El ejercito de Fistandantilus

A medida que el grupo de hombres puesto bajo las órdenes de Caramon avanzaba hacia el sur, en dirección al gran reino enanil de Thorbardin, fue creciendo su fama y, también, su número. El legendario «tesoro de la montaña» había protagonizado durante mucho tiempo las conversaciones de los míseros, hambrientos habitantes de Solamnia que, aquel mismo verano, habían visto cómo la mayor parte de sus cereales se socarraban y morían en los campos. Devastadoras epidemias, más temidas que las salvajes hordas de goblins y ogros que la penuria había expulsado de sus moradas, abatían la tierra.

Aunque no había finalizado el otoño, el frío heraldo del invierno se respiraba en el aire nocturno. Frente a la perspectiva de presenciar, inermes, la muerte de sus hijos bajo el azote de unas calamidades que los clérigos de los nuevos dioses no podían curar, los hombres y las mujeres de Solamnia estaban persuadidos de que nada tenían que perder. Abandonando sus hogares, reunieron a sus familias y pertenencias para engrosar las filas de la itinerante tropa.

Después de preocuparse en principio de alimentar a una treintena de soldados, Caramon se halló de pronto responsable del sustento de varios centenares de hombres, además de sus esposas e hijos. Cada día eran más los que afluían al campamento. Unos eran caballeros, adiestrados en el manejo de la espada y la lanza, nobles en su porte a pesar de los harapos con los que se cubrían; otros granjeros totalmente inexpertos, que sostenían las armas como si de azadas se tratase, si bien no podía ignorarse el valor que acuñara en sus ánimos la prolongada necesidad padecida. En efecto, tras su penoso sometimiento a la carencia de los bienes más imprescindibles, el panorama de luchar contra un enemigo concreto, que podía ser combatido y derrotado, se les antojaba una bendición.

Y así, sin apenas darse cuenta, Caramon se convirtió en el general del que habría de conocerse como el «ejército de Fistandantilus».

En los primeros tiempos, su único afán fue adquirir abastos para los ingentes tropeles de voluntarios y sus familias, sin orden ni concierto. Pero no en vano había llevado una larga vida de mercenario, y su experiencia en este terreno le dictó sabias medidas. Descubrió a los cazadores más avezados, a los que envió a los bosques en busca de presas, mientras las mujeres guisaban la carne obtenida y secaban la sobrante, almacenando todo cuanto no debía consumirse de inmediato.

Muchos de los que se unieron al grupo llevaron el grano y la fruta que habían podido cosechar, una aportación valiosa que el hombretón aprovechó. Ordenó que el cereal fuera molido a fin de obtener harina, que se prepararan confituras perdurables y, así, el maíz se convirtió en pan, duro como una piedra pero alimenticio, con el que asegurar la existencia durante meses. Incluso los niños tenían sus tareas. Unos cobraban pequeñas piezas, otros pescaban, todos transportaban agua y cortaban madera.

Una vez atendidas las cuestiones básicas, el general se dedicó a enseñar a los reclutas. Los entrenó en el uso de la lanza, del arco, de la espada y el escudo. El más arduo empeño fue el de conseguir tales pertrechos.

Mientras, sin detenerse ante las dificultades, el ejército recorría el país. En el sur corrió la noticia de su llegada.