de su ensimismamiento un goteo que, aunque suave, no dejó de sorprenderla. ¿Un líquido en aquel lugar? Ladeó el rostro y vislumbró, por primera vez desde su llegada, el contorno de una jarra en el borde de la escribanía. Tenía la boca hendida, suspendida en el aire, y parecía haber permanecido varios lustros vacía. Su contenido se derramó siglos atrás, no le cabía la menor duda, y no obstante ahora un fluido transparente brotaba de su fondo y chorreaba despacio sobre el suelo, brillando el delgado hilo bajo la luz del bastón.

La sacerdotisa extendió la palma de tal modo que las gotas se remansaran en ella, y se la llevó a los labios. En efecto, era agua.

Tenía un sabor amargo, casi salado, pero la juzgó el elixir más exquisito que nunca había bebido. Realizando un supremo esfuerzo para mover su entumecido cuerpo, vertió una pequeña cantidad en el hueco de su mano y la sorbió de un trago, ávidamente. Saciada su sed, colocó el recipiente en posición vertical sobre el mueble y comprobó que el nivel del líquido subía de inmediato, que la fuente no había de secarse pues el agua consumida era reemplazada sin demora.

Ahora sí, ahora pudo agradecer el favor de Paladine con palabras que surgían de lo más hondo de su alma, desde tan recónditos recovecos que no alcanzaban sus cuerdas vocales. Se desvaneció su miedo a la oscuridad, a las criaturas que ésta engendraba. Su dios no la había abandonado, seguía a su lado, aunque, quizá, le había causado cierta desilusión.

Relajada, Crysania volvió los ojos hacia Caramon y, tras constatar que dormía tranquilo, que sus contraídos rasgos se habían ensanchado, se encaminó al rincón donde yacía su gemelo al abrigo de su túnica, teñidos los labios de tonalidades violáceas.

Sabedora de que el calor que irradiaba su cuerpo les reconfortaría a ambos, la sacerdotisa se estiró a su lado para, en tal postura, envolverse en la cortina. Reclinó la cabeza en el hombro del mago, cerró los ojos y se meció en la acogedora penumbra de la estancia.