El mago desvió la mirada y observó a la joven con gesto indeciso. Estaba de espaldas a él y vislumbró la cabellera de rizos rojizos, abundante y vivaz, que caía sobre sus hombros. Sin embargo, el mago conocía también la pena que existía en sus ojos. Era tan joven, casi una chiquilla, y tan encantadoramente inocente…
Y, aun así, aquella hermosa niña había clavado una espada en el corazón de su amada Sydney.
Harkle Harpell apartó de su mente los indeseados recuerdos de su amada fallecida y empezó a descender la colina.
—Un día precioso —exclamó a modo de saludo al llegar junto a la joven.
—¿Crees que habrán llegado a la torre? —le preguntó Catti-brie sin apartar la vista del horizonte meridional.
Harkle se encogió de hombros.
—Si todavía no han llegado, les faltará muy poco. —Examinó con atención a Catti-brie y descubrió que no sentía rabia hacia ella por lo que había hecho. Sin duda había matado a Sydney, pero, con sólo mirarla, Harkle comprendió que había sido la necesidad, y no la maldad, la que había guiado su espada. Ahora, sólo podía sentir lástima de ella—. ¿Cómo estás? —balbució, asombrado al ver la valentía de la joven ante los terribles sucesos que habían sufrido ella y sus amigos.
Catti-brie asintió y se volvió hacia el mago. Aunque sus ojos, de un color azul profundo, estaban teñidos con un cierto pesar, había en ellos un brillo de obstinada resolución que apartaba cualquier asomo de debilidad. Había perdido a Bruenor, el enano que la había criado como a su propia hija. Sus demás amigos se enfrentaban ahora a la desesperada persecución de un asesino, a través de las tierras del sur.
—Con qué rapidez han cambiado las cosas —murmuró Harkle en voz baja, compadeciéndose de la muchacha. Recordaba cuando, hacía apenas unas semanas, Bruenor Battlehammer y su reducido grupo habían pasado por Longsaddle en su búsqueda de Mithril Hall, el hogar perdido del enano. Habían sido acogidos con júbilo y habían intercambiado historias y promesas de futura amistad con el clan Harpell. Ninguno de ellos sabía entonces que un segundo grupo, encabezado por un diabólico asesino y Sydney, la amada de Harkle, mantenía como rehén a Catti-brie y había emprendido la persecución de los primeros. Bruenor había encontrado Mithril Hall, y había caído allí.
Sydney, la maga a quien Harkle había querido con un amor tan profundo, había contribuido a la muerte del enano.
Harkle respiró profundamente para tranquilizarse.
—Bruenor recibirá su venganza —proclamó con una mueca.
Catti-brie lo besó en la mejilla y empezó a ascender por la colina hacia la Mansión de Hiedra. Comprendía el sincero dolor que experimentaba el mago, y lo admiraba por su decisión de ayudarla a cumplir su promesa de devolver Mithril Hall a sus legítimos dueños, el clan Battlehammer.
Harkle, sin embargo, no había tenido otra alternativa. La Sydney que él había adorado no era más que una fachada, una dulce máscara que ocultaba un monstruo ambicioso y despiadado. Y él también se consideraba culpable por haber participado en el desastre, al haber comunicado a Sydney, sin querer, la localización del grupo de Bruenor.
Harkle vio cómo Catti-brie se alejaba con pasos lentos, abrumada por el peso de sus problemas. No albergaba rencor alguno contra ella… Sydney había desencadenado las circunstancias que la conducirían a la muerte, y Catti-brie sólo habría podido actuar como lo había hecho. El mago desvió la mirada hacia el sur. Él también estaba ansioso y preocupado por el elfo oscuro y el joven y corpulento bárbaro. Habían llegado a Longsaddle hacía apenas tres días, con el dolor y el cansancio escritos en el rostro, y con una desesperada necesidad de descansar.
Sin embargo, todavía no podía haber descanso posible para ellos, pues el perverso asesino había escapado llevándose preso al último miembro del grupo: Regis, el halfling.
Habían ocurrido tantas cosas en aquellas últimas semanas… La totalidad del mundo de Harkle se había visto trastocada por una compleja mezcla de héroes procedentes de una lejana y desamparada tierra, llamada valle del Viento Helado, y por una hermosa y joven mujer a quien no podía echar la culpa de nada.
Y por la mentira que su más profundo amor había resultado ser.
Harkle se tumbó de espaldas en la hierba y siguió con la mirada las hinchadas nubes de finales de verano que se deslizaban a través del cielo.
Más allá de las nubes, en un lugar donde las estrellas brillan eternamente, Guenhwyvar, la entidad de la pantera, caminaba con gran excitación de un lado a otro. Habían pasado muchos días desde que su dueño, el elfo oscuro llamado Drizzt Do’Urden, la había invocado por última vez al plano material. El felino estaba dotado de una sensibilidad especial ante una figurita de ónice que le servía de vínculo entre su dueño y ese otro mundo. Podía percibir una especie de hormigueo desde aquel lejano lugar con sólo que su dueño rozara la pequeña figura.
Sin embargo, Guenhwyvar no había sentido ese vínculo que lo unía con Drizzt desde hacía bastante tiempo, y ahora estaba nervioso, pues en cierto modo su inteligencia de otro mundo le hacía comprender que el drow no poseía ya la figura. Guenhwyvar recordó la época anterior a Drizzt, en la que otro drow, un drow perverso, había sido su dueño. Aunque en esencia no dejaba de ser un animal, Guenhwyvar poseía una cierta dignidad, dignidad que su primer dueño había pisoteado.
Rememoró los tiempos en que se había visto obligado a realizar actos crueles contra enemigos indefensos, sólo para complacer a su dueño.
Las cosas habían sido muy diferentes desde que Drizzt Do’Urden había conseguido la estatuilla, pues él era un ser de gran conciencia e integridad, y un lazo de sincera amistad se había creado entre ellos.
El felino descendió de un árbol guarnecido de estrellas y soltó un grave gruñido, que cualquier observador de aquel espectáculo astral hubiera considerado como un suspiro de resignación.
Más profundo habría sido el suspiro de la pantera si hubiera sabido que Artemis Entreri, el asesino, era ahora el dueño de la figurita.