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Los Engendros Vivientes

Un áspero alarido, cargado de horror y de angustia, agitó a Crysania en su sueño. Tan acuciante era el grito, tan profundo su propio letargo, que al principio la sacerdotisa no comprendió lo ocurrido. Confundida, asustada, abrió los ojos y trató de identificar su entorno, de descubrir qué la había sobresaltado hasta el extremo de dejarla sin aliento.

Se hallaba postrada en un suelo duro, mohoso. Su cuerpo se convulsionaba en escalofríos a causa de la humedad que penetraba sus huesos y le rechinaban los dientes. Contuvo el resuello a fin de prestar atención a cualquier movimiento, de distinguir algún objeto familiar, mas la negrura se reveló insondable y el silencio intenso.

Expelió el aire de sus pulmones y se esforzó en inhalar una nueva bocanada, sin éxito. Las tinieblas parecían robarle el soplo salvador y, azuzada por el pánico, buscó formas en la penumbra, trató de poblarla de indicios de vida. Ningún contorno se perfiló en su mente; se hallaba sumida en un vacío inconmensurable, eterno.

Oyó entonces un nuevo aullido, que reconoció como una continuación del que la había despertado. Casi emitió un suspiro de alivio al asaltar sus tímpanos otra voz humana, si bien el temor que delataba aquel timbre discordante resonó en los recovecos de su alma.

Desesperada, ansiosa por conjurar la asfixia, se obligó a sí misma a pensar, a recordar. Evocó unas piedras que cantaban, una voz —la de Raistlin— y unos brazos alrededor de su talle, revivió la sensación de zambullirse en unas aguas cuyo curso la había arrastrado en pos de la nada, del olvido.

¡Raistlin! Extendiendo una trémula mano, Crysania tanteó el suelo y no encontró sino la fría, saturada roca. Fue entonces cuando recobró la memoria y visualizó, con espantosa claridad, a Caramon en el acto de abalanzarse sobre su hermano. Portaba el guerrero una refulgente espada, y ella se apresuró a invocar un hechizo clerical a fin de proteger al mago. Repiqueteó en sus sienes el estampido del acero al chocar contra la piedra.

Pero aquel grito sólo podía provenir del hombretón, su acento era inconfundible. ¿Y si había logrado su propósito?

—¡Raistlin! —vociferó la dama, despavorida, al mismo tiempo que luchaba por levantarse.

Su llamada se disolvió en el ambiente, engullida por la oscuridad. Éste extraño fenómeno le provocó una sensación tan inquietante que no osó despegar de nuevo los labios y permaneció inmóvil, con los brazos cruzados sobre el pecho, como si pretendiera ahuyentar el intenso frío. Su mano se posó, de manera involuntaria, en el Medallón de Paladine que se ceñía a su cuello. El influjo benefactor de su dios inundó al instante todo su ser.

—Luz —susurró y, aferrando el talismán, rogó al hacedor que iluminase la negrura.

Un suave fulgor brotó de la alhaja para, tras deslizarse entre sus dedos, retirar el manto de terciopelo que la cercaba y, así, permitirle respirar. Más serena al saberse alumbrada, la Hija Venerable intentó recordar de qué dirección procedían los desgarrados lamentos.

Vislumbró fugazmente algunos muebles desvencijados, ennegrecidos, telarañas de ominoso aspecto, libros esparcidos por el suelo y estantes que se desprendían de los muros. Lejos de tranquilizarla, estos objetos contribuyeron a desestabilizarla todavía más. Eran las tinieblas las que los engendraban, tenían más razón de ser que ella misma en el abismo donde la había precipitado el viaje.

Surcó el espacio un tercer alarido y Crysania se volvió, rauda, hacia el punto donde se había originado. La luz del Medallón rasgó la penumbra, poniendo de relieve dos figuras humanas. Una, ataviada con una túnica azabache, yacía inanimada en el pétreo suelo mientras que la otra, descomunal, estaba volcada sobre el rígido pecho del postrado. Cubría al hombre más corpulento una capa dorada, aunque manchada de sangre, y bajo sus pliegues se adivinaban unas piezas de armadura de idéntica tonalidad. Aprisionado su cuello por una argolla de hierro, la criatura oteaba las tinieblas en un ademán que reflejaba un pánico irrefrenable: tenía las manos extendidas, la boca abierta y el rostro ceniciento.

Crysania acercó la joya al ser que permanecía tumbado como un fardo a los píes del guerrero y, al reconocerle en su halo luminoso, languidecieron sus nervios hasta tal punto que soltó la cadena.

—Raistlin —murmuró.

Sólo cuando sintió que los eslabones de platino escapaban a su garra, sólo cuando la valiosa luz comenzó a oscilar, reaccionó y se apresuró a recoger el colgante antes de que se estrellara.

Sostuvo el Medallón insegura, temerosa de que el mundo se extinguiera con él si renunciaba a su benigna influencia. Dominada por un miedo más sofocante que la penumbra, Crysania se arrodilló junto al mago alejando, sin advertirlo, a unos entes sombríos que se escabulleron entre sus pies.

El nigromante estaba acostado de bruces, con la capucha sobre la cabeza. Crysania le dio vuelta con suavidad, retiró el embozo que le ocultaba el rostro y suspendió sobre él el talismán a fin de examinarlo.

El miedo heló la sangre en sus venas. La tez del hechicero presentaba unos matices blanquecinos que contrastaban con sus labios amoratados y sus ojos se hundían en sendos alvéolos negros, profundos.

—¿Qué le has hecho? —interrogó a Caramon, a la vez que alzaba la vista sin modificar su postura junto al cuerpo, en apariencia exánime, de Raistlin—. ¿Qué le has hecho? —insistió, quebrado su timbre por el dolor y la ira.

—Crysania, ¿eres tú? —preguntó el hombretón con su peculiar acento cavernoso.

La luz del talismán proyectaba extrañas sombras sobre el contorno del imponente gladiador. Separados aún sus brazos, arañando el aire con los dedos, ladeó la cabeza en busca de los ecos femeninos.

—¿Crysania? —repitió, quejumbroso.

El guerrero se incorporó y, al dar un paso al frente, tropezó con las piernas de su hermano y cayó cuan largo era. Sólo tardó unos segundos en volver a levantarse para, sin resuello, reanudar la febril búsqueda de la sacerdotisa. Sus ojos desorbitados se perdían en el vacío, su palma abierta iba de un lado a otro, incapaz de asirse a un objeto sólido, tangible.

—Te lo ruego, Crysania, alúmbranos con tu luz. Apresúrate —le urgió, al borde de la desesperación.

—Pero ¡si mi alhaja está encendida! —protestó la sacerdotisa—. Paladine me ha otorgado la gracia de… ¡Ahora lo comprendo! —exclamó, escrutando al humano bajo la aureola del Medallón—. Caramon, ¡te has quedado ciego!

Le tendió una mano de inmediato y dejó que se cerrasen en torno a ella los anhelantes dedos. Al sentir su contacto, el gladiador sollozó aliviado y se agarró con toda su fuerza a aquella tabla salvadora, tanto que la dama se mordió el labio a fin de contener un grito de dolor. Siguió sujetando al desvalido humano, sin descuidar por ello la cadena de la joya, ajena al crujir de sus maltratados huesos.

Se puso de pie, pues no quería desequilibrar al guerrero, y éste la abrazó aterrorizado, víctima del extravío que le imponía su ceguera. Consciente de su desmayo, Crysania escudriñó la penumbra. Tenía que encontrar una silla, un sofá, algún lugar donde acomodarlo antes de que se desmoronara.

En ese instante, se percató, como una súbita revelación, de que las ominosas brumas le devolvían la mirada, la observaban. Desvió presta los ojos y, parapetada en el halo protector que le brindaba el colgante, guió a Caramon hasta el único mueble que pudo atisbar.

—Siéntate aquí —le indicó—; apoya la espalda. Había instalado al hombretón en el suelo, haciendo que se reclinara en una adornada escribanía de madera, que se le antojó vagamente familiar. Al verla, afloraron a su recuerdo unas imágenes lacerantes y supo que la había visto en circunstancias poco halagüeñas. Pero, preocupada como estaba, no se detuvo a reflexionar.

—Caramon, ¿por qué yace inconsciente tu hermano? —indagó en un murmullo apenas audible—. ¿Acaso le ma…? —No pudo concluir.

—¿Qué me dices de Raistlin? —inquirió él a su vez. Se contrajeron sus desencajadas facciones, alarmado hasta lo inimaginable—. ¿Dónde estás, Raist? —vociferó, dispuesto a levantarse pese a su absoluta desorientación.

—¡No te muevas! —le espetó la sacerdotisa, en un acceso mezcla de cólera y miedo, al mismo tiempo que presionaba su hombro con mano firme.

El guerrero entornó los ojos, retorcidos los labios en una mueca que, por unos segundos, le otorgó una expresión similar a la de su gemelo.

—No, no lo maté si te referías a eso —contestó, ribeteadas sus palabras de amargura—. ¿Cómo iba a hacerlo? Lo último que oí fue tu voz invocando a Paladine, y el mundo se sumió en la oscuridad. Mis músculos se agarrotaron, la espada se desplomó sin que lograra sujetarla. Luego…

Crysania había dejado de escucharle. Obsesionada por la figura que se arrebujaba en el suelo a escasa distancia, volvió a arrodillarse a su lado. Tras aproximar el Medallón al macilento semblante, introdujo su palma bajo el embozo a fin de sentir el palpito en la garganta y, reconfortada, alzó a su dios una muda plegaria.

—Está vivo —anunció al inquieto Caramon—. Mas, en ese caso, ¿qué le ocurre?

—Explícamelo tú —la imprecó el gladiador, entre áspero y temeroso—. Yo estoy ciego.

La dama se ruborizó, azotada por un repentino sentimiento de culpabilidad, y procedió a enumerar los síntomas.

—No es nada grave —dictaminó el hombretón encogiéndose de hombros, vacía su voz de emociones—. El encantamiento le ha agotado, más aún si, como tú misma afirmaste, ya estaba débil desde el principio. La proximidad de los dioses, aunque ignoro qué puede significar, le enfermó, y este hecho retrasará su recuperación. No es la primera vez que le sucede. Recuerdo que cuando utilizó el Orbe de los Dragones antes de dominar su manejo también quedó sin energías para sostenerse de pie. Tuve que prestarle mis brazos.

Enmudeció, perdido en las sombras, sereno aunque pesaroso.

—No podemos hacer nada por él —declaró tras una breve pausa—. Debe descansar; es la única medicina eficaz contra su mal.

Se produjo un nuevo silencio, en el que ambos se concentraron en sus propias cavilaciones.

—Hija Venerable, ¿puedes curarme? —preguntó al fin el hombretón. Su tono quedo compensó lo abrupto de su demanda.

—Me temo que no —repuso la sacerdotisa, ardientes sus pómulos—. Debió de ser mi hechizo lo que provocó tu ceguera.

Una vez más revivió en su memoria la escena en la que el robusto gladiador, armado con su ensangrentado acero, arremetió contra Raistlin resuelto a traspasarlo, a segar también su vida si osaba interferirse entre ambos.

—Lo lamento —se disculpó, tan exhausta que incluso sentía náuseas—. El pavor, el más hondo desaliento, se adueñaron de mí y me impulsaron a actuar de manera irreflexiva. Pero no debes preocuparte —añadió—. El efecto no es permanente. Se disipará con el tiempo.

—Comprendo —asintió Caramon—. ¿Hay alguna luz en esta sala? Dijiste que tenías una.

—Sí, la del Medallón —corroboró la dama.

—En ese caso, te ruego que eches una ojeada y me informes de todo cuanto llame tu atención.

—Pero Raistlin…

—Olvídate ahora de él —espetó el hombretón a su oponente, en tono imperioso—. Vuelve junto a mí y otea el panorama. ¡Vamos, obedece! Nuestras vidas, y también la suya, pueden depender de lo que me reveles. Fíjate bien en todos los detalles, hemos de averiguar dónde estamos.

Al posar sus ojos en las tinieblas, renacieron los temores de la sacerdotisa, quien, abandonando al nigromante en contra de su voluntad, fue a sentarse al lado de Caramon.

—Apenas distingo nada fuera del radio de acción de la alhaja —confesó, a la vez que sostenía en alto el refulgente disco—. Al espiar la cámara me asalta la sensación de haberla visto antes, de haberla visitado, mas no atino a localizarla. Hay varios muebles dispersos, quemados y rotos como si se hubiera declarado un incendio, y montones de libros en absoluto desorden. Atisbo asimismo una escribanía de madera, que es donde tú estás apoyado y la única pieza que se conserva en perfectas condiciones. Me resulta familiar, con sus bellas tallas repujadas representando toda suerte de criaturas extrañas.

Se interrumpió desconcertada, indecisa, ansiosa por recordar.

El guerrero tanteó con la mano el suelo y comentó:

—Palpo una alfombra sobre la roca.

—Sí, la hay… o la hubo. Está hecha jirones; parece como si la hubieran devorado.

Calló, de pronto, al percibir una diminuta criatura que huía precipitadamente del halo de claridad.

—¿Qué pasa? —indagó su interlocutor.

—Acabo de descubrir quién ha roído la alfombra —contestó Crysania con una risa nerviosa—: las ratas. Mientras hablaba, una de ellas se ha ocultado en un rincón. En el muro opuesto se perfila una chimenea —continuó—, que no ha sido utilizada durante años a juzgar por las telarañas que la envuelven. Lo cierto es que la sala está repleta de urdimbres similares.

La voz no le respondía. Repentinas visiones de arañas caídas del techo, de roedores que acometían sus indefensos pies la sumieron en convulsiones y la impulsaron a recogerse en su maltrecha túnica alba. Además, el desnudo hogar tuvo la virtud de acrecentar la sensación de frío que la atenazaba.

Al notar el temblor de su cuerpo, el gladiador esbozó una sonrisa y asió su mano para, con una fuerza que procedía de sus entrañas, inducirla a la cordura.

—Hija Venerable —susurró, tranquilo—, si no hemos de enfrentarnos más que a unos cuantos animalillos podemos considerarnos afortunados.

En los tímpanos de la sacerdotisa volvió a resonar el aullido de terror que profiriera su compañero durante el sueño, un grito hijo, ahora, de su imaginación, pues él se hallaba encerrado en su mutismo. Recapacitó que, estando ciego, su espanto no dejaba de ser singular.

—¿Por qué vociferabas antes? —se atrevió a inquirir—. Debiste de haber oído o sentido algo.

—«Sentido» es el término adecuado —confirmó el guerrero—. Anidan entes hostiles en este lugar, Crysania, espectros que nos contemplan. Rezuman odio. Dondequiera que hayamos venido a parar, nos hemos introducido en su mundo y acusan nuestra intrusión. ¿No recibes tú sus señales?

La sacerdotisa se concentró en las sombras, en aquella nebulosa que les miraba persistente. A eso se refería Caramon, era innegable que alguien se agazapaba en el manto de negrura y, cuanto más empeño ponía ella en descubrir su identidad, mayor era el realismo que asumía. No se trataba de una sola criatura. Pese a su invisibilidad, advirtió que eran varias y que aguardaban su oportunidad detrás del círculo luminoso del Medallón. Tal como había apuntado Caramon, destilaban sentimientos adversos y, peor aún, la sacerdotisa tomó conciencia de la ola maléfica que la cercaba por todos los flancos. Ya había experimentado algo semejante en otra ocasión, en…

Contuvo el aliento; y el guerrero se dio cuenta.

—¿Qué sucede? —exclamó, sobresaltado.

—Sst —siseó ella—. Ya sé dónde estamos.

Él nada dijo, pero giró la faz hacia aquellos ojos que sustituían los suyos.

—En la Torre de la Alta Hechicería de Palanthas —aseveró la dama en un murmullo.

—¿En la morada de Raistlin? —El gladiador exhaló un suspiro de alivio.

—Sí y no —titubeó Crysania—. Sin duda éste es el aposento que conocí, su estudio, mas su aspecto ha cambiado, como si nadie lo habitase desde hace siglos. ¡Ya lo tengo, Caramon! Raistlin me anunció que me llevaría a un tiempo en el que no existían los clérigos. Y no puede ser otro que la época que medió entre el Cataclismo y las guerras posteriores. Antes…

—Antes de que él regresara a fin de reclamar la exclusiva propiedad de la Torre —terminó el humano por ella—. Eso significa que la maldición todavía pesa sobre la mole, Hija Venerable, que nos hallamos en el único recinto de Krynn donde el Mal reina a su antojo, sin cortapisas. Nuestro viaje nos ha llevado al rincón más temido de cuantos pueblan la faz del mundo, donde ningún mortal osa internarse a causa del Robledal de Shoikan, su escudo protector, y los seres siniestros que alberga. ¡Me produce escalofríos pensar que nos hemos materializado en el seno de la perversidad!

Crysania vislumbró unos rostros lívidos que, inesperadamente, se dibujaron a su alrededor sin atravesar la aureola creada por la gema. ¿Acaso los habían invocado las palabras del hombretón? Aquéllas cabezas desprovistas de cuerpo la contemplaban con pupilas vidriosas, selladas por la muerte años atrás; flotaban en el frío aire y abrían la boca en anticipación al placer que había de proporcionarles la sangre cálida, viva.

—Caramon, ahora distingo sus semblantes con absoluta nitidez —farfulló, apretujándose contra el fornido humano.

—Yo sentí el contacto de sus manos —explicó el aludido mientras, sobreponiéndose a sus propios espasmos, atraía a la mujer, deseoso de prestarle cobijo—. Me atacaron, y su roce congeló mi piel. Ése fue el motivo de mis llamadas de auxilio.

—¿Por qué no se han manifestado en todo este rato? ¿Qué les impide agredirnos ahora?

—Tú, Crysania —aseveró él—. Eres una sacerdotisa de Paladine, y estos engendros han surgido de la malignidad. Nacidos a través de un conjuro, carecen de poder para lastimarte.

La dama estudió el disco de platino que sostenía. La luz irradiaba aún de su superficie, pero su fulgor se apagaba a ojos vistas y, al percatarse, recordó con una punzada de culpabilidad a Loralon, el clérigo elfo. No podía sustraerse a aquellas frases que pronunciara, augurando que sólo cuando la oscuridad la cegara nacería en su alma la auténtica percepción.

—Soy una sacerdotisa —apostilló al parlamento del guerrero, sin acertar a disimular su desasosiego—, mas mi fe es imperfecta. Éstos espectros adivinan mis dudas, mi flaqueza. Una criatura tan fuerte como Elistan podría luchar contra ellos, yo no. Mi luz se extingue, Caramon —agregó, absorta en las intermitencias del Medallón.

Guardó unos minutos de silencio, en los que oteó a aquellas pálidas faces en su lento, inexorable acercamiento, y se encogió bajo el abrazo del corpulento hombretón.

—¿Qué podemos hacer? —le consultó.

—¡No me preguntes eso, estoy ciego y desarmado! —se revolvió él, agónico, cerrando los puños.

— ¡Calla! —le ordenó Crysania aferrada a su brazo, posados los ojos en las espeluznantes figuras—. Parecen adquirir nuevas energías al oír tus lamentos de impotencia. Quizá se alimenten del miedo, al igual que los moradores del Robledal de Shoikan. Dalamar así me lo contó.

El gladiador inhaló una bocanada de aire. Su piel brillaba a causa del abundante sudor, vibraban sus vísceras con inusitada violencia.

—Tenemos que despertar a Raistlin —sugirió la mujer.

—No servirá de nada —la previno el agitado guerrero—. Incluso podría ser contraproducente.

—¡Intentémoslo al menos! —se obstinó ella, mostrando firmeza pese a que la aterrorizaba la idea de avanzar un solo paso bajo tan abrumador escrutinio.

—Actúa con cautela, muévete despacio —le aconsejó Caramon.

La soltó y la sacerdotisa, escudada en el Medallón y sin apartar la mirada de los hijos de las tinieblas, se aproximó al mago. Posó la mano en la aterciopelada hombrera de su túnica y le invocó, con toda la vehemencia que la situación permitía.

—¡Raistlin! —dijo una y otra vez, zarandeándolo.

No obtuvo respuesta, fue como tratar de resucitar a un cadáver. Al asaltarle tal pensamiento, espió de nuevo a las acechantes figuras y se preguntó si se proponían matar al hechicero. Después de todo, no existía en este tiempo. El Amo del Pasado y del Presente aún no había regresado para enseñorearse de la Torre, su legítima propiedad.

¿O acaso se equivocaba en sus cálculos? No podía estar segura. Insistió en llamar al yaciente y, mientras lo hacía, espió sin tregua a los seres de ultratumba. A medida que se difuminaba la luz, los espectros cerraban el círculo en torno a sus proyectadas víctimas.

—¡Fistandantilus! —vociferó, aunque se dirigía a Raistlin.

— ¡Buena idea! —la felicitó el gladiador—. Estoy persuadido de que reconocen ese nombre. ¿Qué ocurre ahora? Percibo un cambio.

—¡Se han detenido! —constató Crysania, quebrado el aliento—. Se han inmovilizado, y es a él al que examinan.

—Retrocede —la apremió Caramon, acuclillándose—. Manténte alejada de mi hermano, y aparta la luz de su semblante. Deben visualizarlo tal como lo conciben en las tinieblas.

— ¡No! —se revolvió la dama enfurecida—. ¿Has perdido el juicio? En cuanto le prive del resplandor de la alhaja, lo devorarán.

—Es nuestra única posibilidad de sobrevivir.

Se lanzó el humano sobre la sacerdotisa y, aunque tuvo que hacerlo a ciegas, le favoreció el hecho de que Crysania no estaba preparada para esta reacción. Tras sujetarla con sus colosales manos, la arrancó del lado de Raistlin y la arrojó al suelo. Cayó entonces encima de su frágil cuerpo, tan aplomado que casi la aplastó.

—¡Caramon! —suplicó ella sin resuello—. ¡Lo despedazarán!

Entabló un frenético forcejeo con su aprehensor, pero a éste no le resultó difícil inmovilizarla.

En medio de su trifulca no desasió el Medallón, que, más opaco a cada instante, permaneció suspendido de su cadena. Al estirar el cuello, la sacerdotisa comprobó que Raistlin estaba envuelto en brumas, privado del halo salvador.

—¡Caramon, libérame! ¿No comprendes que van a acabar con él? —ordenó.

Pero el guerrero, imperturbable, rehusó aflojar su garra e incluso la presionó más contra el suelo. Se leía en sus facciones una creciente angustia que, aunque devastadora, no menoscabó su determinación. Tenía la piel fría, los músculos agarrotados y tensos.

«¡Debo formular un nuevo hechizo!», decidió Crysania. Pero cuando afloraban a sus labios los versículos, un desgarrado grito de dolor traspasó la penumbra.

—¡Paladine, ayúdame! —rogó a su hacedor.

Nada ocurrió, de modo que intentó desembarazarse del forzudo Caramon, aunque sabía de antemano que sería inútil, que nunca lo lograría por sus propios medios. Al parecer, su dios la había abandonado. Emitiendo un lamento que reflejaba frustración, maldiciendo al gladiador, cejó en su empeño y se conformó con presenciar la escena que se desarrollaba ante ella.

Los espectros habían rodeado a Raistlin, al que sólo vislumbraba merced a la aureola que proyectaban sus pútridos cuerpos. Un quedo gemido escapó de los labios de la mujer cuando una de aquellas fantasmales criaturas alzó las manos y las extendió sobre la figura inerte del mago.

El atacado lanzó un bramido y, bajo su negro atavío, todo su ser se retorció en espasmos de agonía.

Caramon oyó el alarido de su gemelo y Crysania, al advertir cómo se contraía el rostro del hombretón, reanudó sus protestas. Pero él, aunque un sudor gélido bañaba su frente, movió la cabeza negativamente y siguió atenazando a su presa.

La víctima de los engendros vivientes volvió a vociferar. El guerrero se estremeció y la Hija Venerable sintió una prometedora relajación de su zarpa. Depositó presta el disco de platino en el suelo para, ya libres sus brazos, propinarle una lluvia de golpes, mas en cuanto se separó del talismán la luz de éste se apagó por completo y se sumieron en la negrura. De manera súbita, alguien tiró de Caramon, arrastrándolo hacia un lugar ignoto. Sus enloquecidas quejas se entremezclaron con las de su hermano.

Acelerado su palpito hasta lo indescriptible, con la mente hecha un torbellino, Crysania intentó incorporarse al mismo tiempo que registraba el suelo en busca del Medallón.

Sintió la proximidad de un rostro y, convencida de que era el gladiador, la dama alzó la mirada. No era él, sino una cabeza que flotaba suspendida a pocos centímetros.

—¡No! —se desesperó, incapaz de moverse. Aquél ente absorbía la vida de sus miembros, de su corazón. Unas manos descarnadas apretaron sus brazos para atraerla, unos labios exangües se entreabrieron, sedientos de calor.

—Paladine —quiso rezar, mas la letal criatura había insensibilizado su espíritu.

Oyó, en una confusa lontananza, que una voz entonaba un salmo en el lenguaje de la magia. Estalló la luz a su alrededor, y la cabeza que la acechaba se desvaneció entre aterradores jadeos. Una vez se disolvieron las garras que la paralizaban, la sacerdotisa olfateó los efluvios acres del azufre y comenzó a vislumbrar la causa del prodigio.

Shirak —susurró un ser vivo, en un acento inconfundible. En el mismo instante, sucedió a la explosión un leve destello que bastaba para difuminar las sombras más densas.

— ¡Raistlin! —se regocijó Crysania.

Apoyándose en sus palmas y rodillas, bamboleante, la mujer culebreó a través de la chamuscada roca hacia el mago, que yacía boca arriba y respiraba pesadamente. Blandía el Bastón de Mago, de cuya bola de cristal irradiaba un tenue centelleo que recortaba las garras reptilianas de su engarce.

—Raistlin, ¿te encuentras mejor?

Arrodillóse a su lado a fin de examinar su anguloso y pálido semblante. El aludido alzó los párpados y asintió en un mudo ademán antes de estirar la mano y, abrazándola, acariciar su sedoso cabello azabache. La extraña calidez de su cuerpo, los latidos de su sangre, conjuraron el frío que entumecía a la sacerdotisa.

—No tengas miedo —la consoló al notar sus temblores—. No nos harán ningún daño ahora que me han reconocido. ¿Estás herida?

La dama no pudo articular ni una palabra; se limitó a negar con un significativo gesto y cerró los ojos, abandonada a su benéfico contacto. Cuando, reconfortada, se dejaba acunar por los flexibles dedos que ensortijaban su melena, una palpable tensión en el cuerpo del hechicero rompió el embrujo.

En una actitud que denotaba disgusto, Raistlin la agarró por los hombros y la apartó.

—Relátame lo ocurrido —le urgió, aún débil.

—Me desperté aquí —repuso ella, si bien tuvo un ligero desfallecimiento al revivir la experiencia y también a causa de las sensaciones que le inspiraba la proximidad del mago—. Oí gritar a Caramon —prosiguió, al ver la impaciencia reflejada en los rasgos de su interlocutor—. Cuando acudió a su llamada…

—¿Mi hermano se halla en esta sala? —la interrumpió Raistlin, con los ojos desorbitados—. Ignoraba que el encantamiento le hubiese transportado con nosotros. Me sorprende que haya resistido el viaje. ¿O quizá no? —agregó al distinguir el contorno del hombretón desplomado en el suelo—. ¿Qué le ha pasado?

—Mi hechizo le dejó ciego —declaró Crysania, ruborizándose—. No era tal mi intención, pero no podía permitir que te matase en aquel tétrico laboratorio del Templo de Istar, unos minutos antes de que sobreviniera el Cataclismo.

—¡Tus poderes han nublado su visión! —exclamó el nigromante, perplejo—. ¡El mismo Paladine le ha infligido un castigo a través de tus oraciones! Resulta irónico.

Prorrumpió en carcajadas, que resonaron en la hueca piedra y, al hacerlo, sumieron a la sacerdotisa en un terror nuevo, desconocido. Sin embargo, pronto las risas sofocaron a quien las profería. Se llevó el mago las manos a la garganta, en un esfuerzo denodado por respirar.

Crysania observó, inerme, los espasmos de Raistlin, hasta que se normalizaron sus inhalaciones.

—Continúa —le dijo éste, ya más sereno aunque ostensiblemente irritado consigo mismo.

—Deseaba comprobar la causa de sus alaridos —explicó la dama, retomando el hilo de su historia—, mas las tinieblas me impedían actuar. Entonces me acordé del Medallón de Platino y, bajo su luz, lo descubrí en un rincón apartado. Constaté su ceguera, y al rato oteé el entorno y reparé en tu figura inerte. Tratamos ambos de despertarte, sin resultado. Caramon me rogó que le describiera la habitación y, al espiar las sombras, se me aparecieron esos repugnantes engendros que… —Un involuntario estremecimiento selló sus labios

—No te detengas —le instó Raistlin.

—En presencia de los espectros los resplandores del talismán comenzaron a amortiguarse —murmuró la dama tras un corto intervalo—, y sus cuerpos translúcidos cerraron filas en un implacable avance. Incapaz de rechazar su ataque, te llamé. Usé el nombre de Fistandantilus, lo que provocó una tregua expectante. En aquel momento —su pavor se trocó en cólera—, Caramon me arrojó al suelo, musitando algo sobre la necesidad de que las criaturas te vieran tal como existes en su plano de negrura. Cuando la luz de Paladine cesó de alumbrarte, se abalanzaron al unísono…

Enterró el rostro entre las manos al rememorar los bramidos del mago, y enmudeció.

—¿Eso dijo mi gemelo? —intervino Raistlin con su peculiar tono de voz.

La sacerdotisa salió de su aislamiento para contemplarlo, desconcertada por el tono, mezcla de admiración y pasmo, que había empleado.

—Sí —corroboró fríamente—. ¿Por qué?

—Porque ha salvado nuestras vidas —apuntó el nigromante, de nuevo cáustico—. No imaginaba que a un botarate como él pudieran ocurrírsele ideas tan atinadas. Deberías prolongar su ceguera, puesto que le despeja el cerebro.

Intentó sonreír, pero la tentativa degeneró en una tos que casi lo asfixió. Crysania dio un paso al frente, resuelta a ayudarle. Refrenó su impulso una mirada imperativa del mago, remiso a aceptar el concurso de nadie, pese al flagelo de dolor que le consumía. Arqueó la espalda para ocultarse de ella, hasta que se hubo mitigado el ataque y pudo incorporarse, recobrando en apariencia la compostura.

Su debilitamiento se hacía patente en los labios manchados de sangre, en la crispación de sus manos y en su resuello, rápido y entrecortado. Cuando parecía recuperado, un acceso aún más virulento que los anteriores dio con sus huesos en la desnuda roca.

—En una ocasión afirmaste que los dioses no podían sanarte —aventuró la sacerdotisa—. Pero no tardarás en morir, Raistlin, y me gustaría hacer algo para aliviar tu dolencia. Dime solamente qué necesitas; si está a mi alcance, obedeceré tus instrucciones.

No osó tocarlo; durante un breve lapso reinó en la cámara un silencio sepulcral que no alteraban sino las penosas exhalaciones del hechicero. Al fin, agotadas casi sus energías, el postrado le hizo a la dama una señal para que se acercara. Ella se inclinó sobre su cuerpo y Raistlin rozó su pómulo, invitándola a aplicar el oído a sus labios. Su aliento era cálido, tanto que la sacerdotisa se estremeció al sentirlo en su piel.

—¡Agua! —solicitó en un tenue murmullo, que Crysania sólo interpretó al enderezar la cabeza y leer los movimientos de sus entumecidos labios—. Una poción curativa, la guardo en el bolsillo de mi túnica —logró articular—. La tibieza de un fuego también me fortalecería, mas no me quedan ánimos para encenderlo.

La sacerdotisa asintió, significando por este gesto que había comprendido.

—¿Y Caramon? —interrogó el mago, incapaz de completar una frase más después de tan larga parrafada.

—Los seres de ultratumba lo atacaron —respondió la dama, a la vez que desviaba la mirada hacia el inmóvil guerrero—. No ha pestañeado en todo este rato; es posible que haya muerto.

—¡No! —se revolvió Raistlin en su agonía—. Le necesitamos; tienes que curarlo si no es demasiado tarde.

Cerró los ojos, y arreciaron sus jadeos para inhalar el aire que se empecinaba en escapar de sus pulmones.

—¿Estás seguro? —balbuceó Crysania—. Intentó sacrificarte.

El nigromante hizo una mueca y meneó la cabeza, provocando el crujir de su capucha. Levantó acto seguido los entornados párpados, como si quisiera conminar a su interlocutora a escudriñar las profundidades de su alma a través de sus pardos iris, y su llama interior se exhibió ante ella, convertida en un mortecino centelleo muy diferente del fuego abrasador que detectara en anteriores circunstancias.

—Crysania —dijo—, voy a perder el conocimiento. Te quedarás sola en este nido de oscuridad, y mi hermano es el único que puede ayudarte.

Se entelaron sus pupilas, aunque estrechó la mano de la sacerdotisa a fin de aferrarse a la realidad mediante la energía que de ella dimanaba. En un evidente forcejeo contra el desmayo, consiguió clavar la vista en la apesadumbrada mujer.

—¡No salgas de esta habitación! —ordenó en un último hálito, a punto de perderse en el vacío.

Renacido su pánico, Crysania estudió el panorama. Raistlin había pedido agua, calor. ¿Cómo podría proporcionárselos? En el seno de la perversidad, se sentía desvalida, sola, tal como él había preconizado.

—Reacciona —le suplicó, agarrando su delgada mano entre las suyas y llevándola a su mejilla—. ¡No me dejes, te lo ruego! —susurró, paralizada por el gélido contacto de su carne—. No puedo darte lo que precisas, carezco de poder. No sé crear agua a partir del polvo.

Raistlin fijó en ella los ojos, ahora casi tan negros como la estancia donde yacía. Trazó con su mano, la mano que la Hija Venerable sostenía, una línea vertical frente a sus lagrimales. Al instante su mano se desplomó, ladeó la cabeza y, exhausto, se abandonó al forzado sueño.

La sacerdotisa, confundida, tanteó su propia mano preguntándose qué había pretendido indicar el mago con su extraño movimiento. No fue una caricia, estaba persuadida de que quería sugerirle algo. ¿Qué podía ser? ¿Qué era lo que motivaba su persistente escrutinio? La asaltaron los recuerdos, en una nebulosa que no acababa de despejarse.

«No puedo crear agua a partir del polvo».

—¡Mi llanto! —murmuró al fin.